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Con todo, en la redacción de este artículo (aunque de manera significativa quedó eliminado del título VIII, donde estuvo inicialmente presente) la inclusión del término nacionalidades junto al de regiones, a propuesta de Miquel Roca, puede considerarse un logro del nacionalismo catalán y del conjunto de la izquierda (pues en UCD era un término visto con enorme dificultad ante casi insondables presiones extraparlamentarias).72 De hecho, algún ponente, como Gabriel Cisneros, ha llegado a afirmar: «Quizá el reproche que yo me sigo haciendo y que podemos hacer a la posición de los ponentes de la UCD es que el término de nacionalidades se entregó demasiado pronto, prácticamente en algunas de las primeras reuniones de la ponencia, cuando hubiera sido una prenda de negociación valiosísima, aunque hubiera podido entregarse o reconocerse al final».73 Casi sobran las palabras.

Aunque en la práctica inmediata ello no implicaba nada demasiado concreto, teóricamente –y por tradición– quedó claro en los debates constitucionales que se equiparaba a nación y que aunque sin carga soberana efectiva sí tenía una fuerza simbólica clara.74 En realidad, quedó en el terreno de lo implícito (ampliamente entendido así en su momento, desde luego) que este concepto se refería concretamente a Cataluña y Euskadi y tal vez a Galicia. En el documento político del primer congreso de UCD, de octubre de 1978, se afirmaba que:

Para UCD la contraposición entre nacionalidades y regiones no conduce al establecimiento de regímenes autonómicos diversos para unas y otras. El término de nacionalidades significa un mayor y más intenso sentido de autoidentificación, de una más amplia conciencia del hecho diferencial, detectable, por lo general, por el sentimiento reivindicativo y restitutorio de instituciones propias, por la existencia de una cultura y de una lengua de la Comunidad.

Por su parte, Gregorio Peces Barba, ante el Pleno del Congreso defendió el término, frente a la posición excluyente de Federico Silva. Pero su intervención tenía un doble filo. Para Peces Barba: «la existencia de España como nación no excluye la existencia de naciones en el interior de España; nacionescomunidades, no debe llevarnos a una aplicación rígida del principio de las nacionalidades tal como se formuló por los liberales en el siglo XIX, de que cada nación debe ser un Estado independiente».75 De esta manera, defendía a la vez la pluralidad nacional, encubierta en la fórmula «nacionalidades», tanto como la vaciaba de sentido de cara al cuestionamiento (por parte de esas mismas nacionalidades) del Estado que la Constitución iba a instituir. Y es que, por muy sorprendente que haya podido parecer después, en el periodo constituyente afirmar que además de la Nación común existían en su seno «otras identidades nacionales» era moneda común (excepto en AP), aunque su valor de cambio fuese más dudoso.76

Ciertamente, la izquierda cedió (en realidad ya había cedido antes) en la defensa del derecho de autodeterminación (defendida finalmente en la Comisión Constitucional solo por Francisco Letamendía y con el voto del PNV, que de todas formas no quería incorporarla a la Constitución) y sobre todo en la defensa explícita del federalismo. Creer, como hicieron socialistas y comunistas ya en el proceso de aprobación final de la Constitución y han hecho después, que el modelo adoptado era en el fondo federal y por tanto se cumplimentaron sus planteamientos originales es algo que responde a otras lógicas que poco o nada tienen que ver con el estudio de lo que sucedió.

Pero, ciertamente, AP se dedicó a tronar contra la inclusión del término nacionalidades, consiguiendo crear no poco ruido en el marco de una continuada denuncia de los «excesos» descentralizadores y la amenaza a la unidad de España. Es bien significativo que, a propuesta de un diputado valenciano de AP, Alberto Jarabo Paya (que fue de los que ni siquiera votó finalmente a favor de la Constitución), pero secundada por la mayoría de las Cortes, se prohibiera explícitamente –como ya sucedía en la Constitución de 1931– la federación de comunidades autónomas. En realidad esta enmienda, convertida en el artículo 145, estaba dirigida a impedir una posible federación de los Países Catalanes.77 No hay que olvidar que el anticatalanismo fue una estrategia acerbamente defendida por AP tanto como por la UCD valenciana.78 No obstante, como señalaron Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra el «consenso UCD-PSOE impidió avanzar todo proyecto de institucionalización de los “Països Catalans”».79

