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Sexo a lo bien en Medellín

George Lakoff dice que la derecha, más o menos desde mediados de la década del sesenta, se dedicó a organizar “Tanques de Pensamiento” capaces de nutrirlos argumentativamente, para tomar la iniciativa en los debates claves que sostienen con las tendencias progresistas de la sociedad.

Expertos como Frank Luntz les brindan guías de estilo orientándoles sobre el lenguaje que deben utilizar para seducir audiencias. La derecha viene con todo.

Para la muestra un botón: ahora resulta que el proyecto “Sol y Luna” que impulsó la realización de la campaña de prevención del embarazo adolescente en Medellín, no fue bueno. Sus evidentes y saludables resultados en salud sexual y reproductiva no importan, porque ocurre que la mirada debe ser otra, la verdadera, la oficial, la de la iglesia, la conservadora, la mirada de ellos.

A la derecha le aterroriza la libertad. Si a los muchachos se les propone una discusión sobre el sexo libre, responsable y seguro, entonces se les está invitando a la promiscuidad. Del sexo –dice la derecha– es mejor hablar en otros términos o en uno solo de los términos: el de la responsabilidad.

Porque para la derecha el placer sexual está proscrito, su única función es la reproductiva, “traer hijos al mundo para la gloria de Dios”, dicen. Los progresistas tenemos la tendencia dañina a menospreciar estas andanadas. Creemos que es tan retardataria la mirada, que no vale la pena debatir. Estamos terriblemente equivocados.

Mientras nos quedamos callados o despreciamos su discurso, ellos montan a la sociedad en su marco conceptual: la moral del padre estricto, en la que Dios –que es todo bondad– decide qué está bien y qué está mal. El placer y la libertad en el sexo, por ejemplo, son inmorales. Para cumplir los mandamientos de Dios hay que ser disciplinado, practicar la abstinencia, resistir la tentación. Hay un orden moral natural: Dios por encima del hombre, el hombre por encima de la naturaleza, los adultos por encima de los niños... Y ese orden moral se extiende con demasiada frecuencia a los hombres por encima de las mujeres, los blancos por encima de los no blancos, los cristianos por encima de los no cristianos.

Creo que estamos equivocados. Hay que debatir, confrontar las ideas. Si nos quedamos callados seremos corresponsables de que impere la barbarie.

25 de septiembre de 2010, periódico El Tiempo

La violencia como trampa en Medellín

Entonces tú mides en centímetros cuadrados o en segundos de emisión, la dimensión de las noticias sobre Medellín, y ahí está la violencia galopando, definiendo a la ciudad, señalando a su territorio.

Uf, dicen los analistas, qué ciudad tan violenta. Se crea un relato dominante y todo el mundo se pega de él. Les cuesta mucha dificultad ver algo distinto.

Mire nada más cómo Medellín gana premios internacionales, reconocimientos. Convoca con solvencia la presencia de las más destacadas figuras del mundo. Los alcaldes de las más diversas ciudades del planeta se acercan hasta aquí para aprender de las experiencias ya vividas; la ciudad es epicentro de encuentros memorables.

Los arquitectos del mundo se vienen para acá a recrearse con los prodigios logrados en el manejo del espacio público, pero no, la gente se pega del relato dominante.

Es grave que nosotros, aquí mismo en la ciudad, caigamos en la trampa de definirnos a partir de la violencia. Es una trampa, porque ocurre que en Medellín confluyen diversas violencias.

Una es la violencia social, esa que es producto de la dinámica de la ciudad misma: la riña callejera, el atraco, la violencia intrafamiliar, la confrontación entre vecinos, los arrebatos de la intemperancia. Es una violencia con cifras concretas que, está probado, han descendido de manera paulatina y persistente, lo que hace que Medellín inició el proceso de transformación ya conocido, cuando empezó a transitar del miedo a la esperanza. Sí, del miedo a la esperanza.

La otra es una violencia estructural, la violencia de los profesionales de la violencia, la de paracos, narcos y bandas organizadas del crimen, la violencia de los que se disputan territorios de poder, la de los matones de oficio. Esa violencia que los exacerba y hace que se masacren entre ellos.

Esa es la violencia de quienes están interesados en sumirnos en el miedo, de quienes quieren una ciudad que retroceda. Esa violencia no tiene por qué definirnos, estigmatizarnos.

