Читать книгу: «Damnare silentium», страница 3

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Cuando el reloj dio las cinco, Emma estaba vestida junto a la puerta de su habitación. Estaba allí desde hacía más de quince minutos. Solo el miedo la mantenía en la casa. Pensaba que, si salía demasiado pronto, tendría que esperar más tiempo en la plataforma, y esto podría atraer atenciones no deseadas. Respiró hondo, como una persona a punto de hacer algo inimaginablemente peligroso. Abrió la puerta con cuidado para que nadie pudiera oírla, echó un último vistazo a su habitación y salió al salón. Pasó toda la habitación rápidamente, sobre la punta de los dedos, como un ladrón que sabe que los dueños están en casa. Una vez fuera, cerró la puerta principal, escondió la llave debajo de una piedra y se precipitó hacia lo desconocido. Debido a la niebla, la noche parecía mucho más oscura de lo habitual y ella parecía un fantasma restante rehén en este mundo.

Emma seguía su destino con su ropa de fiesta: la mejor y la que solo se ponía en raras ocasiones. Los zapatos de cuero negro resonaban en la noche quieta hasta muy lejos. El abrigo, de lana gris de camello con líneas oscuras y cuello negro de cordero se convertía en un mancha difusa en la espesa niebla. El cinturón, del mismo material que el abrigo, convertía la mancha en una figura anfórica. En lugares más luminosos se veía el cuello del suéter blanco de lana. Sobre su cabeza se puso su sombrero negro en forma de campaneta. Una cinta, también negra, estaba atada de una forma muy bonita alrededor de su sombrero y su cabello rubio estaba cuidadosamente recogido hacia atrás. Las manos se las protegía, del frío de la noche, bajo uno finos guantes de cuero. En una sostenía una pequeña maleta de madera y cuero marrón, y en otra un bolso de cuero negro. Se apresuraba por caminos ocultos a las vistas. Salió de la ciudad: todo alrededor eran campos. Iba rápido por la carretera bien conocida: la que conducía al café donde trabajaba. Otra vez habría temblado de miedo ante cualquier sonido que salía de la oscuridad, pero no ahora. Tenía prisa hacia un futuro mejor. Venció el miedo a lo desconocido y quería que todo terminara lo antes posible.

Tras cruzar el estrecho puente de madera, entró en la zona de las fábricas y almacenes. Unas farolas, arrojadas bastante separadas entre sí, rompían la oscuridad de la noche y revelaban los movimientos de la niebla. Conocía muy bien aquella zona y sabía que la mayoría de las fábricas aún no estaban funcionando, pero muchas abrían a las seis, por lo que la mayoría de los trabajadores ya estaban dentro. Le quedaba aproximadamente media hora, después de lo cual las calles se convertían en hormigueros humanos. La estación estaba cerca, aun así se dio prisa; cuanto menos la vieran, mejor. En un cruce de caminos, escuchó mucho ruido y sonidos de ventanas rotas. Se escondió tras la esquina del edificio cercano y asomó la cabeza para ver qué estaba pasando. Cerca de siete u ocho hombres, todos con palos, mazas, armaduras, cadenas, estaban destruyendo un almacén. Casi todas las ventanas altas, custodiadas por rejas, ya estaban rotas. Dos tipos golpeaban con las mazas una puerta de hierro y los demás gritaban como los hombres de Neandertal frente a los mamuts. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta cediera ante los salvajes, que desaparecieron gritando dentro del almacén. Emma sintió cómo un hilo de sudor le corría por la espalda. Le temblaban todas las articulaciones, pero apretó los dientes y decidió seguir su camino. Podía retroceder y dar la vuelta, pero perdía demasiado tiempo. Se adelantó por la calle devastada. Todos los malhechores estaban dentro desde donde salían los sonidos de los estragos. En la penumbra y la niebla restante todo parecía una pesadilla. Se acercó hasta a la puerta del almacén y se escondió detrás de un cubo de basura. Desde allí trataba de ver qué pasaba adentro. Los delincuentes no se percataban en absoluto, encendieron las bombillas y organizaban unas cajas, y lo que no les gustaba, lo destruían con la ayuda de las herramientas que trajeron consigo. Emma se pegó al cubo de basura y respiraba como si acabara de terminar una maratón. En aquel momento salió un hombre y les gritó a sus compañeros: «Yo voy a por el camión, vosotros hacéis limpieza a este judío inmundo. Que no prendáis fuego al almacén, porque los demás también pueden incendiarse».

