Читать книгу: «Fantasmas de la ciudad», страница 2

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En una de mis últimas etapas en Barcelona descubrí una librería de viejo en el barrio de Gràcia a la que me aficioné especialmente. Podría decirse que la encontré un poco por casualidad. Era una época en que leía mucho. En lo tocante a ese aspecto me angustiaba la acumulación; es decir, que en mi habitación se amontonaran los libros en cantidades fuera de lo razonable. Creo que en algún momento llegué a soñar que se formaba una pared de libros delante de la puerta de la habitación que me impedía el paso, hasta quedar aprisionado. Otras veces soñaba que el suelo se venía abajo. Lo extraño de todo esto es que ni siquiera tenía demasiados libros en el apartamento donde vivía con un amigo frente a la Universidad Pompeu Fabra, cerca del parque de la Ciutadella, donde la calle Sardenya se dispone a morir y uno ya puede intuir el mar. Solía mantener una biblioteca mínima, mezcla de lo que pensaba leer y de aquellos libros que en aquel momento consideraba imprescindibles y de los que no estaba dispuesto a separarme. Como mis criterios son volátiles, solía haber un tráfico continuo entre la casa de mis padres, donde estaba la biblioteca familiar, la biblioteca-madre, por decirlo así, y mi apartamento. Tráfico, claro, que solo me tenía a mí como transportista, que cargaba en el metro con mochilas llenas de libros en un sentido u otro. Había algo divertido en todo aquello, ahora que lo pienso. El caso es que para mí, en aquel tiempo, no era divertido en absoluto; era más bien motivo de angustia.

Fue entonces cuando convertí en costumbre visitar las librerías de viejo, en busca de clásicos baratos y de libros imposibles de encontrar, a los que en un exceso de repetición llamaba “joyas”. Lamentablemente algunas de esas librerías ya ni siquiera existen, liquidaron sus existencias y desaparecieron para que su lugar fuera ocupado por tiendas de las grandes marcas internacionales de moda. En ocasiones ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme con una última adquisición. Al principio hubo algo de escándalo en la ciudad por lo que se estimaba una pérdida de identidad cultural. Luego la vida siguió su curso y todos, o casi todos, se olvidaron de aquellas viejas librerías y de los libreros que había dentro. Desconozco si la librería de Gràcia habrá desaparecido o seguirá en pie. No he vuelto desde entonces. Creo que ahora ni siquiera sería capaz de encontrarla en el laberinto de calles del barrio. A veces pienso que tuvo algo de aparición. Una alucinación de aquellos días de inquietud por la gestión de mis propios activos literarios y de extrema felicidad por lo que leía. Sí recuerdo, en cambio, como llegué hasta ella. Yo buscaba entonces un ejemplar de Ubik, la novela de ciencia-ficción paranoica de Philip K. Dick. Por algún motivo, más allá de la diferencia de precio, prefería a la edición actual, fácil de encontrar, la vieja edición de Orbis, una típica edición popular de los años ochenta, que me remitía directamente a los clubs de lectura de ciencia-ficción que brotaron en aquella década. Las ediciones baratas estimulan mi imaginación y me hacen pensar en esos clubs como reuniones clandestinas de iniciados, contubernios de fantasiosas minorías que se llevan a cabo en sótanos o en garajes, espacios donde siempre tienen lugar las mejores conspiraciones; es decir, aquellas que no conducen a nada. Llegué a la web de la librería realizando un itinerario por Internet que ahora sería incapaz de rehacer y me enteré de que acababan de recibir una remesa de viejos Ubiks editados por Orbis.