Desde luego que no se trata de banalizar el fenómeno. Desde luego que los ciudadanos de bien en las comunas sufren el suplicio de su agobio, el terror de la bala perdida.

Es una violencia cierta. Pero es una violencia que puede ser arrasada por el poder de una ciudad que tenga la capacidad de darle una nueva perspectiva a su mirada. La ciudad de los logros, de las realizaciones.

La ciudad guapa, altanera, emprendedora, capaz de liderar y protagonizar sus propias transformaciones; la ciudad que se reinventa, que se exige, que logra lo que se propone.

Ya no más trampas de la violencia.

Se habla por estos días de una escalera eléctrica de veintiséis pisos de alta que ascenderá por las laderas de la Comuna 13 y contribuirá de manera decidida a cambiar el paisaje y la vida de esa zona de Medellín.

Me gusta el símbolo. Una escalera que suba al cielo, que rompa el paisaje, que es un alarido de cosa nueva con tecnología y metal. Una escalera que sube sola, que te lleva.

¡Joder! Qué buen argumento para empezar a hablar en otros términos, de otras cosas.

Es grave que nosotros, aquí mismo, caigamos en la trampa de definirnos a partir de la violencia.

2 de octubre de 2010. periódico El Tiempo

La ciudad a lo lejos

Hubo un tiempo en que las huertas se extendían hasta allá al fondo, la tierra buena es buena y no faltan fuentes por aquí…

José Saramago [1922 – 2010]

Ya no son unos pocos excéntricos, profesores universitarios, locos, intelectuales y poetas los que tomaron la determinación de irse lejos, a Santa Elena, por ejemplo, a construir o alquilar una pequeña cabaña para vivir en contacto con la naturaleza.

Ahora, las poblaciones del oriente cercano como El Retiro, La Ceja y Rionegro ven la acelerada transformación de sus zonas rurales merced a la construcción de casas y unidades cerradas, a donde personas de la más variada índole van llegando con sus bártulos, y no con la intención antigua de pasar allí el fin de semana, sino para quedarse.

Cambió el perfil. Ahora son hombres de negocios, empresarios, ejecutivos, profesionales independientes, jubilados, en fin, una tribu variopinta la que emigra y para quien Medellín se convierte entonces en un interrogante: ¿será acaso y apenas un referente, un punto de trabajo, un destino obligado al que hay que ir por razones de negocios, la ciudad en donde viví?

¿Qué está pasando? Un experto en marketing city afirmaba en estos días que la auténtica definición del paisa de Medellín era aquella que lo describía como “un habitante urbano con nostalgia de lo rural”. En esta definición descansaría la vocación “montañera” de sus habitantes, ese hablado pueblerino que tanto desquicia a los bogotanos, esa estética raizal.

Pero no somos tan originales. No se está viviendo aquí un fenómeno único y excluyente que tenga la virtud de caracterizarnos, de reflejar una manifestación de nuestra cultura, no. Mire usted lo que está ocurriendo en las grandes ciudades de América Latina y podrá observar cómo el fenómeno se repite de idéntica manera a como se desarrollaron los suburbios de las grandes ciudades estadounidenses.

El periplo que empieza a transitar nuestra ciudad parece repetirse, de manera casi igual, en casi todas las ciudades de Latinoamérica, en donde gradualmente empiezan a gestarse y consolidarse espacios diferentes dentro de una misma zona urbana.

Ahí estaban primero los centros históricos desde donde la ciudad empezó a formarse y que evolucionaron al ser las sedes del comercio y la actividad económica; luego esas casas grandes, las mansiones de apariencia europea (por ejemplo, nuestro barrio Prado) construidas por las clases adineradas, y estaban también, en tercer lugar, los barrios marginales de los inmigrantes pobres que venían desde el campo.

La clase media, que empezó a florecer por los años cincuenta, aportó numerosos conjuntos habitacionales cuyo parecido sorprende, lo mismo en Ciudad de México que en Medellín, en Bogotá o en Santiago.

Esta última ciudad chilena muestra grandes parecidos con lo que estamos viviendo, puesto que el Barrio Alto, una gigantesca área ubicada cerca de la cordillera, se pobló tradicionalmente por el estrato seis, mientras de la Plaza Italia hacia abajo, que incluye la ciudad antigua, es donde habitan los sectores de clase media baja y baja.

