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CAPÍTULO CUATRO

1

9 de enero de 1883

El Pulmarí es un lago originario de glaciares emplazado en la localidad de Aluminé, provincia de Chubut. Se abastece de las cuencas de los ríos Aluminé y Limay. El paisaje resulta majestuoso desde la perspectiva del observador amante de los espacios abiertos y la naturaleza realizando la gran obra. Sin embargo, no era esta la perspectiva para los dos jinetes avanzando a duras penas en la soledad de aquella comarca. El sol se escondía entre las montañas. La temperatura comenzaba a descender rápidamente.

El coronel Cipriano Larreta Bosch contempló el camino. En realidad, no había camino. Solo una senda abierta y apenas marcada como débil huella por el tránsito de los mapuches en sus períodos migratorios. El horizonte se veía tan desolado como en los últimos tres días, cuando comenzaran el periplo hacia ninguna parte huyendo de una muerte segura.

Su compañero no se encontraba en buenas condiciones. Era un sargento perteneciente al grupo del teniente Nicanor Lazcano. Aquellos bravos combatientes que acudieran en ayuda del capitán Emilio Crouzeilles cuando cayera víctima de la celada tendida por ese centenar de mapuches y los soldados chilenos. El sargento Estévez boqueaba y respiraba con dificultad. Había empeorado en las últimas veinticuatro horas. Las dos heridas de arma blanca en el pecho y los balazos recibidos en sus piernas corrían riesgo de septicemia. Los trapos sucios que servían de vendas probablemente ocultaban heridas infectadas, próximas a la gangrena. No podía caminar. Apenas se sostenía sobre su caballo, quien avanzaba penosamente a través de las escarpadas piedras bordeando el río. Pero no era la salud de Estévez la preocupación que el coronel tenía en mente. Temía lo que el subordinado hubiera visto en aquella trágica tarde del 6 de enero. No estaba seguro de eso. En realidad, no “podía” estarlo…

Las acciones se desarrollaron a ritmo vertiginoso. La sangre y los trozos de cuerpos adornaban de manera brutal el limpio paisaje del lago Pulmarí, rodeado por esas montañas majestuosas que oficiaban de mudos testigos de una matanza histórica. Quizás, la última victoria mapuche sobre el ejército regular. El sargento había caído durante les primeras acciones. Su posición en la batalla resultaba periférica, tal vez en la retaguardia del lugar ocupado por el coronel y los hombres de Crouzeilles. Además, estaba el asunto de las heridas. Con tanta pérdida de sangre, nadie puede mantenerse consciente y a la vez expectante sobre los sucesos que le rodean.

Sin embargo, Larreta Bosch distinguía ese brillo en la mirada del subalterno cada vez que las cruzaban. Lo hacía cuando bebían un trago de ginebra de la petaca que el sargento portaba en un bolsillo interno del uniforme. O por las noches, durmiendo acurrucados uno con el otro, sobreviviendo como podían a las bajas temperaturas. Allí estaba la respuesta a sus dudas.

“Este desgraciado lo vio todo”, se repetía don Cipriano.

En un par de ocasiones estuvo a punto de extraer el facón de la cintura y degollar al infortunado sargento. Acabar con la obsesión que lo consumía resultaba prioritario.

“Tal vez la gangrena haga lo suyo”, se decía intentando cultivar paciencia en ese juego de nervios. “Quizá el pobre no sepa nada. No alcanzó a distinguir las acciones…”, pensaba en otros momentos, arrepintiéndose de sus bajos instintos.

La noche avanzó rápidamente. Se dirigían al norte en busca del batallón del teniente coronel don Juan Díaz. Don Cipriano se había ausentado de sus filas por razones de fuerza mayor transportando abastecimientos a las unidades del sur. Acamparon en un agujero pequeño de la roca montañosa, como lo habían hecho durante las últimas tres noches. Ayudó al sargento a acomodarse, lo recostó en una de las paredes del recinto natural. Por suerte corría el mes de enero. Si los acontecimientos que afectaban su presente hubieran sucedido cuatro meses después, no hubieran sobrevivido a la primera noche.

—Gracias, mi coronel —dijo Estévez con voz apagada. Larreta respondió con un gruñido. Los buenos modales brillaban por su ausencia en la personalidad del militar.