Para Fraga, «La cuestión de las nacionalidades no es una cuestión semántica. Es el ser o no ser de España».80 La denuncia del título VIII y la amenaza a la unidad fueron, en efecto, poco menos que obsesiones en los textos doctrinales que Fraga publicó desde 1977 y durante los años ochenta.81

En realidad, se sentaron ahí las bases para un legado ambivalente en la derecha española que Manuel Fraga acabaría por refundar tras el hundimiento de la UCD (muchos de cuyos cuadros pasaron a AP, entre ellos destacadas figuras del proceso constituyente, como Herrero de Miñón o Gabriel Cisneros). Para el PP la «defensa» de cierta idea de España permanentemente amenazada sería un ideal regulador inmutable. Alianza Popular trató de hegemonizar el sentido de españolidad, presentándose como su voz auténtica, lo que le permitió nuclear un nacionalismo español de amplio alcance social y muy hostil a las amenazas «separatistas». Durante los años ochenta, con AP incapaz de ganar frente al PSOE, la dureza de las posiciones conservadoras en materia autonómica fue considerable. La oposición a las incipientes políticas lingüísticas en Cataluña (o en Valencia a pesar de su modesto alcance) o Euskadi se convirtió en una de sus banderas, bastante eficaz socialmente para cohesionar a su electorado en el conjunto de España.82 Aunque no se trataba de un texto oficial de las posiciones del partido, en el balance final de la obra más minuciosa publicada por los aliancistas, Gabriel Elorriaga señalaba que «el peso perenne de España como impulso histórico y la valoración de su destino como proyecto de futuro deben estar claros en la conciencia de todas aquellas personas que, individual o colectivamente, se comprometan en la hermosa tarea de participar, desde unas u otras posiciones, en el rumbo histórico de una empresa que, no lo olvidemos, se llama la Patria».83 La denuncia de las «Autonosuyas» fue algo más que un clamoroso éxito editorial del inveterado franquista valenciano Fernando Vizcaíno Casas.

78, MODELO PARA ARMAR: ¿UN «NO-FEDERALISMO» ASIMÉTRICO?

La entrada en vigor de la Constitución significó, obviamente, un punto de inflexión decisivo en la redefinición de la idea de nación y del modelo de Estado. Debido al carácter normativo de toda constitución, su impacto es igualmente decisivo en la manera como las distintas culturas políticas plantearían a partir de entonces estos aspectos.

Pero la Constitución no pudo cerrar lo que durante su redacción quedó deliberadamente abierto (precisamente como consecuencia de la correlación de fuerzas, en concreto la debilidad relativa de la izquierda y las fuerzas nacionalistas y el insoslayable horizonte de consenso). Esta inicia pero no agota el ordenamiento territorial, de suerte que las posibilidades constitucionales deben ser desarrolladas precisamente en el nivel de los estatutos.84 De hecho ambos niveles conforman lo que se suele denominar «bloque de constitucionalidad». Por ello, el despliegue del modelo autonómico y la relectura del alcance de la identidad nacional (así, en el debate en torno al patriotismo constitucional) continuaron siendo espacios de disputa para las culturas políticas nacionalistas alternativas tanto como para las españolas.

Por lo que respecta al despliegue del Estado autonómico, hay que recordar que la redacción de la Constitución ni funcionó ex novo (debido a los compromisos adquiridos), ni enumeró –cerrándolos– los componentes del mapa autonómico (así como no obligaba a ningún territorio a ser Comunidad autónoma, además de abrir la puerta a las comunidades uniprovinciales). Es por ello que se ha podido hablar con Cruz Villalón de «desconstitucionalización» de la organización territorial del Estado.85 El título VIII (de hecho, compuesto en gran medida por disposiciones transitorias) no resolvía ni cerraba nada de manera definitiva, sino que lo dejaba en manos de desarrollos ulteriores. En palabras de Javier Pérez Royo, «La Constitución española […] no define la estructura del Estado». Esta «es en consecuencia el resultado de dos procesos: un proceso constituyente que culmina en 1978, en el que no se define la estructura del Estado, pero que posibilita su definición; y un proceso estatuyente, que se inicia en 1979 y culmina en 1983».86

