Читать книгу: «El último tren», страница 6

Шрифт:

La conoció en un local bailable de Olivos. Solía salir de parranda con los de amigos. Ellos compartían su gusto por las actividades marginales. La muchacha se sintió impresionada por la personalidad avasalladora de aquel aventurero diferente a los varones que frecuentara hasta ese momento. Esa misma noche hicieron el amor en un hotel ubicado en Panamericana. Allí solía concurrir Ricky con los gatos frecuentados en el momento. Pero en esta situación la relación resultó de otro tenor.

El vendedor disfrutaba con el sexo violento. Era una forma de extraer de su mundo interno los sentimientos de posesión y deseo de pertenencia que indicaban el norte de su vida. En general las compañeras circunstanciales terminaban abandonándolo luego de los primeros encuentros. No aceptaban aquel impulso rayano en la violación. En esa ocasión la experiencia con Elisa fue diferente. Haciendo uso de la pasividad que le otorgaba su actitud vulnerable y sometida, ella dio muestras de disfrutar los bríos salvajes ejercidos por Ricardo en la cama. Él tomó debidamente nota de este detalle. Se interesó en aquella joven de pocas palabras, gran belleza estética y ausente de la realidad circundante. Él desconocía los alcances de la obra de un padrastro enfermo propagándose a lo largo de los años.

El vínculo se fue consolidando con el tiempo. En la alcoba los encuentros se transformaron en verdaderas violaciones. El espíritu posesivo de Ricardo se apoderaba de la débil muchacha. Ella quedaba a merced de los embates de un mundo cruel. Impulsados por la irracionalidad de su vínculo un día decidieron vivir juntos. Elisa trabajaba de decoradora. Era una notable artista plástica. En sus momentos libres perfeccionaba las técnicas de escultura y lograba sumergirse en aquel mundo paralelo. Perdida en los laberintos creativos poco le exigía a su particular pareja. Entonces, sin pedir permiso arribó Bruno. El embarazo fue resistido en su momento por Ricardo, pero la muchacha defendió fervientemente la decisión de ser madre.

—Vos tenés tus contratos, tus amigos y las amiguitas que no dejaste de frecuentar en esos clubs nocturnos. Por lo menos, dejame este bebé para que te recuerde en tus ausencias.

Ricky sentía pena por su mujer. Conocía las dificultades que tenía para establecer relaciones en el mundo. Así mismo, la dura práctica sexual a la que la sometía casi todas las noches despertaba en él una extraña sensación de culpa. No sabía cuál era el origen de esas distorsiones en su campo emocional pero no podía luchar contra ellas.

—Está bien —dijo, acariciando los largos cabellos de la mujer—. Tendremos el bebé. Pero yo le pondré nombre… Se llamará Bruno, como mi bisabuelo.

—Lindo nombre. Bruno, Brunito… Sí. Me gusta.

Habían pasado veinte años ya. Probaron todos los territorios posibles de convivencia. Durante ese tiempo sobrevinieron los golpes, las separaciones, los reencuentros seguidos de violaciones consensuadas. Cada uno cumplió con los designios del destino. O simplemente, se abocó a construirlos en el día tras día. Las imágenes se desvanecían en la pantalla mental de Ricardo. Se aproximaba, caminando lentamente, al lugar acordado para la reunión.

Todavía recordaba la voz del mafioso en el teléfono:

—Ya sabés. Te quedan cinco días. Si el dinero no aparece, secuestramos a tu familia. Esa gatita que te calienta la cama necesita un… servicio especial de mi parte, je, je…

Decidido, Ricky atravesó la puerta principal del templo donde el pastor Ramiro Rodríguez congregaba a sus fieles. El hombre puritano que había decidido convertirse en su socio.

