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Pese a su accidentado viaje por España y a las impresiones, no siempre positivas, que le causó el país, en algún momento de su exilio itinerante, parece que Trotski exploró la posibilidad de regresar a España. Fue después de la muerte de Lenin, tras haber sido expulsado de la URSS, en los años treinta. Probablemente alrededor de 1936, después de pasar por Estambul y, cuando, estando en Noruega, las autoridades le mantuvieron en arresto domiciliario con el plácet de Moscú. De España tal vez le atrajo su situación política y una amable forma de nostalgia por el país de sus estrambóticas peripecias antes de ser el Trotski que todos conocemos. La cosa no resultó y en noviembre de 1936 el gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas, a instancias de Diego Rivera, le abrió los brazos y León Trotski partió hacia allí junto a su mujer, Natalia, a bordo de un petrolero noruego llamado Ruth (el segundo barco que cruza el Atlántico en esta historia). Como Cravan, podría añadirse, porque al final todos los caminos, de una u otra manera, conducen a México, con la diferencia de que al revolucionario lo recibieron con honores de Estado y el poeta-boxeador desapareció como un completo desconocido.

Fue leyendo a Hans Magnus Enzensberger, en su libro El corto verano de la anarquía (Vida y muerte de Durruti), como descubrí que a Trotski le había interesado tanto la Guerra Civil española. La obra de Enzensberger, que uno nunca llega a saber si se trata de una novela de no ficción o de un libro de historia, está construida en gran parte por una colección de testimonios de los protagonistas de la época. Los testimonios de Trotski, análisis políticos a menudo muy severos con las fuerzas obreras españolas, salpican gran parte del libro. En la Guerra Civil hay una figura que brilla como una suerte de reflejo pobremente autóctono, quizá la versión catalana de Trotski. Alguien de quien, con la tramposa visión panorámica que da observar el pasado desde el presente, se puede decir que incluso anticipa su destino. Se trata de Andreu Nin. La edición de Mis peripecias en España que leo mientras escribo este texto está traducida por Andreu Nin. Cuando leemos el relato en español, por lo tanto, la voz que nos habla no es la de Trotski, sino la de Andreu Nin, que a través de su voz nos cuenta la historia de otro. Esa es la magia de la traducción. Esa es, si uno se detiene a pensarlo, la magia de la literatura. Un relato que se filtra a través de otra voz. Siempre hay algo que se pierde ahí. Es irremediable. Quizá también hay algo que se gana. Todo relato se construye de revelaciones, pero también de omisiones y de olvidos. Y cada nueva versión alumbra un texto nuevo.

Es curiosa la vida de Andreu Nin, sobre todo si se superpone con la de Trotski. En 1921 fue elegido por la CNT como uno de los delegados que acudirían a la Unión Soviética con motivo de un congreso de la Internacional Sindical Roja. En 1922 la CNT abandonó la organización, pero Nin permaneció en Moscú. Se convirtió en un estrecho colaborador de Trotski, casi su secretario personal, y en 1926 pasó a formar parte de su Oposición de Izquierda para evitar el ascenso de Stalin en el partido. Aprendió ruso y volcó al catalán por primera vez a los grandes novelistas rusos del siglo XIX. Tradujo a Dostoievski y a Tolstoi. Tal vez Nin también soñaba en su infancia con ser escritor, quién sabe. Esas traducciones, según me cuenta un escritor catalán amigo mío, están hoy algo superadas. Es normal. El idioma literario envejece mucho más rápido que el idioma común, por eso es necesario volver traducir a los clásicos cada cierto tiempo. Sin embargo, se me ocurre ahora que esas traducciones ya prefiguraban entonces el destino vital de Nin. Es imposible no comparar a sus asesinos, oscuros funcionarios que cumplían con espeluznante diligencia la tarea que les había sido encomendada, con el Raskólnikov de Crimen y castigo cuya voz tradujo Nin, siempre tan inmerso en miedos y tribulaciones.