Después de aquello volví muchas otras veces en el corto periodo de unos meses, tal vez un año. Compré algunos libros que ahora forman parte de mi biblioteca más personal, aquella que siempre me acompaña allí donde vaya. En esa época solía ir todos los viernes por la tarde, al salir de trabajar. Formaba parte de mi itinerario cotidiano. Me veo ahora dirigiéndome hacia allí durante los meses de primavera y verano, cuando la luz adquiere ese tono amarillento del atardecer y todo parece ir más despacio, andando por las callecitas de Gràcia con los ojos entornados hasta penetrar en el interior sombrío de esa cueva húmeda para enfocar de nuevo la mirada ante una nueva oscuridad, donde al fondo brillaba arrugado y acuoso el morado de una bandera republicana. Con el tiempo fui estableciendo una relación con el librero. Siempre lo encontraba sentado en su escritorio, bajo aquella bandera que presidía la sala central. Solíamos hablar, fundamentalmente de libros, y nuestras conversaciones se alargaban a veces durante más de una hora. Qué raro, ahora que lo pienso; nunca vi a nadie más allí dentro. Es como si la librería hubiese sido concebida solo para mí. Me apetece pensar que todo fue un sueño, pues la librería, la figura desgarbada del librero, nuestras conversaciones y la palidez de aquellas tardes, compartían la textura temblorosa de los sueños. Sin embargo, todo se ha fijado en mi memoria con la serenidad de un recuerdo.

Una tarde el librero –he olvidado su nombre, si es que alguna vez llegué a saberlo–, en medio de una conversación, me explicó que había vivido en México DF durante una larga temporada. No sé en qué momento ni a santo de qué, mencionó que algunos domingos iba a visitar por fuera la casa de Trotski. Me contó entonces, como si se tratara de una confidencia sin importancia, que la casa azul de Frida Kahlo estaba justo al lado de la de Trotski, y ambas estaban al parecer comunicadas por un pasadizo secreto que uno u otro utilizaban indistintamente para sus encuentros amorosos. No pude, en ese momento, dejar de imaginarme a ese librero veinte o treinta años más joven, con su aureola de lector impenitente, allí plantado, un domingo por la tarde en Coyoacán, como un peregrino loco, observando desde lejos esas dos casas como el que mira un santuario desde la esquina; y haciendo volar su imaginación, fabulando acerca de todas las leyendas perdidas de la relación de Trotski con la extraña Frida, que en aquellos días debían de circular como la pólvora por todas las cantinas de la ciudad sin límites.

En algún recoveco de aquella conversación aclaró que él era trotskista, llegando incluso a mencionar el partido en el que militaba –un micropartido, más bien– cuyas siglas retuve durante algún tiempo y que ahora me doy cuenta de que he olvidado por completo. Un día, mientras hacía tiempo en un bar de la calle Verdi antes de entrar en el cine, le relaté a mi amigo Antoni la historia que me había contado el librero incluyendo el detalle de su militancia política. Antoni, con su habitual humor venenoso, apuntó que el librero y el administrador que mantenía a flote la página web de ese minúsculo partido eran posiblemente la misma persona. Y tenía razón Antoni en que aquel librero tenía algo de último superviviente de un naufragio, sosteniendo un negocio al que ya nadie entraba y un partido olvidado sin ninguna opción de hacer la revolución.

5

El barco que debía llevar a la familia Trotski a Nueva York zarpó de Barcelona el día de Navidad de 1916. Era un viejo vapor destartalado que navegaba con el nombre de Montserrat. Aun así, viajar en él era algo muy preciado en aquellos días, al navegar este con pabellón neutral, lo que en plena Gran Guerra suponía, tal vez no una garantía definitiva, pero al menos sí una salvaguardia contra los torpedos de las potencias en conflicto. El Montserrat hizo varias escalas antes de dejar atrás definitivamente la Península Ibérica. Se detuvo en Valencia, donde dos policías impidieron a Trotski descender al puerto. Se detuvo en Cádiz, donde Trotski logró descender a tierra firme, no sin problemas, para despedirse de la ciudad (y de España) por última vez. Y finalmente alcanzó el mar abierto con extraordinario buen tiempo, algo imprevisto para todos los expertos, según registra el propio Trotski en sus anotaciones. La tripulación del Montserrat, como podía preverse, estaba compuesta por un sinfín de nacionalidades europeas, principalmente desertores y apátridas de toda condición. Había rusos, franceses, centroeuropeos. También norteamericanos que regresaban a casa corriendo de su aventura europea mientras ardía el continente.