Irónicamente, a quien la Constitución ha garantizado y redimido de sus «estigmas» es a la previa estructura provincial, lo que ha condicionado desde entonces toda la organización territorial –y la de los partidos políticos en concreto– entre otras cosas al ser la circunscripción electoral (también en todos los ámbitos autonómicos) y la demarcación de las diputaciones.87

Sin duda, tuvo una especial trascendencia (y además de las vicisitudes asociadas a la vuelta del President de la Generalitat) que tras las elecciones de junio de 1977, con el ministro de UCD Clavero Arévalo al frente, se iniciara ya (a propuesta autónoma de las denominadas asambleas de parlamentarios) la configuración de los «entes preautonómicos» (con el horizonte de una voluntad generalizadora del proceso por parte del ministro no compartida por el conjunto de UCD)88 cuando la Constitución ni siquiera se había terminado de redactar (con cinco anteproyectos aprobados por decreto-ley).89 Por cierto que, sin convocatoria de elecciones municipales hasta 1979, la composición de ayuntamientos y diputaciones provinciales le otorgó mayor capacidad de maniobra al Gobierno (y además fue clave a la hora de poner en marcha los entes preautonómicos).90

Una capacidad de maniobra amparada en su conjunto, conviene subrayarlo, por el mecanismo electoral aplicado para las elecciones de junio de 1977. Se trataba de un sistema proporcional (y no mayoritario, ante el peligro de un triunfo de la izquierda) pero con una corrección territorial sobre la base precisamente de las provincias que benefició extraordinariamente a la UCD frente a la izquierda.91 En la práctica se negó la proporcionalidad, que solo se dio en cuatro circunscripciones.92 Estas elecciones conformaron a la postre unas Cortes constituyentes compuestas conjuntamente de Parlamento y Senado que por tanto elaboraron, en lo que es un tanto insólito, un redactado con filtro bicameral.93 Un quinto del Senado era de designación real, y por tanto no fue elegido democráticamente, y además el mínimo de senadores por provincia introducía una distorsión aun mayor que en el Congreso.94 Por otra parte, la ley electoral había situado la edad de voto en 21 años, y dificultó el voto efectivo de los trabajadores emigrados, lo que pudo privar a la izquierda de importantes caladeros de voto.

Además, los procesos preautonómicos relativos a Cataluña y Euskadi (que se saldarían a la postre con los dos primeros estatutos de autonomía aprobados) implicaron tener que asumir ciertos compromisos. Como hemos visto, la activa presencia del nacionalismo catalán (además de la presencia de Jordi Solé Tura) en la ponencia constitucional determinó que, en realidad, la piedra de toque de un proceso generalizado o no la marcara la autonomía para Cataluña, y al final su «techo», aunque el margen de negociación quedara finalmente más en los ritmos de acceso al marco autonómico que en los contenidos o competencias (por ejemplo, muy escasas en materia fiscal, frente al País Vasco). Por su parte, la negociación de la autonomía vasca fue especialmente compleja por la insistencia del PNV (que había quedado formalmente fuera de la ponencia constitucional pero participó de lleno en los demás procesos de redacción) en el reconocimiento foral como elemento distintivo y fundacional a efectos de soberanía.95 Pero, en la práctica, las cesiones por parte del PNV al respecto fueron considerables (incluida la incorporación de Navarra), y poco coherente el cambiante comportamiento de UCD (sometida a fuertes presiones por la acción terrorista y la presión del ejército, además de por su propio desorden interno). Finalmente los «derechos históricos» se incorporaron a la Constitución, pero plenamente reconducidos en ella, lo que provocó la paradoja de que el PNV (además de la izquierda nacionalista que se opuso) no votara en el Parlamento español y se abstuviera de proponer la aprobación de la Constitución en Euskadi, con un éxito nada desdeñable. La aprobación del Estatuto de Autonomía serviría al PNV para recuperar la iniciativa en su propio terreno, aunque evidentemente el Estatuto se basaba en lo que se había inscrito en la Constitución.

