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Mario

El veterano seleccionador brasileño que se negó a ofrecer un juego bonito y acabó pagando un precio muy alto por su testarudez.

Lidio

El médico de la selección que recibió muchas críticas.

Filé

El respetado fisioterapeuta brasileño que advirtió sobre los desastres que se avecinaban, pero al que nadie escuchó…

A todos ellos hay que añadir una docena de personajes secundarios, incluidas varias rubias (y algunas morenas), una gran cantidad de chicos de barrios marginales, amigos de nuestro héroe, los portavoces de los mayores fabricantes de material deportivo del mundo y muchos, muchos más...

PRÓLOGO
12 de julio de 1998, final del Mundial de Fútbol, París, Francia.

Dos mil millones de personas vieron el partido de fútbol más importante del mundo con el corazón en la mano. Ronaldo, la superestrella que estaba en el centro del campo, deambulaba por el Stade de France como si tuviera la cabeza en otro lado, aunque no parecía tener ninguna lesión a la vista.

La impotencia de Ronaldo quedó a la vista en su triste anonima­to. No recibía ningún balón y tampoco sabía dónde ir a buscarlo. Parecía que sus compañeros de equipo lo habían olvidado; o, peor aún, lo estaban ignorando.

Brasil se hundió sin dejar rastro alguno.

Para entender los antecedentes de este partido tan trascendental, hay que remontarse al día en que nació Ronaldo...


ACTO I:
EL HIJO DEL VUDÚ

“Pienso que si no pasas una buena infancia o adolescencia, acabas luchando por tus objetivos con más determinación en comparación con aquellas personas que han nacido en cuna de oro.”

Clodoaldo, exjugador brasileño ganador del Mundial de Fútbol de 1970

CAPÍTULO 1
La historia de dos cumpleaños
18 de septiembre de 1976, Bento Ribeiro, Río de Janeiro, Brasil

Sonia Barata Nazario De Lima, una joven y preciosa madre de dos niños, se involucró en el vergonzoso ambiente de la calle; salía apresuradamente de su pequeña casa de un solo y minúsculo dormitorio al borde de la favela de la ladera, y se intro­dujo en lo que quedaba de un destartalado Volkswagen Escarabajo que le pertenecía a un familiar. Estaba francamente preocupada. Los dolores que sentía en su interior parecían presagiar que el embarazo iba a acabar de forma prematura. Quería que este bebé naciese de la misma forma en que lo habían hecho los dos anteriores. Sin embargo, la vida se resistía a ponerle las cosas fáciles. Allí estaba ella, embarazada a los 25 años y nada segura del papel que seguiría desempeñando Nelio, su díscolo marido, en su vida. De hecho, era consciente de que en cualquier momento podía abandonarla al ser incapaz de resistir la tentación del alcohol y las drogas.

Sin embargo, Sonia estaba decidida a que este hijo naciese sano. Aún recordaba la predicción de un hechicero del lugar que, en una ocasión, invitado a la chabola por un familiar, había adelantado que su tercer hijo sería un niño con unas dotes sobresalientes, que sacada de la miseria para siempre a Sonia y a los suyos. Sonia rei­tera los presagios del brujo: “Un día, llegará un niño que iluminará tu vida y te hará millonaria”. En su día, le restó importancia a esa predicción, pero a medida que se iba acercando al centro médico local por un camino sucio, pedregoso y lleno de baches, las palabras del hechicero volvieron a resonarle en la cabeza. Desde luego, era mucho mejor que cualquier otro recuerdo de su catastrófico matrimonio con el atractivo Nelio.

Para Sonia, la eterna soñadora, el matrimonio se le presentó en un principio como una buena forma de acceder a la felicidad, aun­que más adelante acabaría comprobando que su destino estaría ligado a la pobreza de por vida.

“Estaba completamente enamorada de Nelio, pero era un amor ciego. Era tan joven que no me daba cuenta de las fisuras de la relación, que saltaban a la vista de todos”, afirma ahora Sonia. Hace una pausa y añade: ‘’Tendría que haberme dado cuenta”.