—Y si viene la policía, ¿qué hacemos? —gritó uno tras él.

—No viene nadie, ¡te dije que no te preocupes! ¡Tenemos todo bajo control!

Se rio con euforia y desapareció tras la esquina, pasando justamente por al lado de Emma. Esta se cubrió rápidamente la boca y la nariz con las palmas de las manos, para que no se le escuchara ni la respiración. Cuando el joven ya no estaba en su campo de visión, se levantó temblando para ver lo que pasaba dentro. Todos estaban ocupados y nadie miraba hacia afuera. Emma sintió que era el momento y pasó rápidamente por delante de la puerta, sin que nadie la viera. Cuando estuvo detrás del edificio, en lugar de detenerse para recuperar el aliento, comenzó a correr. Así se mantuvo hasta llegar a la estación de tren.

Allí no había nadie, excepto un hombre que barría el andén. Hasta que arribara el tren tenía que esperar unos veinte minutos. Se sentó en una silla más protegida de las miradas de cualquier posible viajero, e intentaba hacer todo lo posible por no estallar en un llanto histérico. No entendía nada de lo que veía durante unos minutos. En su tranquila ciudad, no era nada habitual; estaba sorprendida. Sin querer se preocupaba por David, no sabía qué creer. Le molestaban muchísimas preguntas. Pasaban los minutos y él no aparecía, esto la puso aún más ansiosa. El vendedor de billetes ya abrió el mostrador, lo hacía siempre quince minutos antes de que saliera el tren. David no estaba por ninguna parte. Había llegado el tren, se quedó en la estación durante cinco minutos, tiempo en el cual subieron algunas personas y bajaron muchos trabajadores. Ni rastro de él. En pocos minutos la estación quedó desierta. Cuando vio que el tren comenzaba su viaje y él aún no aparecía, rompió a llorar. Inmediatamente saltó de su silla, se secó los ojos húmedos con un pañuelo y se puso a pensar, dando vueltas alrededor de la maleta sin darse cuenta: «¡Cálmate, Emma, céntrate y actúa con sangre fría! ¡Tendrás tiempo para llorar! ¿Qué le pasó a David? ¿Dónde está el pobre? ¿Y si me traicionó y ya no quiere que estemos juntos? ¡No! No puede, David no, le debe haber pasado algo grave, por eso no pudo venir y no me lo hizo saber. ¿Y yo qué debo hacer ahora? Necesito calmarme y hacer un plan. Primero y lo más importante, necesito averiguar qué le pasó y por qué no vino, ¡luego ya veré! No puedo volver a casa sin saber nada porque me volveré loca; le puede pasar cualquier cosa en este país salvaje. ¡Oh, Dios! ¡Por favor que esté bien! Iré a su casa. Sí, ¿y qué diré? Hola, soy Emma, amo a David, ¿por qué no vino al tren en el que ambos teníamos que huir? Mejor pienso en el camino lo que voy a hacer. El tiempo pasa y yo estoy aquí sin hacer nada. ¡Adelante, Emma, no pierdas el tiempo!».

Agarró su maleta y salió de la estación casi corriendo. Pasando por detrás del bar donde trabajaba, se dio cuenta de que la maleta era un lastre inútil y peligroso. En un pueblo tan pequeño, donde casi todo el mundo se conoce, no hay noción de vida personal; iban a preguntarle a cada rato a donde iba. Así que rápidamente se deshizo de ella, escondiéndola cerca del bar, debajo de unas tablas que estaban tiradas allí desde hacía años. Luego se dio cuenta de que su tía, la hermana de su padre, también vivía en el área donde vivía David, por lo que no tenía que explicarle a nadie nada. Iba con pasos rápidos, llena de confusión interior.