Pero lo cierto es que la UCD no lograba elaborar una dirección clara para los procesos autonómicos. En apenas tres años el Ministerio de Administraciones Territoriales tuvo cuatro titulares: Manuel Clavero, Antonio Fontán, José Pedro Pérez-Llorca y Rodolfo Martín Villa. Aunque es cierto que su contribución directa a la elaboración de los estatutos vasco y catalán fue escasa, las diferencias en sus planteamientos fue notable, y no facilitó las cosas.96

El tormentoso trámite final de la autonomía andaluza (y en otro sentido la gallega) evidenció las contradicciones que el doble mecanismo de acceso al autogobierno despertó en la derecha española (pero también en la izquierda). De hecho, los acuerdos autonómicos de julio de 1981 (basados en el informe de una comisión de técnicos encabezada por García de Enterría y no por el Parlamento)97 impulsados urgentemente tras el golpe de estado del 23 de febrero98 evidenciaron que tanto la UCD como el PSOE habían decidido finalmente primar la que fue abusivamente denominada «racionalización» del proceso autonómico (como si la responsabilidad estuviera en el consabido sarampión autonomista y no en la pobre ejecución desde el Gobierno), una denominación que se había extendido en muchos medios de opinión.99 El presidente Calvo Sotelo, sin embargo, señaló que la voluntad de acuerdo era ya anterior al golpe. Aunque hay no poco de racionalización retrospectiva en esta afirmación (que pretende desvincular las decisiones tomadas de toda cesión ante el golpismo), lo cierto es que traduce un clima compartido.100 Cabe destacar en este sentido las acciones emprendidas por el ministro de Administración Territorial desde septiembre de 1980 (y que había sido encargado de presidir una comisión de su partido al respecto desde el año anterior) que así lo indican.101 Pero en las propuestas de Martín Villa de diciembre del mismo año se insistía en aspectos que iban más allá de la «racionalización» y que adoptaban un tono restrictivo notable. Así, por ejemplo, desde el Ministerio se proponía restringir explícitamente el uso de los términos nación, nacional e incluso nacionalidad para referirse a España, así como una nueva insistencia en la «garantía» del uso y enseñanza del castellano.102

A la postre, este contexto se tradujo en un proceso de generalización y tendencia a la homogenización de los marcos autonómicos más allá de los cuatro territorios que habían optado por la vía del 151 (aunque Valencia –que fue el primer caso de viraje cuando ya se cumplían los prerrequisitos de la vía 151– y Canarias tuvieron un posterior tratamiento competencial) que acabó siendo conocido como «café para todos». Cualquier opción deliberada por la «asimetría» quedaba así sacrificada. Un proceso que iba en la línea que siempre propugnó García de Enterría, que se plasmaría en la LOAPA.103 El escenario cambió notablemente y por ello hay razones para creer con Herrero de Miñón que, de hecho, «la configuración actual del régimen autonómico no es resultado de la Constitución, donde por cierto se trató de prever un sistema distinto, sino de los pactos autonómicos».104 Ya en agosto de 1981 Rafael Ribó, diputado autonómico del PSUC, había advertido de que «Si el pacto autonómico llega a aplicarse representará, en la práctica, una reforma de la Constitución en el terreno autonómico. El PSOE y UCD bajo el cobijo y la protección de la pretendida objetividad de unos expertos […] se disponen a reformar ilegalmente el Título VIII de la Constitución, vaciándolo de contenido».105

Con una comparación tan poco apropiada como reveladora (y no sin advertir que no «quiero que me den ese título, pero me lo merecería»), Leopoldo Calvo Sotelo afirmaría algunos años más tarde que «Yo hubiera querido ser el Javier de Burgos de las autonomías».106