La boda de Sonia y Nelio cinco años antes no sirvió más que para aliviar momentáneamente a Sonia del entorno de miseria y drogas que se respiraba en aquellos barrios marginales en los que la electricidad para el televisor era más importante que el agua corriente y el alcantarillado. Para la familia de Sonia, la boda fue la forma ideal de deshacerse de ella. Consideraban que no era más que una joven muy maternal que había acudido poco a la escuela y a regañadientes. El matrimonio se presentaba como la única forma de sobrevivir en la favela. Sonia, por su parte, se veía a sí misma en un segundo plano, incapaz de competir con el alcohol o las drogas. Sin embargo, la felicidad de Sonia fue efímera como solía serlo.

Nelio vagaba de un trabajo a otro. En una ocasión llegó incluso a abandonar el hogar familiar durante seis meses para intentar con­seguir un trabajo en el estado de Amazonas, al norte de Brasil, donde los leñadores habían logrado hacerse con el dominio de la selva tropical.

Sonia se puso a trabajar día y noche de limpiadora en una piz­zería para poder alimentar a su familia. Después, el matrimonio consiguió sendos trabajos en la compañía telefónica local, pero a Sonia le hicieron abandonar el puesto al quedarse embarazada de su tercer hijo. Ahora, los golpes que se empeñaba en asestarle la vida amenazaban con transformar su tercer embarazo en un desas­tre.

Un día antes de empezar a trabajar, Sonia limpió la casa de arri­ba a abajo. En cierto modo, le ayudaba a evitar pensar en su situa­ción desesperada: casi siempre sola y a punto de convertirse en madre por tercera vez, cuando en realidad no podía permitirse ali­mentar a una boca más con los escasos treinta dólares semanales que ocasionalmente aportaba Nelio de su salario.

Su orgullo le había impedido acudir a sus familiares en busca de ayuda económica. De todos modos, la mayoría de ellos estaban atravesando por la misma situación desesperada. Sin embargo, Sonia no estaba dispuesta a darse por vencida. Es más, tenía muy claro que iba a arreglárselas con o sin la ayuda de Nelio.

Mientras el destartalado Volkswagen Escarabajo de su familiar iba enfilando las abarrotadas calles de Bento Ribeiro, Sonia no sin­tió miedo alguno. Tampoco le quedaba mucha opción.

El centro médico San Francisco Javier no era mucho más higié­nico que su chabola. De camino a la sala de partos, Sonia se dio cuenta de la asombrosa cantidad de mujeres a punto de dar a luz. Muchas de ellas gritaban y alguna que otra estaba dando a luz en la diáfana sala en presencia de decenas de parturientas.

Media hora después, llegó el turno de Sonia.

“Es un niño”, le anunció el médico al tiempo que le mostraba un cuerpecito con una mata de pelo negro. “¿Cómo se llamará?”

Sonia alzó la vista somnolienta y le dedicó una sonrisa, no sin esfuerzo, al médico que la había atendido en el parto. “Gracias, doctor. ¿Cómo se llama usted?”

“Ronaldo”, contestó él.

“Pues entonces le llamaremos Ronaldo en agradecimiento a su destreza”, respondió Sonia.

Lo cierto es que Sonia no le había dado muchas vueltas al nombre, porque pensaba que habría sido un mal augurio en caso de haber surgido complicaciones en el parto.

Allí estaba ella, tumbada, recuperándose del parto en el que había nacido un niño de 3.300 gramos, completamente ajena a lo que acababa de ocurrir. Era como si aquellos momentos tan tensos le hubiesen sucedido a otra persona. Le preocupaba el bienestar de su hija Ione y de su hijo Nelinho (el pequeño Nelio) en un hogar en ruinas. ¿Permanecería Nelio junto a la familia o se dedicaría a sus frecuentes sesiones de droga y alcohol?

Sonia estaba decidida a sacar adelante a Ronaldo y a sus otros dos hijos por su cuenta si Nelio seguía desentendiéndose de la familia. Era muy consciente de que nunca llegaría a ser un buen padre.

Nelio nació en un barrio mucho más pobre llamado Erja, en el que vivió con su familia hasta que contrajo matrimonio con Sonia en 1971. Durante los años posteriores al nacimiento de sus dos primeros hijos, Nelio se fue dejando llevar cada vez más por el alcohol y las drogas. Los empleados de su bar preferido de Bento, Julio’s, aún recuerdan muy bien sus sesiones de bebida maratonianas.