3

La mansión de Juanito Sánchez hacía honor a la buena posición ostentada por su familia durante las primeras décadas del siglo veinte. Estaba ubicada en el bajo de San Isidro, zona reservada por entonces a las quintas de alta categoría. La casa tenía tres plantas. Contaba con seis habitaciones en el segundo piso, todas ornamentadas al mejor estilo francés. Típicas inclinaciones de la aristocracia local, siempre dispuesta al magnetismo ofrecido por la cultura europea. Las fiestas organizadas por Juanito eran famosas debido a la fastuosidad de sus desarrollos y la originalidad en sus temáticas. Pertenecer a la elite de los fiesteros de alta gama obligaba a participar de las mismas. Un ritual pertinente con los apellidos portados.

Los salones donde se desarrollaba la socialización de los invitados se encontraban en planta baja. En total, eran tres salas decoradas con estilos diferentes. La principal presentaba ornamentos en rococó. Generaba un ambiente recargado de sensaciones irreales. Las paredes estaban revestidas de gobelinos multicolores. El piso era de anchas baldosas, negras y blancas en disposición alternada. Ofrecían un aspecto de infinitud con respecto a su extensión. Todo estaba preparado para alterar la percepción de los sentidos. La permanencia en aquella mansión afectaba el concepto de realidad para quienes se sumergían en sus ambientes.

—Recordá que se trata de una fiesta de disfraces, Vicky —había dicho Verónica la tarde anterior luego de convencer a su amiga sobre la conveniencia de asistir al evento.

—¿Disfraces...? ¿Cómo es eso...?

—Sí. Las reuniones de Juanito son así. Extravagantes, como la gente que asiste a las mismas. Por ejemplo, nosotras.

—¿Qué decís, Vero? Yo no me siento ninguna mujer extraña… Todavía no me he acomodado en este mundo de ricos y fiesteros ni a tu existencia desmedida.

—Ya te irás acomodando, no te preocupes. Mi mundo no exige responsabilidades ni la toma de decisiones para resolver conflictos. Eso se lo dejamos a quienes disfrutan haciéndose problemas por las cosas.

—Todavía no me convence tu filosofía.

—Querida Vicky, la propuesta es bien sencilla. Una no se debe convencer de nada. Disfrutás la vida o te hacés malasangre con ella.

Victoria sonrió. Resultaba difícil ganarle una discusión a su amiga. Estaba demasiado decidida a vivir su impronta como para pensar en algún tipo de responsabilidad.

—¿Y yo? ¿Qué disfraz me voy a poner?... —preguntó, con tono inocente.

—No te preocupes. Algo vamos a encontrar en la tienda de la señora Hernández. Se especializa en disfraces para este tipo de reuniones., es buena amiga de mi tía. Mañana por la mañana vamos a su negocio y se lo damos vuelta. La temática de la fiesta es bien definida.

—¿Temática...? ¿A qué te referís?

—¡Ah! Olvidaba que sos novata en estas cuestiones. Juanito organiza los eventos siguiendo alguna temática especial. En este caso, el ánimo imperante es revivir un ambiente palaciego renacentista. Escenas de la alta aristocracia del siglo diecisiete, o algo parecido.

—El anfitrión no hace reparos en gastos, ¿no es así?

—Precisamente ese es el único atractivo del pobre Juanito para con el sexo opuesto, querida. La grandeza de su cuenta bancaria.

—Entonces, seremos cortesanas del mil seiscientos.

—Buena época para las locuras colectivas. El sexo era la única posibilidad que tenían las mujeres entonces para transgredir las normas.

—¿Y estaremos así, a cara descubierta?

—¡Ay, mi pobre Vicky! ¿Qué sería tu vida de no haberte cruzado con alguien como yo...?

—Supongo que ya estaría casada con cinco hijos, si eso te tranquiliza.

—La clave del éxito en estas reuniones es ocultar el rostro hasta transponer el umbral del dormitorio… todos usarán máscaras, antifaces, caretas. Seguirán el arrebato de sus fantasías.

—¿Máscaras? ¿Habrá embozados...?