Pasando por el centro, su malestar aumentó; la perfumería y la farmacia, que pertenecían a dos familias judías, estaban destrozadas. Alrededor, un montón de bocas abiertas dando su opinión. Sin pensarlo mucho, tomó otra calle. No quería hablar con nadie y mucho menos comentar lo sucedido. Se sentía completamente desorientada, no entendía qué estaba pasando ni por qué. Aunque su corazón le decía que todo lo que había sucedido era contra los judíos, ella no quería y no podía creer que su David estuviera en peligro. Cuando le quedaban algunas calles más hasta la pequeña sinagoga, sintió un olor penetrante a humo. Al salir a la calle que conducía a ella, la vio solo como una pila de ceniza humeante. Se detuvo asustada, tratando de asimilar lo que había sucedido. Mucha gente, igual que antes, daban con sus opiniones políticamente correctas. A un lado, los bomberos terminaban de regar los edificios cercanos y algunos policías fumaban y se reían contándose chistes. Algunos niños tiraban piedras por los agujeros de lo que antes eran las ventanas de la sinagoga. En un camión se cargaban los últimos restos salvados del interior y en ninguna parte, ni rastro de los dueños. En esta zona vivían 11 de las 17 familias judías de la ciudad, incluso la de Jacob Stein; la casa de oración era solo cenizas, y de ellos no se veía ninguno.

Igual que la última vez, evitó la multitud y se dio prisa hacia la casa de David. Inmediatamente comenzó a reconocer las casas de las familias judías, especialmente según sus deplorables apariencias. Fueron vandalizadas de la peor manera posible: casi todas las ventanas rotas, muebles y cosas destrozadas por todas las partes, en las paredes y las vallas todo tipo de inscripciones, una más horrible que otra.

Mientras se acercaba a una de las casas destruidas, se intensificaba el ruido proveniente del interior. Hubiera querido no pasar frente a la casa en cuestión, pero no podía evitarla. Para llegar a la casa de David, habría tenido que saltar las vallas de los vecinos. Mientras pasaba frente a la puerta rota, vio una escena que le cambió su ser, sentía que algo sucedía en su alma, pero aún no sabía qué. En una silla, debajo de una bombilla, estaba sentada una mujer que amamantaba a un niño. Su ropa era solo harapos y su cuerpo estaba lleno de moretones y rasguños. Junto a ella estaba un policía, se veía que la vigilaba, pero de ningún modo en el sentido en que la policía tiene que vigilarnos. En el suelo, aferrada a los pies de su madre, lloraba fuertemente una niña de unos tres añitos. La pobre madre sostenía al bebé que amamantaba en una mano y acariciaba la cabeza de la niña del suelo con la otra, además se veía que le estaba diciendo algo. Intentaba calmarla. De otras habitaciones llegaban sonidos terribles; alguien era golpeado sin ningún remordimiento, o incluso torturado. Las voces de los inquisidores modernos repetían continuamente: «¿Dónde escondiste el oro, parásito judío que eres? ¡Dilo, inmundo, ahora!» seguían maldiciones, golpazos, gritos de dolor y algunas palabras incomprensibles.

—¡Mira, ha perdido la conciencia, el repugnante —gritó una voz ronca—. agarradle y llevémoslo con nosotros, ahí lo dirá todo! —Se echó a reír de buena gana y en acompañamiento se le unieron algunas voces más.