El camarero Ronadaldo Pires recuerda que “cuando Nelio se tomaba un par de copas, se convertía en el alma de la fiesta”. Cuando se emborrachaba, Nelio se dedicaba a invitar a todos los que estuvieran en el bar y después se pasaba las semanas siguientes rehuyendo para pagar lo que debía.

Cuando Nelio apareció en el centro médico para ver a su mujer, le dijo a ésta que no podía permitirse inscribir a Ronaldo en el registro, aunque estaba obligado a hacerlo inmediatamente por ley. Incluso pagó los honorarios del médico con monedas que poste­riormente confesó haber recibido prestadas de amigos y familiares. Pasaron cuatro días hasta que Nelio consiguió ahorrar los 10 dóla­res necesarios para el registro y, para evitar ser multado por no haber realizado los trámites en su debido tiempo, declaró que el niño había nacido el 22 de septiembre.

No hay nada de raro en esto. De hecho, cada año deja de regis­trarse en Brasil más de un millón de niños.

Por este motivo, Ronaldo celebra su cumpleaños dos veces al año. En lo que respecta a su familia, Ronaldo nació el 18 de sep­tiembre. Oficialmente, fue el 22.

Remontándonos a 1976, en aquella época, Sonia no tenía tiem­po para andar sufriendo depresiones posparto. Le dio el pecho a Ronaldo durante muchos meses, porque era una forma barata y natural de alimentarle. Cuando abandonó el hospital con el peque­ño en sus brazos envuelto en una sábana, ya había ideado un plan. El niño iba a ser su inspiración. Sería un éxito. Las predicciones disparatadas de aquel hechicero podrían hacerse realidad.

Poco después del nacimiento de Ronaldo, Sonia consiguió otro trabajo en un puesto de comida ligera, por el que cobraba 10 dóla­res diarios por turnos que a veces llegaban a las doce horas. Dejaba al pequeño Ronaldo al cuidado de su hermana, que vivía en su misma calle, Rua General Cesar Obino. Sonia había adoptado la firme decisión de convertir el trabajo en su prioridad absoluta para que los suyos lograsen sobrevivir económicamente. Cada mañana, antes de tomar el autobús para ir al trabajo, dejaba al pequeño en manos de su hermana, que vivía al otro lado del polvoriento cami­no en una casa mucho más ruinosa que la de los De Lima. Ronaldo no volvía a ver a su madre hasta la media tarde.

No era de extrañar que Sonia se sintiese inmensamente culpable por dejar a sus hijos al cuidado de familiares mientras trabajaba. Sin embargo, se negaba categóricamente a pedir ayuda a su marido. Todas las noches, cuando volvía a casa después del trabajo, Sonia cambiaba pañales, hacía la cena y después caía derrumbada ante el televisor. No disponía de dinero extra para salir, por lo que se deleitaba con los diálogos sensibleros y los espantosos argumentos de las telenovelas de Río (las novelas das oito) que cada noche triunfan en televisión.

“Eso no era vida”, afirma ahora Sonia. “Tenía pocos amigos y Nelio estaba ausente la mayor parte del tiempo. Mi vida se limita­ba a cuidar de los niños y a trabajar, cuando en realidad tendría que haber estado por ahí fuera divirtiéndome con mi marido”.

La adicción de Sonia a las telenovelas de Río era su única libe­ración: solía sentarse ante el televisor durante horas y horas. Los actores parecían tan atractivos y honrados. ¿Por qué no podía ella encontrar a un hombre que fuese la personificación de estos perso­najes de televisión?

“En cierto sentido, Ronaldo, su hermano Nelio, su hermana Ione y yo misma crecimos juntos; quizás mucho más que otras madres y sus hijos. La televisión era una forma de evasión. No tenía mucho más en aquella época”, relata Sonia.

Sonia se enganchó a las telenovelas de Río, porque en la vida real se sentía abandonada por su marido y por el resto del mundo en general. Los héroes de los programas de telebasura y las infinitas revistas femeninas que caían en sus manos constituían una grata escapatoria de la desgraciada vida en la favela.