—¡Sí, pequeña Vicky! ¡Habrá de todo! Y en el medio estaremos nosotras, haciendo historia. De esta reunión se hablará durante mucho tiempo en los círculos virtuosos de la sociedad. Nosotras podremos afirmar “allí estuvimos, en medio del paraíso”…

La noche resultó cálida y con un cielo estrellado. La ambientación temática comenzaba en los alrededores de la mansión. En el vecindario se veían caserones debidamente separados por espacios verdes, cuidados y arbolados. El medio de transporte permitido para llegar al palacio renacentista era un servicio de mateos dispuesto por Juanito para la ocasión. Los vehículos de tracción a sangre partían desde la estación de trenes de Martínez, pueblo que iba complicando su geografía con gran velocidad en las primeras décadas del nuevo siglo.

Durante una hora la calle de entrada a la mansión de verano de los Sánchez sirvió como pista de desfile para los diferentes carruajes que transportaban a los invitados. Mateos de todo tipo y estilo llegaban al portón principal. Los precedía el sonido de los cascos de sus caballos sobre el empedrado. Los asistentes a la fiesta descendían de ellos. Eran hombres y mujeres ostentando trajes de época y máscaras apropiadas para ocultar identidades que luego serían develadas en las alcobas del primer piso. O, para los menos decididos, mostrarían sus rostros en los senderos adornados por rosas blancas y rojas que se cruzaban en aquellos jardines iluminados por gigantescas antorchas.

Vicky y Verónica arribaron acompañadas por una de las amigas libertinas. Las tres vestían apropiadamente y poseían antifaces cubriendo la mitad de sus rostros. Los escotes eran profundos y sugestivos. En cuanto traspusieron el umbral de la gran sala ubicada en planta baja algunos gavilanes comenzaron a rondarles.

—No les hagas caso, pequeña —comentaba Vero, quien jugueteaba entre sus manos con unos binoculares de corto alcance. Los usaba para ubicar a su presa mientras rondaban la mesa donde esperaba el clericó—. Ven, bebamos algo en tanto nos divertimos con los comentarios de estos tontos…

Hicieron sociales con otras amigas cercanas a la mesa de los tragos. Obligada por su chaperona, Victoria probó una copa de licor. Le pareció delicioso pero un tanto fuerte.

Desde ese lugar tenían un buen panorama del ambiente que reinaba en la fiesta. La sala era lo suficientemente amplia como para albergar a la gran concurrencia. Los disfraces resultaban variados. Algunos, netamente divertidos. Los varones portaban capas oscuras de seda natural y bebían riendo desaprensivamente. Intercambiaban de manos las botellas de champagne con la destreza de quienes poseen buena práctica. Los mozos también vestían de manera temática. Usaban trajes idénticos de color rosa suave y pelucas de largas trenzas. Recorrían la sala llevando bandejas con canapés y copas que desaparecían al paso.

—¿Ves ese que está allí, vestido de marqués? —preguntó Verónica a oídos de su protegida.

—¿Cómo sabés que está disfrazado de marqués?

—¡Vicky, no seas tan obvia...!

La aludida se encogió de hombros, pero se mantuvo en silencio.

—Es el doctor Olivera, prestigioso letrado que atiende los asuntos de ciertas empresas inglesas en el país. Es amigo personal de mi padre y candidato a transformarse en mi pretendiente.

—¡Qué bueno, un abogado de buena estirpe! Supongo que no lo vas a dejar escapar ¿no?

—Veremos, veremos… El señor tiene fama de mujeriego.

—Bueno, la tuya no es precisamente la de la virgen María…

—Esta es época de divertimento, querida. No hay leyes que limiten la posibilidad de experimentar la buena vida. Pero tiene su tiempo acotado… Alguna vez se debe sentar cabeza y no deseo equivocar el camino. Los cuernos, luego de cierta edad suelen resultar dolorosos.

A Victoria le parecía complicado comprender la filosofía de su amiga. A veces, ella era una romántica perdida en el loco mundo de los pacatos. En pocas ocasiones, demostraba una profunda sabiduría de persona sagaz y moderada. Estas paradojas le indicaban a la joven que todavía debía aprender mucho de esa dama extrovertida.