Emma se quedó congelada, no se le movía ni un músculo en todo el cuerpo. Su rostro se quedó al estilo giocóndico, toda su conciencia le decía que se tapara los ojos y que huyera llorando, pero ella estaba como de piedra mirando hacia adentro. En la puerta aparecieron dos hombres, seguidos por dos más, que arrastraban a alguien por las axilas. Era obvio que se trataba del atormentado; no tenía una parte reconocible en su rostro: lleno de sangre, los ojos hinchados y morados sin poder abrirlos. El labio superior, demasiado hinchado, caía muerto sobre el inferior, que colgaba roto. De su boca goteaba sangre y era fácil de ver que no tenía todos los dientes. La ropa la tenía rasgada y empapada de sangre. Lo estaban arrastrando detrás de ellos como a un trapo inanimado, y mientras sus piernas se movían caóticamente bajando los escalones, le saltó un zapato.

—Papá, papá —gritó la niña de tres añitos mientras se apartaba de su madre, bajaba corriendo aquellos escalones—, se te cayó el zapato, ¡tendrás frío, papá! —Recogió su zapato y quiso dárselo a su padre. En aquel momento, uno de los hombres la levantó en brazos y le dijo:

—Se lo daré yo a tu padre, tú corre donde tu madre, no tengas miedo, este es un juego de adultos. —Cuando quiso dejarla en el suelo, el otro hombre de afuera, que tenía las manos libres, le gritó al policía de la casa:

—Ni mamá ni nada, la bruja viene con nosotros, ¡tírala fuera, Kurtz! ¡A esta pequeña enciérrala en la casa Ancel! Vamos más rápido, enseguida tiene que aparecer Schulman con el camión.

El hombre de la casa agarró a la pobre mujer, que todavía estaba amamantando a su bebé, de su mano libre, la levantó de la silla y la empujó escaleras abajo. Esta corrió tropezándose por toda la longitud de las escaleras y cuando llegó al final de ellas, se quedó sin fuerzas; cayó aplastada al suelo. El instinto maternal la retorció de tal manera que todo el golpe con el suelo se lo llevó sola.

—Esto ya no es normal, sois unos sinvergüenzas —gritó Ancel, cubriendo los ojos de la niña.

Los demás se reían como bestias ante la debilidad de Ancel, mientras salían a la calle. En aquel momento, el que daba órdenes la notó a Emma, que estaba como de mármol en medio del camino. Rápidamente se dio cuenta que había sido testigo de todo lo que sucedió.

—No se preocupe, señorita, son judíos, y nosotros, verdaderos patriotas, limpiamos el país.

Emma murmuró algo incomprensible, sin siquiera mover los labios, pero sintió que podía mover su cuerpo. Le dio la espalda a su interlocutor y continuó su camino, con la misma sonrisa extraña.

El líder de los arios comenzó a cantar y los demás, excepto Ancel que sostenía a la pequeña en sus brazos, lo siguieron al unísono: «Cuando la sangre judía empape los cuchillos, ¡todo irá bien otra vez! Camaradas de la SA, ¡colgad a los judíos, plantad a estos cerdos frente al paredón!»11.

Estaba amaneciendo y Emma caminaba, devastada, hacia la casa de David. No podía creer lo que había visto, le parecía que estaba en una pesadilla y quería despertar lo antes posible. Hace unas semanas, después de tal escena, habría llorado amargamente, ahora no podía. Sentía un dolor en el pecho, que la sofocaba constantemente, pero no podía llorar. Una parte de ella mantenía las lágrimas cerradas y le decía que no había llegado el momento, tenía que ver qué le pasó a su novio. Cuando estaba a solo dos casas de la de David, la vio toda destruida y quemada. Era la única que ardió hasta la fundición y sacaba una tira fina de humo. En el portón de la entrada había dos policías. Sintiendo que se quedaba sin fuerzas, avanzó con dificultad hasta un banco, donde se sentó para recuperar el aliento. Se quedó inmóvil con los codos sobre las rodillas y la cara entre las palmas de las manos, tratando de encontrar una salida a la situación. «¿Qué está pasando? ¡Despiértame Dios, más rápido, si es que estoy en una pesadilla! ¡En nuestra ciudad todos se volvieron locos! Si atacan a mujeres con niños pequeños, ¿qué le habrán hecho a David? ¡No, no puede ser verdad! Tengo que hacer algo, tengo que ser fuerte, pero primero debo averiguar dónde está y qué le pasa».

