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CAPÍTULO 3
¿Para qué poetas en tiempos de devastación? El giro estético del pensamiento ambiental Latino-abyayalense
Patricia Noguera

¡Mirad, yo os ensenó el superhombre!

El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra

voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!

¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a

la tierra y no creaís a quienes os hablan de esperanzas

sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no.

Son despreciadores de la vida, son moribundos y están,

ellos también, envenenados, la tierra está c

ansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!

En otro tiempo el delito contra Dios era el máimo delito,

pero Dios ha muerto y con Él han muerto también

esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir

contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable

más que el sentido de la tierra!

Nietzsche, Así hablaba Zaratustra

(tomo 2, 2000: 490)

Ocaso

Y la palabra poética hizo presencia. Abrió la puerta a un paisaje de pensamiento, donde la tierra es el sentido de lo humano que emerge del humus profundo de la tierra. Pero ¿cómo podría ser la tierra el sentido de lo humano, humus profundo de lo humano (Artaud, 1984) y lo humano humus de la tierra (Noguera, 2012), si el Hombre no se supera a sí mismo? (Nietzsche, tomo 2, 2000). Superar el Hombre como acontecimiento filosófico ligado a la filosofía del sujeto, es superar la Tierra, como acontecimiento filosófico ligado a la filosofía del objeto. Sujeto y objeto deberán superarse, para que lo humano devenga humus de la tierra y por tanto, la tierra, humus profundo de lo humano.

Superar al Hombre no tiene que ver con cantidad, cualidad, negación o afirmación. Es pausar, hacer una epojé, disolver, olvidar, despojar, deconstruir el sujeto y el objeto, como acontecimientos que han marcado el ritmo de la relación humano-naturaleza. Es retornar, como Ícaro, a la casa, a la tierra natal. Sin embargo el retorno de Ícaro fue caída mortal; su padre Dédalo, el cretense más ingenioso y creativo, el hombre maduro que había aprendido a construir técnica con prudencia y serenidad, en consideración de los límites de la naturaleza; que a partir de errores –muchos de ellos mortales–, había llegado a comprender que la prudencia y la serenidad tenían que guiar la creación técnica del hombre, fracasó mortalmente. Para escapar del laberinto que Dédalo mismo había construido en la isla donde corrían peligro por causa del Minotauro, construyó unas alas para él y otras para su hijo Ícaro. Conocedor de las leyes de la naturaleza, Dédalo pegó las alas con cera, de tal manera que pesaran lo suficiente para que los dos pudieran volar cómodamente: ni muy cercal del sol, pues su calor podría derretir la cera, ni muy cerca del mar, pues el agua podría también despegar las alas (Ángel, 2002).

Mientras le colocaba las alas a Ícaro, Dédalo no cesó de advertirle que volara prudente y serenamente. El italiano Andrea Sacchi en su “Ícaro” (1650) expresa la ternura y el amor de Dédalo por su hijo; la manera tranquila como lo mira, la esperanza de su obediencia. Sólo quiere salvar a su hijo y salvarse a sí mismo del peligro inminente, a partir de una técnica, sabia y prudente, pero que transgrede las leyes de la naturaleza humana: la técnica de la naturaleza que ha permitido volar a algunos seres vivos.

El joven Ícaro es sin duda la joven civilización occidental; la decisión filosófica metafísica, que toma el pensamiento clásico griego emergente del Meditereáneo, y la creencia judeocristiana, emergente de la Media Luna de las Tierras Fértiles, en la existencia de un mundo supraterrenal, celestial, real y único, al cual deberá tender occidente, despreciando la tierra, la naturaleza, los cuerpos, la vida matérica.

Pero Ícaro, como lo expresa la pintura de Peter Paul Rubens de 1636, desobedeció las sabias advertencias de su padre, y el calor del radiante sol derritió la cera de sus alas, cayendo al mar, sin que su padre, atrozmente angustiado, pudiera salvarlo. Los límites de la naturaleza fueron transgredidos por el joven, que en su deseo de volar lo más alto posible, no tuvo en cuenta las sabias advertencias del ingeniero cretense.