—Sin embargo, querida amiga, tus comentarios resultan acertados con referencia al buen doctor. Por ahora, haremos el acercamiento y veremos las consecuencias. Adiós, linda. Recuerda divertirte. Si se presentan problemas no dejes de acudir a Juanito. Cuando lo decide, se comporta como todo un caballero. Eso sí, no te alejes de la propiedad. Afuera, querida, es territorio de nadie…

Sin decir más Verónica se alejó con la copa de clericó en su mano. Se perdió entre la muchedumbre que acompañaba al doctor Olivera. Ellos reían y bebían como si se tratara del último día.

“Esta sí que es una loca decidida”, pensó Victoria. Volvió a encogerse de hombros. Se sirvió la segunda copa de clericó. Estaba delicioso y resultaba adictivo. Las amigas de Vero parecían reír tontamente de cuanto disfraz se cruzara en el camino. Las lideraba una muchacha adinerada que Vicky conocía bastante bien. Decía no soportar su carácter superficial y discriminatorio. De a poco Vicky fue aislándose del grupo. Las conversaciones le parecían triviales y las risas demasiado falsas. Alejó su mente del lugar. Percibió las voces de sus compañeras como una música de fondo acompañando los acordes ambientales.

Desde esa posición recorrió con la mirada nuevamente el salón intentando captar con mayor precisión los detalles. Una orquesta de cámara ejecutaba melodías típicas del renacimiento. Estaba compuesta por ocho músicos. Lograban establecer un clima tan especial que cualquiera de los asistentes al cabo de un tiempo se sentía identificado con la escenografía.

Juanito Sánchez estaba disfrazado de noble caballero. Victoria no podía precisar el título, dado que adolecía de los conocimientos de su maestra. El dueño de casa usaba una peluca de largos cabellos. Vestía pantalones ajustados de color azul y una chaqueta larga y brillante. Compartía el momento con dos amigos y una dama. A diferencia del resto de los asistentes Juanito parecía tomarse las cosas con gran tranquilidad. Tal vez especulaba con lo dilatado de esos eventos y resguardaba pirotecnia para la noche una vez avanzada. A pesar de la máscara de lord inglés que portaba, a la distancia le pareció un varón apetecible. Victoria lo conocía superficialmente a partir de Verónica, quien se relacionaba con todos esos millonarios. Había percibido la mirada del joven en alguna de sus partes íntimas en ocasión de un ágape. Generalmente él solía tratarla con cierto grado de lejanía. Dada su naturaleza renuente con los hombres, este detalle no la molestaba a la muchacha. Sin embargo, en aquella noche hubiera deseado que la situación fuera diferente.

Continuó observando a los invitados. Algunas personas de edad participaban de la fiesta. Se sentaban en mesas circulares alrededor de la pista donde la orquesta de cámara ejecutaba sus sinfonías. Seguramente varios de ellos serían parientes de Juanito. O viejos libertinos de los que abundaban en ese ambiente. Alguna bandeja rodó por el suelo. Se escuchó el típico sonido de vidrios rotos. Una botella de champagne francés logró salvarse del incidente, siendo atrapada rápidamente por un invitado vestido de sacerdote. Reía a carcajadas debido a su proeza y los efluvios etílicos.

De repente, Victoria reparó en la solitaria presencia de uno de los concurrentes. Una sensación de temor recorrió su cuerpo provocándole leve escozor. Alejado de la multitud festiva y los tragos fáciles, una figura delgada y extremadamente alta observaba todo parado a un costado de la pista. La mirada desaprensiva de aquellos parranderos no reparaba en lo especial de su presencia. Una mayor profundidad en la apreciación transformaba a ese hombre en alguien que no concordaba con el ambiente de los disfraces.

Poco tardó Vicky en darse cuenta de un detalle que le produjo dura angustia. Aquella figura “realmente” parecía un guardián proveniente del medioevo. Lucía una túnica blanca, brillante, que cegaba a cualquiera que lo observara. Cubría por completo su cabeza con una máscara maciza de águila. Imponente, atemorizadora. En la mano derecha blandía una espada forjada de un hierro especial, reluciente, tan blanco como su vestimenta. Sus ojos, apenas expuestos por la cerrada máscara que ocultaba el rostro, brillaban de manera extraña. Permanecía de pie, impoluto ante el desparpajo de la fiesta. Ninguno de los invitados prestaba atención a su presencia. Al parecer resultaba invisible a los presentes.