Reunió sus fuerzas y se levantó de la silla. Se dirigió resueltamente a la casa de su querido David. Al llegar al portón, preguntó a los policías:

—¿Que pasó aquí, señores?

—Vigilamos la escena del crimen. Este nido de parásitos judíos atacó a la policía anoche. No se preocupe, señorita, ninguno se escapó, dos están con nosotros y dos... —respondió uno de los policías con una sonrisa sádica, volviendo la cabeza y apuntando con la barba la casa quemada.

Más tarde, Emma intentaba recordar lo que sucedió después de la respuesta del policía, pero en vano. Recuperó la compostura, solo dos días después, en casa, en la cama. Una vez que abrió los ojos, miró alrededor por la habitación y vio a su padre sentado en una silla a su lado. Estaba pensativo con un sobre en la mano. Entonces se dio cuenta que no era ninguna pesadilla del subconsciente, era una real y terrible. Rápidamente cerró los ojos y se quedó quieta, fingiendo estar dormida...

EL HIJO DE JACOB...

Si supiera que llegaría,

siempre el hombre lloraría.

Si supiera lo que le pasaría,

hombre a hombre ya no amaría12.

Folclore rumano

Como de costumbre, David acompañó a su novia hasta cerca de su casa. Este corto período de tiempo, del recorrido desde el bar hasta la entrada a la ciudad, era su único momento de felicidad pura. La aparición de las primeras casas era para ellos una especie de: ¡ALTO! ¡Estrictamente prohibido! Entonces recordaban dónde estaban y se separaban con tristeza para no ser vistos. Una simple mirada hostil podría haber significado incluso la muerte. La supervivencia en aquel mundo adverso requería guardar el secreto en la mayor discreción. Su relación era un pecado mortal en el nuevo orden. Aquella noche fría de noviembre no era nada común para los jóvenes enamorados. Después de cada despedida, David regresaba triste y perdido, pero no aquella noche. Le había pedido a Emma que se casara con él y ella le contestó que sí. Estaba tan eufórico que quería gritar de alegría para que todos se enteraran de la noticia. Pero algo le detenía, todo un país que no quería verlo feliz; al contrario: marginado, deshumanizado e incluso destruido. Lo paraba el mundo hostil que se burló de él desde los primeros años de su infancia. Estaba tan acostumbrado a la situación, que no exteriorizaba sus sentimientos desde hacía mucho tiempo. Tanto la alegría como la tristeza las manifestaba solo en su mundo interior, nadie sabía lo que realmente estaba sucediendo en su cabeza. Viviendo en un estado falso, andaba con la respectiva máscara, tratando de parecer fuerte, incluso cuando estaba aplastado. Sus verdaderas emociones las mantenía ocultas y bien protegidas. Se había prohibido tanto tiempo la exteriorización de sus sentimientos, que ni siquiera sabía comportarse en aquella noche especial. Por primera vez, en mucho tiempo, dio rienda suelta: retozaba en campo abierto, parecía un niño que acababa de enterarse de que le iban a comprar una bicicleta en lugar de un piano.

Aquella fría noche, ni los perros ladraban sin motivos urgentes, estaban escondidos en algún lugar cálido. El silencio mortal estaba perturbado solamente por David, que cantaba alegremente; tenía que caminar alrededor de una hora y era la primera vez en tanto tiempo, que no se asustaba ante cada sonido inexplicable. Para no meterse en problemas no deseados, siempre regresaba por caminos ocultos. Los conocía a todos, desde donde la dejó a Emma hasta la ventana de su habitación. Desde que la acompañaba por las noches no usaba más la puerta; salía y entraba por la ventana. Aunque sus padres lo hubieran entendido y ayudado, tampoco quería que lo vieran.

