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-CAPÍTULO I-

Primeros días, primeras reacciones

“Primera Fase del Duelo”

Posiblemente a causa del más absoluto agotamiento, o quizás del shock por lo acaecido, inimaginablemente aquella noche pude conciliar el sueño. Era un viernes 22 de octubre, justo un mes antes de nuestro aniversario de bodas, 22 de noviembre, que hoy me pregunto si no lo hizo expresamente conociendo como conocía mi dificultad en recordar fechas…

Su fallecimiento había ocurrido a las 20:30 hrs. Después de llamar a uno de nuestros hijos para contarle lo sucedido, y cumplimentar todo el papeleo y trámites pertinentes con una serenidad y frialdad que se me antojaban del todo anormales, me encontré recogiendo como un autómata toda su ropa y enseres. Incluso la habitación del pabellón de paliativos, donde habíamos pasado los últimos cuatro meses, parecía lejana, como impersonal, algo que no va contigo.

A pesar de que su cuerpo seguía postrado en la cama, cada vez que me acercaba para besarla, una extraña sensación me embargaba, como si algo estuviera diciéndome con mucha claridad que ella ya no estaba allí dentro. Aquel sentimiento, junto a la ausencia de reacción alguna por mi parte, me sorprendía una barbaridad. Me observaba de reojo sintiéndome irreconocible para mí mismo, algo así como saberme vivo pero ausente, a la vez que sereno pero al borde de una amenazante explosión incontrolada de sentimientos.

Intuía que aquello no era más que un método de defensa, algo que mi cerebro estaría utilizando para protegerme del inmenso dolor que estaba por venir, pero aún así no dejaba de sorprenderme.

(Sin saberlo, en aquellos momentos me encontraba en lo que los expertos denominan la Primera Fase del Duelo: Shock, insensibilidad y estupefacción.)

Pocos momentos antes, hablando con el médico, a punto estuve de estallar. Mientras éste rellenaba todos los papeles de la defunción y me explicaba los pasos a seguir a partir de entonces, comunicándome que no me preocupara del tanatorio pues él mismo en persona iba a ocuparse de llamarlos y dejarlo todo arreglado, sus lágrimas no me dejaron indiferente. Abiertamente expresaba sus sentimientos, algo que toda la planta sentía por la pérdida de Marta, aquel ser delicioso que a todos había enamorado. Su reacción inesperada me conmovió profundamente, sintiéndome acompañado por un calor muy especial, humano y cercano que nunca podré agradecer lo suficiente. Pero aún así algo me mantenía fuerte y gélido mientras seguía observándome sin reconocerme.

Ya en casa y sin cenar, puesto que la boca del estómago se me había cerrado a cal y canto, me dirigí a la cama temiendo pasar la peor noche de mi vida. Pero, como he comentado al inicio de este capítulo, a la mañana siguiente volví a sorprenderme al comprobar que ni tuve tiempo de cerrar los ojos. No puedo decir que descansara, pero agradecí a mi subconsciente la ayuda que me prestó tomando el mando por su cuenta y riesgo, y permitiéndome no permanecer despierto ni un solo minuto en aquellos duros momentos.

Una vez levantado, mientras dos de mis hijos se encargaban de llamar a familiares, amigos y conocidos, me dirigí al tanatorio con mis suegros. Andaba por la calle como un espíritu sin vida, frío como un témpano de hielo pero a la vez intentando analizar lo que estaba sintiendo, pues seguía sin entender mis propias reacciones. “Reconozco que nunca he sido de lágrima fácil, pero esto ya es demasiado” pensaba incrédulo, aunque prefería mil veces aquello a desmoronarme sin control.

Papeleo oficial, elección del modelo de caja mortuoria, ropa, recordatorios, presupuesto, forma de pago, modelo de urna para sus cenizas,…, todo de la mano de un individuo que realizaba su trabajo con una mezcla de frialdad y cortesía que aún daba un sentido más Kafkiano a mis primeros momentos y decisiones sin ella.