Con el tercer clericó Victoria también dejó de percibir la vigilancia del guardián. Se limitó a observar insistentemente al grupo de Juanito. El joven no perdió la oportunidad de percatarse de aquella mirada. Entonces, decidió ir por ella.

CAPÍTULO CINCO

1

El paisaje era espléndido cuando se lo contemplaba desde la carretera. Parado a un costado y a una veintena de metros de la garganta profunda se podía apreciar aquella playa de características apacibles. El lugar resultaba poco frecuentado por los turistas. Tal vez, el origen de esta circunstancia se debía a la vieja leyenda del barco encallado desde el siglo diecisiete. Al parecer, los marineros sufrieron una trágica muerte a merced de las inclemencias de una gran tormenta. Desde entonces los lugareños contaban historias de fantasmas vagando por la playa en las noches. Incluso alguno se atrevió a denunciar estas presencias en la estación de policía del pequeño pueblo de Aguas Azules ubicado al sur de Chapadmalal, en la costa atlántica.

En realidad, el motivo que alejaba las visitas de los forasteros era el hecho de no contar con una buena hotelería en muchos kilómetros a la redonda. La ruta marcaba una senda limpia de cemento avanzando sobre los desniveles del terreno. El paisaje resultaba majestuoso. En dirección al sur, a la derecha, se observaba el campo verde, de espesura pareja y baja altura. Una alfombra vegetal jugueteando con las subidas y bajadas. Calles de tierra ingresando en territorios desconocidos se perdían tras un horizonte arbolado. Algún cartel pequeño indicaba un pueblo invisible y salpicando el territorio se mostraban caseríos discontinuados con sus techos de tejas.

El pueblo de Aguas Azules estaba emplazado a unos tres kilómetros hacia el interior del campo. Lo habitaban unos quinientos pobladores viviendo sin tiempo ni prisas, acostumbrados a languidecer con las tardes estivales o desaparecer compulsivamente durante el invierno, cuando la leyenda del barco encallado recrudecía con todo su esplendor. A la izquierda de la ruta se veía un sector plano de pasto recién cortado. Al terminar su extensión, aparecía la profunda garganta del acantilado conformado por las anchas piedras, planas y doradas. Debajo explanaba su omnipotencia el océano abierto, cuyas olas acariciaban una playa limpia y desierta. El horizonte marino se confundía con el cielo. A veces costaba distinguir la línea divisoria. Los automóviles transitaban el camino esporádicamente en esa época del año. Los menos apurados solían detenerse frente a la garganta a contemplar el paisaje.

Algunos pescadores aparecían misteriosamente cuando el alba despuntaba. Aprovechaban los murallones naturales, una secuencia de piedras desparejas que se internaban en el mar, para realizar su faena. Allí trabajaban en silencio con sus aparejos y cañas de pescar. Los embates del viento azotaban la costa en la mañana. Entonces, las olas se mostraban salvajes. Producían gran revuelo de espuma blanca sobre la playa. A mayor penetración de las piedras en el mar, las posibilidades de pesca aumentaban. No obstante, también lo hacía la altura de las olas. Ellas los golpeaban inmisericordes, bañando plenamente a esos buscadores de sensaciones. Por supuesto, entre los lugareños no faltaba la historia del pescador atrapado entre las piedras debido a la acción de una ola de gran tamaño. Y de cómo su cuerpo desmembrado fue devorado por el mar a raíz de su temeridad al enfrentarse con los elementos de la naturaleza.

