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David los miraba a todos en silencio y se le rompía el corazón de dolor. Las personas que tanto amaba y que por lo general estaban llenas de vida, ahora estaban en la mesa sin vigor, tristes y miserables. A su vez, también estaba quemado por los pensamientos de los viajes: por un lado, lo consumía la idea de su viaje y Emma; y por otro, el éxodo de la familia.

El silencio ensordecedor solo era interrumpido por las cucharas que deslizaban suavemente sobre el fondo de los platos. Un fuerte traqueteo de cristales rotos sorprendió a todos. La fuente del ruido era una piedra que atravesó una ventana tocando un mechón del cabello de Jeannette. Siguiendo la trayectoria impuesta por una mano invisible, hizo añicos un jarrón de flores y fue detenido por una pared. Después del primero, a intervalos casi iguales, siguieron otro y otro. Parecía una lluvia ininterrumpida de meteoritos haciendo polvo todo a su paso. Jacob se levantó en un instante y cubrió a su esposa con su enorme cuerpo, luego la arrastró al refugio debajo de la mesa. Casi instintivamente, David hizo lo mismo con la tía Rita. Estaban acostumbrados, era la cuarta vez que alguien desde la oscuridad le rompía alguna ventana, y cada vez esperaban que fuera la última. Creían sinceramente que los autores de aquellas calamidades recapacitaran, se dieran cuenta que estaban atacando a personas inocentes. Estaban tan acostumbrados que nunca los odiaron, simplemente los creían las víctimas del régimen. Aquella noche, el 9 de noviembre de 1938, era otra cosa. Las piedras caían sobre ellos en grandes cantidades y eran arrojadas con un odio que no se ha visto nunca en aquella pequeña ciudad. Mientras toda la familia de Jacob estaba acurrucada y asustada debajo de la mesa, las piedras destruían todo lo que tocaban. Cuando cesó la locura del momento, se escucharon las voces de los culpables: «¡Estira la pata, carroña! ¡Fuera de Alemania! ¡Sara, haz las maletas! ¡Acaba con el perro judío!». Estas llenaban el silencio de la noche con todo tipo de expresiones inhumanas, salpicadas de risa bárbaras e hipócritas.

—¡Vamos, salid rápido y esconderos arriba, David y yo vamos a poner barricada en la puerta para que no entren en la casa! —ordenó Jacob asustado mientras salía de debajo de la mesa—. Este país se ha vuelto completamente loco.

David salió rápidamente de debajo de la mesa ayudando a su madre, mientras Jacob la ayudaba a Marta. Solo después de que todos salieron se dieron cuenta en qué condiciones se encontraba la habitación. Habían destruido todos los rincones: había piedras, cristales y comida por todas partes. Jenny al ver la casa de su familia destruida, el único lugar donde todavía se sentía segura, perdió el conocimiento. Al caer, se golpeó la cabeza con el borde de la mesa y se abrió una herida que inmediatamente empezó a sangrar. David la cogió rápidamente en sus brazos y se dirigió a Marta, mientras comenzó a subir las escaleras: «Tía, usted, traiga una toalla limpia, agua tibia y síganos. Tú, padre, tapa la puerta, yo inmediatamente vuelvo». Dejó a su madre en la cama al cuidado de su tía y bajó a ayudarle a su padre. Este trataba de hacer una barricada la puerta, pero en vano. Desde fuera la estaban destruyendo unas mazas laboriosas en manos fanáticas. Poco después, la puerta cedió y la sala se llenó de hombres con mazas, palos y barras de hierro. Alrededor de los brazos tenían envueltas unas esvásticas, estaba claro...

—¡H.H. y que mueran los judíos! —gritó uno, tras lo cual, se precipitaron todos sobre los hombres de la casa.

David cayó primero, logró ponerse en posición fetal, cogió la cabeza entre las manos y aguantaba la avalancha de pies que se derramó sobre él. Se le daba sin ningún remordimiento; estaban convencidos de que estaban extirpando un parásito que quería destruir su país. El que estaba cerca de Jacob se detuvo y vaciló por un momento. Se dio cuenta de que lo habían reconocido. Jacob cayó de rodillas con las manos en oración y lo miraba directamente a los ojos sin decir una palabra. Reconoció a su exempleado a quien solo le hizo bien y el cual ahora destruía su casa y golpeaba a la familia. En su rostro se leía una total decepción; era destruido, decepcionado y traicionado al mismo tiempo. Dos lágrimas temblaban en sus ojos, su respiración se hizo muy pesada y no veía nada más que la cara de quien había considerado antes un amigo. Entre sollozos, logró pronunciar unas palabras: «¿Por qué, Gunter, por qué?».

—¡No me mires así, parásito judío, eso es lo que eres! No te debo nada, entonces no sabía quiénes sois —contestó el chaval y le golpeó con toda su fuerza en plena cara. El anciano indefenso cayó al suelo perdiendo el conocimiento, pero no fue dejado en paz. Inmediatamente fue rodeado y golpeado sin piedad.

Cuando se cansaron de machacar a dos cuerpos inmóviles, comenzaron a destruir todo lo que encontraban por la casa. Pasaban de una habitación a otra con el mismo propósito. Cuando terminaron en la planta baja, subieron las escaleras en busca de nuevas conquistas. La puerta de la habitación donde estaban las mujeres se abrió de una patada. Marta, que estaba sentada en la cama, a la cabeza de su hermana enferma, se asustó y se puso de pie de un salto. Inmediatamente fue derribada al suelo por la palma del primer nazi que había entrado, el que derrumbó la puerta. Esta se arrastró hasta su hermana y la abrazó llorando. Rápidamente le cubrió la cara, temiendo que la golpeen también. Los de la raza superior destruyeron todo alrededor, las escupieron a ambas y las insultaron de todas las maneras, pero no las volvieron a tocar más. Bajaron cantando algo patriótico y antijudío. Al pasar cerca de David, que estaba tendido junto a las escaleras, le escupieron también y salieron orgullosos de sus hechos. Afuera, pararon para fumar y beber todo lo que encontraron en la casa. Después de arrojar las botellas vacías contra las paredes, desaparecieron en la oscuridad, cantando.

En la casa, primero se recuperó David. Le dolía todo el cuerpo y no podía abrir un ojo. Levantándose lento y sin fuerzas, trataba de averiguar qué había sucedido. Cuando vio a su padre tirado en el suelo, entre los fragmentos de cristales y lleno de sangre, corrió hacia él. Balanceándose, de un lado a otro, llegó junto a Jacob. Después de unos intentos fallidos este recuperó la conciencia, pero estaba muy débil. Inmediatamente quiso levantarse y subir las escaleras en busca de las mujeres. Trató de llamarlas pero no pudo, su boca y las cuerdas vocales estaban llenas de sangre seca. Había pasado casi una hora desde que la banda de los elegidos se había ido. Ayudándose mutuamente, llegaron arriba donde ambas mujeres se ahogaban en lágrimas. Jenny se recuperó y al ver todo destrozado, su hermana golpeada, estalló en un llanto incontrolable. Marta al ver a su hermana vuelta a la normalidad, también rompió a llorar de alegría, miedo, dolor y desesperación. Una explosión de sentimientos contrarios salía a la superficie en forma de lágrimas. Los hombres las encontraron abrazadas y llorando; Marta con el ojo amoratado y Jenny con la cabeza vendada y llena de sangre. Las mujeres cuando los vieron en qué estado entraron, apoyados uno contra otro y golpeados sin piedad alguna, se levantaron y se abrazaron todos en un círculo de sufrimientos.

Lloraban todos excepto David que no tenía lágrimas. Un fuerte dilema le rompía el corazón: dejar a sus padres e irse con Emma, o quedarse con ellos y dejarla sola en la noche llena de peligros. A sus padres no los podía dejar en absoluto, estaban completamente destrozados y necesitaban su ayuda. Habría querido avisar a su novia de alguna manera que no podía irse hasta que viera a sus padres a salvo, pero era imposible. Una vez sacados del foso de los leones podría haber escapado, pero en aquella situación era inimaginable. Sufría a causa de la impotencia que sentía más que por las heridas en todo el cuerpo. Tras ordenar un poco la habitación, dejaron descansar a los padres y empezaron, junto a Marta, a recoger los fragmentos de vidrio y los restos de objetos destrozados por toda la casa. Barricadaron la puerta destruida con la ayuda de la mesa de madera maciza y se fueron ellos a descansar un poco.

—¡Para aquí, esta es la última! —gritó Fritz señalando la casa de Jacob—. Nos quedan estos y podemos anunciar que tenemos una ciudad limpia de judíos.

El conductor se rio lleno de orgullo y sorbió unos tragos de la botella de coñac que sostenía entre las piernas, después de que se la pasó a Fritz. Este bebió también con una sed salvaje. Estaban muy borrachos, y atrás, en el camión, había cuatro más, ocupados con el mismo trabajo: vaciar las botellas de alcohol sacadas de casas y tiendas destruidas aquella noche.

—Para estos he preparado una sorpresa —continuaba expresando Fritz sus pensamientos—. En España, el año pasado, me enseñaron a hacer un juguete con el que los nuestros sacaban ratas comunistas de tanques o casas cuando ya no tenían granadas o algo más fuerte. Los sacaremos, como a unos parásitos que son, con fuego y humo.

—Como a ratones de campo —le interrumpió el conductor—. Cuando éramos pequeños, íbamos al campo a cazar ratones. Alguien metía un papel ardiendo en un agujero y los otros esperábamos junto a los demás. Cuando los dueños de la casa salían asustados por el humo, los atrapábamos y los convertíamos en leones. ¿Sabes cómo se hace?

—No —dijo Fritz sorbiendo con sed de su botella de coñac.

—Uno lo sujetaba de las patas traseras y otro la agarraba del pelaje y se lo tiraba hacia abajo. Le quitábamos la piel, sin ningún cuchillo. Se le desprendía todo menos el de la cabeza, tras lo cual lo dejábamos en el suelo, donde se arrastraban durante unos segundos hasta que morían. ¡Ahora no me digas que no hiciste eso!

—No, qué asqueroso eres —dijo Fritz con una náusea visible en su rostro—. ¡Bestia sádica, brutal canalla! Tengo ganas de vomitar, pero me gusta cómo piensas. ¿No teníais otro juegos, anormales?

—Tuvimos algunos interesantes con ranas o gatos, por ejemplo, ¿quieres escuchar? —respondió el chofer y sonrió con orgullo.

—¡No! ¡Cállate! Vamos a destruir esta guarida y vamos a dormir —dijo Fritz entusiasmado, golpeando la ventana que daba atrás, en el remolque del camión—. ¡Hemos llegado! ¡Bajaos, holgazanes, porque todavía tenemos un poco de trabajo por hacer! Llevaos también y la caja del rincón. Que no bebáis nada de allí, bestias, que se os quemarán los intestinos. Es shnaps barato, confiscado, mezclado con aceite para coches.

La noche resonaba de risas alcoholizadas. Seis hombres, atontados por los vapores del alcohol y la fuerza de la propaganda, se reían sin escrúpulos frente a la casa que estaban a punto de incendiar. Después de toda una noche de arrestos, por el bien de los arrestados, querían un espectáculo más fuerte. Los cerebros atolondrados exigían adrenalina y no les importaba para nada el destino de los de dentro.

—¡Escuchad! —resonó la voz ronca de Fritz sobre las risas de los demás—. Tomad una botella en la mano, encended el paño y arrojarlos por los agujeros de las ventanas. La puerta la dejamos libre para que tengan por dónde salir. De aquí los subimos al remolque y los llevamos al montón. Mañana si nos pregunta alguien por qué prendimos fuego a la casa, diremos todos que dispararon sobre nosotros. Vinimos a defenderlos y ellos empezaron a disparar, así que tuvimos que inventar algo para sacarlos de la casa sin pérdidas por nuestra parte. Una cosa más, si huyen por detrás de la casa, no hay problemas. Los atraparemos luego. No nos vendría mal tener una caza, así que no vigilad la parte trasera de la casa. Según los datos recibidos, adentro, debe haber cuatro personas en este momento, ¡así que adelante! —Después de terminar su monólogo, se rieron con ganas de nuevo y se reunieron alrededor de la caja para coger sus juguetes.

En casa, todos se encontraban reunidos alrededor de la chimenea. Estaban acostados sobre unos colchones junto al fuego, cubiertos con mantas. En las ventanas del salón, pusieron algunas alfombras para evitar el frío de la noche de noviembre. Después de que tomaron unas infusiones relajantes, el calor del fuego los calmó como un buen somnífero. Se adormecieron tan profundo por el agotamiento que no oían los gritos y las risas de la calle. El primero que se despertó fue David, cuando sintió muy caliente en las plantas de los pies; la manta con la que estaba envuelto estaba ardiendo. Abrió los ojos y vio que todo estaba en llamas. De las alfombras de las ventanas el fuego se extendió por las habitaciones y salía humo por debajo de todas las puertas.

De un salto se puso de pie asustado y comenzó a despertarlos a todos:

—Mamá, papá, tía, despertad que nos está ardiendo la casa, si no salimos rápido nos quemaremos también. Por el amor de Dios, levantaros —gritaba David mientras los sacudía violentamente y se ahogaba con el humo.

Los despertó uno a uno, pero estaban tan perdidos y cansados que no podía hacerles entender lo que estaba pasando.

—Este es el final —dijo Jenny, pero David la ignoró. Seguía empujándolos hacia la puerta y gritando—: ¡Salid más rápido, que si no, nos quemaremos vivos!

Cuando llegaron a la puerta, los empujó hacia afuera y recordó los documentos que había escondido en su habitación y sin los cuales no tenía ningún futuro.

—Alejaros de la casa, yo volveré en un momento —gritó tras ellos y regresó en la casa ardiente.

—¡No, David, no entres! ¡Vuelve, hijo! —gritaba la madre desesperada, y cuando lo vio desaparecer entre las llamas, se desmayó por segunda vez.

Jacob la agarró y cuando llegaron en la calle se dio cuenta quiénes eran los culpables del incendio. Estos se quedaron viendo la escena de la familia destruida. Marta lloraba tras su cuñado, Jenny yacía inconsciente sobre la hierba, Jacob se arrodilló junto a su esposa, llevó sus manos a la cabeza arrancando el cabello de la desesperación. Cuando Jenny abrió los ojos, ambos lloraban por David. El corazón materno lo entendió todo: su único hijo estaba adentro. Se levantó lentamente, miró a su alrededor y dijo ausente y casi en susurro:

—Este es el fin. Mi pequeño, tu madre no te dejará solo. ¡Estaremos juntos en el otro mundo si no es posible aquí! —Pasó junto a la gente de la Gestapo que la ignoró y entró en las llamas ardientes.

—Jenny —gritó su hermana y quiso correr tras ella, pero cuando llegó al umbral, dos policías la agarraron de inmediato y la tiraron al suelo.

—¡Jeannette, no hagas esto! —gritaba desesperadamente Jacob mientras se ponía de pie. Dio unos pasos hacia su esposa y cayó de rodillas. Una paliza en plena cara lo acercó a la muerte. Cayendo, se rompió la cabeza contra el duro asfalto. Lo dejaron así, inconsciente, tendido ahí mismo, respirando fuerte mientras se ahogaba en su propia sangre.

Todas las miradas estaban dirigidas a la casa que se derrumbaba bajo la abrasadora fuerza de las llamas. David y su madre estaban adentro.

—¡Esto es todo, se acabó la fiesta! —les gritó Fritz a sus hombres—. Vosotros dos quedaros en la escena del crimen, hasta la próxima disposición, el resto de vosotros cargad a estos dos en el remolque y nos largamos de aquí. Tenemos suficiente para hoy. Tú, saca el rifle oxidado de debajo de la silla de la cabina del camión y arrójalo a las llamas.

Después de tirar los cuerpos casi muertos en el remolque, subieron todos menos dos dejados de guardia y se fueron.

Subiendo rápido las escaleras, David sentía que se sofocaba. Ardía todo a su alrededor y apenas podía ver a través del humo. Llegado arriba quiso entrar en su habitación. Cuando abrió la puerta, una fuerte llama lo empujó a un lado. Se dio cuenta que no podía recuperar los documentos, la habitación donde creció estaba como un infierno en llamas. Por las escaleras no podía bajar porque se esparcían destruidas por el fuego. Irrumpió en una habitación que daba a la parte trasera de la casa. El fuego, sintiendo oxígeno, seguía sus pasos con una velocidad asombrosa, por lo que no tuvo más remedio que tirarse por la ventana. La abrió, se subió rápidamente al alféizar de la ventana y se arrojó lo más lejos posible de las llamas. Cayendo, se agarró de la rama del cerezo cercano. Esta se rompió y David cayó rodando entre las ramas hasta que se golpeó contra el suelo, extendido y boca abajo. Después de tanto golpes no podía respirar, y en ausencia del aire, parecía un pobre pez tirado a la arena. Solo sus labios se movían en busca del aire benéfico, pero era en vano; algo dentro de él se cerró y el oxígeno no podía penetrar hacia los pulmones. Sacaba un gruñido ronco y nada más. Poco a poco se recuperó y cuando logró ponerse de pie, empezó a derrumbarse la casa destrozada por fuego. Reunió sus últimas fuerzas y corrió hasta el final del huerto, donde comenzaba el bosque. No sabía lo que estaba haciendo ni hacia dónde corría, su cuerpo lo llevaba automáticamente lo más lejos posible de la casa. Tan pronto como llegó al borde del bosque, se quedó sin fuerzas. Atormentado y débil, cayó al suelo dormido. Hubiera sido un sueño benéfico y salvador de energía vital si hubiera sido en algún hospital cálido; pero fuera era el mes de noviembre.

Abrió los párpados, que parecían mucho más pesados de lo habitual, y se dio cuenta que no conocía el lugar. Estaba en una casa modesta y bien arreglada, hecha de madera maciza. Después de mirar alrededor por la habitación, vio una niña de nueve u once años de guardia a su cabeza. Esta, cuando lo vio despierto, saltó de la cama gritando lo más fuerte que podía: «¡Papá, papá, se despertó, se despertó!». Inmediatamente entró un hombre alto, de anchos hombros, con una barba larga y tupida, como la de un sacerdote ortodoxo. En una mano llevaba un plato de sopa caliente y en la otra un trozo de pan. En sus palmas tan grandes el plato parecía sacado del baúl de juguetes de la niña. Los colocó en un taburete junto a la cama y dijo seco, pero suavemente:

—¡Levántate y come! Tienes que salir de aquí, ¡te buscarán! Te esconderé en una antigua choza de caza, donde podrás recuperarte.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó David con voz perdida—. ¿Dónde estoy? ¿Qué le pasó a mi familia? Debo encontrarlos, ellos me necesitan...

—¡Come, partimos en media hora! Llevas aquí dos días. Nada más, las preguntas déjalas para luego —le interrumpió el desconocido a David, quien quería averiguar lo más posible—. ¡Ahora come rápido! Mientras estés aquí todos corremos peligro.

El desconocido salió de la habitación, y mediante la puerta entreabierta se veían dos ojitos azules y muy curiosos. David, después de un esfuerzo colosal, logró levantarse hasta quedar sentado, le dolía todo el cuerpo. Tragó unas cucharadas de sopa de pollo con la extraña sensación de que estaba comiendo brasas. Tenía todo el interior de su boca destrozado, lo que le provocaba un dolor y un escozor insoportables cuando la sopa entraba en contacto con las heridas. Apenas tomó unos sorbos y dejó la cuchara en el plato.

—¡Vístete! ¡Nos vamos de inmediato! —dijo el hombre arrojándole algo de ropa y agregó—: Te espero en cinco minutos fuera.

Unos minutos más tarde, David yacía en un carro de caballos, cubierto de heno. El destino de sus padres no le dejaba en paz y sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería aullar de pena, dejar salir la explosión interior con un grito desesperado. Estaba listo para saltar del carro e ir en busca de los que le habían dado la vida, pero lo detenían aquellos ojos azules que lo han mirado a través de la puerta entreabierta. Los veía claramente fijados encima suyo y una voz como la de su madre le susurraba: «Descansa, hijo... no te preocupes... nosotros estamos bien... ya no sufrimos más...». Sin darse cuenta estaba entre dos mundos; aquella mirada angelical, la voz de su madre, el vaivén del carro y el olor de las hierbas secas calmaron su cuerpo débil y gravemente herido. Inmediatamente cayó en un letargo desierto y sin sueños.

Aquella noche del 9 de noviembre de 1938, iba pasar a la historia como «La noche de los cristales rotos». Lo peor era que no solo los habitantes de la pequeña ciudad, donde todos se conocían, se volvieron locos: se había vuelto loco todo un país. La familia Stein era una de las muchísimas familias que tuvieron que sufrir aquella noche. Miles de personas fueron detenidas, golpeadas, asesinadas, desaparecidas sin dejar rastro; comenzaba una nueva era.

Marc, al regresar de Hamburgo con visas para Chile, logró sacar a su esposa de las manos de la Gestapo. Intentó, con gran riesgo para su vida, sacar también a su cuñado, pero este le hizo jurar que lo dejarían en el país y que se irían ambos lo antes posible. El día 13 estaban ambos en el tren rumbo a Ámsterdam, donde los esperaba un carguero que los iba llevar al fin del mundo. Marta lloraba sin cesar, Marc intentaba calmarla, pero estaba con el corazón roto. La familia Stein estaba separada sin culpa alguna: el cuerpo de la madre yacía bajo los restos de la casa quemada, al padre que ya no tenía ninguna meta, se le extinguía la última chispa de vida camino a Dachau, mientras que David estaba exhausto, escondido en la casa de un desconocido. Tampoco se les hubiera pasado por la cabeza que en aquella noche maldita se iban a ver por última vez.

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9788418996665
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