La puesta del sol es inminente. El Ícaro moderno, ha disfrutado en muy poco tiempo la fiesta faústica de la dominación de la tierra; el poder ha enceguecido al sujeto moderno. La crisis de la vida, como expresión radical de la crisis civilizatoria, está emergiendo cada vez con más fuerza, mientras el sol llega a su ocaso. El sol es la luz de la razón del sujeto moderno, ordenándolo todo, construyendo un imperio que como el del rey sol, no tenga límites.

Anochecer

Sin embargo, el radiante sol del mediodía es también la esperanza de su ocaso. La noche va emergiendo del día y al amanecer todo despierta, agradeciendo el sueño, el reposo, la pausa. Un tiempo circular, oblicuo, reptante, dibujado en las profundidades de la tierra; un tiempo sedimentado en cada grieta de la montaña; un tiempo geograficado, una geografía vivida en los cuerpos de la tierra, en el cuerpo-tierra (Noguera, 2012), asisten y configuran; constituyen y contemplan los paisajes de la tierra, sobre la tierra y en la tierra.

“El superhombre es el sentido de la tierra” (Nietzsche, 2000: 490) y ello supone el ocaso del hombre. La fugacidad del hombre en la tierra está en relación directamente proporcional con la fugacidad del sujeto en la filosofía. Sólo trescientos años –occidentales, cronológicos– y ya la filosofía del sujeto –y del objeto, pues no hay sujeto sin objeto, así como no hay objeto sin sujeto–, llega a su ocaso. El Hombre, categoría pretendidamente universal, emergente de una cultura que decidió escindirse de la tierra, es una reducción. Va dejando de ser humus para convertirse en domus; pero aún así, es posible su retorno a humus. Aún así, construyendo su morada en colectividad, en vecindario con otros, Zaratustra afirmó: “El hombre es algo que debe ser superado” (Nietzsche, Tomo 2. 2000: 489).

Sin embargo, la esperanza de poder superar el hombre, hace que luego de esta afirmación, Zaratustra pregunte: “¿Qué habéis hecho para superarlo?” (p. 489).

Urge el ocaso del hombre para superar al hombre. Es el ocaso trágico y jovial del ídolo, el dios de occidente: la razón y por tanto, el sujeto. Hombre y sujeto se confunden en el abrazo exitoso, en la fiesta del dominio técnico de la tierra: el domino fáustico. La razón de Fausto es el Sujeto, ¿pero… qué es el Sujeto?

Lo que fundamentalmente me separa de los metafísicos es esto: no les concedo que sea el “yo” (Ich) el que piensa. Tomo más bien al yo mismo como una construcción del pensar, construcción del mismo rango que “materia”, “cosa”, “sustancia”, “individuo”, “finalidad”, ‘número: sólo como ficción reguladora (regulative Fiktion) gracias a la cual se introduce y se imagina una especie de constancia, y, por tanto, de “cognoscibilidad” en el mundo del devenir. La creencia en la gramática, en el sujeto lingüístico, en el objeto, en los verbos, ha mantenido hasta ahora a los metafísicos bajo el yugo: yo enseño que es preciso renunciar a esa creencia.

El pensar es el que pone el yo, pero hasta el presente se creía “como el pueblo”, que en el “yo pienso” hay algo de inmediatamente conocido, y que este “yo” es la causa del pensar, según cuya analogía nosotros entendemos todas las otras nociones de causalidad. El hecho de que ahora esta ficción sea habitual e indispensable, no prueba en modo alguno que no sea algo imaginado: algo que puede ser condición para la vida y sin embargo falso (Nietzsche, tomo 4, 2000: 1804).

El hombre es, entonces, una ficción. Zaratustra propone la superación de esa ficción: “permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no” (Nietzsche, tomo 2, 2000: 490) Si el hombre es el sujeto, el superhombre será aquel que se libera del sujeto para retornar a la tierra, aferrarse a ella, ser fiel a ella.