Don Cipriano tenía cincuenta años de edad. Llevaba unos treinta prestando servicio en distintos batallones de campaña. Precisamente, sus acciones en la Confederación comenzaron durante la caída de don Juan Manuel de Rosas. De inclinaciones federales en su juventud, supo esconder los colores partidarios cuando sobrevino la purga de mediados del cincuenta. Aprendió a mantener perfil bajo y obtener ascensos a partir de un espíritu sanguinario derramado en los campos de batalla. Era oriundo de Concepción del Uruguay, los pagos de don Justo José de Urquiza, un líder a quien había admirado. Pertenecía a una familia de comerciantes de bajo perfil. Su padre decidió enrolarlo en las filas castrenses con el objeto de consolidar la posición social de la familia. Para ello se valió de un tío lejano con gran influencia dentro del colegio militar. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Concepción donde, paradójicamente, también lo hiciera el líder de la campaña que a la postre le permitiera la adquisición de tierras, don Julio Argentino Roca.

En realidad, nunca fue estudiante destacado ni tuvo aptitudes de liderazgo dentro de los cuadros militares. Sin embargo, su bravura en batalla le precipitó el acceso a las altas jerarquías de la institución. Su escasa capacidad para el arte de la política no le permitió escalar las posiciones sociales soñadas por el progenitor. Esto lo convirtió en un lobo solitario, alejado de su propia familia y sin amigos para compartir momentos depresivos. Su presencia en la campaña se originó desde los primeros momentos de la impronta. Un guerrero como don Cipriano debía encontrarse dentro de los primeros batallones afectados al plan.

Los malones se intensificaron a partir del debilitamiento de las fronteras sureñas debido al enfrentamiento entre la Confederación Argentina y la Provincia de Buenos Aires. Durante estas luchas, la política no estaba ajena de las actividades de los pueblos originarios. Los ranqueles y el cacique Calfucurá apoyaban a la Confederación. Cipriano Catriel apoyaba a Buenos Aires.

El 1867 el Congreso Nacional dictó la ley 214. En ella se decidió llevar la frontera sur más allá de los ríos Negro, Neuquén y Agrio. Luego de diferentes combates y pequeños desastres en los pueblos del interior, debieron transcurrir once años para que el general Roca, ministro de guerra del Presidente Avellaneda, elimine las políticas de contención del indio promulgadas por el fallecido ministro anterior, don Adolfo Alsina.

El cuatro de octubre de 1878, la ley 947 destinó un millón setecientos mil pesos para cumplir con los designios de la antigua ley 214. A partir de allí quedó sellada la suerte de las tribus y las distintas etnias que las componían. Larreta Bosch fue designado como oficial de carga del batallón al mando del coronel don Lorenzo Vintter. Las acciones del Sur arreciaron con las primeras refriegas del coronel Nicolás Levalle y, luego, el teniente coronel Freire alzándose contra las fuerzas de Namuncurá. Las batallas dejaron un saldo de doscientos indígenas muertos.

Luego de masacres y persecuciones, Vintter logró tomar prisionero a Juan José Catriel y a quinientos de sus hombres. Don Cipriano recibió menciones de alto honor en batalla durante esos acontecimientos. Esta circunstancia comenzó a generar el mito que lo perseguiría durante el resto de sus años. Posteriormente logran aprisionar al cacique Pincén, cuya influencia resultaba fuerte en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, encontrándose próximos a la laguna de Malal. Estos líderes de las etnias en guerra son posteriormente confinados a la isla de Martín García. Se transforman en presos políticos merced a las guerras internas que sufría el país.

Empero, un evento empañó la fama de don Cipriano en el orden castrense. Encontrándose bajo el mando del teniente coronel Teodoro García, en septiembre de 1882, se le asigna un grupo de ocho subalternos para transportar material de logística y armamentos al batallón del capitán Alcides Rímolo, a cargo de la custodia fronteriza al norte de Neuquén. En esos tiempos comenzaban a desarrollarse las estrategias finales en pos de someter a los mapuches.

Poco se ha sabido de los avatares sufridos por esta expedición. En realidad, el Alto Mando no pudo establecer los sucesos del desastre. Hubo un solo sobreviviente de la presunta batalla: el propio oficial a cargo, coronel Larreta Bosch. El informe de don Cipriano fue conciso y exacto. Sin embargo, no logró convencer a los superiores, quienes intuían un destino diferente de aquellos hombres.

15 de septiembre de 1882

Recibidas las instrucciones del Alto Mando, impartidas en su nombre por el teniente coronel don Teodoro García, he marchado del lugar de emplazamiento del batallón con los ocho hombres asignados para cumplir con las órdenes. Según el itinerario prefijado la hoja de ruta indicaba un total de tres días hasta arribar a las dependencias del fortín comandado por el capitán Alcides Rímolo.

Durante las primeras cuarenta y ocho horas el itinerario se cumplió sin ningún inconveniente digno de informarse. En el amanecer del 17 de septiembre, y en tanto realizábamos los aprontes para continuar con el viaje, divisamos una formación de ciento cincuenta indígenas dirigiéndose hacia nuestra posición. Observando el horizonte con el catalejo, reconozco como líder del grupo al cacique Manuel Quimpó. Aparentemente regresaba de alguna incursión acaecida al sur de sus tierras.

Entonces, el malón arremete contra nuestra formación. Utilizamos una defensa de trinchera interna resultando totalmente ineficaz debido a la gran inferioridad numérica en la que nos encontrábamos. Cabe destacar la valentía y buena predisposición de nuestros soldados durante el desarrollo del combate. A pesar de la diferencia numérica logramos infligir importantes bajas en las tropas enemigas. Después de tres horas de batalla mis hombres son asesinados en su totalidad. Encontrándome desmayado a causa de las heridas recibidas, el cacique asume mi situación como una muerte más dentro de la contienda.

Al despertar veinte horas después, encuentro los cadáveres de nuestros hombres desnudos, sin armas, y corroboro la pérdida en su totalidad del equipo de logística transportado. Utilizando técnicas de supervivencia logro establecer contacto, tres días después, con un escuadrón del capitán Rímolo. Fui transportado al fortín donde he recibido las atenciones médicas pertinentes.

En el ejército, cuando el único superviviente en una refriega resulta ser quien está a cargo las sospechas sobre lo ocurrido son grandes. Sin embargo, debido a los antecedentes del coronel en batalla, lo asignan cuatro meses a tareas logísticas en Buenos Aires. Por supuesto, se trataba de una estrategia para quitarlo del juego por algún tiempo.

Los éxitos acaecidos durante esos años en la campaña, así como los tratados de paz y nuevas fronteras establecidos, comenzaban a definir la finalización de las acciones. De todas formas, en los extremos de las fronteras sureñas los mapuches continuaban presentando resistencia con el apoyo de tropas chilenas. A consecuencia de esto el teniente coronel don Luis Oris de Roa llegó al valle inferior del río Chubut con instrucciones de poner fin a estas incursiones. Dada la necesidad de contar con hombres de experiencia en combate, don Cipriano fue comisionado para formar parte de la aventura.

—Señor, si usted me lo permite, quisiera hacerle una pregunta…

La voz de Estévez se escuchaba débil en el pequeño refugio improvisado para pasar la noche. El fogón había tardado un tiempo prudencial en iluminar el recinto y entregar las calorías para la supervivencia. Ahora quemaba la madera en silencio. Larreta Bosch observó por unos instantes al compañero que le tocara en suerte.

“Ahí viene”, se dijo. “Tal vez, sea este el momento de usar el facón…” Contuvo el primer impulso. Ver al sargento allí, con los trapos que envolvían sus piernas coloreados de un rojo oscuro producto de la infección le produjo cierto escozor estomacal. El hombre estaba sufriendo. Si había visto algo tres días atrás, se lo llevaría a la tumba.

—Qué le anda pasando, soldado —pronunció las palabras con acento duro.

Estévez respiraba con dificultad. Un sudor frío recorría su frente. Caían gotas aisladas sobre el cuello. La pechera desbotonada estaba manchada de la sangre producida por heridas de arma blanca. Pronunciaba las palabras entre suspiro y suspiro. Necesitaba concentrarse para hablar.

—¿Le… tiene miedo a la muerte, mi coronel?

Don Cipriano endureció la expresión. Lentamente extrajo del bolsillo un pequeño paquete con tabaco viejo que lograra conservar desde su partida de las filas de don Oris de Roa. Cortó con el facón un trozo del mismo y lo introdujo en la boca para comenzar a mascarlo.

—Explíquese. ¿Qué quiere decir con eso de… miedo…?

—Eso… Miedo a la muerte, señor. Saber que todo se acaba en un… momento definido. Sobreviene la nada, según dicen… La nada, mi coronel…

—Tome. Coma una de estas.

El oficial acercó una raíz triturada a la boca del enfermo. Hacía dos días que se alimentaban de ciertos arbustos que acompañaban el cauce del río Limay. Eran amargas y producían arcadas al ingerirlas, pero los habían instruido en los ejercicios de supervivencia sobre su poder nutritivo. El sargento torció el rostro con expresión desagradable. Hacía un día que no probaba bocado.

—Coma algo, soldado. Debe estar fuerte para el recorrido de mañana. Tal vez hagamos contacto con las tropas del coronel Díaz…

La última frase flotó inconsistente alrededor del fogón. Estévez volvió a hablar:

—La muerte, señor… ¿Le teme usted?

Larreta tomó su tiempo para masticar mecánicamente el tabaco rancio. Se asemejaba a una goma entre sus dientes. Luego lo escupió sobre el fuego, acción que produjo un leve chasquido.

—Déjese de joder, hombre, con eso del miedo. Un buen soldado no debe pensar en esas cosas… Hay que mantenerse ocupado intentando seguir vivo.

—Yo sí le temo a la muerte, mi coronel… Desde aquellos meses cuando descansábamos por las noches en la zanja, esperando el ataque final de los tehuelches…

—¿De qué me habla? Está empezando a enloquecer como esta mañana…

El sargento tomó aire con desesperación. Boqueaba. Luego, se recompuso.

—Yo trabajé en la construcción de la “zanja de Alsina”, señor… Hace siete años… La que se desarrolló desde Italó hasta Colonia Nueva Roma… 374 kilómetros entre Córdoba y el sur de Buenos Aires, construida con la sangre de soldados e indígenas adeptos… Una carrera contra el tiempo. La línea de defensa se iba corriendo en la medida que el surco avanzaba… Durante las noches los escuchábamos aullar… allí, escondidos entre los pastizales y diseminados en la penumbra… El miedo, señor… podía palparse. Nos refugiábamos en la grieta a dos metros de profundidad… ese es el miedo del que le hablo…

Don Cipriano colocó otro pequeño trozo de tabaco en su boca. Se mantuvo en silencio. Las llamas comenzaban a mermar, también su poder calórico. El frío nocturno entumecía las articulaciones. Estévez cerró los ojos por algunos minutos. Parecía estar a punto de perder la consciencia. De repente, abrió sus párpados de manera desmesurada, contemplando al superior con la locura pulsando en la mirada. Haciendo uso de alguna energía oculta, el sargento comenzó a gritar:

—¡La muerte, mi coronel...! ¡Usted le teme, igual que yo...! ¡Igual que todos...!

Larreta Bosch presionó la palma de su mano derecha sobre la empuñadura del facón. Con ágil movimiento se echó sobre el enfermo para tomarlo por los cabellos y presionar la hoja del cuchillo sobre el cuello del infortunado. La respiración de Estévez comenzó a mostrarse ronca y extremadamente dificultosa.

—¡A ver, mierda, cállese carajo, o lo achuro aquí mismo...!

Cuando el aire se transformó en estertor en la garganta del sargento, don Cipriano aflojó la presión. Dejó que el cuerpo del hombre cayera pesadamente sobre el piso de tierra produciendo un estrépito. Escupió sobre el fuego el resto de tabaco que aún mantenía en la boca. Apagó con la bota las pocas llamas que flameaban sin convicción. La manta, colocada en el hueco sobre la roca que operaba de refugio, no permitía el ingreso de la luz de la luna ni de las estrellas que brillaban en el cielo. Mantuvo la empuñadura del facón asida con firmeza. Debía estar preparado para alguna visita inesperada de los animales salvajes de la comarca. Sin prestar atención al subalterno se durmió al poco tiempo. Las visiones oníricas lo transportaron a la tarde fatídica acaecida unas setenta y dos horas antes. El sentimiento de culpa lo embargaba.

Despertó con los primeros rayos del alba. El frío mantenía su intensidad pero iría mermando en la medida que los rayos solares se instalaran con el ángulo suficiente. El coronel acomodó sus pocos pertrechos. Corrió la manta que cubría el hueco y contempló el panorama más allá de la depresión en la roca. Unos pehuenes se distinguían a pocos metros, enhiestos y verdes, adornando la costa del río.

Observó al sargento durante un minuto. Lo escuchaba respirar débilmente. Con gesto desdeñoso giró sobre sus talones y salió del agujero donde pasaran la noche. Los dos caballos esperaban afuera amarrados a un árbol. El animal de Estévez apenas podía mantenerse en pie. No duraría mucho. De todas formas, cargaría con él hasta donde respondiera. Sin el peso del jinete tal vez soportara medio día de viaje. No podía desperdiciar carne durante aquella travesía. Subió a su caballo y comenzó a alejarse del refugio con paso lento. Algunos pájaros sobrevolaban a baja altura. Pensó en el sargento y se sintió mejor. Probablemente, al finalizar el día, habría fallecido. Se llevaría a la tumba cualquier detalle que lo involucrara personalmente en la masacre del 6 de enero…

2

La vida de Ricardo Mendizábal fluía linealmente en la superficie de una personalidad egocéntrica. Su mundo, al igual que las relaciones cosechadas a lo largo de los cuarenta y cinco años de edad, estaba construido a partir del principio de conveniencia.

Hijo de un inmigrante español debió abandonar la casa paterna a temprana edad. Las restricciones impuestas por el ibérico sobre sus libertades personales resultaron determinantes. Además, el concepto de ganarse la vida trabajando pregonado por su progenitor no coincidía con las apetencias de su filosofía libertina, adquirida por vía genética. De pequeño se había identificado con la historia de un bisabuelo contada en las reuniones familiares. Representaba la famosa “oveja negra” de la dinastía Mendizábal. Comerciante, jugador y mujeriego, sus andanzas animaban aquellas celebraciones. Por supuesto, abundaban las críticas sobre lo perverso de su existencia y el mal ejemplo dejado para los descendientes. Lo encuentros entre parientes suelen ser así, llenos de exageraciones y algunos resentimientos. A pesar del juicio emitido por sus mayores, Ricardo terminó amando al ancestro. El entusiasmo lo llevó al punto de incorporar esa mítica personalidad como propia. Tal vez se trataba del gen recesivo indicado por la ciencia.

Así fue como a los dieciocho años comenzó a navegar la ciudad de Buenos Aires sin otra brújula que la necesidad de supervivencia a cualquier precio. Sus armas eran un carácter extrovertido y la mente ágil para aprovecharse de los demás a partir de la mendacidad y el culto al dinero. Los primeros intentos fueron callejeros. Se transformó en vendedor de artículos diversos en trenes y colectivos. Así fue como conoció a Walter, su socio durante los siguientes quince años.

Walter era rosarino, tenía entonces cuarenta y cinco años y había prosperado realizando negocios inmobiliarios en la zona de San Martín. Tenía fama de ser “orillero” en el manejo de contratos y contar en su haber con algunas estafas bien hechas, esas que no dejan registros legales y resultan imposibles de seguir judicialmente. Entre la gente del ambiente se lo conocía como “el contador”. Le gustaba usurpar ese título universitario para captar a sus clientes. También resultaba un hábil jugador bursátil. Con un compañero de aventuras oriundo de su ciudad natal montaron una oficina con el propósito de mover dinero propio y, fundamentalmente, el ajeno. Con datos precisos y una gran intuición puesta al servicio de las cotizaciones, en un par de años lograron movilizar una importante fortuna en la bolsa de Buenos Aires.

Esa tarde Walter había tomado el subterráneo en la estación Medrano dirigiéndose a la zona de microcentro. El joven irrumpió impetuosamente en el vagón. Llevaba una valija llena de tijeras. Comenzó a desarrollar su arte personal del ofrecimiento. El comerciante se concentró en los gestos del muchacho y su desenvoltura como vendedor aguerrido. Le llamaba la atención el desparpajo para hechizar a los pasajeros. En general eran trabajadores que regresaban cansados a sus hogares y no deseaban interrupciones inoportunas. Empero el joven se las arreglaba para arrancarles alguna sonrisa y ejercer con éxito su gestión de ventas. Como suele suceder, la gran mayoría de ellos adquiriría una de esas tijeras y la dejaría en un cajón del living. Olvidarían haber pagado por ella el doble de su valor real.

El contador tomó al muchacho del brazo con firmeza llevándolo hacia un rincón del vagón. Los ojos del vendedor demostraron pánico. Estaba acostumbrado al maltrato de los mayores en la calle.

—¿Te interesa tener un trabajo de verdad, con buena paga y no esta mierda que hacés todos los días...?

El joven asintió moviendo ampulosamente su cabeza. Walter le entregó una tarjeta personal con su nombre y la dirección de la oficina ubicada en Diagonal Norte, a pocos metros del obelisco.

—Mañana a la una almorzaremos juntos en El Palacio de las Milanesas, frente al obelisco. Te espero. Se puntual. Si no aparecés, me olvido de vos para siempre…

El vendedor lo escuchaba con expresión seria.

—¿Qué te pasa, pibe? ¿Te comieron la lengua los ratones, boludo?

El muchacho respondió con voz apresurada:

—Sí. Señor. Allí estaré.

Y así comenzó Ricardo el largo aprendizaje en el sendero de las oportunidades citadinas. Su maestro lo conduciría al mundo de los negocios “orilleros”, las pequeñas estafas y los contratos que jamás nadie reclamaba por falta de sustento legal.

Recordaba ese almuerzo acaecido veinticinco años atrás. Estaba sentado frente a su mentor en uno de los bares típicos de la zona céntrica. Lo observaba comer milanesas con huevos fritos. Sus modales se veían groseros. Walter no era persona refinada. Tampoco tenía porqué serlo. El ambiente donde desarrollaba sus actividades no se lo exigía. Usaba saco desalineado y corbata ridícula con el nudo flojo. Tenía exceso de peso, detalle que se acrecentaba debido a su baja estatura. Además, una calva prominente ocupaba gran parte de su cabeza. Esta cuestión lo envejecía. Su tono de voz era chillón y solía reírse de casi todas las cosas.

Con aquella presencia el contador solo podía rodearse de mujeres libertinas. De vez en cuando vivía con alguna de ellas. Poseía un departamento en la calle Callao. Pequeño pero acogedor. Cuando se cansaba de la gatita o descubría la billetera más vacía de lo habitual, echaba a la concubina con algún escándalo que provocaba la reacción de sus vecinos. Luego permanecía solitario un tiempo hasta “engancharse” con otra en algún cabaret de San Telmo.

Sin embargo, Walter era un verdadero artista a la hora de convencer incautos. El sistema consistía en interesar a posibles inversionistas para la realización de complejos habitacionales u oportunidades inmobiliarias. Con el dinero ajeno en sus alforjas desplegaba el área financiera de su organización merced al potencial de los socios rosarinos. El capital se multiplicaba a lo largo de un período de tiempo. Mientras tanto mantenía las expectativas del contrato con los clientes esgrimiendo dilaciones de distinta naturaleza. Cuando estos escarceos llegaban a su fin el contador se declaraba en quiebra, auxiliado por otro socio que ejercía el rol de abogado. La mayoría de los afectados se mostraba conforme con recuperar el cincuenta por ciento de lo invertido. Incluso, algunos le daban las gracias por su honestidad.

—Otros aprovechadores no hubieran devuelto nada, doctor… —solían comentar.

Si la víctima se mostraba nerviosa mejoraban la oferta. Planteaban cómodas cuotas, por supuesto. A veces Walter realizaba negocios genuinos por un tiempo. Resultaba conveniente alimentar la pantalla del operador inmobiliario para evitar persecuciones molestas y continuas mudanzas. De hecho, mantenía un buen promedio de permanencia en sus oficinas. Las cambiaba cada cuatro años.

—Tenés que conocer a las personas en el primer encuentro. En este trabajo se necesita mucha psicología, Ricky —decía en los almuerzos cuando intentaba transferirle la enseñanza.

—Todos tienen un punto débil. En algunos es la pareja. Otros tienen una amante. O los hijos, o la avidez por el dinero. Es necesario descubrir el talón de Aquiles que todos ocultan. El ego, ese hombrecito que gobierna las acciones cotidianas de cada individuo desde los sentimientos rapaces. El desgraciado será tu mejor aliado.

Las milanesas a caballo eran su principal alimentación. Ricardo lo observaba devorarlas con gran fruición. Le llamaba la atención esa proeza de masticar grandes bocados y a la vez hablar muy suelto de cuerpo.