Sonia solía acordarse a menudo de las atrevidas predicciones del hechicero a propósito de su tercer hijo. Quizás la solución a sus problemas se encontrase en ese niño. Bien era cierto que cuando observaba la cara radiante del niño, le invadía cierta sensación de optimismo y llegaba a confiar en que el niño le abriría la puerta a la felicidad.

CAPÍTULO 2
Sudor y miedo en Bento Ribeiro

La Rua General Cesar Obino era como muchas otras calles de las favelas de Río, polvorienta y pedregosa. Tenía un bar, una escuela primaria y una iglesia evangélica, así como decenas de coches viejos, destartalados y quemados. Las mujeres mayores solían sentarse al sol en los escalones de entrada a sus chabolas y los niños se dedicaban a dar patadas a sus balones.

Las favelas surgieron porque una quinta parte de los 160 millo­nes de habitantes de Brasil vive en “pobreza absoluta”, expresión acuñada por las organizaciones benéficas locales para la gente sin hogar. En un país en el que el salario mínimo sigue siendo de 120 dólares al mes y en el que alquilar un apartamento en Río viene a costar unos 450, no resulta en absoluto sorprendente que una gran proporción de la población acabe viviendo en casas construidas por ellos mismos del tamaño de lo que en Gran Bretaña se considera­ría un cobertizo de jardín de buenas dimensiones.

Muchas de las favelas, como la situada en el extremo de Bento Ribeiro, fueron construidas en las laderas de las montañas para que las aguas residuales vertieran, ante la inexistencia de alcantarillado. Muchos de los niños matan el tiempo jugando al fútbol en las favelas al no tener medios para hacer otra cosa. Los hay que no saben leer ni escribir y su única moneda de cambio suele ser la des­treza con el balón.

La familia de Ronaldo solía contemplar las mejores zonas de Río y sus barrios periféricos desde la favela, mientras se imaginaban como sería la vida con lujos tales como una alfombra, saneamientos, coches y, ante todo, dinero.

Dieciséis de los familiares de Ronaldo vivían o habían vivido en el lugar que la familia De Lima llamaba su hogar, o cerca de allí. Se trataba de un terreno sucio y descuidado que albergaba a tres pequeñas chabolas. Sobre un trozo de madera y con pintura negra figuraba el número a 14. Un papel pegado con cinta adhesiva al pilar de la puerta de piedra rezaba: “Se venden cometas”.

Cuando llegaban desconocidos a la favela, los niños dejaban de jugar al fútbol y se arremolinaban en torno a ellos con la esperan­za de conseguir una moneda.

Durante los primeros años de su vida, Ronaldo compartió cama con sus padres. Le asustaba la oscuridad y, a menos que la luz del único dormitorio de la chabola permaneciera encendida, rompía a llorar. Sus padres solían esperar a que se quedara completamente dormido para acostarse. Hasta que no cumplió los cinco años, Ronaldo no durmió en el sofá de la sala de estar junto a su herma­no mayor Nelio.

Mientras, Nelio padre intentaba no perder su trabajo en la com­pañía telefónica local. No le pagaban demasiado, pero era un trabajo estable y, gracias a él, Sonia conservaba la esperanza de que en un futuro su marido acabase sentando la cabeza.

La casa de los Lima estaba amueblada de forma muy sencilla. No había teléfono a pesar del trabajo de Nelio, ni frigorífico para con­servar los elementos esenciales; simplemente una fresquera y dos hornillos de gas. Por otra parte, las instalaciones de fontanería habían sido improvisadas y no había más que dos enchufes: uno para la lámpara y otro para el televisor.

Cuando se nace en un ambiente pobre, cualquier juguete es válido para escapar de la realidad. En la chabola en la que pasó su infan­cia, Ronaldo tenía un osito de peluche y poco más, hasta que su padre le regaló una pelota de plástico en Navidades. Tenía cuatro años cuando el balón entró en su vida y le gustó más que a un niño unos zapatos nuevos.

“Pasé una infancia muy pobre, no me avergüenza decirlo”, afirmó Ronaldo unos años más tarde. “Mi primer balón de fútbol nos ofreció a mí y a mis amigos la posibilidad de ir a jugar al fútbol solos. Pronto encontramos un lugar y empecé a enamorarme del juego.

El campo en el que jugaban era un trozo de ladera desigual junto a la favela. El balón nunca llegó a suplantar al osito de peluche por la noche, pero se convirtió en un desahogo durante el día.

Ronaldo era un chico torpe y un tanto rechoncho. Sus dientes eran tan prominentes que a menudo era difícil entenderle al hablar. Además, los demás chicos tenían la impresión de que era un poco lento.

Durante las horas de sol, Ronaldo solía pegarle a la pelota de plástico en el campo improvisado por los muchachos en las afueras de Bento Ribeiro. Sobre un terreno abrasado, entre piedras y escombros, Ronaldo adquirió sus primeras habilidades con el balón. Al principio, nadie le pasaba el balón al niño torpe de cuatro años; tenía que lanzarse a por él y ganárselo por su propio esfuer­zo. Precisamente sería el esfuerzo físico que despliega en su juego el que unos años más tarde le convertiría en un jugador a ser teni­do muy en cuenta.

Muy pronto, Ronaldo comenzó a aprovechar la menor ocasión para escaparse al campo, pintar con tiza una cruz en el suelo y retar a los demás niños para ver quién conseguía mantener el balón en el aire durante más tiempo.

Según su madre, Ronaldo se embebió tanto y tan rápido con el fútbol que a menudo gritaba en sueños: “¡Pásamela, pásamela, déjame marcar!”, y después agitaba las piernas en el aire para rego­cijo de su familia. En aquella época, el mayor punto débil de Ronaldo era su pasión por los caramelos. Sonia rememora aquella época: “No sé de donde los sacaba, pero siempre que volvía a casa traía una chuchería o un pan dulce en la mano”.

Los primos de Ronaldo y su hermano mayor Nelio ejercieron una influencia importante en su vida. Solían defenderle cuando los otros niños se metían con él. Para empezar, ya le habían puesto un sobrenombre, “Dadado”, la forma en que su hermana Ione le llamaba de pequeña al no saber pronunciar su nombre. Ronaldo solía ser el último jugador en ser escogido cuando se formaban los equipos para un partido, debido a su aspecto nada prometedor. Incluso a esa edad tan temprana, Ronaldo estaba dispuesto a demostrar lo mucho que se equivocaban los demás, por lo que nada más comenzar los partidos, echaba a correr detrás de todo lo que se moviese.

Unos cuantos años después, Ronaldo se convirtió en el ídolo de millones de personas de todo el mundo. No hay que olvidar que Gran Bretaña fue el país que introdujo el deporte rey en Sudamérica. Los marineros que desembarcaban en los puertos de Rio, Buenos Aires y Montevideo a finales del siglo XIX, se dedicaban a darle al balón en sus ratos libres después de descargar los barcos.

Muy pronto, el juego tuvo gran aceptación en Sudamérica porque solo requería un balón. Cien años después, éste sigue siendo el principal motivo por el que el fútbol continúa siendo el deporte más popular en los barrios marginales de Bento Ribeiro.

En un fin de semana como otro cualquiera, Ronaldo, sus primos y amigos se dirigían a la árida ladera, cada equipo elegía un lado del campo y jugaban durante cinco o seis horas seguidas. Antes de empezar el partido, apartaban todas las reliquias y restos de rituales paganos dejados por los residentes de la favela la noche anterior. La única forma de escapar de la penuria parecía ser el fútbol, para los niños, y la magia, para los adultos.

Al igual que muchas de las zonas de chabolas de Rio, Bento Ribeiro tenía reputación de ser un peligroso caldo de cultivo para delincuentes y traficantes. Algunos incluso calculaban que se podría alquilar a un asesino a sueldo por 250 dólares en cualquiera de los bares de la zona sin grandes dificultades. La cruda realidad era que a los residentes de las favelas no les importaba el ayer, por ser irrelevante, y, mucho menos, el mañana, porque podría no llegar nunca. Muchos acababan arrastrados por la delincuencia o por emociones fuertes como las proporcionadas por las drogas, el alcohol y el sexo: una combinación letal.

Incluso la policía, saturada de trabajo y a falta de personal, se mantenía a veces al margen de los acontecimientos, en el mejor de los casos. Sin embargo, otras veces sí participaban: aceptaban sobornos o desataban su ira de machos, utilizando chicos de la calle como Ronaldo y sus amigos para hacer prácticas de tiro.

Ronaldo no cayó en la delincuencia como muchos otros niños de la favela debido, en gran medida, a su madre. Sonia era una mujer trabajadora y honrada, y en casa de los De Lima imperaba una norma no escrita según la cual mientras uno no pagase impuestos de forma voluntaria, no debería robar a ninguno de los suyos.

Al principio, Sonia tardó en darse cuenta de que las destrezas de su hijo con el balón podrían contener la clave para huir de la pobreza. Soñaba con que Ronaldo recibiese una formación escolar y universitaria completa, así como un trabajo estable, de responsabilidad y bien pagado. Estaba convencida de que el hechicero se había referido a este tipo de éxito con su profecía.

Según explicó Sonia unos años más tarde, había otro motivo por el que prefería que su hijo no se dedicase a este deporte: “No es que no me gustase el fútbol, pero me daba la impresión de que podía llegar a convertirse en una trampa. Mi hermano Pipico jugó en el Fluminense [un equipo de Río], en Venezuela y en Colombia. Ahora es casi incapaz de mantenerse a flote”.

El padre de Ronaldo solía discutir con su mujer acerca de la procedencia de las habilidades de Ronaldo con el balón. Nelio insistía en que la inspiración le había llegado por parte paterna y no gracias a la familia de Sonia ni al hermano de ésta.

“Yo mismo podría haber sido un jugador profesional. Todos me querían para sus equipos: Bangu, Madureira, Portuguesa..., pero yo prefería jugar con mis amigos. Y aún sigo jugando cada domingo”, comentó años después.

Ronaldo se había contagiado ya de la fiebre del fútbol. En cuanto tenía un momento libre se iba a la sucia parte trasera de su casa a regatear y a hacer malabarismos con la ligera pelota de plástico.

Los primos de Ronaldo y su hermano Nelio comenzaban a darse cuenta de que su obsesión por el fútbol podría llevarle lejos.

A los cinco años, ya no era en absoluto el último jugador en ser escogido a la hora de formar los equipos. De hecho, estaba tan solicitado que los niños acababan peleándose si no contaban con Ronaldo en sus equipos. El niño de aspecto singular estaba resultando ser un arma secreta excepcional contra los chicos de los equipos de otros vecindarios, que no podían ni imaginarse la calidad de Ronaldo.

Los fines de semana, Ronaldo y sus amigos comenzaron a colarse en el tren con destino a la playa de Copacabana. Miles de niños hacían ese mismo trayecto de forma regular para jugar al fútbol en la arena. No había día en que no hubiera partidos en la playa en los cientos de campos improvisados. Solían jugar a una versión futbolística de voleibol, utilizando la misma red.

La estrella brasileña Zico, héroe de infancia de Ronaldo, comenta que “muchos de los niños no tienen juegos de computador ni videos en casa, así que juegan al fútbol, desarrollan sus habilidades y sueñan con escapar de la pobreza algún día y convertirse en futbolistas famosos. Para muchos brasileños, es la única escapatoria”.

Las playas de Río han visto nacer a muchos futbolistas jóvenes desde tiempos inmemoriales. Debido a la imprecisión del juego sobre la arena, los jugadores tienen que aprender rápidamente a controlar el balón, tanto en el aire como en la arena. El fútbol en la playa resultó ser un entrenamiento magnífico con el que Ronaldo mejoró sus habilidades.

Y así era como Ronaldo y sus jóvenes amigos iban a la playa, regateaban, practicaban voleas, disparaban y aprendían a amar el fútbol por todo lo que conllevaba. Pronto se dio cuenta Ronaldo de que sólo era feliz cuando tenía el balón, lo que significaba que tenía que colocarse de la mejor manera para recibirlo de nuevo cuanto antes.

En 1982, Ronaldo vio un campeonato del mundo por primera vez en su vida en un televisor en blanco y negro en el salón del hogar familiar en Bento Ribeiro. Tan sólo tenía cinco años y se llevó un gran disgusto cuando Paolo Rossi marcó tres goles consecutivos a favor de Italia, dejando a Brasil fuera de la competición.

A pesar de ser solo un niño. El fútbol ya formaba parte de su vida.








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