El recorrido de esa clase alta fue el mismo: primero en el casco viejo, luego hacia el barrio alto y, ahora, hacia La Dehesa en las montañas. No, no somos nada originales.

Hay dos tipos de explicaciones: la visión apocalíptica, que apela al pesimismo, y a una concepción de no futuro.

Jesús Martín Barbero denomina a esta división de barrios pobres y barrios ricos la “discriminación topográfica”. Es lo mismo que se presenta en las ciudades del sur de los Estados Unidos en donde es la carrilera del tren la que establece la frontera social.

Los analistas como Carlos Monsiváis son recurrentes en culpar a la ciudad, a la metrópolis moderna, de empujar a algunos sectores hacia fuera. Como quiera que esa ciudad metrópoli de hoy es el gran altar donde se ofician diariamente los “rituales del caos”, no es de extrañar que el miedo, las drogas y la violencia hagan cada vez más tenue el deseo de habitarlas.

Los grandes centros comerciales han terciado a ser espacios de protección frente a la inseguridad de las calles, y las unidades cerradas y los apartamentos se convierten en torres de aislamiento que aniquilan la sociabilidad.

En esa perspectiva, la ciudad de América Latina, víctima de la conspiración neoliberal del imperio, sucumbe a los tentáculos de la globalización, asume la derrota de su cultura y se pierde.

La migración de la que estamos hablando ya no es una huida, un desarraigo. Es un aprovechamiento de la infraestructura de vías y de servicios públicos, para adoptar un hábitat consecuente con un estilo de vida.

Y hay, de otro lado, una visión más optimista. La ciudad de la pelea por la inclusión y la democracia, por convertirse en un espacio cada vez más habitable. La ciudad de América Latina, y eso se siente en Medellín, lucha por convertir el espacio público en territorio de encuentro ciudadano

García Canclini, un argentino (residenciado en México), estudioso del tema que es del club de los optimistas, expresa que es inútil asumir a nuestras ciudades como bastiones de la identidad nacional cuyo deber ser sea rebelarse a toda costa, contra los efectos de la globalización. García Canclini habla de los procesos de “hibridización” que son característicos del desarrollo de las tecnologías de la comunicación, capaces precisamente de desterritorializar esas culturas.

Estas ciudades nuestras revindican por fin el derecho a respetar al otro, significa que aprenden que el descubrimiento de las diferencias no agota el sentido de la comunicación. Ciudades que se entienden por fin como producto de esfuerzos colectivos en donde cada quien ha de aportar a su avance y desarrollo.

Democracia e inclusión se convierten entonces en palabras poderosas y mágicas. Bajo esa mirada optimista, la migración de la que estamos hablando ya no es una huida, un desarraigo. Es un aprovechamiento de la infraestructura de vías y de servicios públicos, para adoptar un hábitat consecuente con un estilo de vida y una relación con el mundo, pero que no implica para nada abandonar a esa ciudad amada que sigue ahí al alcance de la mano, para ser disfrutada y vivida con toda intensidad. Son visiones.

Mayo de 2006, periódico La Hoja de Medellín

¿Hasta cuándo van hablar mal de Medellín?

“Si encuentras una tortuga en un poste, alguien la puso ahí...”

Viejo proverbio chino

¿Cuál es el problema de imagen que tiene esta ciudad? ¿Es también un problema de los ciudadanos?

¿Qué hace que una publicación con reconocimiento internacional y un prestigio ganado a fuerza de seriedad y rigor como National Geographic, edite un artículo que, bajo el título de “Medellín, historia de una guerra urbana”, termine desconociendo la situación actual de esta ciudad y perpetúe esa imagen de violencia y deterioro con la que se la reconoce en el mundo?

El argumento de mala fe manifiesta, algo así como que el artículo sea producto de una acción premeditada y alevosa, inspirada ya por una fuerza superior o por una trapisonda individual, que busca dañarnos a toda costa, no me encaja. Dudo mucho de que la Revista haga parte de un plan de esta envergadura, o que quisiera o exista una conspiración en tal sentido.

Tampoco creo en la versión del sensacionalismo a ultranza, de la truculencia para ganar lectores. No es National Geographic una revista con este tipo de antecedentes, ni el perfil de su público objetivo parece ser proclive a incentivos de esta naturaleza.

Pueden caer sobre mí rayos y centellas, pero voy a arriesgar con toda seriedad una opinión, asumiendo todas las consecuencias.

Creo que la National Geographic, que su consejo de redacción y su editor, decidieron publicar el artículo porque asumieron, con toda sinceridad, que lo escrito allí, en agosto de 2003, seguía siendo rigurosamente cierto, dieciocho meses después.

¿Por qué habrían de creer lo contrario? ¿Quién les había entregado una versión diferente de la ciudad?

Para explicar de manera adecuada esta reflexión, analice usted este escenario en el que voy a citar tan sólo dos ejemplos. De un lado, el domingo 13 de marzo de 2005, en la edición del periódico El Colombiano, el editorial se iba contra la publicación acusándola de amarillista, en el página sexta y bajo el título de “Alarma por víctimas de la violencia común”, un artículo suscrito por los redactores Nelson Matta y María Cristina Rivera empezaba así: “Bebés apuñalados por deudas, menores envenenados o acuchillados por sus padres acosados por la miseria o los celos, jóvenes que terminan en una fiesta con una masacre tras lanzar una granada y peleas con armas entre colegiales, es el panorama más mencionado de la delincuencia común y familiar la última semana en el país…”

De otro lado, la revista Cambio, en la edición del 14 al 21 de marzo del 2005, dedica su carátula a lo que denomina las “troneras” en el proyecto de ley de justicia y paz propuesto por el gobierno en el marco de las negociaciones que sostiene con los paramilitares, a propósito de lo que la opinión pública conoció como el narcomico. Queda claro para el lector del artículo central que la esencia del ‘mico’ apuntaba a convertir el narcotráfico en delito político que, conforme lo expresó el senador Rodrigo Rivera, fue lo que “durante años buscó el grupo terrorista llamado ‘Los extraditables’, que dirigía y financiaba Pablo Escobar…” (¡Y, dale con Pablo Escobar!).

Asuma que es usted el señor William L. Allen, editor de la National Geographic, y que por razones de su oficio, lee la información diaria que entregan los medios colombianos. Para la muestra los dos artículos mencionados y que constituyen el pan diario de nuestro acontecer, ¿creería usted que algo ha cambiado entre agosto del 2003 y esta fecha?

¿Asumiría usted que hay un tema diferente al de la violencia, las drogas y la pobreza, para ser tratados, o dudaría usted de que este país, y esta ciudad que tanto lo representa, no están asolados por el crimen?

Hay que torcerle el pescuezo al “relato dominante”

Tirios y troyanos reconocen como cierta una realidad incontrovertible: nuestra ciudad trasiega bajo los efectos de un “imaginario violento”, con “una etiqueta de ser la ciudad más violenta del mundo”. Esa es su impronta. Una percepción construida a lo largo del último cuarto de siglo de su historia.

El profesor Epson White ha desarrollado una teoría en torno a lo que se denomina “el relato dominante”. Se trata de “la red de premisas y supuestos que la opinión pública se forma y que constituyen el mapa del mundo que cada cual tiene”. En nuestro caso, violencia, narcotráfico y pobreza constituyen la esencia de ese relato dominante. La imagen pública de nuestra ciudad proyecta eso.

Desde luego que quienes tenemos una información diferente sobre nuestra ciudad, que quienes conocemos su otra realidad, nos salimos de nuestras casillas cuando alguien insiste en perpetuar la cara del relato dominante, pero la realidad es que esa imagen percibida está ahí, fue construida mediante una larga operación mediática, persistente y sistemática, aunque no premeditada, y es con las armas de la comunicación dirigida como debemos derrotarla.

Ciertamente tenemos mucho que contar, pero ¿lo hemos contado con la misma persistencia y sistematización con la que se construyó la otra cara? El relato dominante es susceptible de cambiarse. Lo hicieron la Alemania y el Japón de la posguerra, lo hizo Nueva York, lo están haciendo hoy ciudades como Pittsburgh, Barcelona y Bilbao.

No voy a incurrir en la impertinencia de decir que no se está trabajando en este tema en el Medellín de hoy, sólo pienso que, además de apretar el acelerador, hay que comunicar de manera certera esa estrategia a la opinión pública.