En 1930 Andreu Nin fue expulsado de la Unión Soviética y tras romper con Trotski en 1934, que abogaba en España por infiltrar al PSOE, fundó el POUM en 1935. Al principio de la Guerra Civil ocupó puestos de responsabilidad en la Generalitat republicana, para ser detenido después de los sucesos de mayo de 1937. Fue trasladado a Valencia, luego a Madrid y finalmente a Alcalá de Henares donde fue torturado y ejecutado por agentes rusos. No obstante, la muerte de Nin estuvo cubierta por un halo de misterio durante mucho tiempo. Según la versión oficial se pasó al bando nacional. El propio Negrín sostuvo que había sido liberado por sus amigos de la Gestapo. A grandes rasgos, esa es la vida de Nin. Todas las vidas, en realidad, incluso las de los grandes aventureros, están compuestas por unos pocos movimientos y pueden resumirse en un párrafo.

Durante una etapa de mi juventud, poco antes de entrar en la universidad, sentí cierta curiosidad por la figura de Nin. Ahora, con la distancia del tiempo, me da la impresión de que me interesaban más las circunstancias de su muerte que su propia vida. En mi cándido pensamiento de entonces creía que ese asesinato sin resolver tenía la facultad de ocultar un secreto providencial. Recuerdo la relación que establecí con el que en aquel entonces era mi profesor de historia. Yo tenía 17 años. De alguna manera, él percibió mi interés por la Guerra Civil, acontecimiento histórico que a él también le interesaba. A menudo nos quedábamos conversando después de clase sobre hechos que yo conocía vagamente de discusiones con mi madre, de los relatos de mi padre y de alguna lectura azarosa. Ahora me viene a la memoria como en un pasillo, tras terminar una clase, me explicó con todo lujo de detalles cómo habían matado a Andreu Nin. A veces piensa uno que en cuestión de crímenes, la sofisticación es más aterradora que la brutalidad. Aquello me pareció entonces una nueva forma de ingeniería del dolor. Creo que a partir de ahí, una vez resuelto el misterio, mi interés por Nin empezó a desfallecer. Apenas he pensado en él durante todos estos años. A veces he encontrado su rastro en artículos, en conversaciones con amigos, incluso en algún cartel, sin que me produjera grandes emociones. Podría decirse que lo había olvidado. O que había olvidado, al menos, el efecto de una curiosidad que se fue sin dejar huella. Sentí algo especial, sin embargo, cuando vi que era el traductor de Mis peripecias en España y a medida que iba avanzando en la construcción de este texto, se me fue apareciendo como una sombra latina, como una proyección meridional de Trotski, como si la historia fuese a veces una mera repetición de los mismos argumentos en distintas latitudes con ligeras variaciones. Un poco como la literatura. Y es que puede decirse que Nin fue el telonero de un destino trágico. Bien mirado, existe una simetría macabra entre ambas muertes. A Nin, que era catalán, lo mataron los rusos. Y a Trotski, que era ruso, lo mató un catalán.

9

Fue en Alicante, y yo debía de tener alrededor de quince años, cuando explorando en la colección de películas en formato VHS de mi tío Iñaki encontré una titulada El asesinato de Trotski. Mi tío Iñaki es uno de los más fieles coleccionistas que he conocido jamás de cualquier fascículo que entreguen con los periódicos, ya sean vólumenes de la literatura universal, del cine clásico o un montón de plásticos inservibles para montar el Titanic. Tenía en su habitación paredes repletas de libros y de películas. Explorando en esas colecciones populares encontré aquella película, de la que en primer lugar me extrañó el título, tan explícito, y después la carátula. La vimos aquella misma noche. Aquellos meses de agosto, en una Alicante canicular, Iñaki y yo veíamos una película cada noche, con todas las ventanas abiertas y un ejército de ventiladores. A menudo teníamos que hacer verdaderos esfuerzos para que la conversación familiar de mi abuela y mis tías no interfiriese en la propia trama.

De la película solo conservo unas pocas escenas vagas. La casa mexicana de Trotski protegida por voluntarios. Su capacidad de trabajo. Un fallido intento de asesinato. Y ese extraño personaje, un belga, alto y moreno, que se introducía con facilidad en el círculo de confianza de Trotski. Se me quedó grabada en la memoria la escena del asesinato. En un alarde de originalidad, el asesino empleó un piolet para agujerear el cráneo de Trotski, algo que seguramente ha contribuido a hacer del crimen uno de los más famosos de la historia. Recuerdo la escena como algo más bien desagradable. Y sangriento. Trotski sentado en su despacho, leyendo unos papeles que le ha entregado ese nuevo amigo que aguarda de pie a su espalda, hasta que de pronto el belga, que esconde el piolet en la chaqueta, percute por detrás el cráneo de su víctima. Trotski se queda estupefacto durante unos segundos, doblemente estupefacto: por el dolor físico y por el dolor del asombro, que es siempre el dolor de la traición. Bracea, después grita y el belga se queda paralizado unos segundos. Recuerdo todavía el alarido de Trotski que espantó a su asesino y evitó que lo rematase en el suelo en ese mismo momento. Un grito sobrecogedor: el grito del siglo XX. Mucho tiempo después he leído que a Trotski lo que más le obsesionaba mientras se desangraba en el suelo de su despacho mexicano, era que su nieto, todavía un niño, no presenciara la escena. Mantengan al niño alejado, no debe ver esta escena, dijo un Trotski agonizante. Ese niño era Estebán Volkow (en ese momento todavía Seva Volkow, antes de que cambiara su nombre), el padre de Verónica y el único descendiente de Trotski, después de que su madre se suicidase en Berlín en 1933, y de que Stalin asesinase al resto de sus hijos. El último superviviente de un linaje maldito que, lo que son las cosas, tras ser podado en Europa brotó de nuevo en México, y al casarse con una madrileña de Lavapiés y tener cuatro hijas se transformó en un linaje americano.

No sé cuando volví a pensar en el asesinato de Trotski. Creo que pasaron algunos años hasta que alguien me dijo o leí algo, da igual. El caso es que en algún momento adquirí conciencia de que el asesino de Trotski era Ramón Mercader. La imagen que tengo de Mercader, por mucho que busque fotos en Internet de su verdadero rostro, no puedo remediarlo, es siempre la imagen cada vez más borrosa de Alain Delon que lo interpretaba en aquella película, en particular en aquella escena final en el despacho de Trotski. La imagen gris y casi lateral de un hombre apuesto y elegante con un traje oscuro: un funcionario del asesinato político.

La historia de una vida puede mirarse desde muchos ángulos, pero vista desde uno en particular parece como si todos los datos encajasen y hubiese una trama secreta que orienta todos los giros para dotarla de un sentido y, en algunos casos, incluso de una impresión de circularidad. Un relato siempre se construye desde un lugar concreto, descubriendo algunos nudos y ocultando otros, porque las vidas en bruto no son más que un conjunto de espasmos y de huidas hacia delante, carentes de la arquitectura superior de una narración. Visto así, bajo una determinada luz, parece como si a Trotski le hubiese perseguido la ciudad de Barcelona. Aquella Niza en un infierno de fábricas en la que se reunió con su familia en el lejano 1916 para subirse al buque Montserrat y a la que ya nunca volvió. La misma ciudad en la que nació su asesino, Ramón Mercader, que empleó para asesinarle un piolet como los que se utilizan hoy en día para escalar las escarpadas paredes de piedra de la montaña de Montserrat, ahora que la escalada está tan de moda; mucho más, desde luego, que la revolución.

Mientas trabajaba en este texto me he dado cuenta de que Ramón Mercader nació en Barcelona el 7 de febrero de 1913. Yo nací el mismo día y en la misma ciudad, 72 años después. Durante toda la escritura del texto, mientras hacía memoria de todos los encuentros casuales y conscientes que he tenido con la figura de Trotski, pensaba que estaba en busca de su rastro en mi historia personal. Escribía sobre él para escribir sobre mí, como si este relato fuese en realidad una autobiografía cifrada en esas intersecciones. Una ciudad como origen de todo y una serie de escenas de las que debería desprenderse, aunque discontinua, una línea narrativa. Ahora empiezo a pensar que tal vez perseguía sin saberlo la figura de Ramón Mercader. A veces sucede que uno escribe hacia un lugar, buscando a alguien, aunque sin ser consciente está escribiendo hacia otro punto de fuga que permanece oculto, incluso para el que escribe (sobre todo para el que escribe) hasta que emerge al final. En ocasiones, ni siquiera emerge. Un cuento está compuesto siempre por dos historias. La primera es la historia visible y la segunda la invisible, que permanece escondida hasta que aparece al final por sorpresa o ni siquiera aparece, simplemente se intuye. Ramón Mercader es la segunda historia, la contrafigura que aparece de pronto y hacia la que me he dirigido sin saberlo desde el principio. Supongo que uno siempre quiere ser Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader. Uno siempre quiere ser el héroe, hasta que se da cuenta de que en realidad es su asesino.