Por la tarde, la puesta de sol cubría el horizonte marino con una hermosa tonalidad rojiza. Las aguas aquietaban sus quejas, tal vez cansadas de las protestas diurnas y la necesidad de un merecido descanso con el avance de las sombras. A veces la diminuta figura de un barco se recortaba en la línea lejana de un océano que parecía sangrar con la puesta del sol. No era ruta de buques pescadores ni cargueros. Probablemente se tratara de una embarcación particular transportando a los aventureros de fin de semana. Cualquier observador parado en la explanada previa a la garganta distinguiría la forma lejana de una persona caminando rumbo a la playa, bajando directamente a través de las piedras. Bamboleando su cuerpo de un lado a otro realizaba el equilibrio preciso para no caer rodando por la dura pendiente.

Aquella resultaba la hora más preciada en el corazón de un muchacho lleno de expectativas a sus doce años. Caminaba con paso lento. Sostenía en sus manos un balde plástico y una palita dentro de él. Estaba dispuesto a regresar a la cabaña arrastrándolo por la arena si fuera necesario. Las almejas esperaban por millones en la playa desierta y cuando cubrían la altura del recipiente resultaba tarea difícil transportarlo. Había conocido la magia del crepúsculo mucho antes de contar con la libertad de recorrerlo. Su madre solía relatarle fábulas orientales que hablaban de costas lejanas en la cabaña compartida durante las vacaciones de verano. Solos y alejados del mundo en ese páramo perdido se entendían muy bien.

De vez en cuando, siempre de forma inesperada, el padre aparecía de la nada para instalarse por unos días como tercero incluido en la relación. Entonces, el joven sentía que los atardeceres se vestían de tristes colores. Aquél eclipse no duraba mucho. El hombre tenía la tendencia de marcharse una vez conseguido su objetivo. Y todo volvía a tener el encanto especial. Él y su madre, solos en el paraíso…

Pasaban las mañanas contemplando gaviotas y veleros desde la ventana del cuarto del muchacho. Y cuando llegaba el momento de la despedida, previo a la partida rumbo a casa con su padre, él construía en la playa un enorme castillo de arena con sus manos. Tal vez en su mente pergeñaba desafiar el paso del tiempo alimentando la esperanza de encontrarlo en pie al año entrante. El joven no solía tomar contacto con los lugareños ni los pescadores. Su madre era persona estricta en estas cuestiones.

Sin embargo, una de esas tardes ocurrió un evento particular.

Encontrándose ensimismado en la tarea de recolección de almejas percibió de repente la presencia de un hombre a su lado. Se sorprendió al verlo parado allí, a dos metros de distancia, observándolo. Parecía haber salido de la nada. Tampoco se distinguían huellas en la arena que justificaran una caminata por la playa.

Le sedujo la estatura del recién llegado. Era delgado, pero de buen porte. Vestía ropa blanca que brillaba con el sol. Sonreía levemente al mirarlo. Su edad parecía indefinida. No era joven, pero tampoco viejo. En realidad, no tenía edad. Su cabello largo se veía de un rubio extremo, casi cano. Flameaba con la brisa del viento.

—¿Hay almejas, muchacho? —preguntó con extraña voz.

—Sí, pero… ¿de dónde salió usted...?

El hombre hizo una seña vaga.

—De por allá. Discúlpame. No quise molestarte.

Hablaba con toda corrección. El muchacho rápidamente percibió la impronta denotada en su forma de hablar. El extranjero, indudablemente, no pertenecía a estas tierras. Contempló el brazo del recién llegado. Mostraba un tatuaje de gran tamaño que semejaba un emblema místico. Aquella geometría se fijaría en su consciencia para siempre.

—¿Qué significa ese círculo? —preguntó sabiendo de antemano que no obtendría respuesta.

—Solo es una imagen, como todo lo que ves a tu alrededor.

El joven observó el horizonte marino. Aquella respuesta, dada su simpleza, le indicaba la presencia de un secreto inquietante.

—¿Te gusta mirar el horizonte, las olas, la lejanía?

—Pues… Sí, señor.

—Los ojos humanos solo ven lo superficial. A veces debemos ampliar nuestra visión de las cosas para descubrir la verdad encerrada en las formas… Toma, prueba con esto.