Se dibujó a la postre un mapa de un país a varias velocidades. Irónicamente, el resultado ha sido un sistema «asimétrico» (o «no-simétrico»…) de facto, al distinguir distintas vías de acceso a la autonomía (la de los artículos 143, 151 y 144, además de otros procedimientos, como las disposiciones adicionales y transitorias al texto constitucional) y sancionar sin resolver (pues no se indica explícitamente qué territorio corresponde a una u otra definición ni vincula explícitamente la vía de acceso o competencias) la diferencia entre nacionalidades y regiones.107 Además, contempla dos territorios, Navarra y País Vasco, con un sistema de financiación propio y el reconocimiento de unos derechos históricos (preconstitucionales pero reconducidos), y un régimen fiscal específico para Canarias.108 El mapa autonómico contempla finalmente hasta siete comunidades uniprovinciales, diez multiprovinciales y dos ciudades en situación especial, como son Ceuta y Melilla (que solo aprobarían sus estatutos de Ciudades autónomas en 1995); se mantienen las diputaciones provinciales (pero no en las comunidades uniprovinciales) pero también existen cuatro diputaciones forales, así como cabildos insulares y consells insulars en Canarias y las Islas Baleares respectivamente.

A este respecto, la sui generis naturaleza federal de la Constitución y del Estado de las autonomías ha acabado por ser materia de debate académico, aunque con evidentes implicaciones políticas. La definición del Estado autonómico como «sistema federal con hechos diferenciales» muestra la dificultad taxonómica del proceso español.109 No es un tema menor que no aparezca mención alguna a la naturaleza federal en la Constitución, aunque es cierto que tampoco aparece en casos como Estados Unidos, Canadá o mucho menos Gran Bretaña, y ello no es obstáculo para que de facto lo sean. Pero, en mi opinión, tampoco debe olvidarse que, como se plasmó en el artículo segundo de la Constitución, en el tema de la soberanía se excluyó de manera deliberada una fundamentación federalista. En palabras de Gregorio Peces Barba (que recordemos que había defendido la idea de España como una nación de naciones): «…no queríamos en ningún caso que se pudiese apoyar en la Constitución un federalismo originario, y no solo organizativo, consistente en defender una soberanía propia a las nacionalidades, basada en una torcida aplicación del principio romántico de que cada nación tiene derecho a ser un Estado independiente, y en un desconocimiento de la realidad histórica de España».110 De hecho, para el Tribunal Constitucional, la Constitución «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones “históricas” anteriores».111

Es interesante que en el proceso de tramitación del Estatuto de Cataluña (el llamado Estatut de Sau) durante los meses de junio a agosto de 1979 se modificara la redacción del artículo 1.3, donde figuraba que «los poderes de la Generalitat emanan del pueblo». Tras la oposición de UCD (pero no inicialmente del PSOE), la redacción final fue: «Los poderes de la Generalitat emanan de la Constitución, del presente Estatuto y del pueblo». El texto fue aprobado por la Comisión Constitucional y la delegación de la Asamblea de Parlamentarios, con la oposición de Heribert Barrera. En el debate final de aprobación del Estatuto (y tras nada plácidas intervenciones por su parte en sesiones previas a propósito de la financiación) Alfonso Guerra afirmó: «estamos dando un paso importante para la concreción, la realización de Cataluña como una identidad nacional» y todo ello tras afirmar seguir defendiendo la idea federal de los socialistas.112

La declaración posterior de inconstitucionalidad de buena parte de la LOA-PA (que los parlamentos catalán y vascos habían denunciado, además de otras fuerzas de la izquierda comunista)113 no modificó en absoluto esta realidad bá-sica.

Desde 1982 y hasta 1996 (lo que incluye los importantes pactos autonómicos de 1992 con el PP que generalizaron el traspaso de competencias, a pesar de las iniciales reticencias de AP-PP) el PSOE desplegó el programa de implantación autonómica y de transferencias (incluyendo las primeras reformas de estatutos) y gobernó en hasta catorce de las comunidades autónomas (y de manera permanente en Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha hasta 1996 –y después– y Valencia, Asturias y Murcia hasta 1995). De todas formas, conviene recordar que hasta los acuerdos con CIU de 1993, que lo fijaron en una fracción del 15%, las comunidades autónomas no disponían de control alguno sobre elementos clave de financiación como el IRPF. Además, hasta mediados de los años noventa, al menos, el peso total del gasto público por parte del Estado era superior al 70% y el de las comunidades de algo más del 23%.