En la capilla ardiente fueron pasando las horas y, pésame tras pésame, la sorpresa iba en aumento. ¿Cuántas veces habría yo estrechado la mano y, con toda la buena intención del mundo, había dicho aquellas palabras tan típicas, lógicas y tópicas? De golpe descubría que ninguna de aquellas frases me llegaba lo más mínimo, algunas de ellas incluso me provocaban náuseas.

Nada parecía tener relación con lo que verdaderamente estaba sucediendo, nadie parecía estar a la altura de lo que yo necesitaba en aquellos momentos y que, ciertamente, ni yo mismo sabia reconocer. Era una sensación de no identificación con el lugar, situación, ni personas que iban desfilando una tras otra. Todos aparentemente se mostraban muy afectados, pero me sentía lejos, muy lejos…, en otro mundo, en otra galaxia…

Recuerdo mirar a mí alrededor y sentirme protagonista de algo que no iba conmigo, algo que no podía estar sucediendo. Una película de ficción en la que los actores principales, mi esposa y yo, no deberíamos estar allí ni tan siquiera como espectadores. Incluso aquellos seres tan queridos parecían irreales. Nuestros hijos, mis suegros, mi padre, mis hermanos, nuestros amigos,… ¿Qué hacía yo en un lugar como aquel?

En un momento dado, alguien, sin mediar palabra, se dirigió hacia mí y me abrazó con una ternura muy especial. Fue tal mi reacción que temí por un momento que, en un abrir y cerrar de ojos, se fuera al traste toda mi aparente entereza. Aquel gesto sincero me llenó momentáneamente de un calor indescriptible, burlando todas mis defensas y mostrándome lo falto que de ello estaba todo mi ser. Qué poca utilidad tiene la palabra en aquellos momentos… y cuanto puede llenarte un silencio profundo y cargado de amor y respeto, que no “comprensión”. “Estoy para lo que precises” terminó diciendo al marchar. “Gracias” respondí de corazón, con un ahogador nudo en la garganta, intentando sobreponerme a semejante descarga emotiva.

Más de dos años a su entero cuidado, casi sin salir de casa ni recibir visita alguna, junto a cuatro meses y medio en el hospital, donde nadie parecía haberse dado cuenta de mi existencia, me habían dejado absolutamente seco. Cuanta falta hace en estos casos que algunos profesionales de la salud lleguen a humanizarse un poco más, sabiendo reaccionar considerándote por lo que eres, un ser humano que está a punto de perderlo todo. Alguien que está viendo impotente, día tras día, como la muerte va apoderándose del ser a quién más ama y por quien lo daría todo. En todo ese tiempo sólo en una ocasión, justo la noche antes de fallecer Marta, una enfermera se me había acercado y, poniendo su mano en mí hombro con una ternura que nunca olvidaré, me preguntó si deseaba un café. Nadie puede imaginar lo que aquel simple gesto hizo en mí, creo que ni ella misma era consciente de ello.

Llegó el domingo y, con él, la hora de trasladar sus restos mortales al crematorio. Recuerdo perfectamente la sensación al de ver cómo introducían el féretro en el interior del coche mortuorio. Allí, sentado en mi auto, el espectáculo me era servido en primera fila. Aparcado justo detrás de la portezuela por donde entraban la caja en cuyo interior se encontraba el cuerpo de aquel ser amado, me hallaba yo, mirando... Instantes después les seguía, conduciendo en silencio “nuestro” automóvil, tomando consciencia de que ya nunca más la volvería a ver, ni la vería sentada a mi lado hablando tranquilamente de nuestras cosas.

La visión del féretro a pocos metros de distancia, en cuyo interior se hallaba su cuerpo inerte apartado de mí para siempre, empezó a generar otro nuevo y muy potente sentimiento. Ciertamente aún no acababa de identificarlo pero todo parecía indicar no presagiar demasiados buenos augurios, y yo empezaba a ponerme nervioso de verdad.

Al entrar al crematorio me dirigía, sin saberlo, al momento en que iba a romperme en mil pedazos. Nunca en mi vida había presenciado una ceremonia de cremación. Allí, frente a mí, apareció su ataúd pulcramente colocado delante de la entrada del horno. Abrieron la portezuela y, aterrorizado, vi aquellas dos hileras de llamas esperando. En pocos instantes se cerraba la portezuela metálica y en mi interior se desencadenaba el brusco y violento “despertar a la nueva realidad”, una absurda realidad no querida ni aceptada por mí, pero del todo inevitable e irreversible. Caí con todo mí ser. Me hundí de golpe en un oscuro callejón, rompiéndose cualquier esquema claro que hubiera podido tener hasta aquel preciso instante, y perdiendo todo el significado de mi vida y la vida en general.

Allí empezó un andar solitario, por un mundo absolutamente desconocido y tenebroso del que, a pesar de sentirme plena y absolutamente convencido de que no había salida posible, no era menos cierto que no había forma humana de evitarlo. ¡Yo seguía vivo! Y ello significaba que tanto daba que lo aceptara como no, el reloj y el mundo iban a continuar su implacable marcha, con o sin mi consentimiento.

La primera reacción fue aceptar plenamente mi negativa a querer regresar directos a casa, ¡necesitaba tiempo! ¿Tiempo para qué? lo ignoraba, pero en aquel instante demandaba con toda mi alma un cambio de entorno. Era mediodía y finalmente no se me ocurrió otra cosa que llevarme a nuestros hijos a comer fuera. No tenía ni pizca de apetito, pero tampoco deseaba abandonarme ni abandonarlos en aquel momento. Era consciente de que me venía encima algo extremadamente duro, y no deseaba bajar la guardia mientras pudiera.

Aquella sería una de las primeras decisiones que tomaba en plena soledad. Los llevé a comer a un restaurante frente al mar, un local donde Marta y yo solíamos ir muy a menudo porque nos encantaba como cocinaban la paella de marisco.

Ciertamente parecía una actitud temeraria, por no decir suicida, pero mi reacción fue absolutamente visceral. Sentí que en aquellos momentos era muy importante no intentar evitar los lugares que tanto habíamos disfrutado y frecuentado, o terminaría por no poder salir de casa. Sabía que aquello iba a dolerme una barbaridad, pero creía del todo necesario no esperar a que las cosas vinieran por su propio pie, decidiendo afrontarlas lo antes posible, sin dudar ni por un instante. Como ya he comentado, quizás podía parecer una actitud un tanto “suicida”, pero era ya tanto el dolor, que se me antojaba imposible que este pudiera aumentar aún más, por lo que nada tenía a perder y, quizás, mucho a ganar.

Pero sepas que aquello no fue en absoluto una heroicidad, ni una cuestión de capacidad, valentía, ni nada parecido, sólo fruto del shock al que estaba sometido y, por ello, parte de la frialdad que aún conservaba. Por mucho que mi profesión pudiera a suponer que estaba preparado para abordar el problema lo mejor posible, resulta más bien todo lo contrario. Por un lado ésta no era, ni de muy lejos, mi especialización, no disponiendo de más información que la que cualquier otra persona pudiera tener al respecto. Por otro, detrás de cualquier título u oficio se encuentra un ser humano, con todas sus virtudes, defectos y limitaciones, pudiendo este perderse con tanta facilidad como cualquier otro, al tener que enfrentarse a una situación de semejante índole.

También, a pesar de que muchos puedan creer que una muerte anunciada da tiempo a “prepararse”, esto resulta del todo falso. Nada tiene que ver lo que uno pueda pensar, sentir, y vivir antes y después del fallecimiento de tu ser amado. Es muy importante resaltar que, en este tipo de situaciones, no hay comparación ni valoraciones posibles que puedan hacer que unas pérdidas sean mejores, o peores que las otras. Estamos hablando de una vivencia personal e intransferible que nadie en el mundo puede pasar por ti, ni llevar siquiera una mínima parte de tu carga. Nunca más nada va a ser lo mismo y, quizás por esto, su efecto será profundamente devastador y transformador para todos.

Una “muerte anunciada” es sólo una forma de distinguir un hecho o acontecimiento. Detrás se esconde un diagnóstico que acaba con tu vida “normal” de un plumazo. Un encontrarte viviendo día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, la crueldad de ver impotente como ese ser tan querido es consumido por una enfermedad o accidente. Vivir en tus propias carnes el verdadero significado de saberte insignificante, impotente, inútil e inservible ante quien tanto amas y tanto necesita de ti y de la vida en general. Soportar semejante desgaste interior al descubrirte absurdo y sin herramienta alguna que te permita cambiar nada en absoluto, resulta una experiencia que puede acabar con cualquiera.

Este punto es recomendable tenerlo muy presente, tanto para quienes se encuentran en pleno duelo, como para aquellos que deseen “ayudar”. No se trata de “categorías o tipos de duelo”, ni de “tipos de vínculos”, ni de “superar”, ni “rehacer tu vida”, ni de que “tienes a tus hijos o nietos para cuidar”, ni tantas y tantas calificaciones o frases como se nos ocurren al principio, con tal de dar ánimos con la mejor intención del mundo. No hay ánimo posible, es necesario respetar, con el silencio y apoyo incondicional, dejando que aflore el dolor, con todos sus matices, y facilitar que la persona pueda expresar libremente lo que sienta en cada momento, sin que se encuentre con la desagradable situación de verse obligado u obligada a medir sus palabras para evitar ser juzgado, mal interpretado, o hacer sufrir a nadie. Ninguna lógica resulta útil en aquellos momentos salvo un sincero abrazo y un amor incondicional y sumamente respetuoso.

Hay quien deseará compañía, y hay quien buscará refugio en la soledad sin que por ello esté menospreciando a nadie, pero todos hemos de pasar por un proceso muy íntimo, personal, e intransferible, si deseamos salir bien parados. Y te aseguro que no va a ser fácil ni corto.

Aquí es donde va a aparecer otro de los problemas adicionales con los que nos encontraremos. Pasadas unas semanas, quizás meses, muchas de las espaldas donde nos apoyábamos para llorar van a convertirse en muros de incomprensión, llegando, más de una, incluso a mostrarse aparentemente agresivas, debido a la sensación de impotencia que crea el no saber qué hacer frente a alguien a quien se quiere, y anhela ayudar, pero que parece no reaccionar a la velocidad que uno desearía. Pueden pasar meses, e incluso años, hasta que reencontremos nuestro espacio vital. La rapidez o lentitud con la que empecemos a levantar cabeza nada tendrá que ver con nuestra calidad como sujetos, fortaleza, integridad, ni tampoco del amor que sentíamos, y seguimos sintiendo por nuestro ser perdido. Necesitamos sentarnos frente a la vida y volver a encontrarle sentido, tarea muy ardua y seria a la que muy poca gente se ha enfrentado nunca, y para la que no disponemos de ninguna preparación ni herramientas.

Solemos vivir de espaldas al verdadero significado del ser, y la muerte nos pone frente a tal situación que sólo encontrando respuestas válidas vamos a poder rediseñar una nueva vida, ciertamente no deseada en absoluto en estos momentos pero que, con el tiempo, iremos elaborando. Por ello, a la larga, los cambios que se darán van a ser de una calidad extrema, pero vamos a tardar y mucho.

Pero retomemos el hilo y volvamos a situarnos.

Aquel domingo, después de comer, y hablar largo y tendido con mis hijos, los dejé en sus respectivos hogares y regresé para casa. Al llegar era ya de noche y el simple hecho de entrar en el parking se transformó en una dolorosa experiencia. Nunca más íbamos a hacerlo juntos y debía ir acostumbrándome a ello. Aparqué, subí las escaleras observando, sorprendido otra vez, aquella extraña sensación interior de no identificación con nada, y me dispuse a abrir la puerta de casa. El silencio y la fría oscuridad del recibidor provocaron un doloroso nudo en mi garganta, muy difícil de describir en cuatro palabras. Aquello que tenia frente a mis ojos y que había sido nuestro hogar, ahora se me antojaba extraño y sin sentido pero, casi como un autómata, me dirigí al dormitorio sin pensarlo dos veces.

A la mañana siguiente, viendo que mi cabeza iba a estallar, fue cuando tomé una de las decisiones que, a pesar de temer que pudiera ser un error y muy peligroso, más me han ayudado hasta el día de hoy. Como ya he comentado en el capítulo anterior, iba a dedicar unas horas diarias a escribir a mi esposa, a la vez que llevar algo parecido a un “diario personal”. Una especie de amigo silencioso a quien contar cualquier cosa que se me pasara por la cabeza, sin necesidad de evaluar la conveniencia o no de lo que escribiera. Allí volcaría todos mis sentimientos, dudas, temores, desesperación y amor por Marta, dándome permiso para no reprimir nada, ni tan siquiera el llanto, algo extremadamente difícil para mí, por lo menos hasta entonces.

“Hola amor mío,

Poco pensaba que un día este bloc me serviría para esto, pero la vida lo ha decidido así y en estos momentos no tengo otra forma de hablar contigo que no sea escribiéndote.

El viernes te marchaste para siempre…, lo hiciste de la forma más dulce y suave que jamás hubiera podido imaginar, pero yo me he quedado con tantas cosas por decirte amor mío… ¡¡¡tantas…!!!!

¡¡¡¿Por qué?!!! ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿Cuándo podré entenderlo? ¿Y porqué c… debo entenderlo? ¿Qué he hecho tan mal como para que la vida me castigue apartándome de ti para siempre? ¿Qué de bueno puede haber en todo esto?

Te prometí que saldría de ésta, quería que te marcharas en paz, pero… ¿qué significa “salir de ésta” si no es a tu lado?, ¿qué hago yo ahora?, ¿cómo lo hago?

Que pataleta te estoy montando, ¿verdad amor?

Donde te encuentras ahora ¿te llega este escrito?, ¿quizás los pensamientos y sentimientos que nacen de mi al hacerlo?, ¿quizás los de todo el día?, ¡¡¡¿quizás NINGUNO?!!! La vida resulta bien curiosa, y más el conseguir entenderla sin un puñetero manual de instrucciones…

¿Qué me gustaría al escribirte? Pues sencillamente hacerte llegar todo lo que siento y he sentido por ti, y contigo. Unos momentos al día destinados a estar a tu lado, sintiendo tu presencia y regalándote mi amor incondicional.

El nudo en la garganta y las lágrimas que a menudo salen, son de añoranza, melancolía, impotencia, amor, agradecimiento, deseo, rabia, miedo, …

Fumo demasiado, ¿verdad?

¿Dónde te encuentras en estos momentos?, ¿verdad que eres feliz como nunca lo habías sido?, ¿no habría alguna manera de que me visitases de vez en cuando?, ¿ni que fuera a través de los sueños…, pero que pudiera recordarlos claramente al despertar?

¿Sabes lo que representa mirar a mí alrededor y saber que, por mucho que te busque, NO ESTAS, NI ESTARAS NUNCA MÁS…?

¿Y qué hago yo ahora, amor?

¿Está en tus manos ayudarme de alguna forma, cielo…? ¿Ni que tan solo fuera dándome un poco de paz interior?

¿He hecho todo lo que estaba en mis manos por ayudarte?, ¿es la muerte una “decisión personal”, por encima de cualquier enfermedad, tratamiento, soporte, ayuda,…, o depende de todo lo que se pueda hacer para luchar contra ella?

¿Era necesario que te sedáramos, amor mío…, o quizás eso fue lo que te mató? Días enteros sin comer, durmiendo y sin poder hacer nada para combatir el sueño que te provocaban… ¿fue esto lo que acabó contigo y la lucha que llevabas?, ¿quizás fue la ayuda que necesitabas para traspasar?

¿Tu Ser interior fue quien mandó en todo momento? Estas dudas me taladran muy profundamente, ¿sabes?, mucho.

Creo que voy a ordenar el comedor, ¿de acuerdo?, por lo menos dispondré de un espacio con un cierto orden.

Regreso enseguida.”

Aunque muy veladamente, aquí ya empezaban a darse una serie de reacciones que, por bien que aparentemente muy suaves, aumentarían en intensidad y virulencia a medida que transcurrirían los días. Al ser una traducción literal, de un manuscrito hecho sin otra intención que la de aprender a soltar lo que llevaba dentro y, por si no fuera poco, en catalán, que es mi lengua materna, ni las formas ni su contenido deben tenerse demasiado en cuenta, no así los detalles que van surgiendo, propios de la primera fase del duelo.

Paso a transcribir las cuatro líneas escritas aquella noche e inmediatamente comentaremos los detalles a considerar.

“Primera noche solo. Muchas imágenes y recuerdos de estos cuatro últimos meses en el hospital. Miro el móvil y ya no tendré que llevármelo a la cama, por si acaso. De inmediato me viene tu voz a la mente, casi irreconocible, llorando, pidiéndome que venga a tu lado. Me levanto a buscar el cenicero y, justo en el suelo, aún hay una maleta. Miro y veo la linterna que ponías en la mesita de noche, para poder controlar la hora, la medicación y tus cosas en el hospital. Imágenes de ti muy debilitada, irreversiblemente deteriorada, y luchando con uñas y dientes, a la vez que llena de pánico a morir.

Necesito cambiar de chip o esto acabará conmigo.

Me voy a la cama. Buenas noches amor.”

Estas pocas palabras no son fieles al sentir real, dado que durante todo el día me encontraba dándole vueltas y más vueltas a tantas preguntas como uno pueda imaginar, a la vez que sometido a un bombardeo constante de imágenes y recuerdos de los dos años de enfermedad. Todos envueltos con un sentimiento desgarrador que me llevaba al llanto con una facilidad pasmosa.

La sensación interior era la de estar fuera de mi. Pánico a vivir; sentirme extraño conmigo mismo, como queriendo entender qué me estaba sucediendo, ya que no me reconocía en casi ninguna de mis reacciones; notar una sensación de impotencia abrumadora frente a todo; descubrirme como un ser vulgar y corriente, uno más de entre la multitud, alguien sin importancia.

Si una imagen me ha quedado grabada de los primeros días es la de encontrarme asomado a la ventana viendo pasar la gente por la calle, un tomar conciencia de lo insignificantes que llegamos a ser para el resto del mundo. Veía a la gente ir y venir, totalmente ajena a mi drama, y me sorprendía ver que todo siguiera igual. Incluso para aquellos que nos conocían, la vida continuaba igual que antes, con sus cosas, sus proyectos, su cotidianidad. Marta nunca más iba a estar allí y todos, con más o con menos dolor, tenían obligaciones y “normalidad” en sus hogares, sólo yo me encontraba frente a MI vacío, un vacío mortal al que no sabía cómo hacerle frente, ni de donde sacaría fuerzas para ello. Mi vida se había ido por entero al traste.

Era tal mi sensación de soledad y desespero, que me vi incapacitado incluso para poder comprender el dolor de personas muy queridas para mi, ni entender más reacción que la mía propia. Sus padres, que perdían a su única hija; su abuela, viuda y ya entrada en años; nuestros hijos…, nadie me parecía que pudiera estar pasando por lo que yo pasaba y, como tal, nadie parecía entender mi situación, por lo que la sensación de ahogo y soledad aún eran mayores. El error era evidente, pero en momentos así todos perdemos parte de nuestra capacidad de juicio y, en muchas ocasiones, esto va a ser la posible causa del rompimiento de lazos familiares, que aún hará más profundo el dolor y la soledad.

A todo esto había que sumarle una inapetencia absoluta, y el profundo desconcierto al encontrarme continuamente frente a sensaciones y reacciones para mí totalmente desconocidas. Aquello que antes podía gustarme o atraerme de verdad había dejado de motivarme lo más mínimo. Aficiones, intereses, preferencias, ideas, creencias, proyectos, cotidianidad,… todo se había esfumado, dejando sólo espacio para la desesperación más profunda, y una hipersensibilidad atroz. Sólo me mantenía vivo el recuerdo de sus últimos minutos de vida que, después de valorarlo mucho, pienso que merece la pena regalártelo y no dejarlo exclusivamente para mí.

Era viernes por la noche y, aunque durante todo el día tuve a la familia dando apoyo, me sentí muy aliviado cuando todos se marcharon a cenar. Otra vez quedábamos ella y yo solos, como tanto nos solía gustar. Llevaba dos días en estado de coma irreversible, y yo me sentía terriblemente angustiado. Su respirar parecía mostrar mucho sufrimiento, soledad, y miedo, y me sentía responsable de haber autorizado a los médicos para que le suministraran los sedantes. Algo así como haber firmado su sentencia de muerte.

Hacía escasamente unas semanas que la doctora de guardia, citándome en una sala a parte, me comunicaba que avisara a la familia porque Marta no pasaría de aquella noche. Consecuentemente habían decidido empezar a administrarle unos sedantes para ayudar a que no sufriera más, e hiciera el tránsito con serenidad. Consentí muy a regañadientes. Yo no podía saber lo que sus médicos habían visto en verdad, pero me aterrorizó la idea. Veía a Marta absolutamente deteriorada pero aún con vida y ganas de luchar y, aunque su aspecto era desolador, ella misma se encargaría de darme la razón.

Tan pronto se percató de que la medicación empezaba a darle sensaciones distintas a las habituales y que el sueño podía con ella, comenzó a luchar con uñas y dientes por no sucumbir a sus efectos. Intentando abrir los ojos con todas sus fuerzas me preguntó ansiosamente qué le habían dado y, al decirle yo que una ayuda para que descansara, me suplicó que se la retiraran de inmediato. Fue tanta su insistencia que, a las pocas horas y bajo la condición de que aceptara descansar de verdad, hablé con la médico de guardia prohibiendo que siguieran con ello.

La conversación que tuvimos fue muy breve, ella notaba que la estaban durmiendo y no lo aceptaba. Yo no podía hacer otra cosa que respetar y aceptar su decisión pues, aunque muy enferma, estaba en su sano juicio. Mi respuesta fue que si se abandonaba al sueño y se permitía descansar, yo le prometía hablar con la médico de guardia para que le quitaran cualquier medicación que la sedara. Fue decir esto y ella caer en un profundo sueño.

Quizás pueda parecer una estupidez pero aquel gesto suyo fue el abrazo más sincero y profundo que Marta podía haberme dado en toda su vida. Significaba un “te confío mi vida”. Tal cual, sin otra interpretación posible. Me estaba diciendo que era tal la confianza que tenía en mí, que simplemente se abandonaba dejando su vida en mis manos. ¿Puede existir algo más maravilloso y profundo que un gesto así? ¿Sería yo capaz de comprender el verdadero alcance de aquel gesto suyo? Aún hoy me faltan palabras para expresarle hasta qué punto me sentí amado en aquel momento. Simplemente fue como si detuviera el mundo para darme un instante de esa intimidad en la que nada ni nadie puede entrar a interrumpirla. Muy difícil de describir con palabras, porque no existe ninguna que se pueda ni tan siquiera acercar.

“Ningún moribundo pedirá una inyección si lo cuidáis con amor y si le ayudáis a arreglar sus problemas pendientes.”

(Dra. E. Kübler-Ross)

A pesar de todo, semanas después llegó el momento más temido por mí. Esta vez sabía que ya nada se podía hacer. Su cabeza ya no era la suya y todo anunciaba que el final estaba muy cercano. Se le administraron los sedantes y poco a poco entró en un sueño profundo, aunque su respiración seguía siendo un lamento a gritos. Nada podía hacerse, no había marcha atrás dado que su cerebro estaba ya alterado del todo, y aquel respirar me mataba lentamente. De pronto, sin más, sentí la necesidad de apoyar mi cabeza junto a la suya, invadiéndome de inmediato una extraña y fortísima sensación de paz y dulzura, que no sabría describir en palabras, algo así como si ella estuviera abrazándome con todo su amor.

De inmediato me encontré hablándole muy suavemente, contándole con tanta dulzura como era capaz que no tuviera miedo, que estaba a punto de encontrarse frente a una luz maravillosa que la llenaría de un amor y paz indescriptibles. Le conté que la estaban esperando y que iba a sentir una sensación de “hogar” preciosa, comprendiendo de inmediato lo fantástica y querida que llegaba a ser. Le dije cómo llegaba a amarla y le pedí que no sufriera por mí, que si se resistía a partir por no dejarme sólo, yo ya estaba preparado, prometiéndole que sabría salir de la situación en la que me quedaba, y que muy pronto íbamos a encontrarnos otra vez. Volví a hacer hincapié en lo maravilloso de lo que le estaba esperando, pidiéndole que marchara muy tranquila y llena de mi amor.

Justo al terminar de hablarle, hizo tres respiraciones lentas y muy suaves, sin ninguna muestra de tensión o sufrimiento, y su cuerpo quedó dulcemente inerte. Todo había terminado. Fue como sentirla abandonar su cuerpo, dejándome con una sensación de paz indescriptible, a la vez que un profundísimo agradecimiento, no solo por todo lo que me había dado, sino por regalarme su partida en la más íntima exclusividad.

Quizás esto pueda hacer pensar que su muerte sea más soportable que otras, pero hay que recordar que nuestro dolor es intransferible e imposible de cuantificar, por lo que no hay comparación posible a realizar. Es del todo cierto que nada tiene que ver una despedida de ese tipo a una visita o llamada para comunicarnos el fallecimiento inesperado de nuestro ser querido pero, a pesar de ello, el proceso en el que entramos es tan largo y complejo, que todos terminamos perdiendo absolutamente nuestro norte.

Pero ciertamente me siento afortunado por poder contar lo sucedido porqué me permite hablar de algo que considero muy importante. Ella estaba en coma. Entonces… ¿qué o quién hizo que me acercara a su cama, justo en aquel preciso instante y le hablara como lo hice?, ¿todo lo sucedido tiene algún otro significado que no sea el saber que, de alguna manera, ella me llamó, me “abrazó”, me contó su sentir, escuchó y decidió partir en paz y llena de amor, después de “besarme” dulcemente?

¿Decidir partir?, ¿escuchar y hablar en pleno estado de coma?, ¿nosotros ser capaces de “escuchar” con algo distinto a nuestros oídos?, ¿fue su último regalo el mostrarme que la vida es mucho más de lo que imaginamos?

Sinceramente, en aquel momento creo que recibí uno de los tesoros más valiosos que un ser humano puede recibir. Marta me mostró que el trance se efectúa sin dolor, que verdaderamente HAY vida después de la vida, y de una belleza sin igual, me mostró también que el ser humano puede comunicarse más allá del habla, que somos mucho más que cerebro y, si he de ser sincero, creo que todo lo que ella quiso decirme está grabado en lo más profundo de mi ser, a pesar de que hoy siga sin poder expresar lo que ello significa para mí.

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9788494560866
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