Como por arte de magia aparecieron en su mano derecha unos pequeños binoculares tan blancos como su vestimenta. Se los ofrecía sonriendo. El muchacho los tomó y efectuó un recorrido óptico de la costa. Embelesado por el poder de contemplación que el dispositivo le brindaba se mantuvo unos minutos en aquella posición de observador. Cuando intentó hablarle al extranjero percibió su soledad, de pie junto al pozo excavado para buscar almejas. El hombre de la vestimenta blanca había desaparecido de la misma forma en que se presentara. Se esfumó en el aire. A su madre no le contó lo sucedido por temor a las reprimendas. Desde esa tarde, cada vez que marchaba a la playa, guardaba los binoculares en el baldecito.

Aquél parecía un crepúsculo de tonalidades diferentes. Caminó torpemente, sintiendo la arena pegándose a sus pies desnudos. La superficie de la playa se presentaba ondulante a causa de las caricias continuas de las olas. Se detuvo donde solía realizar la faena. Comenzó a hurguetear con la palita buscando las duras caparazones. A su madre le gustaban las de gran tamaño y tonalidades verdes. Las abrían por las noches como si se tratara de un ritual. Iluminados por la luz mortecina de un farol a kerosene reían juntos en tanto llenaban la mesa de conchas. Exprimían limón en la carne flácida y comían con placer. Una ola rompió con violencia sobre los murallones y el muchacho levantó su mirada.

La figura femenina apareció entre las rocas, a unos doscientos metros de distancia. El sol, detrás de la escena, apenas permitía percibir los contornos del cuerpo esbelto y delicado. Ante los ojos sorprendidos del joven la mujer comenzó a desnudarse con rápidos movimientos. Acompañaban la ceremonia el murmullo perpetuo de las olas, el crepúsculo apaciguando los colores y un velero perdiéndose en el horizonte. Instintivamente tomó los binoculares y comenzó a contemplar la escena desde su privilegiada visión.

La mujer, desnuda ya, permaneció unos instantes parada sobre las rocas más altas. La brisa jugueteaba con alma de niño entre sus largos cabellos claros. Las gaviotas dejaron de revolotear y el mar apenas parecía respirar. Todo era quietud. El joven la contempló con ojos de anciano, como si hubieran visto mucho de la vida. El paisaje le parecía una fotografía, un gracioso mural que habría deseado llevar a casa y colgarlo en una de las paredes de su habitación. Lo observaría largamente durante la siesta. También por las noches, mientras la respiración de su madre acompasaba el silencio penetrando a través de la ventana. La presencia de los fantasmas del barco anclado flotaba en ese rítmico susurro. Le costaba mantener en firme la posición de los binoculares. La mujer observó el cielo durante algunos instantes. Parecía en cierta manera distraída. Luego penetró lentamente en el agua hasta desaparecer. En la orilla quedó, como prueba de su existencia, la ropa, flameando al mismo ritmo del viento.

Esa tarde el muchacho permaneció durante mucho tiempo en la bahía. Dentro de sí sentía que algo había cambiado para siempre. Un cristal interior se desmoronaba en mil pedazos. La inmensa soledad con sabor a desdicha impregnaba su boca. Ya nada podría ser igual. El balde, apenas lleno de almejas, perdía la importancia que el verano le asignaba. Tal vez la inexistencia lo reducía a la nada. Caminó sin tener noción de tiempo y espacio. Sin embargo en su interior también pulsaba el deseo ancestral pidiendo a gritos ser atendido. Cuando divisó la cabaña observó la ventana de la habitación iluminada. Pudo representarse la escena. Comprendió de repente que el encanto de todos aquellos relatos orientales se había marchado para siempre. Entonces, lloró…

—¡Bruno, qué bueno verte aquí! —la voz de su madre lo recibió. Se sentía desprotegido, con la mirada perdida.

La inocencia infantil había desaparecido. Ahora la suplía la urgencia del deseo. Después de todo, sería un hermoso y desdichado recuerdo haber contemplado a su madre desnuda en la playa…

238,44 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
661 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9789874935434
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают