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Gran parte de la vida de Elmore coincidió, por tanto, no solo con un periodo en el cual el civilismo liberal ilustrado —en oposición al militarismo caudillista— había apostado por la educación como una herramienta práctica de progreso y estabilidad política, sino también con un momento en que el programa doctrinario del positivismo tecnológico y científico adquirió cada vez una mayor preeminencia frente a la vieja escolástica colonial. En este contexto, la puesta en funcionamiento de la EECCM se constituyó en un hito educativo profesional y en un auténtico factor de irradiación del positivismo y sus cánones axiológicos; es decir, en una apuesta por un nuevo modo de pensar la vida, la transformación de la realidad y el desarrollo del país (López Soria, 2012, p. 27). Este es el país y el Zeitgeist que acompañó y alimentó en gran medida las preocupaciones y visiones de Teodoro Elmore como miembro activo de esa generación de pioneros del discurso racional y positivista.

Teodoro Elmore formó parte de esa casi mítica generación de ingenieros formados en el Perú en la práctica del trabajo directo, desde mediados del siglo XIX, antes de la creación de la EECCM. Pero también conformó la primera generación de profesores convocados por la EECCM a formar a los primeros ingenieros y arquitectos peruanos bajo los principios de una formación profesional validada académicamente. En muchos sentidos, es una personalidad que articula diversos tiempos, ideas y circunstancias, no solo desde el punto de vista personal, sino también profesional y como ciudadano comprometido con las causas del país. Es un actor del cambio, al encarnar esa visión positivista del desarrollo que aspiró a transformar el Perú como un espacio que debía organizarse y gestionarse de manera racional. Él estuvo directa o indirectamente involucrado con aquellas obras que, desde el último cuarto del siglo XIX hasta su fallecimiento, el 8 de abril de 1920, significaron el primer gran intento de construir un país moderno, partiendo de los presupuestos programáticos e instrumentales del proyecto moderno. No existe en Teodoro Elmore otro mejor testimonio, que encarne estos ideales y sus propios impasses, que su tratado Lecciones de Arquitectura.

2.3. El tratado de Teodoro Elmore y la cultura tratadística de la época. Entre la continuidad y la ruptura

Cuando Elmore escribió su libro, la cultura tratadística de mediados del siglo XIX ya había procesado aquellos cambios que empezaron a transformarla a partir de fines del siglo XVII y que culminó, en el Siglo de las Luces, con el estallido a pedazos del aparato doctrinario-programático del clasicismo grecolatino, encarnado como «pensamiento único» por la tratadística oficial de raíz vitruviana. Aquella controversia casi inofensiva, que había empezado a fines del siglo XVII con discusiones sobre la interpretación y la legitimidad de ciertas «órdenes», terminó en una encendida querelle des Anciens et des Modernes, con un Claude Perrault (1613-1688) relativizando los cánones absolutos del clasicismo y un Nicolas-François Blondel (1618-1686), y su tratado, oponiéndose fervientemente a esta posición, por moderna y escandalosa. Luego Carlo Lodoli (1690-1761) fue uno de los primeros en recusar abiertamente la autoridad omnipresente y absoluta de Vitruvio y la tratadística que reproducía su sistema de referencias y soluciones.

El siglo de la Ilustración terminó por socavar los fundamentos conceptuales y operativos del sistema vitruviano. El resultado: la explosión/implosión de un corpus teórico normativo que hasta entonces parecía indemne pese a diversos cuestionamientos. Un auténtico big bang epistemológico y operativo que produjo no solo la separación de los mundos del arte, la ciencia y la técnica, sino también la afirmación autonómica de saberes específicos antes concebidos como indivisibles dentro de la arquitectura (el saber constructivo, el saber proyectual, el saber estético y otros). Ello trajo consigo, como efecto directo y previsible, la modificación del contenido y la estructura de los tratados, manuales y cursos de Arquitectura.

Si la nueva racionalidad ilustrada reconfiguró el corpus cognoscitivo y operativo de la arquitectura, la Revolución francesa y los cambios político-sociales que provocó convirtieron el discurso de la libertad —y, en especial, de la libertad individual— en una fuente de reivindicación del derecho al gusto personal; y, por tanto, en una ruptura histórica de la existencia de un solo modo de pensar, hacer y disfrutar la arquitectura. A partir de entonces, no solo está impugnado en su aspiración universalista cualquier tipo de regla, norma o mandato estilístico, sino que cada país, región, comunidad e individuo se encontraban validados en su facultad de elegir, desechar, mezclar o inventar la norma o el «estilo» que quisiera en función de su necesidad o sensibilidad. No había más principios supuestamente universales, metahistóricos y apriorísticos. En adelante, los tratados y manuales de arquitectura o construcción aspiraron a ampliar cada vez más los dominios del territorio de la arquitectura sin anteponer premisas de exclusión o desvalorización.

Cuando Elmore escribe su tratado, si bien algunos valores intrínsecos a la tríada vitruviana —como el de la «belleza»— estaban ya relativizados, otros seguían vigentes como valores universales y taxativos. Por otro lado, su texto reproduce de una u otra forma los «valores de época», así como su propio «gusto personal», identificado, en este caso, por el estilo dominante del momento: el neoclasicismo promovido desde los tiempos de Napoleón como el nuevo «estilo imperialista burgués», al decir de Kenneth Frampton, apropiado para la nueva institucionalidad del naciente Estado republicano (2010 [1980], p. 16). Sin embargo, puede afirmarse con mayor exactitud que la predisposición de Elmore por este estilo se produjo cuando en Europa el neoclasicismo (francés y alemán) empezaba a depurarse en aquello que Frampton advierte como las dos líneas o «escuelas»: por un lado, el «clasicismo estructural» de un Henri Labrouste y, por otro, el «clasicismo romántico» de un Karl Friedrich Schinkel (2010, p. 18).

La otra vertiente que alimentó en Elmore su particular sensibilidad y gusto personal en materia de arquitectura, en especial en el ámbito de la edificación residencial y «particular», alude a aquella arquitectura resuelta en los términos de una notación ecléctico-historicista de matriz neoclásica. Se trata de una arquitectura sencilla, monumental y barata, como la serie de modelos desprendidos de algún libro de Isaac Hobbs sobre villas pintorescas urbanas y suburbanas. A ello habría que sumarle la influencia de cierto medievalismo en clave de Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc (1814-1879), quien tres años antes de la publicación del tratado de Elmore había publicado el segundo volumen de su Entretiens sur l’architectur (1863-1872).

Elmore tampoco podía salir indemne de una de las consecuencias de la revolución antivitruviana del siglo XVIII, la escisión del hasta entonces monolítico edificio vitruviano y el surgimiento de por lo menos dos «edificios» separados cuya compleja coexistencia discurre hasta hoy entre mutuas negaciones o invocaciones a la integración plena. Se trata, por un lado, del edificio reflejado por la «estética» de la arquitectura; y, por el otro, del edificio de las «ciencias de la construcción»46. Un mismo objeto y propósito para dos saberes y lecturas epistemológicamente confrontadas desde el siglo XVIII. El primero, más identificado con discursos como el de John Ruskin (1819-1900) y su Seven lamps of architecture (1849), con los temas de la forma, la estética y la expresión arquitectónica en un dominio difuso que oscila entre la ensayística subjetiva, las poéticas personales y las ciencias sociales o la filosofía; y el segundo saber, más cercano a las ciencias formales y naturales: es el edificio de los «ingenieros», ocupados de las dimensiones matérica, técnica y de funcionamiento del edificio. Este es el edificio objeto de estudio y construcción, convertido en ciencia operativa por ingenieros como Jean Baptiste Rondelet (1743-1829) y su Traité théorique et pratique de l’art de bâtir (1802-1817).


20 | Antigua alameda Bolognesi, 1840. Tacna

Estado anterior a la guerra del Pacífico. Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.


21 | Monumento a la Independencia, 1847. Huamanga, Ayacucho

Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.

La tratadística del siglo XIX osciló entre quienes optaron por fusionar la especificidad de la arquitectura en medio del saber constructivo y quienes trataron de afirmar su especificidad en una notación metafísica de su propia autonomía. Pero también discurrió entre diversos intentos de unificación y, en sentido opuesto, de esfuerzos por acentuar el astillamiento que produjo el big bang epistemológico y práctico de la revolución antivitruviana de los siglos XVII y XVIII.

Como una fusión equilibrada entre las «ciencias de la construcción» y el saber arquitectónico construido en concordancia con aquella visión «realista» de la arquitectura desarrollada en la tratadística arquitectónica histórica, Léonce Reynaud (1803-1880) publicó, entre 1850 y 1858, los dos volúmenes de su Traité d’architecture, dedicados a la construcción y la composición47. Reynaud es un brillante exponente de una generación de ingenieros-arquitectos formados en ambas ramas, quienes, aparte de dominar los aspectos teórico-prácticos de las ciencias de la construcción, estaban capacitados para el ejercicio de las cuestiones compositivas e históricas de la arquitectura. En muchos casos, como en el del propio Reynaud, estos dos campos del saber y la práctica aparecen remarcados en la división temática de sus respectivos tratados: los dos volúmenes del Traité d’architecture se ocupan de modo diferenciado de ambas ramas: la construcción y la composición. Del mismo modo, el tratado de Teodoro Elmore, en sus dos volúmenes dedicados a la composición y a la construcción (en ese orden), se ubica perfectamente en esta tradición inclusiva de las cuestiones relativas a las ciencias de la construcción y la composición, para enmarcarlas en un concepto englobante de arquitectura. Como otros tantos autores inscritos en esta tradición, Elmore poseía no solo una sólida formación como ingeniero, sino también un vasto y detallado conocimiento teórico e histórico de la arquitectura. Su tratado es un perfecto reflejo de ello.

La revolución antivitruviana del siglo XVIII produjo, entre otros fenómenos de influencia directa en la cultura tratadística, la expansión de una «manualística» dedicada a las cuestiones de la arquitectura y la construcción. Una razón de fondo que explica este hecho puede encontrase en el descreimiento cada vez más generalizado hacia una normatividad canónica de estilos oficiales y, por consiguiente, en la posibilidad abierta de producir uno mismo una arquitectura sin «complejos» ni preconceptos. En ese momento surgen los manuales como fuentes de información técnica y procedimental referidos a los modos de construir: un «manual de instrucciones» sobre el saber hacer. Pero también —como sostiene José Luis González Moreno-Navarro— la expansión inmobiliaria y constructiva, sobre todo en los países de la Revolución Industrial, produjo una generación de nuevos pequeños y medianos propietarios urbanos y rurales en capacidad de construir o renovar sus viviendas y, por tanto, ávidos de información técnica o de manuales prácticos para proceder por sí mismos (1993, p. 22).

La manualística también tuvo un efecto de retorno en la tratadística del siglo XIX, con resultados desiguales. En muchos casos, los tratados de arquitectura optaron por hacerse más prácticos y de una narrativa menos erudita y profesional; y en otros, «disolvieron» prácticamente el sentido de la propia arquitectura como un campo disciplinar de contenidos reconocibles en su especificidad.

Independientemente de las variaciones y del orden de los temas registrados, desde Los diez libros de arquitectura de Vitruvio la estructura de los tratados fue concebida en la mayoría de los casos con una lógica inductiva de análisis de la realidad: de la presentación de las «partes» al «todo», de la descripción individualizada de los componentes a la exposición de los sistemas tipológicos y las reglas de composición. En diversos casos, como el del tratado de Vitruvio y los ejemplos más conocidos de la tratadística del Renacimiento y la Ilustración, todo el cuerpo del tratado estaba precedido de una presentación «teórica» referida a los fundamentos filosóficos y hasta históricos de la arquitectura. En otros casos, este acápite o estaba repartido en cada capítulo o se dejaba al final del libro.

En el caso de la tratadística preilustrada, la fusión indiferenciada entre logos racional y pensamiento mítico poético, junto con la ausencia de un corpus jerárquico y diferenciado de conocimientos y referencias sobre la realidad objeto del discurso, produjo una estructura aparentemente «caótica» de «libros» y «capítulos» en los que los temas se registraban en función de una clasificación o entendimiento lineal, autárquico, superpuesto o recursivo. Así, aparecían en un libro los temas de las partes constructivas del edificio junto a las reglas de composición, como podía repetirse casi el mismo contenido en otro capítulo al lado de referencias al clima o a los hábitos de la familia. Cada libro era un mundo en sí mismo. Esta es la estructura del tratado de Vitruvio, y que se reproduce de algún modo en los de Alberti, Serlio, Vignola o Palladio, con un mayor o menor contenido escrito y despliegue visual.

El surgimiento de una nueva racionalidad a partir del siglo XVII tuvo un impacto decisivo en el modo no solo de percibir y conocer la realidad, sino también de representarla y exponerla. La estructura del tratado de Jacques-François Blondel (1705-1774), Cours d’architecture, ou traité de la décoration, distribution et construction des bâtiments (1771-1777), sugiere desde el título el conocimiento de una realidad organizada, jerarquizada y especializada en un saber de totalidad (la arquitectura) y de particularidades subsidiarias, pero constitutivas de un solo hecho (la decoración, la distribución y la construcción). Blondel se propuso escribir un tratado «completo» de la arquitectura. A diferencia de la tratadística precedente, impregnada de una visión canónica que encarnaba la idea de una única manera de componer la «arquitectura perfecta», en este caso se observa ya una visión que presenta todas las formas de hacer las construcciones, desprovista de fórmulas axiomáticas. El tratado, que consta de seis volúmenes de texto y tres volúmenes con la parte gráfica, se estructura sobre la base de tres grandes partes y temas referidos a la decoración, la distribución y la construcción.

Jacques-François Blondel no solo es uno de los académicos más influyentes del siglo XVIII, sino que su tratado, de aspiración enciclopédica, es un referente principal, que encarna como pocos las posibilidades y los límites de la tratadística producida en medio de la revolución ilustrada y la estética del rococó. En la búsqueda de un conjunto de valores genéricos y racionales que se encuentren más allá de arquitecturas contingentes y del gusto de cada época, su tratado se encuentra a medio camino entre la tratadística «antigua», de referencias cruzadas —en la cual el tema de las órdenes, la ornamentación y los «modelos» aparecen como prioritarios—, y los tratados «modernos», que responden a una organización temática legible y diferenciada —en la cual el tema de los «tipos» edilicios y la construcción adquiere mayor importancia—. Blondel reconoce que el «gusto» es un tema que debe ser estudiado en profundidad porque tiene que ver con la manera de ver y apreciar la arquitectura. Y que ello —la arquitectura que gusta o no— no se supedita necesariamente a una buena o servil imitación de los modelos antiguos. Por ello, apela a desarrollar un espíritu crítico para «distinguir entre la arquitectura bella y mediocre» (1771-1777, p. XIV). Su tratado aspira a brindar todo el saber para dotarse de este conocimiento.

La conexión del tratado de Teodoro Elmore con la tratadística decimonónica se inicia de manera directa con el tratado de Durand, Précis des leçons d’architecture données à l’École Polytechnique (1802-1805); es decir, con uno de los primeros textos que consolidan una manera moderna de abordar la arquitectura desde la recusación enfática del «modelo» histórico para optar por la codificación del «tipo» edilicio. En este caso, la idea de base es el desarrollo de una nueva racionalidad respecto al proyecto arquitectónico, basada en la producción modulada y estandarizada, disponible para su «ensamblaje» como un puzle que no demanda pensar sobre los resultados, sino sobre el saber hacer: saber combinar, componer y armar las piezas.

El tratado de Durand se dota de contenido a partir de la exposición de dos grandes cuestiones: los «elementos de los edificios» y la «composición en general» de estos. Con estas premisas, los volúmenes del tratado se estructuran de la siguiente manera: la primera parte del primer volumen está dedicada a los elementos de los edificios, presentados según la calidad y el empleo, las formas y las proporciones; la segunda parte aborda el tema de la arquitectura y la cuestión de la composición en general. El segundo volumen está abocado más al tema de la ciudad y la edificación urbana pública y particular. Como en el caso de los tratados articulados a una función pedagógica, este se articula en función del abordaje de todos los requerimientos del proyecto.

La lógica con la que Durand organiza su curso y su tratado, que inspiraría posteriormente a Teodoro Elmore, corresponde a las normas establecidas por una taxonomía biológica que desde mediados del siglo XVIII —como lo había establecido Carl von Linneo con su Systema naturae, publicado en 1735— debía descomponer, organizar y recomponer la realidad según las clases, órdenes, géneros y especies edificatorias en una permanente vinculación parte-todo. El aporte reside en que la clasificación obedece a razones morfológicas, por lo que ciertas tipologías espaciales (patios monumentales con peristilo, espacios centrales abovedados y otros) pueden ser comparadas con edificios de diferentes destinos, usos y funciones.

Discípulo de Jacques-François Blondel en la Académie Royale d’Architecture, desde sus primeros trabajos, como en la construcción de la iglesia de Sainte-Geneviève y el Panteón de los Franceses, Jean-Baptiste Rondelet orientó su actividad profesional, científica y académica al tema de la construcción, sus técnicas, materiales y procedimientos. Ello, con un espíritu de innovación y racionalidad científica, por lo que en poco tiempo se ganó la reputación de ser uno de los constructores más importantes de Francia. Como académico, fue uno de los propulsores de la fundación, en 1795, de la École Polytechnique. En 1799 se hizo profesor en la École d’Architecture, que en 1806 se convertiría en una sección de la École des Beaux-Arts, donde trabajó hasta 1824. El curso bajo su responsabilidad fue el de Construcción y Estereotomía.

Los vínculos de Teodoro Elmore y Jean Baptiste Rondelet no solo se basan en una condición compartida: ser ambos ingenieros, sino también en que conciben la construcción como una ciencia y una matemática precisa. Es más, Rondelet y su Traité théorique et pratique de l’art de bâtir, que empezó a publicarse en 1802 (hasta 1817), aparece permanentemente citado por Elmore, lo que revela una importante comunión de ideas. Por méritos propios, el tratado de Rondelet se había convertido en una auténtica biblia de la construcción para la época. Se consideraba como el primer tratado «científico» de la construcción, sin que ello significara la afirmación de un discurso autárquico respecto a la arquitectura. La estructura del tratado se compone de diez libros, cada uno de los cuales se compone de secciones y capítulos, repartidos entre cinco volúmenes de texto y dos volúmenes de la parte gráfica48.

Para Rondelet, la «construcción» —con la «decoración» y la «distribución»— es una de las tres partes de una ciencia mayor que es la arquitectura («L’architecture est une science»), y que hace posible la construcción de edificios sólidos y cómodos con las formas más bellas (1802-1817, p. 7). Rondelet es consciente de la complejidad de conocimientos que se convocan para lograr a cabalidad el cumplimento de lo que él denomina «los tres valores esenciales de la arquitectura»: la conveniencia, la solidez y la belleza de la forma. Los medios que posibilitan estos atributos son la decoración, la distribución y la construcción. En este caso, él define la construcción como la parte de la arquitectura cuyo propósito es ejecutar una obra proyectada, con toda la solidez y la perfección que sea posible, empleando los materiales más convenientes, con arte y economía (1802-1817, p. 8). Teodoro Elmore adopta de Rondelet tanto la idea de los tres valores esenciales de la arquitectura (la conveniencia, la solidez y la belleza) como la noción de que la «construcción» es una rama de la arquitectura que hace posible que una obra proyectada se convierta en realidad edificada.

El Traité d’architecture de François Léonce Reynaud (1803-1880) es otro referente de primer orden recreado por Teodoro Elmore para estructurar su discurso como ingeniero-arquitecto, así como para componer su curso en la EECCM y el tratado respectivo. La razón: no solo porque la obra de Reynaud era considerada como uno de los tratados más importantes y «completos» del siglo XIX, sino también por su biografía personal y profesional: era un ingeniero de formación, pero con un gran interés y vocación por la arquitectura, como Teodoro Elmore.

Luego de una intensa y brillante carrera como ingeniero construyendo faros, estaciones y otros edificios, a finales de 1837 Reynaud fue elegido profesor de la École Polytechnique como sucesor de la plaza de Durand. Se desempeñó como tal hasta 1867 y, paralelamente, desde 1841, fue profesor de Arquitectura en la École des Ponts et Chaussées, institución que dirigió a partir de 1869. Como una síntesis de los cursos que impartía en ambas instituciones, publicó su Traité d’architecture en dos volúmenes: el primero, dedicado a los «elementos de los edificios» (1850), y el segundo, a los «edificios» (1858)49.


22 | Antigua Penitenciaría de Lima. Lima Cercado. Proyecto de Maximilien Mimey y Michele Trefogli, 1856-1860

Actual Centro Cívico y Sheraton Lima Hotel & Convention Center. Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.

El primer volumen, rotulado «Primera parte», se ocupa de los diversos materiales que la naturaleza o la industria proporcionan al arte de la construcción, así como de elementos o componentes constructivos espaciales de los edificios. El segundo volumen, rotulado «Segunda parte», se ocupa de la combinación de estos elementos y de los principios de composición en función del tipo edilicio y de la finalidad del mismo, como ya lo habían planteado de manera aún imprecisa Jacques-François Blondel y luego Durand, y como lo harían después Elmore y muchos tratados del siglo XIX.

En los tiempos que Durand fue docente en la École Polytechnique, el curso de Arquitectura tenía una ubicación marginal en el plan de estudios. Con el tiempo, fue ganando prestigio y un mayor peso académico en la formación ingenieril, hasta que Léonce Reynaud lo convirtió en un pilar de la formación de la escuela: se constituyó —como sostiene Peter Collins— en el «curso sobre teoría arquitectónica más completo y puesto al día que se podía encontrar en el mundo» (1970, pp. 196-197). Reynaud no solo tenía una sólida formación como ingeniero, también era versado en cuestiones de arquitectura y su historia.

Reynaud construyó el contenido de su tratado a partir de algunas premisas de fondo: en primer lugar, que la arquitectura se debe estudiar desde la razón científica («las consideraciones científicas deben de intervenir en el estudio de las formas de nuestros edificios»), sin desconocer que esta no puede hacerlo todo y que existen aspectos que tienen más relación con los sentimientos y la percepción ordinaria u cotidiana (1850, p. VI); y en segundo lugar, que en oposición a sistemas canónicos emanados de las antigüedades griegas y romanas «que se niegan a cualquier cosa que pueda reclamar nuestras costumbres, nuestro clima, nuestros materiales o nuestro gusto», resalta la magnificencia de una arquitectura francesa ilustrada original que no es copia estéril, sino que expresa una inspiración del «genio nacional» (1850, pp. VI-VII). Para Reynaud, la «universalidad y variedad» son dos «cualidades preciosas» del arte. Otra premisa es que la arquitectura —a diferencia de la pintura o la escultura— no se puede concebir como un sistema rígido y preestablecido, ya que la armonía completa entre la forma y la función está en permanente evolución y cambio. No obstante su enfoque de control racional de todo lo concerniente a la arquitectura, Reynaud confiesa que está muy lejos de pretender que todo es perfecto en el sistema de la arquitectura de su época. Él no se opone a la introducción de nuevos elementos o formas de enfrentar el problema, pero sí se opone terminantemente a la «fantasías caprichosas o reproducciones del pasado» (1850, p. VIII).

En la introducción de su primer volumen, Reynaud sostiene que la arquitectura se puede definir como el arte de la comodidad y la belleza en la construcción. No basta que las obras sean visiblemente sólidas y estén convenientemente dispuestas según los diversos usos a los que están dedicados. El hecho es que debe producirse una feliz impresión en el espíritu del espectador. Debe ser una obra bella (1850, p. 1). Reynaud resume su punto de vista del siguiente modo: «La arquitectura es un arte eminentemente racional, mas ella demanda mucho a nuestra imaginación; la belleza es el objetivo más elevado, mas ella sola no es suficiente para alcanzar la condición de conformidad plena con la conveniencia de orden material» (1850, p. 15). Teodoro Elmore recoge gran parte de estas premisas de base, en su entendimiento y valoración de la arquitectura.

Reynaud representa la culminación brillante de una tradición de aportes generados desde la práctica ingenieril y la tratadística de las «ciencias de la construcción» que se inició alrededor de 1750 con la creación de la primera escuela de ingenieros civiles, la École des Ponts et Chaussées (1747) y la de ingenieros militares en Mezières (1748), hechos que marcarían profundamente, como advierte bien Peter Collins, los destinos y contenidos de la teoría de la arquitectura en las décadas subsiguientes (1970, p. 189). De esta primera avanzada quedan los planteamientos de Rodolphe Perronet, primer director de la escuela, y su afán de vincular la racionalidad ingenieril con los principios de la arquitectura. Antes habría que mencionar a Pierre Bullet y su L’architecture practique (1691), una temprana apuesta por un enfoque racional, constructivo e ingenieril de la arquitectura y la construcción.

El tratado de Reynaud hizo honor a su prestigio: por su importancia, traspasó fronteras rápidamente y adquirió una particular influencia en diversos países, sobre todo americanos. En ellos se iniciaba, alrededor de la mitad del siglo XIX, un proceso de modernización de la vida social y cultural, así como del aparato productivo heredado del periodo colonial. Un sector estratégico fue la renovación de los sistemas de educación profesional y técnica: las nuevas repúblicas criollas empezaron a constituir escuelas de formación ingenieril y a organizar los «cuerpos de ingenieros y arquitectos», con una manifiesta influencia francesa.

Xavier Moyssén devela la influencia temprana de Léonce Reynaud en México al rastrear la historia de Jesús Galindo y Villa, ingeniero y arquitecto mexicano que en 1898 publicó una traducción libre y parcial del tratado de Reynaud. La advertencia del traductor resulta significativa: se trata del libro más importante y completo que se haya escrito sobre el arte de la arquitectura y que debía ser conocido con urgencia en México (1987, pp. 155-161).

El caso del Perú puede ser singular respecto a la influencia tratado de Reynaud. Se podría afirmar que su «presencia» en el Perú resulta casi simultánea a su cátedra francesa y la publicación del libro. Esto se debe a la intensa y fructífera estadía profesional en el Perú del arquitecto francés Maximiliano Mimey (1826-1888), quien había estudiado con Henri Labrouste y colaborado con Reynaud en diversas publicaciones y construcciones. Mimey arribó al Perú en 1853; desde entonces, su trabajo como arquitecto se nutrió de estadías prolongadas entre Lima y París50.

El «círculo francés» de ingenieros y arquitectos que residían y trabajaban en la Lima de la década 1850 en adelante fue un factor activo de influencia en las primeras promociones de ingenieros y arquitectos peruanos, Teodoro Elmore entre ellos. Todos se habían formado en la École des Ponts et Chaussées y, por consiguiente, habían sido alumnos de Reynaud y lectores de su tratado. Ello explica por qué el tratado de Elmore se constituye no solo en uno de los primeros testimonios en América Latina de un libro estructurado como síntesis creativa de las dos tradiciones mencionadas (la de la «construcción» y la de la «arquitectura»), sino también en una evidencia original y autónoma de una relectura limeña del tratado de Reynaud.

2.4. Lecciones de Arquitectura. El tratado

Desde el título extensivo, Apuntes sobre las lecciones de Arquitectura, el tratado de Elmore reproduce, con sentido de búsqueda personal, la estructura y los contenidos de la tratadística construida específicamente como soporte de una actividad pedagógica, tal como ocurrió desde que Nicolas-François Blondel publicara su Cours d’architecture enseigné dans l’Académie Royale d’Architecture (1675-1683). Le siguió Jacques-François Blondel y su Cours d’architecture, ou traité de la décoration, distribution et construction des bâtiments (1771-1777), texto de sus clases en la École des Beaux-Arts y la Académie Royale d’Architecture. La propuesta de Teodoro Elmore se encuentra más cerca de Précis des leçons d’architecture (1802-1805), de Jean-Nicolas-Louis Durand, resultado de su curso en la École Polytechnique. Igualmente, Jean Baptiste Rondelet y su Traité théorique et pratique de l’art de bâtir (1802-1817), escrito para su curso en la École des Beaux-Arts. Y, finalmente, un referente convocado de manera permanente por el propio Elmore: Léonce Reynaud y los dos volúmenes de su Traité d’architecture, publicados entre 1850 y 1858 en su primera edición, como resultado de los cursos impartidos en la École Polytechnique y en la École des Ponts et Chaussées. Una excepción a esta serie de tratados articulados con una función pedagógica, pero que tiene, igualmente, presencia importante en la narrativa del tratado de Elmore, es el prolífico y muy influyente texto de Nicolás Valdés, Manual del ingeniero y arquitecto, publicado en París en 1859, con una segunda edición en Madrid en 1870.

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