En todo caso, el despliegue autonómico se integraba en un proyecto global de modernización económica y social, no exento de un neorregeneracionismo nacionalista. Acaso quepa recordar aquella afirmación de Felipe González en su primera entrevista como presidente del Gobierno, cuando señaló que «¿sabes lo que dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del español».114 Su vicepresidente, Alfonso Guerra, afirmaría altisonantemente en 1985 que el triunfo electoral del PSOE significaba que «estamos, por fin, ante una España vertebrada».115 Sin duda, el PSOE nunca dejó de tener, ni en sus líderes nacionales ni regionales, un discurso inequívocamente nacional español.116

NACIÓN DE NACIONES, PATRIOTISMO DE PATRIOTISMOS

En definitiva, a más de treinta años de la entrada en vigor de la Constitución y su definición de la nación y de puesta en marcha del Estado autonómico, la impresión que subyace es la de un proceso permanentemente en revisión. Otra cosa es si esto debe ser visto como una anomalía insalvable de la trayectoria histórica española, o como un terreno de juego derivado de la realidad diversa de las identidades en España (que incluye la existencia de culturas políticas partidarias de la independencia de Euskadi y Cataluña pero también de modelos de pacto) tanto como de un marco jurídico, la Constitución, ambiguo por definición. En este sentido, el grado de «conflictividad intergubernamental» (centro-autonomías) derivaría del marco abierto de distribución del poder sancionado por la propia Constitución, además de ser, como señalara Luis Moreno, algo similar a lo que sucede en muchos sistemas federales o federalizantes.117

No es extraño, sin embargo, encontrar extendida la opinión de Fernando Savater (intelectual próximo a UPyD) de que «el país más descentralizado de Europa es el más amenazado por la fragmentación nacionalista, que en todas partes está considerada una abominación reaccionaria salvo aquí, donde es de izquierdas y constituye una alternativa de progreso».118 Dejando al margen la afirmación indemostrable de que España sea el país más descentralizado de Europa (no lo es en transferencia de recursos, gobierno compartido, representación internacional o capacidad legislativa, por ejemplo)119, olvida Savater que el grado alcanzado es precisamente el resultado de las demandas y presiones de los nacionalismos periféricos, y no el resultado de ninguna graciosa concesión.

En este debate, una de las fórmulas defendidas por la izquierda española (y en ocasiones por algunas fuerzas nacionalistas catalanas e incluso lo fue por algún miembro de UCD) es la idea de España como «nación de naciones», amparada en la inclusión del término nacionalidades en el artículo segundo de la Constitución.120 La autoría de tal fórmula, antes de los debates constitucionales, es dudosa, y frecuentemente se atribuye a Anselmo Carretero. Pero lo cierto es que su influencia en el socialismo español durante la redacción de la Constitución fue débil, por no decir inexistente.121 Se trata de un caso, en definitiva, de invención de la tradición.122

Esta fórmula pareció cobrar fuerza a medida que el federalismo desaparecía del horizonte de posibilidades (un federalismo solo defendido de manera constante por la coalición Izquierda Unida, que ha rescatado parte del legado del PCE, y por buena parte de los nacionalismos periféricos). Pero no hay que olvidar que, a pesar de estar presente en los debates constitucionales, no figura en el redactado de esta, lo cual añade a su ambigüedad básica su posible irrelevancia jurídica.

Otra respuesta (en parte tal vez compatible con la idea de la nación de naciones) ha sido la articulada en torno a la fórmula del «patriotismo constitucional», popularizada por Jürgen Habermas como propuesta para Alemania.123 Impulsada originalmente por prominentes figuras del PSOE (como el presidente del Senado Juan José Laborda en 1992), se presentó explícitamente como enemiga de cualquier lectura nacionalista (por supuesto española, y en las antípodas del nacionalismo «cultural» de las periferias).124 Posteriormente, el PP, en su XIV Congreso de 2002, en una ponencia firmada por María San Gil y Josep Piqué, elaboraría su propia versión de este, enfatizando la dimensión de defensa de la unidad nacional y el ataque a las demandas de los nacionalismos alternativos. La modernidad de su lenguaje, sin embargo, descolocó tanto a los sectores más conservadores como al PSOE. En el fondo, sin embargo, tal vez sea una prueba de que es un discurso «patriótico» que la izquierda y la derecha españolas pueden compartir.125 En consonancia, desde las culturas políticas del nacionalismo catalán o vasco, o de cualquier nacionalismo alternativo, el patriotismo constitucional se ha interpretado como una simple reformulación del nacionalismo español.