—La vida es una sola, Ricky. Vale la pena transitarla con el vil metal de tu lado. Y nosotros, mi joven amigo, no nacimos con los suficientes billetes que nos permitan cumplir nuestros sueños… Por eso debemos financiarlos con el dinero de los demás. La ecuación es simple. Traer a casa lo que descansa en los bolsillos del prójimo…

A los veinte años Ricardo se sentía habitando el mejor de los paraísos. El bisabuelo estaría contemplándolo con orgullo desde el quinto infierno. Observaría los éxitos de un fiel seguidor en este mundo de vanidades. Se mantuvo junto a Walter durante mucho tiempo. A veces actuaba como cliente conflictivo en alguna reunión de inversionistas. En ocasiones impostaba la figura de un estudiante de abogacía que realizaba las cobranzas. Pero su mayor efectividad consistía en la misma venta de los planes. Allí, Walter observaba con ojos de preocupación el arte de su discípulo aplicado a la manipulación de las personas y el logro de los objetivos financieros.

“Este desgraciado tiene las condiciones para superar a su maestro y arruinarme”, pensó el contador una noche, molesto ante la eficacia adquirida por el muchacho en los últimos tiempos. De esta manera unos años después no tuvo más remedio que elevarlo a la jerarquía de socio. Con el paso del tiempo también debió aceptar que quien fuera el pequeño Ricky pudiera usufructuar sus propios negocios de manera independiente.

Sin embargo, la genética le jugaba en contra a Ricardo. No solo había liberado la capacidad del bisabuelo para generar dinero. Además, también pulsaban desde los pliegues de la memoria ancestral sus indelebles vicios para desprenderse fácilmente de los billetes adquiridos. Ricardo se convirtió en un ludópata empedernido. Y de los perdedores, lo que contribuía con su natural necesidad de rápida circulación en los negocios. Disfrutaba trasnoches de naipes vividas con otros adeptos. Conoció verdaderos antros y personajes de un peligroso submundo que tiene existencia cuando el común de los mortales entrega su consciencia a Morfeo.

Por supuesto no todo era lecho de rosas en esos jardines. En un par de ocasiones la pasó mal. Las deudas corrientes superaban su capacidad financiera de corto plazo y las consecuencias de cuentas impagas no se hacían esperar. Los acreedores en esos territorios no se caracterizaban por tener paciencia ni poseer virtud samaritana.

—Te doy el préstamo, Ricky —había dicho el contador con rostro serio—. Pero esto no puede seguir así. Estos tipos se van a meter conmigo y no me agrada la idea. Así como les gustan los naipes, también son afectos a las armas…

Como era costumbre Ricardo prometió dedicarse a actividades con menor grado de adrenalina. Todo ludópata aprende a mentir a merced de su enfermedad.

Conoció a Elisa cuando tenía veinticinco años. Ella era entonces una muchacha de diecinueve proveniente de una familia de padres separados que poco se ocupó de su hija. En el transcurso de los estudios secundarios la joven encontró en las drogas el escape de un mundo que no comprendía e intentaba eludir. Así era como esquivaba los embates del padrastro cuando pequeña. El sudor y el vaho alcohólico de ese hombre jadeante impregnaban sus sentidos dejando huellas indelebles en su psique. Su vocación por saltar sobre las aguas y establecer débiles vínculos con una realidad que la superaba la llevaron a los dieciocho años a permanecer internada en un instituto. El tratamiento de limpieza duró ocho meses. El único apoyo familiar recibido durante ese período lo brindó una prima mayor. La acompañó en los momentos difíciles y pudo contener el aspecto voluble de su personalidad. La internación tuvo su costado positivo. Logró adquirir un control sobre el consumo de los estupefacientes más allá del registro que ellos habían dejado en su alma. Se alejó de los inminentemente peligrosos y los sustituyó por marihuana, hierba que la acompañaría durante el resto de su vida.

Sin embargo, todo tiene su costo en este mundo mercantilista. Parte de su persona quedó sepultada en el instituto. Invisibles jirones de su alma se esparcieron en el jardín florido que marchitaba día tras día durante las sesiones de terapia. El espíritu de Elisa quedó atrapado en un territorio intermedio entre las realidades físicas y el mundo virtual de los deseos. Esta personalidad débil atrajo sobremanera a Ricardo. En esos tiempos se había transformado en un vampiro de objetos y energías, impelido por la necesidad de posesión. Luego, la belleza de Elisa hizo el resto.

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9789874935434
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