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Retorno a la Tierra

Augusto Ángel (1932-2010), filósofo ambiental colombiano, creador del pensamiento ambiental como posibilidad de reunir lo escindido, exhorta a comprender lo humano como emergente de la naturaleza, como naturaleza misma; propone que este regreso se realice introduciendo en los estudios ambientales su propuesta “ecosistema-cultura” (1996: 93), que es la propuesta de investigación ambiental donde pueden comprenderse los problemas ambientales a partir de la relación entre las diversas culturas con sus ecosistemas. Para Ángel Maya (1996), la cultura no es una creación de la sociedad sino una red simbólica emergente de la naturaleza, de la cual emerge lo humano. La sociedad (categoría de la sociología moderna desde el siglo xviii), es una construcción cultural, que genera transformaciones culturales; pero es la cultura no como sustantivo, sino como hacer, crear, imaginar, pensar, la que construye, deconstruye y reconstruye sistemas de organización social, desde la perspectiva del pensamiento ambiental. La educación (ambiental), es ante todo una reforma permanente del tejido simbólico de la cultura. Una estética que permita sentir la tierra, sentir de la tierra, sentirse tierra.

Michel Serres (1991), filósofo francés, ecólogo, politólogo, navegante, caminante, matemático y antropólogo, propone otra salida (política) del circuito de los discursos medioambientales internacionales: un cambio en la dirección de la cultura. Propuesta subversiva que, en tonalidad similar a la de Augusto Ángel, desenmascara aquello que constituye el suelo de la crisis ambiental: la crisis de una cultura y una civilización, que cree saber la hora gracias a la reducción del mundo de la vida al mundo del cálculo, la producción y la mercancía. Medirlo todo, reducirlo todo a dimensiones, analizar la naturaleza, cuando ella no se puede separar, explicar la vida, siendo ante todo enigmática y misteriosa, reducir a cuentas los procesos de la vida que sólo pueden ser comprendidos a partir de cuentos, relatos, narraciones; ha constituido el proyecto de modernidad. Sin embargo, Serres se atreve a proponer un nuevo contrato en sentido político: el contrato natural. Cree en la posibilidad de un orden jurídico instaurado por la Naturaleza y no por una concepción metafísica de la cultura.

Edgar Morin (2006) propone una reforma profunda –esta espistemológica y compleja– de nuestras maneras de pensar configuradas a partir de la ficción epistemológica sujeto-objeto, y del pensamiento logocéntrico, reduccionista y lineal. Reformar profundamente el pensamiento exige su descolonización. Pensar complejamente es también, asumir una posición subversiva ente el orden jerárquico, lineal, objetivista y matemático que ha pretendido explicar la crisis ambiental.

Lo común de Augusto Ángel Maya, Michel Serres y Edgar Morin, es que sin declararse decoloniales ni creadores de epistemes-sur, han buscado en el afuera del circuito sujeto-objeto, maneras –otras, ocultadas por el sujeto, el objeto o la verdad modernas, de pensar-nombrar-habitar la tierra–. En estas claves, pensar ambientalmente es pensar el devenir en tiempos geográficos complejos, de las densas relaciones entre los cuerpos entramados de la naturaleza biótica y los cuerpos entramados de la naturaleza cultural (simbólica) en sus mezclas, sus emergencias, sus afectaciones y efectuaciones (Noguera, 2004).

En bucle de complejidad creciente (Morin, 2006) el pensamiento ambiental se ocupa entonces de lo vivo y de la vida en tanto simbólico-biótica (Noguera, 2004). Sin límite entre lo uno y lo otro; sin reducción a lo uno o a lo otro, el pensamiento ambiental es simbólico en tanto manera singular de lo vivo pensado, signado, humanado, cultivado, cuidado y es biótico en tanto manera singular del devenir vida. No es posible el pensamiento ambiental en reducción. Este es más bien, metamorfosis de lo uno en lo otro, ambigüedad, multiplicidad y enigma. Es un pensamiento de la tierra. Un geopensamiento.

La Tierra, en tanto metamorfosis, en tanto transformación continua en la red de acontecimientos, es red de conexiones, plexo de plexos vitales que en su devenir, en su habitarse, y sólo en él enseña cómo habitar. El habitar (Serres, 2011) se convierte así en maneras de crear, transformar, estar, sentir: estesis; pregunta ethos, y conversación principal de las comunidades humanas, labor de lo humano colectivo, sentido estético-político del vivir en geocomunidad.

El escritor y poeta Antonin Artaud, nos regalaría una crítica al concepto de cultura, que nos invita a pensar en nuestras maneras de habitar la tierra:

Se habla de hombre cultivado y de tierra culta y ésto indica una acción, una transformación casi material del hombre y de la tierra. Se puede ser instruido sin ser realmente cultivado. La instrucción es una vestidura. La palabra instrucción indica que uno se ha revestido de conocimientos. […] La palabra Cultura, en cambio, indica que la tierra, el humus profundo del hombre, ha sido roturado (1984: 131).

Entonces, ser humano es ser humus de la tierra. Sin embargo, la humanidad occidental-moderna, nosotros, ¿estamos siendo humus de la tierra?, estamos cuidando la tierra, humus profundo del hombre?, habitamos poéticamente esta tierra?

Hölderlin-Nietzsche-Artaud: tres maneras del superhombre en la misma clave: retornar a la naturaleza, ser fieles a la tierra, aferrarse a ella, ser humus de la tierra, humus del hombre.

Sal de la Tierra, propondrá el fotógrafo Sebastião Salgado en el documental dirigido por Win Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, su hijo, estrenado el 15 de octubre de 2014 en Francia.1 Ante las hambrunas producidas por la industrialización de la tierra y una injusta distribución de lo que produce, ante el horror de la guerra tecnológicamente refinada, ante la devastación producida por la insaciable voracidad del capitalismo, el maravilloso fotógrafo brasileño dedica su vida a caminar la tierra para hacerle un homenaje, para “comemorar”, dejar huella, construir otros mundos posibles, o simplemente develarlos (o dejarlos ocultos).

Como Hölderlin, Munch, Nietzche o Artaud, Salgado es el poema, el canto, el grito, el humus, la sal de la tierra. Bella potencia del pensar-construir-imaginar-poetizar-habitar, que el filósofo Martin Heidegger encontrara en la poesía de Hölderlin y en las pinturas de Van Gogh. La naturaleza comienza a romper los moldes impuestos por la matematización, el mecanicismo, la analiticidad, el positivismo y el neopositivismo, que consiguieron sin conseguirlo (he aquí una contradicción extraordinaria), controlar y dominar sus fuerzas, explotarla para fines industriales y mercantiles, devastarla para la producción biotecnológica de la vida misma como recurso industrial, mercancía y, finalmente, desolar la tierra. Desolar. Desalar. ¡Tantas maneras de comprensión tienen estas dos palabras! Desolar: retirar el sol; quitarlo, abandonar, dejar solo. Desalar: retirar las alas, retirar la sal; abandonar las alas; retirar el humus: deshumanizar. Juegos, pero no simplemente juegos de palabras acontecimentales, que sin embargo no logran nombrar el geocidio. Sólo el artista y el poeta logran nombrar lo innombrable sin nombrarlo. Tal vez porque la palabra poética no se agota en las definiciones. Como naturaleza que ella es, la palabra poética rompe todo molde; así, la exuberancia de la tierra es la exuberancia de la palabra poética. A fin de cuentas, ésta es la lengua de la tierra. Superar al hombre es abandonar la lengua que mata la tierra. ¿Cómo retornar a la tierra, cómo aferrarse a ella, cómo ser humus del humus profundo del hombre, sal de la tierra, matándola? La contradicción se torna abismo entre un pensar reductor de la naturaleza, y un pensar su exuberancia en la exuberancia misma del pensar, que es naturaleza.

Abismo

Gritos silenciosos de la tierra, bocas inmensas que se abren para que sus entrañas sean arrancadas sin dejar rastro: la devastación es abismal y enigmática. Emerge la noche, no la sagrada, la que llama a los hombres al placer, la dionisiaca, la femenina, la lunática; emerge la noche del abismo insondable, donde el llanto de la vida, su dolor, su tristeza, no cesan. Los hombres, como la tierra de la que estamos hechos, no cesan de trabajar eficientemente para devastar y devastarse. ¿Qué nos queda luego de haber perdido la tierra que nos vio nacer? ¡Lo que le hagamos a la tierra, nuestra madre y maestra, se lo hacemos también a sus hijos ya que ellos –nosotros– estamos hechos de tierra; ¡somos cuerpos-tierra! Los pueblos originarios, sabios y sensibles al dolor de la tierra han dicho de muchas maneras que el humano moderno está devastando y desolando la tierra. ¿Qué pasa con los hombres que como tierra y en el suelo sin fundamento, son devastados por devastar, sin saber que devastan la tierra de sus afectos?

En consonancia con el grito de la tierra, que es el grito de lo humano no atrapado en las redes de la industrialización del planeta, urge pensar lo humano como aquello que ama la tierra, la respeta y cuida. Si somos hijos de la tierra, es urgente una reforma profunda del pensamiento y un cambio en la dirección de nuestra cultura, como lo han propuesto los pensadores de la complejidad y la ecología profunda.

Nietzsche, de nuevo y siempre, advirtió en la voz de Zaratustra: “Crece el desierto. ¡Ay de quien alberga desiertos!” (tomo 2, 2000: 731). Y en el desierto creado por la mano del humano moderno ¿qué puede florecer? La miseria se extiende. Tanto los Hopis, maravillosa comunidad originaria del Sur de los Estados Unidos, como Nietzsche, expresan su inquietud creciente, frente a una humanidad y a una concepción de lo humano escindido de la naturaleza, dominándola de manera cada vez más atroz y en esa devastación, creando desiertos. Volver a pensar el humano que somos, exige entonces abandonar la megalomanía del concepto de Hombre construido por la burguesía europea durante los siglos xvii y xviii; asumir con humildad que somos tierra, naturaleza, que somos solo una hebra en la trama de la vida, y que urge dejar que la tierra florezca.

Sin embargo, pareciera que la luz de la poderosa razón industrializada e industrializadora de la tierra ha sido más fuerte que el silencioso grito de la tierra. Edvard Munch sintió que el grito profundo y doloroso de la tierra lo atravesaba.


Figura 3.2. Edvard Munch, “El Grito” (1893). Galería Nacional de Noruega, Oslo.

Silencio tenso, denso. Más bien silenciamiento de un geocidio que no tiene nombre. Nombrar significa dar sentido a algo o a nada. Nombrar construye densidades relacionales entre lo innombrado que ahora se nombra, con las demás cosas nombradas. Han pasado más de ciento veinte años desde que esta obra emergió de la mano del pintor, guiada por el dolor infinito de la tierra herida. En estos años el clamor telúrico del poeta no ha podido superar la voz de la razón tecnológica y científica, la voz de la razón industrializadora de la tierra. El geocidio, en todas sus formas se ha convertido en la manera en que todos los días la humanidad (occidental-moderna) devasta la tierra.

El desierto sigue creciendo, el grito de la tierra no se escucha; la voluntad de crecer es más fuerte que la voluntad de permanecer. El crecimiento del desierto va en la misma línea del crecimiento del capital. El paisaje construido por éxito económico es el desierto agigantándose. Seguimos volando como Ícaro, eufóricos, irresponsables, embriagados por la luz de la razón. Si hay alguna esperanza no será para nosotros, como lo decía tristemente Kafka.

Recuerdo (escribía Benjamin) una conversación con Kafka, cuyo punto de partida fue la Europa contemporánea y la decadencia de la humanidad. Somos, dijo él [Kafka], pensamientos nihilistas; pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios” […] “Nuestro mundo es un mal humor de Dios, uno de sus malos días. ¿Existirá entonces esperanza, fuera de ese mundo de apariencias que conocemos? Él, Kafka, rió: Hay esperanza suficiente, esperanza infinita, pero no para nosotros (Benjamin, 1985: 141).

Si leemos las políticas ambientales encontraremos que la educación, y por supuesto la educación ambiental, no incluye a los humanos-cuerpos-entre cuerpos en el devenir de la tierra, ni en el tejido profundo de las tramas de la vida. Por el contrario, coloca a las infancias en eso que las nombra: sin voz, para que no digan nada sobre su tierra natal, sobre su lugar de origen. Igualmente, la preocupación por las juventudes no está cruzada por un retorno a la tierra-madre, educar en la recuperación y resignificación de la tierra que somos, sino en educar a las infancias y juventudes para continuar con el desarrollo del sujeto, que ha sido avasallamiento desolador de la tierra-objeto-mercancía, donde los humanos tambien somos avasallados y desolados, porque somos tierra, somos naturaleza.

Si la Educación en América Latina continúa siendo el lugar privilegiado seguir el proceso civilizatorio, es decir, colonizador, que comenzó Europa hace más de quinientos años en esta América-Abya Yala, los niños y niñas, jóvenes, adultos y ancianos que hemos sido educados y educamos permanentemente, tenemos que volver a pensar lo que somos y tal vez olvidar lo que nos han impuesto que debemos ser. Atrevernos a volver a pensar no sólo lo ya pensado, sino aquello que no nos habíamos atrevido a pensar, es un acontecimiento de jovialidad.

En este sentido, hay esperanza: no en las políticas sino en la potencia política de las poéticas del habitar, de la vida.

Florecimiento

América o, mejor dicho, Abya Yala: tierra generosa, fértil, en florecimiento, buen vivir, sigue floreciendo pese a todo. Sus artistas, a lo largo del siglo xx, siglo de la barbarie en palabras del historiador Egipcio Eric Hobsbawm, han permitido que esta tierra permanezca. En su variedad infinita, la tierra como poiesis, la tierra creadora, poética, madre; la pachamama, continúa viva. Pese al saqueo atroz de los hombres que permanecen en los cielos icarianos; pese a las crueles guerras declaradas por ellos para dominarla y, así, dominarnos; pese a la muerte de millones de seres humanos y no humanos, orgánicos e inorgánicos, a manos de la explotación de los llamados “recursos” por los discursos del desarrollo; pese a todo, Abya Yala, llamada así por los cunas desde tiempos no cronológicos, florece en cada habitar poético. Desde los inicios del siglo de la barbarie, la brasileña Tarsila do Amaral, plasmó en sus lienzos la América Profunda de la que después hablaría bellamente el filósofo y pensador argentino Rodolfo Kusch.


Figura 3.3. Tarsila do Amaral, “Antropofagia” (1929). Museo de Arte Latinoamericano, Buenos Aires.

“Antropofagia” no sólo fue el nombre de esta bella obra pintada en 1929. Tarsila do Amaral, junto con otros importantes pintores, escritores y poetas del Sur, dedicaron muchas de sus obras, a dejar una huella que sigue presente en la memoria de los pueblos del sur: ser nosotros, alimentándonos, nutriéndonos de nosotros mismos, de la tierra que somos. Ser-sur, devino en estar-sur, florecer-sur, pensar-habitar-sur.

En tributo, homenaje y celebración continua a la tierra que somos, en la pintura “Antropofagia”, Tarsila expresa la relación profunda con la tierra; el arraigo está en ese pie inmenso, caminante, campesino, en contacto profundo y amoroso con la tierra; el inmenso seno expresa la generosidad de la naturaleza; la madre nutricia, el permanente nutrir que es la tierra. Y la cabeza pequeña no es otra cosa, que la renuncia al mundo de las lógicas excluyentes, lineales, reductoras de la exuberancia de la vida. Colocar el sujeto-yo-razón en el lugar que le corresponde en las sinuosidades del mundo de la vida; darle a la maternidad y al contacto con la piel de la tierra, el maravilloso lugar que les corresponde en los pueblos de Abya Yala, seguirá siendo una potencia movilizadora de sentires y sentido de nuestras maneras de habitar la tierra, producida por Tarsila do Amaral y el grupo de artistas en resistencia creadora, que la acompañaron en su acometida antropofágica.

Y esta es la manera como pueblos originarios de Abya Yala proponen hacer frente a lo que deviene y adviene desde el punto de vista de la llamada crisis ambiental. Aunque ella es una emergencia occidental-moderna, sus efectos son de orden planetario. Los pueblos originarios lo saben, y es por ello que su poesía adquiere una mayor fuerza inusitada; en tanto habitar poéticamente es habitar en el florecimiento. El poeta Vito Apüshana, de la Nación Wayuu (Colombia), escribe:

La Palabra, en el pensamiento mítico indígena ha sido creada principalmente para anunciar la Poesía. Para hacerla acto consciente en la memoria colectiva: como pintura invisible que se describe. La Palabra se justifica en tanto actúa como red de pesca, en donde la poesía es puesta en situación…redescubierta desde el lenguaje de la piel hacia la enunciación que la señala en la fugacidad, en la reiteración y en lo inabarcable.

La poesía es un componente estructurante y hacedor de lo cotidiano […]

Entre los antiguos Mexicas (México prehispánico), la Poesía era anunciada desde la palabra compuesta: Xóchitl-Tlatolli, que viene de las palabras Xöchitl: Flor y Tlatolli: Palabra. La Palabra-Flor (Apüshana, 2014: 49).

La relación profunda entre estos dos acontecimientos, configuran el lienzo de Abya Yala. En él, la poesía compuesta de Palabra y de Flor nos permite comprender por qué Abya Yala significa Tierra en Florecimiento y Buen Vivir. Compuesta de dos significaciones, Abya Yala es habitar y hábitat. Habitar nos lanza a pensar en el buen bivir; y hábitat es tierra en florecimiento. La única manera como permanece la tierra es cuando los poetas se disuelven en ella, la madre que abraza a sus hijos.

El florecimiento de la vida, sólo ha sido posible en la Tierra, gracias al buen vivir de muchos pueblos para los cuales la crisis ambiental no existe. Ellos nunca vieron a la tierra como algo externo, como objeto o como recurso; ellos nunca estuvieron separados de la tierra.

Ahora, ante la devastación de la tierra –hecha por el hombre-humano occidental moderno–, los pueblos originarios, a partir de comunidades de resistencia estético-políticas, han ido emergiendo de las profundidades de la tierra, de las densidades de las selvas, de los lugares ignotos de las geografías de Abya Yala, para pedirle al hombre que le sea fiel a la tierra; que el florecimiento de la tierra es el florecimiento de la vida; y para que esto acontezca es urgente habitar poéticamente la tierra: buen vivir. Esparcir con cada palabra-flor, aromas, colores, sabores.

La flor que se abre al mundo, entrega su aroma, su color, su polen…; así la Palabra… al nombrarla se abre al mundo, entrega significado y propicia interpretaciones… mueve la vida, como la flor, con su propio aroma, color… su polen lingüístico que esparcirá otros significados, otras palabras, jardín de sonidos polisémicos. He aquí la cotidianidad de la poesía.

Escribió el poeta Jorge Cadavid acompañando una bella imagen del fotógrafo Sergio Echeverri (2015):

Si el árbol puede ver y tocar sin ojos y sin manos

¿entonces por qué no oír

el canto de los pájaros invisibles

en sus ramas?

(2011: 34)


Figura 3.4. Pájaros de tinta.

Nuestra tierra latino-abyayalense, ha permitido el brote, el florecimiento de comunidades en habitar poético, aún en medio de la ignominiosa colonización y neocolonialidad. Un kofán lo expresa con belleza:

Oh mi dios!

Hay abundancia de maíz:

el tierno tallo de maíz,

se estremece ante ti.

Tiene fija la vista en ti:

en tus montañas te adora

(Zalamea, 2014: 7).

Poetizan los kofanes, pueblo originario del Alto Putumayo (Colombia), en las vertientes selváticas de la cordillera oriental, profundamente ligado a la tierra:

Estoy floreciendo como un Guarango.

Viene el viento y caen la flores.

Se cae y se seca el palo.

Así mismo mi mozo y yo,

nos secamos

La felicidad y el amor se expresan en el florecimiento. Cómo podríamos ser felices, mientras el desierto crece y todo es sequía?

El joven poeta Nasa Wiñay Mallki (Freddy Chikangana) de las comunidades originarias del Cauca, Colombia, le canta a la Madre Tierra, en un poemario titulado: “El colibrí de la Noche Desnuda” o Espíritu de Pájaro en pozos de ensueño:

Madre perfecta, maravillosa

Me pariste al mundo y me amamantaste

A ti, seno, alimento sagrado, mujer:

A tus pies me inclino.

Humilde hoja soy

Y en tu frondoso cuerpo soy árbol,

Soy tierra de tu tierra,

Semilla de tu inmensa cosecha.

Ahora respiras el aire que yo respiro

Mientras lo que yo miro,

Sientes lo que yo siento;

Ahora quizá te mueres conmigo

Mientras alguien llora nuestra muerte.

(Chicangaña, 2010: 13)

Y cierran bellamente el escritor Jorge Cadavid (2011) y el fotógrafo Sergio Manuel Echeverri (2015), reencantándonos con la lengua de la tierra. Cadavid escribe:

Poética

El árbol se narra a sí mismo

los troncos se ladean

azotados por el viento

Los capullos germinan

Atrás los frutos resplandecen

El tiempo de exposición

Es toda la vida

Sergio Manuel (2015), mira:


Figura 3.5. Viaje del agua.

En Contra-canto, Cadavid (2011) siente el sinsentido de la vida en su hermosa profundidad y Echeverri (2015) logra encontrar en la fotografía, sentidos a los sinsentidos:

El camino que hace la hoja al caer, no conduce a ninguna parte

Nadie sospecha que existe

Un sendero invertido en el aire

Y que alguien viene por él

Quizás una hoja opuesta a su destino.

Y, finalmente, en el poema el “Jardín Interior” Cadavid (2011) y Echeverri (2015) expresan el enigma de nuestro ser en el mundo:

La anciana habla a sus flores:

“Tengo nombres para vosotras:

violetas, geranios, alelíes,

y vosotras no tenéis uno para mí

Mi nombre una vez lo supe,

Luego con el tiempo lo olvidé

Nuestra conversación es silenciosa

Va de primavera a otoño

Y este viaje se torna infinito

Vivimos entre dos mundos

Uno de los cuales es inefable”. (33)

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9786077427452
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