En ese mismo momento, Lenin, el camarada de Trotski, estaba refugiado en Zúrich, y muy especialmente en el Café del Odeón, como tantos otros antibelicistas europeos que hicieron de la ciudad suiza y de ese legendario café el centro mismo de la Europa menos cafre. Allí también estaba James Joyce, que tuvo que salir de Trieste por patas con su familia ante la falsa acusación de espía, lo que en esas circunstancias significaba una condena a muerte segura. Y también estaba Stefan Zweig, que retrató de forma sensacional todo ese ambiente de la Europa civilizada condensada en un café en un pasaje de su obra El mundo de ayer. Si uno lo piensa bien, el Café del Odeón en Zúrich y el destartalado Montserrat en medio del océano, eran en realidad una misma cosa: dos fragmentos desgajados de una Europa que se resistía a la automutilación absurda de la Gran Guerra. Aquel acontecimiento bélico, de una dimensión hasta entonces desconocida, cambió muchas cosas. Para empezar, recompuso el mapa de Europa y provocó un intenso repliegue nacional, a la vez que el fin de cierto cosmopolitismo cultural que hasta entonces había estado muy en boga. Aumentó los recelos, qué duda cabe, y abrió la herida, ya imposible de cerrar, como se demostró poco después, de la desconfianza y el nacionalismo. Hubo una Europa que después de la Gran Guerra desapareció para siempre por el sumidero de la Historia. He pensado muchas veces en el Café del Odeón y en el vapor Montserrat como los últimos restos de una Europa cosmopolita que ya estaba empezando a perecer. Tal vez el Montserrat carecía del glamour del Café del Odeón que describe Zweig. Los relatos de Trotski dibujan una tripulación que oscila entre la comicidad circense y la mediocridad. Además, el Montserrat fue mucho más efímero: solamente existió durante los diecisiete días que duró la travesía. Y sin embargo, era un pedazo itinerante y flotante de esa Europa ya casi extinta, compuesto por el sector más lumpen de la disidencia antibelicista, entre ellos un Trotski al que todavía le faltaba un año para convertirse en el verdadero Trotski.

Entre la tripulación del Montserrat también estaba uno de los personajes más enigmáticos de la escena artística de aquellos años y tal vez de la historia del arte: Arthur Cravan, el poeta-boxeador de dos metros que había incendiado el París bohemio con la revista Maintenant, en la que él mismo escribía todos los artículos firmando con distintos seudónimos, y donde se dedicaba a insultar a otros artistas. Cuando dichos asuntos merecían algún tipo de aclaración él mismo se ofrecía voluntario para resolverlos a puñetazo limpio en los cafés y en las salas de baile de la Ciudad de las Luces. Nunca como entonces las bizantinas polémicas de la vanguardia artística han tenido una traslación tan inmediata a la realidad material. Cravan fue un dadaísta avvant la lettre que hizo de su vida su verdadera obra de arte. En el momento en que coincidió con Trotski en el Montserrat salía disparado de Europa por desertor. Se subió al buque en Cádiz para evitar en Gibraltar la inspección inglesa. Aunque había nacido en Lausana y escribía en francés, era mitad inglés y sobrino de Oscar Wilde, figura que le obsesionaba hasta el punto de imitar sus gestos y su estilo de vestir. Además, también escapaba de Barcelona, pues acababa de ser vapuleado por Jack Johnson, campeón mundial de los pesos pesados y primer gran boxeador negro, en la Plaza Monumental de Barcelona en un combate que gran parte del público consideró una estafa. La pelea fue recibida como un gran acontecimiento para la ciudad. Cravan la promocionó como el gran publicista que era y se presentó con un record de victorias y unos cuantos títulos que eran todo un alarde de imaginación. Generó una gran expectación y las entradas se vendieron como churros. A Jack Johnson, que estaba de gira por Europa como excusa para salir de los Estados Unidos debido a problemas raciales, la cosa le encajaba de maravilla. El campeón vendió la filmación del combate y se comprometió a alargarlo como mínimo hasta el sexto asalto. Por lo visto, la pelea fue una broma. Cravan estuvo a merced de Johnson desde que sonó la campana. El campeón jugó un poco con Cravan para hacer tiempo y cuando llegó al sexto asalto lo noqueó sin ninguna dificultad. Las pocas imágenes de la filmación que he podido encontrar muestran algo que se parece más a un espectáculo de circo que a un combate de boxeo. La gente se sintió engañada y se montó una formidable algarabía. Volaron almohadillas por todas partes. Muchos años después se ha dicho que el público no entendió que estaba asistiendo al primer happening de la historia. El poeta y el boxeador comparten la doble condición de guerrero y chamán. Arthur Cravan fue además el primero en entender que el arte y el boxeo se mueven siempre en la delgada línea que separa la genialidad del fraude.

Cravan y Trotski, dos figuras que despiertan mi curiosidad. Hasta que me puse a escribir estas páginas pensaba que pertenecían a dos universos irreconciliables. Jamás habría imaginado que ambos, pese a ser contemporáneos, pudiesen haber coincidido en un mismo espacio e interesarse el uno por el otro. Parece que a Trotski también le llamó la atención la figura de Cravan, al que dedica mucho más espacio en sus notas que al resto de los tripulantes del Montserrat. Dice de él que propaga ideas nietzscheanas y menciona su derrota con Johnson. Al final de su descripción añade: él ha nacido para luchar en la arena de los circos, pero no en los campos de batalla. Se me ocurre ahora que son dos figuras especulares, perfectas en su asimetría. Cravan es el poeta que consiguió dejar atrás la contemplación para pasar directamente a la acción; la utopía de toda vanguardia que en última instancia anhela trascender lo artístico para hacer de la propia vida la verdadera materia compositiva. Trotski, por el contrario, es el hombre que ha elegido con pesar la acción en lugar de la contemplación por un fuerte sentido de la responsabilidad histórica, pero que, sin embargo, recuerda como periodos de felicidad extrema los años de reclusión en las prisiones del zar, cuando se pasaba el día tumbado en un catre leyendo.

Recientemente Arthur Cravan ha venido apareciendo y desapareciendo como una especie de misterioso espectro de la cultura en multitud de obras literarias y cinematográficas. Isaki Lacuesta le dedicó un falso documental: Cravan vs Cravan. Y también se puede seguir su rastro en la novela de Enrique Vila-Matas Bartleby y compañía como un miembro más de ese club de los escritores del No, formado por escritores que ya no escriben porque han decidido abrazar el silencio. Cravan es un miembro singular de esa extraña hermandad. En cierta forma, es un innovador en el campo de los escritores perdidos, pues apenas escribió y pasó directamente a la siguiente fase: la desaparición. De nuevo a bordo de un barco, esta vez en el Golfo de México en 1918, en una travesía rumbo a la Argentina. Y se convirtió en mito por la vía rápida, sin necesidad de enfangarse en la engorrosa tarea de escribir una obra.

6

En un pasaje de ese endemoniado laberinto de voces que es la segunda parte de Los detectives salvajes aparece una tal Verónica Volkow. De ella se dice que es la bisnieta de Trotski, y se la describe como una rubia potable (literalmente, ese es el término que emplea el personaje que narra la escena), perteneciente a la buena sociedad mexicana. La primera vez que aparece en el libro, la historia transcurre en las instalaciones del periódico El Nacional, donde los personajes y otros jóvenes hacen cola para ser atendidos por un viejo republicano español al frente de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional. Verónica Volkow viene a entregar unas traducciones del ruso y a cobrar por ellas.

Algún tiempo después de haber leído la novela, estaba yo una noche en la cafetería de un teatro de Barcelona con el poeta chileno Bruno Montané, a quien en Los detectives salvajes Roberto Bolaño rebautizó como Felipe Müller. Veníamos de un recital del poeta mexicano Orlando Guillén en el Aula de Escritores y éramos unos cuantos allí. Hablábamos de temas banales, hasta que en un momento me giré hacia Bruno y le pregunté si era cierto que habían conocido a la bisnieta de Trotski en sus años de juventud en México DF. Dibujó una sonrisa que evocaba algo, aunque no sabría decir exactamente qué, y dijo muy flojito: ah, Verónica. Por un momento su mirada se perdió en alguna esquina del Paseo de la Reforma o de la calle Bucarelli, como si acabara de traerle a la memoria algo muy lejano y agradable. Después le pregunté si Verónica era guapa, qué autores traducía del ruso al español, si todavía escribía poesía, aunque no sabría decir si formulé las preguntas en ese orden. Entonces alguien del grupo dijo algo muy gracioso que hizo reír a todo el mundo y la conversación se perdió por otros derroteros, dispersándose todas aquellas preguntas en el aire.

7

En el texto Ernesto Guevara, el último lector de Ricardo Piglia encuentro el siguiente párrafo:

“Philip Rieff ha trabajado la figura del político que surge entre las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no-político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la relación, antes que con Gramsci, es por supuesto con Trotski, el héroe trágico, “el profeta desarmado”, como lo llamó Isaac Deustcher. Hay también en Trotski una nostalgia por la literatura: “Desde mi juventud, más exactamente desde mi niñez, había soñado con ser escritor”, dice Trotski al final de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans Mayer, por su parte, en su libro sobre la tradición del outsider, también ha visto a Trotski como el escritor fracasado y, por lo tanto, el político “irreal”, opuesto a Stalin, el político práctico.”

Cabe preguntarse, entonces, por el origen de la fascinación que ha ejercido y sigue ejerciendo la figura de Trotski en la cultura moderna. Más allá de su aspecto de erudito oriental con su perilla rabínica, Trotski encarna como nadie dos arquetipos que están ya presentes en la cultura clásica y que el Romanticismo consigue reforzar con nuevas lecturas: el derrotado y el exiliado. El héroe trágico; el proscrito. Guevara, por ejemplo, en los instantes finales se convierte también en un derrotado, pero a lo largo de su vida encarna sobre todo la figura del nómada perpetuo. El encanto del nómada es distinto que el del exiliado. El primero tiene la férrea voluntad del viajero, del que siempre anhela irse a otro lugar para empezar otra vez desde el principio, en un círculo eterno y a la postre fatal; el segundo, en cambio, es expulsado de la sociedad a la que pertenece, del estado que él mismo contribuyó a crear, y emprende entonces un viaje forzoso a ninguna parte, pues la memoria permanece siempre anclada en el lugar del destierro. Ambos, como escribe Piglia, son escritores frustrados, algo que tal vez responda al hecho de que eligieron la acción como forma de vida y la Historia como hoja en blanco donde cifrar la trama de su existencia. Ambos rechazan la transacción, el cálculo, el pragmatismo; y entienden la política como una cuestión de todo o nada, que es, en suma, algo opuesto a la noción misma de política, porque se aparta de toda idea de negociación. La revolución, en este sentido, es un planteamiento que se sitúa más allá de la política y que aspira a su abolición. Tiene algo de advenimiento religioso: impugna la totalidad del orden actual y viene a transformar el mundo, pero también a restaurarlo.

El mito que se ha ido construyendo alrededor de Trotski y que, como todos los mitos, hace tiempo que se ha emancipado del ser humano que lo alimentó en un principio, no habría resistido el ejercicio en primera línea del poder: se habría consumido sin remedio en contacto con la gestión de los conflictos cotidianos. Además, era imprescindible un contramito. Ese es el papel de Stalin en el engranaje de esta historia. No solo el de déspota sanguinario, sino también, como bien apunta Piglia, el de político maquiavélico que negocia con Hitler un pacto de no-agresión.

399
573,60 ₽
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9788415934868
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