Una vez que llegó a la ventana, la abrió y se apresuró a entrar sin hacer ningún ruido; estaba acostumbrado. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y se puso rápidamente su pijama. Levantó con entusiasmo una tabla del suelo junto a la cama, de donde sacó unos papeles envueltos en un paño. Abrió el paquete del que sacó un fajo de dinero y unos documentos falsos que le habían costado una fortuna. Eran sus billetes hacia la libertad y los había pagado con oro del escondite familiar, sin decirle nada a nadie. Iba a contarles todo en el momento adecuado, un poco más tarde. Un documento era suyo con el nombre Gensler Niklas, y otro era de Emma con el nombre Gensler Aliz, su supuesta esposa. Quería asegurarse una vez más, antes de acostarse, que todo estaba en orden. Después de que se convenció, envolvió todo en el trozo de tela y lo escondió en el mismo lugar, debajo de la tabla del suelo. Se metió en la cama y empezó a soñar con la mirada en el techo.

Se veía en Holanda, casado con Emma, en una casa bonita y con dos niños como dos angelitos. Se amaban todos y estaban felices, vivían en un amor perfecto y nada les faltaba. Tenía los mismos ideales que Emma, nada fuera de lo común: edificar una familia en una sociedad libre y auténtica. En un mundo con aspiraciones nobles, donde el hombre es amado por lo que es: un ser con alma y no por el color de su piel o la religión. Saltando de un lado del ensueño al otro, se durmió sin darse cuenta. Se despertó al día siguiente al mediodía, animado y lleno de optimismo.

Sus padres y los tíos de Berlin, que vivían con ellos desde hace un tiempo, estaban ocupados con las preparaciones de la partida, así que no le prestaban mucha atención. Arreglaban los últimos preparativos antes del viaje. El tío Marc se había marchado temprano por la mañana a Hamburgo, donde debía actualizar las visas, abiertas en 1937 para Chile. Estaba arrojando mucho dinero para engrasar todos los bolsillos: tanto los legales como los ilegales, de lo contrario no podrías abandonar el área del Reich. Vivían en un país que los odiaba, pero de donde no podían salir con mucha facilidad. En primer lugar, costaba mucho dinero y, en segundo lugar, nadie los recibiría si no lo tuvieran en una cantidad considerable. La rueda de los vicios humanos comenzaba y terminaba en el ojo del diablo.13 La naturaleza humana no había traicionado sus intereses; muchos continuaban haciendo fortunas con el sufrimiento de los otros. La tía Rita y Jenny, la madre de David, estaban empacando. Su padre estaba ocupado con la venta de los objetos de valor que no podían llevar con ellos y que solo podían venderlos a cambio de nada. Las cosas cambiaban drásticamente cuando intentaba abastecerse de algo, los precios se volvían astronómicos.

Hace unos días, Jacob había «arianizado» su fábrica. La pasó al nombre del último trabajador alemán que se quedó con él a pesar de todas las restricciones. Este le pagó una suma simbólica, porque no tenía más, y Jacob no quería dejarla al Estado o a algún nazi convencido. Después de que se dieron las manos, se abrazaron como dos viejos amigos, Oliver dijo: «¡Gracias por todo, Jacob! Que sepas que, si un día la situación en este país se recupera y seguimos aún con vida, tu fábrica te estará esperando. Vuelve a casa y será tuya».

Cada uno estaba absorto en los preparativos para la partida, así que David se ocupaba de sus propios asuntos. Tragó algo rápidamente y desapareció en su habitación, donde comenzó a hacerse planes para su propia huida. En primer lugar, tenía que dejarles a sus padres la carta de despedida. Se sentó en el escritorio, sacó una hoja de papel y una pluma estilográfica del cajón y pensaba cómo empezarla para hacerlos sufrir lo menos posible.

Amados padres:

Primero que nada, si leéis esta carta, no os alarméis. Sentaros, calmaros y leer tranquilamente lo que os escribí. Me disculpo mil veces por tener que desaparecer y explicaros todo en estas condiciones. Espero sinceramente que aprobéis mi decisión, aunque sé que será muy difícil para vosotros.