Pero el tiempo del superhombre no llegó a las geografías del sistema mundo europeo. El siglo xx comenzó con la catástrofe más intensa creada por el Hombre: la Guerra Mundial. El proyecto de la razón positiva, universal y unificadora, se realizó exitosamente en el delirio fáustico de la industria de la guerra, que a su vez industrializó la barbarie de occidente y se expandió de manera atroz a la tierra misma, como industrialización de la muerte de la tierra, para fines de obtener una permanente victoria, sobre las fuerzas incontenibles de la naturaleza. La razón científica superó toda posibilidad de límites éticos y políticos. Por supuesto, la filosofía neopositivista sustentó, mejor que nunca y acudiendo a la monología, a la avidez de los industriosos, a la ambición de los que bailaban la fiesta de la desmesura, el progreso y el desarrollo de los estados-nación modernos. A este sustento monológico se le siguió llamando “epistemología” y, por supuesto, todo saber-otro, toda forma de conocer diferente a la de la relación sujeto-objeto, no sería aceptada como conocimiento, ni mucho menos como verdad. La relación entre conocimiento y verdad se convirtió rápidamente en sujeto de poder, es decir, en discursos fundamentados en una sola lógica, con pretensiones de universalidad. Ante una verdad universal, comenzó a ser necesaria una defensa de esa verdad como universal; todo aquello que no respondiera o aceptara dicha verdad sería expulsado de la alta iglesia del neopositivismo. Esto fortaleció la guerra: ahora mundial, significaba una guerra industrializada, donde el mundo que no cupiera en el sistema-mundo-occidental-moderno-eurocentrista-monológico, sería declarado enemigo de ese sistema mundo.

Luego de la primera vino la Segunda Guerra Mundial, que acabó de organizar el sistema-mundo-occidental-moderno-eurocentrista. Resultado de esa nueva organización, la unicidad de pensamientos, las categorías universales de sujeto, objeto, desarrollo, progreso, dominio del mundo, ahora se expandían al universo; el Hombre en su vuelo hacia el conocimiento universal tendría como objetivo final, durante el siglo xx, el dominio del universo. Las guerras ahora serían entre planetas, sistemas solares y galaxias. La nasa y Hollywood, juntos en la misión más importante emprendida por la humanidad (el hombre: noroccidental moderno y blanco): el descubrimiento, control y dominio del universo se confunden. Cada una podría estar financiada por la otra, para que la ficción del Sujeto Universal se convierta en fantástica realidad.

La espectacularización de la vida comenzó a formar parte de un proceso aún más doloroso: su mercantilización. Gracias a la tecnología, el sentir –mirar, tocar, degustar, escuchar– se expandió estéticamente. Nuevos dispositivos hicieron posible esta expansión. Ícaro volaba fáusticamente cerca del sol. Mientras sus alas se derretían, el arte se escindió de la tierra, alcanzando a Ícaro; al verlo retornar, el arte asumió la postura de Dédalo: mantuvo un vuelo sereno; no olvidó que había emergido de la tierra, que era la manera de hacer de la naturaleza creadora, que era la única posibilidad de retornar a casa y que la experiencia vivida era una experiencia eterna y fugaz. La eternidad en un instante, como lo afirmara William Blake, sólo es posible habitando poéticamente esta tierra.

El mundo de la vida se convierte en escenario donde la actriz principal: la vida, se reduce a un documental, una secuencia de fotografías revisadas, corregidas, técnicamente casi perfectas, para que pensemos en la belleza como algo inherente a los objetos, y no a la vida misma. La vida-arte entra en el circuito del entretenimiento.

Mientras esto acontecía en el noroccidente como red de símbolos, en otras geografías del mismo noroccidente, del sur, de oriente y de otros lugares, donde no existen estas diferenciaciones geográficas, comenzaron a hablar sobre la urgencia de lo que Nietzsche en Zaratustra, insiste: “¡…permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no” (Nietzsche, tomo 2, 2000: 490).

El pensamiento ambiental concibe la vida fuera de la lógica occidental moderna, fuera de la lógica positivista y nepositivista, fuera incluso de las lógicas occidentalocentristas; el pensamiento ambiental subvierte el orden establecido por en sistema-mundo europeo. Por ello son Hölderlin y Nietzsche quienes permiten poéticamente esta ruptura, o por lo menos la sospecha del sujeto y del objeto. Es Hölderlin quien llama al hombre a superarse; a ser uno con todo lo viviente, a permanecer en la tierra, como artista y amando la naturaleza como obra de arte.

“…y, ¿para qué poetas en tiempo menesteroso?