En definitiva, el tema de fondo es si la Constitución de 1978 está libre o no de carga nacionalista y permite este tipo de lecturas teóricamente alejadas (al menos en la lectura impulsada por el PSOE) de una definición normativa de la nación con contenido cultural. Sin embargo, el artículo segundo de la Constitución parece apostar claramente por una definición nacional única, que además es considerada preexistente a la propia constitución, mientras que las demás realidades identitarias (estructuradas en el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones) resultan subsidiarias.126 En este sentido, no hay que olvidar que ya en febrero de 1981 (aunque a propósito de materia de administración local) el Tribunal Constitucional sentenció que «autonomía no es soberanía[…] en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad», remitiendo precisamente al artículo segundo.127

En mi opinión, un problema de fondo es que el patriotismo constitucional se sustenta sobre un modelo teórico que distingue entre la nación «cívica» o «política» pura frente a la «cultural», que ha sido objeto de numerosas críticas por parte de la historiografía de estudio de las naciones y los nacionalismos. Difícilmente podría concluirse que la Constitución de 1978 está exenta de estos contenidos culturales, como prueba su premisa lingüística (asimétrica simbólicamente y de facto) de la obligación de todos los españoles de conocer el español, pero no las demás lenguas españolas.128 De hecho, más allá de los ámbitos autonómicos, el Estado no asume ninguna responsabilidad en la protección o fomento de las demás lenguas, solo un vago «respeto» (el Instituto Cervantes es un ejemplo de las dificultades en este sentido).129 Cabe recordar que no se trata de olvido alguno, pues una enmienda presentada por Socialistes de Catalunya en el Pleno del Congreso el 5 de julio de 1978, que habría incluido que «los poderes públicos pondrán los medios para que todos los residentes en los territorios autónomos conozcan la lengua respectiva y garantizarán el derecho a usarla», fue rechazada.130

Además, cabe plantearse si lo que ha estado en juego en el debate sobre el patriotismo constitucional no es sino la existencia de una «cultura política nacional» común. En este sentido, parece que no se trataría solo de la aceptación de la Constitución (puesto que esto es algo que, aunque en grados distintos, ya comparten PSOE, PP e IU) frente a los cuestionamientos (así por parte del nacionalismo vasco, al menos de manera simbólica), sino de compartir una lectura de la idea de nación. Tal vez simplemente ello no sea posible, pues la definición de la idea de nación en España es y debe ser objeto de pugna pues las distintas culturas políticas trasladan sobre ella anhelos y aspiraciones (así como temores) que no pueden ser clausurados.

EPÍLOGO: DE IMPLÍCITOS Y EXPLÍCITOS

¿Cuántos implícitos hubo en la redacción de la Constitución española? ¿Cuántos reconocimientos previos de lo que nunca apareció en su redactado? Sin duda, la preexistencia de España, de la nación española. Pero también de los «derechos históricos» (o sus efectos fiscales al menos) de la Generalitat de Cataluña o de la Monarquía, por ejemplo. Todos ellos fueron refundados en la propia Constitución, pero no por ello fueron menos previos. Nacionalidades fue la manera de denominar a unas naciones sin Estado –y en concreto Cataluña y el País Vasco– (y que a efectos constitucionales debían seguir siendo sin Estado, excepto el español) necesariamente preexistentes (como la propia nación española), pues en caso contrario no tendría sentido su uso y su distinción respecto a la región (aunque esta pudiese ser igualmente preexistente, por cierto). Pero se optó por no plasmar este hecho, por ello la Constitución no es plurinacional. ¿O sí lo es? ¿Fueron o no fundantes de la legitimidad constitucional? ¿Acaso el reconocimiento de la autonomía en la primera redacción del artículo segundo no significaba exactamente eso?

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