Para comprender mejor lo que hay en mi alma, comenzaré por el principio. Hace unos años, una mirada fugaz cambió mi vida; si se le puede llamar vida a lo que estamos obligados a vivir aquí. En fin, me enamoré. Para no traer ningún inconveniente no deseado a nadie, no mencionaré su identidad, aunque, papá creo que se da cuenta quién es. Que sepáis que es un amor mutuo y verdadero. Un amor puro que en este país está condenado a perecer, incluso antes de nacer. Nos vimos y nos agradamos, este es nuestro pecado en este sistema injusto. Sin embargo, si nació, haremos todo lo posible para defenderlo.

Como bien sabéis, para nosotros los judíos, los marginados de esta sociedad bárbara, de momento no se prevé nada bueno en este país. Menos aún para nuestro amor, que es un crimen imperdonable en este estado inmoral, incluso mayor que ser judío. Aquí tenemos totalmente prohibido estar juntos y nosotros no podemos existir el uno sin el otro. No podemos separarnos y queremos vivir aún más, así que decidimos huir de este pantano de sufrimientos.

¿Por qué no os he contado todo antes, para que pudiéramos escapar juntos? Estoy seguro de que me habríais ayudado, pero no quiero comprometeros ni a vosotros ni a ella. Habría significado traer peligros adicionales y no deseados para todos. Tenemos suficientes ya sin eso. Consideramos que separados, tenemos más probabilidades de ver cumplido nuestro sueño a la vida.

Iros sin ninguna preocupación. En el momento que leáis la carta, nosotros estaremos de camino hacia nuestro futuro común. Espero sinceramente que todos tengamos éxito y de ninguna manera cambiéis vuestros planes por mi culpa; seguirlos exactamente al pie de la letra. Yo sé a dónde vais, y una vez que salgáis de aquí, os escribiré todo al detalle. Más tarde, quizás en un par de años, igual nos veremos.

¡Madre, te lo pido por favor, no llores! Tú me trajiste a este mundo y me enseñaste a ser como soy; ser bueno ante Dios y seguir mis sueños. Nosotros tenemos uno, que nos dejen vivir tranquilos en nuestro amor. Mientras en este país es un sueño utópico y no tenemos ningún futuro, estaremos condenados. Huimos con la esperanza de encontrar un lugar en este mundo rebelde contra el sentido común y las leyes de Dios. Queremos ser felices, eso es todo. No creo que sea un pecado.

Os lo vuelvo a decir, no os preocupéis por nosotros. Lo tenemos todo preparado y bien pensado. No somos los primeros y espero que tampoco los últimos de los que huirán de este país. Os ruego que no nos detestéis, que nos bendigáis y recéis por nosotros, así como nosotros oraremos por vosotros.

¡Os amo (amamos) mucho! ¡Buen viaje y que Dios nos ayude!

Vuestros: David y...

P.S: (Por el bien de todos, destruid la carta).

Metió la carta en un sobre y se dejó robado por los pensamientos. Estaba molido por sentimientos contradictorios. Se sentía extremadamente feliz, iba estar con Emma, en un futuro cercano, solo con ella y sin restricciones. Al mismo tiempo, estaba abrumado por una tristeza opresiva por dejar a sus padres a la buena suerte. Esta explosión interior le trajo en los ojos dos lágrimas juguetonas. Las secó rápidamente con la palma de la mano y se dijo: «Los hombres no lloran. Tengo que ser fuerte. ¿Qué tipo de llanto es este, un ojo llora de alegría y el otro de luto?». Sonrió de forma extraña, escondió la carta en el cajón y salió a ver si podía ayudar con algo por la casa.

A las ocho de la tarde estaban todos alrededor de la mesa. Solo faltaba el tío Marc, que debía presentarse en dos días con los visados. En la casa reinaba una atmósfera de ansiedad. Todos comían y miraban su plato, nadie hablaba. Una inquietud general se apoderaba de sus pensamientos; esta los estaba conquistando cada vez más.