7

Pero ¡amigo! Llegamos demasiado tarde. Cierto es que viven los dioses,/ pero sobre nuestras cabezas, allá arriba, en otro mundo./ Sin fin, actúan allí y poco parecen preocuparse de si vivimos;/ así nos cuidan los inmortales!/ Pues no siempre una débil vasija fue capaz de contenerlos;/ sólo en algunos tiempos soporta el hombre la plenitud divina./ Sueño de ellos es después la vida. Pero el errar/ ayuda como el sueño, y la necesidad y la noche fortalecen,/ hasta que hayan crecido bastantes héroes en las cunas broncíneas,/ y los corazones sean semejantes en fuerza a los celestiales, como antaño./ Tronando vienen entonces. Mientras, a menudo me parece,/ mejor dormir que estar así, sin compañeros,/ esperar así: y qué hacer, mientras y qué decir/ no sé; y ¿para qué poetas en tiempo menesteroso?/ Pero ellos son, dices tú, como los sacerdotes del dios del vino/ que pasaban de tierra en tierra en la noche sagrada.

En profunda resonancia con la estrofa 7 del poema “Pan y Vino”, escrito a finales del siglo xviii, en el verso “…¿y para qué poetas en tiempo menesteroso?” (2014: 165), Hölderlin se refiere a estos tiempos huérfanos de poesía y, por tanto dolorosos, el Pensamiento Ambiental le pregunta a esta “ingrata y taimada raza” que “cree saber la hora” (Hölderlin en Janke, 1988: 48), ¿…para qué poetas en tiempos de devastación?

La pregunta del poeta, en los albores del siglo xix, interrogaba aquello que apenas comenzaba. Cómo serían los tiempos en los cuales ya los dioses no estarían entre los hombres, sino más bien, estaría entre ellos el cálculo del mundo, el develamiento de los misterios de la tierra, el olvido de la tierra como natal? En el ocaso del siglo xx y en el amanecer del siglo xxi, el tiempo de penuria, es el tiempo que se dirige hacia el borde del abismo.

Abismo significa primitivamente el terreno y el fondo sobre el cual, que era lo más bajo, se apoyaba algo a lo largo de la cuesta. pero en lo que decimos a continuación entendemos en “Ab” como ausencia total de fondo. El fondo es el terreno para un arraigar y estar. La edad del mundo que carece de fondo pende en el abismo. Suponiendo que aún le esté reservado un cambio a esta época de penuria, sólo podrá producirse un día, si el mundo se levanta desde el fondo, es decir –ahora ya no ofrece la menor duda–, si se aparta del abismo. En la Edad del mundo de la noche del mundo es preciso enterarse de la noche del mundo y soportarlo. Más para ello es necesario que haya quienes bajen hasta el fondo del abismo (Heidegger, 1960: 224-225).

Ante la pérdida de la tierra como lo que permanece, el poema de Hölderlin “Pero lo que queda lo instauran los poetas” (Hölderlin en Heidegger, 2006: 106). Un signo de interrogación en la época del desarrollo: la luz de la razón, iluminando al hombre para explotar la tierra, nos hace estremecer. Cómo podemos siquiera pensar, que la tierra pueda permanecer como fundamento poético de toda permanencia, si el signo inconfundible del presente es precisamente el cálculo de una tierra expuesta a la avidez del capital? ¿Cómo ha sido posible que podamos pensar en la permanencia de la tierra, no del hombre sobre la tierra, sino de la tierra misma y en ella, hecho de ella, amado por ella, creado por ella, humus de ella, el humano… la cultura?

Sebastião Salgado, fotógrafo brasileño, habita en medio del acontecimiento supremo del siglo xx: la guerra de todos contra todos y de todos contra todo. En sus investigaciones fotográficas logra reunir el cielo con la tierra y los mortales con los divinos. A veces, esta reunión hace la obra de arte de Salgado, un infierno en el paraíso como la serie de fotografías tomadas en Kuwait en 1991; el fotógrafo nacido en 1944 registra, atónito, la conflagración de la tierra. El concepto de humanidad, costruido por la Ilustración europea, agudizó el antropocentrismo que había comenzado su ascenso desde el prerrenacimiento europeo. Desde el siglo xviii, una de las condiciones de lo humano, la razón, se convirtió en su esencia. La reducción lógica de lo humano a sujeto-razón que había realizado René Descartes en su Discurso del método, a comienzos del siglo xvii, se convirtió en el concepto universal de lo humano. Para la modernidad, ser hombre es, ser sujeto.