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Ahora desciendo por la calle Balmes desde la Diagonal. Es de noche. Atravieso el cruce con la calle Córcega. El Eixample de Barcelona sigue pareciéndome una ciudad extranjera. Nunca me he movido con familiaridad por sus calles. Algún día escribiré un texto titulado Mis problemas con el Eixample. Intuyo que será un texto terapéutico que aspirará a aliviar ciertos síntomas, porque mis problemas con el Eixample no tienen solución. Creo que solo podrían ser tratados por un psicoanalista con amplios conocimientos de urbanismo o por un urbanista metido a psicoanalista. Tal es la naturaleza de mi relación con esta cuadrícula que ocupa casi media ciudad y de la que solo retengo algunos fragmentos vinculados a mi propia experiencia, rodeados a su vez de vacíos inexplicables en los que la ciudad me parece un agujero negro. Atravieso el cruce con la calle Roselló. La ciudad propia empieza a languidecer en el momento en que la excesiva familiaridad hace que uno deje de recorrerla con mirada de asombro. Lo mismo sucede con el idioma. El escritor establece con su propia lengua una relación basada en la permanente tensión entre lo propio y lo ajeno, como si al escribir lo hiciese siempre en una lengua extranjera que conoce demasiado bien. Tal vez esto es así porque escribir y andar por una ciudad que nos es familiar y desconocida al mismo tiempo son dos actos que se parecen mucho. Atravieso el cruce con la calle Provenza. Al caminar cuesta abajo pienso en las huellas que dejó Trotski a su paso por el Eixample, que son las mismas que dejaré yo el día que me vaya: ninguna.

Atravieso el cruce con la calle Mallorca y llego al portal de Balmes 88, casi en el centro geométrico de la manzana. Un punto equidistante entre Mallorca y Valencia. En el entresuelo de este portal fue donde la familia Trotski agotó los últimos días de espera antes de que zarpara el Montserrat. Me gusta pensar que en Nueva York hay en este momento un doppelgänger mío escribiendo un texto como este sobre el paso de Trotski por Nueva York, titulado tal vez Trotski en el Bronx, y donde Barcelona es solo el punto de inicio de un viaje. Y así se va tejiendo una biografía oblicua y subterránea donde el mito es apenas un punto de fuga: una figura que aparece y desaparece en el texto de la página, así como en la historia personal de los que escribimos los diferentes capítulos.

En Balmes 88 no queda casi nada de lo que vieron los ojos de Trotski en 1916, salvo la bella fachada repleta de cenefas y los balcones de hierro forjado. Entonces había un gimnasio, el gimnasio Hércules, en los bajos del edifico. Ahora encuentro un supermercado de barrio. Un joven pakistaní está recogiendo la fruta y se extraña al verme ahí parado, mirando hacia el portal en plena noche. Hay algo de tráfico, un goteo suave. No se ven apenas paseantes ociosos, no queda nadie esperando en este punto de la ciudad. Se me ocurre pensar que tampoco quedan ya recuerdos de Ramón Mercader en Barcelona, como si nunca hubiera existido. Cuando Trotski estuvo aquí, Ramón Mercader tenía solo tres años y vivía con sus padres cerca del carrer Ample, casi al final del barrio gótico. La ciudad me devuelve un rumor de ruidos domésticos, conversaciones lejanas y algún coche, ahora que me pongo a escucharla con esmero. No sé muy bien qué he venido a hacer aquí, a Balmes 88, donde un día estuvo Trotski poco antes de ser Trotski y de entrar en la historia por la puerta grande. Parezco un loco ante el portal de su amada esperando a que suceda algo, un acontecimiento inesperado y maravilloso, tal vez. He venido a buscar algo, aunque no sé qué. Es posible que ese algo tenga más que ver conmigo mismo que con cualquier otra cosa. Me gustaría pensar que en el fondo albergo la esperanza de percibir una señal que pueda confundir con el fantasma de Trotski. O el miedo a percibir esa misma señal y confundirla con el fantasma de su asesino: el espectro de Ramón Mercader, cargando con un piolet como versión moderna y deportista de la guadaña. Pero, aunque ya han llegado los primeros días de septiembre, el verano se resiste a morir y ni siquiera hay una ligera brisa que uno pueda confundir con una aparición. Todo está detenido en este rincón de la ciudad. Casi estancado, diría yo.

EL AEROPUERTO DEL SUR

“Al principio la muchacha del Dauphine había

insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque

al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo.”

Julio Cortázar, La autopista del sur

X llegó pronto al aeropuerto. Tenía aún tiempo de tomar un café, con tranquilidad, tras atravesar el control de seguridad. Recorrió el corto trayecto bajo la luminosa bóveda de cristal, pensando de soslayo en la inmensidad del espacio y en la perfecta frialdad de sus superficies lisas. Antes de alcanzar las mesas que aguardan junto al control de seguridad se había desabrochado ya el cinturón y, rápidamente, con la misma mano, vaciado uno de los bolsillos de su pantalón. Colocó en un recipiente todos los objetos que flotaban perdidos alrededor de sus muslos, incluidos aquellos que habían sido olvidados en el fondo desde hacía tiempo, al haber perdido su utilidad, y que desde luego no constituían ninguna amenaza para la aviación comercial. Puso todo encima de la cinta transportadora, el ordenador portátil separado, y atravesó el arco de detección de metales sin incidencias. Mientras recogía sus efectos en una mesa especialmente habilitada para tal operación, se congratuló de su eficiencia, de su asombrosa diligencia para atravesar sin problemas los controles de seguridad en este mundo cada vez más saturado de controles de seguridad, de su vasto conocimiento de las enrevesadas reglas que rigen los aeropuertos; mientras observaba, con una mezcla de lástima y repulsión, a aquellos pasajeros para quienes las normas de seguridad constituían todavía un misterio insondable. Los veía regresar una y otra vez sobre sus pasos, de nuevo abatidos por la señal del pitido inflexible: el cinturón, el ordenador, los pendientes, un juego de llaves olvidado, cualquier descuido les marcaba de nuevo el camino de un eterno retorno engorroso, con una mueca cada vez más pronunciada de desconcierto y silencioso fastidio.

Se acomodó en una cafetería tras comprobar por enésima vez la hora del vuelo. Sorbió con suavidad el café con leche, entrometió su oído en conversaciones ajenas y se miró a sí mismo reflejado en las soledades de otros que también sorbían su café con leche. Tras escarbar en su pequeña maleta logró palpar el libro y lo colocó sobre la mesa: regular y flamante. Acarició su lomo y se sintió por fin reconfortado, más bien apaciguado por la potencialidad, todavía tensa, de una novela aún por empezar. De alguna forma la novela era una garantía contra cualquier contratiempo, una defensa infalible frente a la monotonía y el tedio de cualquier espera. Decidió empezar a leerla más tarde, tal vez en la puerta de embarque, en esos últimos momentos en que la espera se vuelve siempre más tediosa, para luego continuar en los primeros minutos de vuelo, justo antes de dormirse un rato. Leyó una vez más la contraportada, recorriéndola con la yema de los dedos, y se felicitó a sí mismo por lo que parecía ser una excelente elección. Apuró el café con leche y respiró sosegadamente mientras observaba el interminable goteo de personas. Una visión que podría resultar sugestiva para un principiante, pero que para la mirada experta de X era un paisaje habitual, casi cotidiano. Era media tarde y X, contemplado de lejos, era apenas una oscura silueta, un simple trazo vertical en la vastedad luminosa del aeropuerto.

Acudió a los monitores para averiguar la puerta de embarque. Poco después emprendió el camino hacia allí arrastrando con parsimonia su pequeña maleta rodante. El trayecto discurrió otra vez entre rectas agonizantes y paredes transparentes. Pensó que sentado en la zona de espera podría leer hasta que llegara la hora. Y así lo hizo. Inició por fin la lectura de la novela, sumergiéndose levemente en la ficción durante unos minutos; mirando hacia fuera de vez en cuando (estaba diluviando); comprobando la hora cada cierto tiempo; levantando la vista para contemplar la evolución del paisaje humano alrededor de la puerta de embarque. Todo muy calmado. El lento aumento de población flotante que se agolpa alrededor de una puerta de embarque de un aeropuerto cualquiera al acercarse la hora de salida de un vuelo y uno procede a escrutar los rostros de los que serán sus futuros compañeros de viaje.

Quince minutos antes de la hora prevista para el embarque X comprobó, mirando a través de los cristales, que no había ningún avión estacionado y pensó: hay retraso. Una mujer se acercó a la azafata de tierra que esperaba detrás del mostrador. X las vio hablar a lo lejos, sin oír nada. La mujer hizo un gesto de hastío, se giró con cara de pocos amigos mientras negaba con la cabeza, y arrastró, resignada, su maleta rodante de vuelta a la llanura de sillas. Algunos pasajeros se acercaron a la mujer parar tratar de averiguar lo que pasaba, en eso que X pensó que lo más conveniente sería interrogar directamente a la azafata de tierra para obtener información de primera mano. Preguntó de cuánto sería el retraso. Ella respondió que a esas alturas era imposible saberlo. ¿Ni siquiera una estimación? Nada. Y la azafata añadió algo acerca del mal tiempo y de la dificultad que entrañaba aterrizar en el aeropuerto en semejantes condiciones. Alrededor del mostrador se produjo un intenso goteo de pasajeros que encajaban la situación con impotencia. Algunos prefirieron resignarse en soledad; otros buscaron en los desconocidos un lugar propicio para compartir su enfado y enfadarse juntos. De pronto alguien profirió un insulto. Se trataba de un insulto previsiblemente dirigido a ese ente abstracto que es la compañía, aunque, disuelto en la indefinición y el desorden del momento, podría también apuntar a la azafata. Otro pasajero argumentó que la azafata era tan solo una empleada, sin culpa ni responsabilidad en lo que estaba ocurriendo y que, al fin y al cabo, se merecía un respeto. X pensó entonces que era solo otro retraso sin importancia. Logró contenerse sin esfuerzo y decidió esperar sentado en una butaca, leyendo el segundo capítulo de la novela. Toda una garantía para las inclemencias de una espera más dilatada de lo previsto.

La lluvia arreciaba. No muy lejos de allí se formó una gotera. Unos operarios acudieron de inmediato para cercar el charco con unas vallas de plástico. Un pasajero hizo un comentario sarcástico sobre el lamentable estado de la nueva terminal, de cuya construcción tan orgullosa se había mostrado la ciudad y que era una de las obras cumbre de un renombrado arquitecto local. La mayoría de los pasajeros buscaron un asiento donde masticar la espera o formaron improvisados corrillos para intercambiar impresiones sobre la situación. Poco tiempo después les fue comunicado por megafonía que el vuelo quedaba provisionalmente cancelado hasta nuevo aviso, debido a cuestiones climatológicas que imposibilitaban cualquier despegue o aterrizaje en el aeropuerto. El aeropuerto quedaba, por tanto, temporalmente cerrado. El anuncio provocó una avalancha sobre el mostrador de la azafata de tierra. X decidió también acudir allí con la esperanza de aclarar algo. La azafata de tierra siguió repitiendo como una letanía lo mismo que acababa de ser anunciado ante las infinitas preguntas de una gesticulante multitud de pasajeros. Insistió en que no tenía más información que la que había sido puesta a disposición de todos y que, como ellos, ella también estaba a la espera. Pasaron unos minutos en los que no consiguieron despejar ninguna incógnita. De pronto, un pasajero que estaba asomado a los ventanales viendo llover exclamó que había visto despegar a un avión y se acercó a la azafata, advirtiéndole que el aeropuerto estaba de nuevo en funcionamiento. Otro, que venía de realizar una excursión por la terminal para evaluar el estado general, afirmó haber visto a gente embarcando en aviones que, presumiblemente, estaban saliendo en ese momento. La gente empezó a exigir respuestas más concretas y la indignación creció. Algunos pasajeros empezaron a perder las formas, asegurando que la azafata les estaba engañando. X se dijo a sí mismo que era importante mantener la calma en medio del tumulto. Un ejecutivo calvo, visiblemente alterado, anunció al resto de pasajeros que él iba a hablar con un representante del operador del aeropuerto, pues era quien planificaba todos los vuelos, y estaba, por tanto, jerárquicamente por encima de la compañía aérea. Ellos, aseguró, tendrán información mucho más detallada de cómo anda la situación. El ejecutivo calvo hizo gala –todos lo percibieron– de un amplio conocimiento del negocio de la aviación comercial. Y también de un optimismo que a X le pareció un tanto irracional. Aun así, unos pocos creyeron en él y decidieron seguirle. X supo desde el principio que ese plan no llevaba a ninguna parte. Entonces apareció en escena un azafato de tierra dispuesto a ayudar a la azafata, cada vez más desbordada ante el alud de preguntas y peticiones de una multitud de pasajeros que empezaba a cercarla alrededor del mostrador. El uniforme y la actitud enérgica del nuevo azafato sugerían que ocupaba un rango superior en el escalafón de la compañía. Pidió que la circunferencia se ensanchara para dirigirse a todos con mayor claridad. Y la circunferencia entonces se ensanchó. Explicó que la situación era la que era: el aeropuerto había estado cerrado durante unas horas y ahora empezaba a reanudar su funcionamiento normal, pero la cosa llevaría tiempo y el avión que esperaban estaba todavía en un destino lejano. Tendría que volar hasta el aeropuerto, aterrizar, vaciarse y encontrar una ventana temporal para utilizar la pista y despegar sin problemas. No supo precisar cuánto tiempo sería necesario para ejecutar toda esa sucesión de operaciones, pidió disculpas por la situación, que era consecuencia de la pésima climatología, siempre incontrolable, según precisó, y anunció que la compañía había decidido compensarles por los perjuicios ocasionados con un ticket que podrían canjear por una bebida y un bocadillo en una de las cafeterías de la terminal. Después procedió a repartirlos. La gente se abalanzó sobre él como se abalanzan siempre los seres humanos ante la mínima posibilidad de obtener algo gratis. Las llamadas al orden, a la paciencia o las apelaciones cada vez más desesperadas a los principios básicos de educación y civismo por parte del azafato resultaron del todo infructuosas. X prefirió, sin embargo, no adentrarse en la turba para no dar ni recibir codazos y esperó a que el camino estuviese despejado, mientras contemplaba desde fuera el espectáculo. Obtuvo uno de los últimos tickets. Un pedazo de papel arrugado con una palabra neutra impresa en el centro.

Mientras iba a la cafetería entabló contacto con otros pasajeros. Un grupo que como él había esperado hasta el último momento para recoger el vale. Un grupo de rezagados, pensó, individuos que conservan la calma en el centro mismo del huracán. Intercambió algunas palabras con uno de ellos y enseguida fue invitado a acompañarlos. En el camino, desandando todo lo andado unas horas atrás, supo que el grupo se había formado en el fragor de todo el asunto. Una pareja que había quedado atrapada entre dos vuelos. Una mujer con acento extranjero que también viajaba sola y otros dos hombres: un joven bajito, que encajaba la situación con ingenioso optimismo, y un hombre pelirrojo con aire estoico, que debía andar por la cincuentena, y que oscilaba entre el catastrofismo y el humor negro. X pidió un bocadillo de jamón y queso y una cerveza para intentar desengrasar el fastidio de alguna manera. Sentados alrededor de la mesa, todos explicaron sus razones para viajar. El joven bajito regresaba a su ciudad de origen, tras una semana de trabajo fuera de casa. La pareja venía de unas largas vacaciones en otro continente, y ese vuelo era el último obstáculo que les quedaba antes de regresar a su vida ordinaria. La mujer con acento extranjero tenía que hacer un examen muy importante en la ciudad de destino, un examen al parecer crucial, y había decidido volar a media tarde para repasar con tiempo en el hotel, antes de descansar. El hombre pelirrojo iba a reencontrarse con un viejo amigo después de muchos años. X explicó que iba a la boda de unos amigos. Mostró su traje, que transportaba en una percha anudada en el mango de su maleta portátil, protegido por un plástico opaco. Evitó mencionar, no obstante, que atravesaba un momento difícil y que había depositado grandes esperanzas en esa leve ruptura de la monótona realidad diaria que suponía el viaje. Todos explicaron los perjuicios que les ocasionaba un retraso de semejantes proporciones. La más afectada parecía ser la mujer con acento extranjero. X compartió alguna de sus experiencias anteriores en situaciones similares. Todos reconocieron en X a un veterano de los aeropuertos y, aunque tuvo una tenue tentación de vanidad, admitió que la naturaleza del retraso en que estaban envueltos difería ligeramente de sus experiencias pasadas. El uso de la expresión “cancelado temporalmente” dotaba a toda la cuestión de una incertidumbre nueva y desconocida. El hombre pelirrojo expuso las hipótesis más pesimistas, hasta derivar en un panorama apocalíptico que a todos les hizo mucha gracia, incluso a la mujer de acento extranjero que se rio con ganas y pareció olvidar por un momento lo desesperante de su situación. El joven bajito le quitó hierro al asunto, soltando algunos comentarios ingeniosos como contrapunto y, a pesar de todo, la situación se relajó. Todos fingieron olvidar entonces por qué estaban allí y se dijeron sus nombres.

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