El cabeza de la familia estaba atormentado por unas noticias desagradables, sentía que lo consumían por dentro durante meses: «Judíos a la venta a precio de ganga. ¿Quién los quiere? Nadie». Después de la conferencia de Evian el 13 de julio del mismo año, la mayoría de los periódicos alemanes escupían con frases horribles como estas: «Debates estériles en la conferencia de Evian sobre los judíos... nadie los quiere recibir14...». Jacob, no podía entender cómo se llegó a esta situación. Estas frases le conquistaban la existencia como lo hace un dolor de muela: cuando te agarra, solo en él piensas. El comportamiento de los nazis, de los ciudadanos alemanes, de los vecinos, al fin y al cabo, no lo asombraba ya hace mucho tiempo, pero del resto del mundo no esperaba tal cosa... Aquella vergonzosa conferencia le destruyó los últimos restos de tranquilidad espiritual. Estaba confundido y no sabía qué hacer. Vio todas sus esperanzas e ideales arruinados en un día. En aquel terrible día se pusieron todos de acuerdo en no ayudarlos, dejarlos en el foso de los leones. Hasta la conferencia vivía con la esperanza de que alguien les arrojara un salvavidas. No quería nada más que ser ayudado a salir a la superficie. No pensaba solo en él; se trataba de miles de personas inocentes, dejadas a la voluntad del ogro, y ellos, los políticos, seguían su rumbo establecido durante cientos de años: mucha charla y nada más. Fumaban, bebían y comían bien, luego volvían a empezar, y cuando había que tomar decisiones de las que dependían miles y miles de vidas, se encogían de hombros. «Dios, ¿qué mal les hicimos? ¿Por qué todos nos dieron la espalda?» pensaba el pobre Jacob con la mirada perdida en algún punto de la mesa, luego de lo cual, también él respondía en su mente. «Por otro lado, viejo Jacob, has pasado tiempo suficiente por esta vida para darte cuenta de que han hecho de la política un arte de la insensibilidad, una prostituta de los que tienen dinero y avaricia de poder. Necesitan un chivo expiatorio y en este momento nos han elegido a nosotros. ¿De los demás qué puedes desear? La gente se traga toda la propaganda de sus Gobiernos y se alegra de que no están ellos en nuestra situación. Si se les ha dicho que no merecemos ayuda, tal vez creen que así es. Mientras no sean ellos los proscritos, no pueden darse cuenta de que realmente necesitamos ayuda... Si Marc regresa con los visados, tal vez podamos salir de este maldito lugar, pero ¿qué harán los demás? ¡Dios, libera tu pueblo del cautiverio!...».

Jenny, la esposa de Jacob, estaba mucho más callada de lo habitual. Se encontraba muy preocupada; nunca había viajado más lejos que Francia, y ahora iban partir a otra parte del mundo. Para ella, Chile era sinónimo del fin de la tierra. Como verdadera esposa y madre, no podía evitar pensar en todos los peligros del viaje: si podrán salir de Alemania a salvo, si tendrán qué comer en todo el camino, si preparó la ropa adecuada para este éxodo forzado... Se preocupaba por todos, menos por ella. Ya no pensaba en sus sufrimientos, sufría por los demás. En aquel momento el propósito de su vida era salvar a su familia de las garras de Satanás y luego ayudar y a otros...

La tía Rita, la hermana de Jeannette, parecía la más preocupada. Su marido estaba en algún lugar lejano y le podía pasar cualquier cosa. La recorrían incluso los pensamientos más terribles. Uno de ellos era la posibilidad de que nunca volviera a verlo. Se veía que estaba muy afligida, aunque Marc intentó calmarla antes de irse: «No te preocupes, en Hamburgo no nos odian tanto como en otros lugares, estaré a salvo. Que sepas que me lo dijo el primo Joseph, así que no te preocupes. Regresaré sano y con las visas en regla. ¡Haz las maletas! Pone solamente lo más esencial...».

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9788418996665
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