El marketing de la ciudad, la marca, la autoestima

Es claro que debemos persuadir al mundo de nuestro proceso de transformación, hasta lograr que la marca “Medellín” genere otro tipo de percepciones. Para lograrlo tenemos que entender que una marca no es la simple denominación de un producto, de un servicio o, como ocurre en el caso que nos ocupa, una ciudad. Una marca es todo aquello que la gente piensa cuando escucha esa denominación, es un proceso complejo porque hay un axioma en el mundo contemporáneo: el ámbito de la audiencia no es sólo el local y regional, sino internacional.

Manuel Castells, el sociólogo español que tanto ha hablado sobre la sociedad del conocimiento, expresó con gran juicio que todo aquello que no conduzca a tener una presencia global está condenado al fracaso. Y es complejo porque la transformación deseada sólo es posible si la sociedad que la protagoniza cree profunda y decididamente en ese cambio. Así, el primero y más prioritario de los públicos objetivos dentro de este proceso, es el público local.

No sin razón la nueva academia empieza a popularizar el termino glocalidades. Si la estrategia de la transformación fuese hoy de total dominio público, si el cambio de la imagen percibida de la ciudad fuese una tarea en la que estuviésemos comprometidos todos, a no dudarlo habríamos sorprendido al mundo con una movilización instantánea, multitudinaria y contundente rechazando el contenido del artículo de National Geographic, pero no fue así.

Por eso el primer impacto, el gran indicador de esa gestión de transformación, sería un efecto mensurable en la autoestima de los ciudadanos, que encontrarían razones para sobreponerse al estigma y enfrentar la construcción de nuevas realidades.

Se trata de impulsar y consolidar confianza en la ciudad y en su futuro, que si no son previamente sicológicos, como dice Juan Ignacio Vidarte, luego no serán ni económicos, ni sociales, ni urbanísticos.

Así las cosas, una auténtica estrategia no puede degenerar en ser plataforma electoral, ya hay quienes lo piensan así, y decididamente trasciende las fronteras puntuales del plan de desarrollo de una administración.

Se trata, por el contrario, de una ambiciosa operación de marketing de ciudad, de cara al mundo y de largo alcance, en la que la comunicación juega un papel invaluable.

Que todo tenga sentido y que tengamos la inteligencia de aprender de los errores.

¿Se acuerda usted de esas épocas remotas en las Antioquia iba a ser “la mejor esquina de América”? ¿Quién volvió a hablar de esto?, ¿quién o quiénes eran los responsables de llevar a cabo tan descomunal y atractiva tarea?, ¿cuál fue la falla en este proceso, cuál la estrategia diseñada y compartida para hacer realidad esta visión?

Hay, en nuestra ciudad, hechos contundentes de transformación, acciones y obras trascendentales que son percibidas por las gentes del común de manera aislada.

Sé bien que nos hablan permanentemente de internacionalización y competitividad, que son términos técnicos, pero todos los expertos confluyen en afirmar que el gran combustible, que la energía necesaria para que una sociedad se ponga en marcha, no está en un territorio diferente al de las emociones. Hay que hacer comunicación dirigida que desencadene emociones. La ciudadanía debe empezar a ver todos estos hechos, acciones y obras con un auténtico sentido, ubicarlas en el tiempo y saber a ciencia cierta qué rol cumplen en el inmediato, en el mediano y en el largo plazo, en este camino que busca hacer realidad la ciudad soñada.

El prestigio de las administraciones locales bien podría brindar el poder de convocatoria necesario para replicar, por ejemplo, experiencias como la de “Bilbao Metrópoli 30”, una fundación con garantizada participación ciudadana y representatividad de lo público y privado, cuyo objetivo sigue siendo hoy, quince años después, poner en marcha la revitalización de esta ciudad de cara al mundo.

Tenemos que estar preparados para que aparezcan otros artículos como el de National Geographic. El peso de la imagen percibida y la carga del relato dominante se harán presentes una y otra vez. Será necesario un largo recorrido y mucha, mucha comunicación dirigida, para que podamos cambiar la inclinación de la balanza.

Abril 2005. Periódico La Hoja de Medellín

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9789585495548
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