Descartes había realizado una segunda reducción lógica: si el sujeto era sujeto de la razón, es decir, su esencia era la razón, todo humano sería simplemente sujeto. Con esta segunda reducción las ciencias humanas se redujeron a ciencias que validarían el sujeto y la subjetividad, condicionando o mejor, sujetando lo humano al sujeto, la humanidad a la subjetividad, la sociedad a la intersubjetividad, la cultura a un apartado de la sociedad y la política a la soberanía del sujeto y la intersubjetividad sobre lo que el sujeto considerara no humano.

Esta reducción lógica se desplegó no sólo en el ámbito interno de las ciencias humanas, sino en el ámbito de la ciencia moderna, donde las ciencias naturales se escindieron de las sociales y humanas en tanto éstas se dedicaban al estudio del hombre y de la sociedad desde el concepto de sujeto, que estaba esencialmente constituido por la razón, mientras que las ciencias naturales se dedicaron al estudio de la naturaleza desde el concepto de objeto, también esencialmente constituido por la materialidad cuantificable.

Lo humano entonces sufriría una tercera reducción que tendría efectos deplorables sobre la naturaleza y sobre lo humano de lo humano. Lo humano ya no sería naturaleza en sentido epistemológico, lo cual ha sido fundamental en la investigación científica moderna que ha encontrado su soporte en la relación sujeto-objeto, donde el sujeto es quien ordena el objeto, como lo expresaran las leyes de la mecánica de Newton.

Pero además, y sobre todo, lo humano como sujeto-subjetividad, racionalidad ordenadora de mundo desde la metafísica, perdió la naturaleza al objetivarla y cosificarla. Olvidó, gracias a la racionalidad cartesiana, kantiana y newtoniana, que lo que hace que la naturaleza sea naturaleza, son sus coligaciones, sus despliegues, sus metamorfosis, sus creaciones, una de ellas, lo humano. Asentado en la tierra, como lo expresa el “Newton” de William Blake, curiosamente el humano moderno olvidó que había emergido de ella, que estaba hecho de ella y por ella; que era su hijo. La naturaleza fue reducida a recurso para la economía, dejando de ser para el hombre, obra de arte y creadora de sentidos. La obra de arte fue lanzada por la razón calculante, a los cielos de la metafísica. Así, al perder la tierra, perdimos el arte en tanto sentido de existencia.


Figura 3.1. William Blake, “Newton” (1795-1805). Galería Tate, Londres.

Esta pérdida, atroz, ingrata y sin paz, es expresada en la voz de los poetas. El Romanticismo y sus maravillosas expansiones se convirtió en una angustiosa búsqueda del paraíso perdido: la naturaleza. Hölderlin en su novela Hyperión o el eremita en Grecia (2006: 25) le cantará a la naturaleza los versos más bellos jamás escritos por ningún poeta:

¡Pero tú brillas todavía, sol del cielo! ¡Tú verdeas aún, sagrada tierra! Todavía van los ríos a dar en la mar y los árboles umbrosos susurran al mediodía. El placentero canto de la primavera acuna mis mortales pensamientos. La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente ser.

¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti, la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo.

Aún y todavía, son dos palabras que hay que sentipensar. El poeta, profeta de la tierra, aquel que hace que permanezca la tierra como ser, como poeta de poetas, como creadora de la vida, no se da por vencido. La esperanza desesperanzada fluye en su escritura. Aún la naturaleza verdea, brilla; aún los ríos van a la mar; aún es posible la vida. Hoy añadiríamos al verso de Hölderlin, las palabras pese a todo, pese a la guerra, pese a las atrocidades que comete el humano moderno, permanentemente, sobre la tierra, la naturaleza, lo vivo. Aún la naturaleza verdea, aún brilla el sol del cielo, aún los ríos van a la mar.

Para que este aún, y este todavía permanezcan, el poeta propone “…ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido al todo de la naturaleza” Retornar a la tierra, a la naturaleza, al seno de la vida misma. Aún podemos ser Dédalo y no Ícaro. Aún, trágicamente, podemos habitar poéticamente la tierra.

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