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En el siglo XIII, de nuevo muy a grandes rasgos, la tendencia del desarrollo de la jurisdicción fue ligeramente diferente. La supervisión de dominios directos y dependientes fue igual de estricta y el derecho feudal continuó siendo un aspecto poderoso en todos los ámbitos, pero el hincapié de los creadores de políticas regias recayó de manera mucho más importante en la restauración de la autoridad pública del príncipe. Ello era principalmente resultado de la recepción del derecho romano en las cancillerías de Europa Occidental, un proceso que venía desarrollándose desde comienzos del siglo XII pero que se aproximó a una especie de hegemonía a mediados del XIII. El derecho romano vigorizó drásticamente las antiguas concepciones sobre el rey y el reino. Al concentrar la autoridad legislativa y judicial en un rey-emperador y representar una forma de gobierno en la que esta figura era la única fuente de autoridad secular legítima, distinguía al rey de los otros señores e ignoraba el reparto de poder construido sin plan previo que caracterizaba gran parte de la política europea. Por la forma en que retrataba el poder real, constituyó un enorme estímulo para la actividad legislativa y judicial de los gobernantes, estando claramente detrás de los programas legislativos que protagonizaron los reinados del emperador Federico II y de Luis IX de Francia, Eduardo I de Inglaterra o Alfonso X de Castilla, perfilando, asimismo, una amplia codificación de leyes consuetudinarias y la formalización de unos altos tribunales con jurisdicción de apelación y corrección. Junto al derecho canónico, que también estaba repleto de influencias romanas, ofreció toda una gama de conceptos y modelos que fueron ávidamente adoptados por la sociedad, en parte porque la sistemática calidad de la escritura romano-canónica estimulaba la progresiva implementación de su contenido y en parte porque dichos conceptos y modelos parecían corresponderse con los poderes y los dilemas del continente en aquellos momentos. La absorción de los derechos romano y canónico fue una causa esencial tanto de los desarrollos como de los conflictos políticos de la Plena y la Baja Edad Media y, en consecuencia, merece una atención detallada. Cuatro de sus nociones, quizás, fueron particularmente importantes para los reinos.

La primera era la idea de fisco, diadema o corona: el cuerpo de derechos y poderes que se requerían para gobernar el reino. Si anteriormente los dominios directos del monarca y sus regalia eran simplemente una herencia, ahora se podían considerar bienes públicos, cuya preservación era responsabilidad del rey y de todos, puesto que eran necesarios para gobernar el reino. Aunque esta idea podía refrenar potencialmente la libertad de acción del rey –por ejemplo, haciendo inalienables sus propiedades y derechos–servía sobre todo para aumentar su autoridad, al hacerle el único propietario legítimo de todo aquello necesario para el buen gobierno del reino, especialmente de la jurisdicción, pero también, implícitamente, de los bienes y servicios que se pudieran requerir para la defensa común y, por asociación, de cualquier otra cosa que hubiera pertenecido en algún momento al patrimonio real. Dado que ningún rey era, en realidad, el propietario de todo, ni tan solo de todo lo concerniente a la justicia, principios como aquel le servían de justificación para aumentar su patrimonio a costa de otros detentores de propiedad y autoridad o, cuando menos, para interferir, a través de sus tribunales y oficiales, en la posesión y el ejercicio de dichas cosas. Un rey poderoso de un reino manejable como Eduardo I pronto procedió a preguntar Quo warranto a los terratenientes que poseían franquezas judiciales, es decir, «¿por qué garantía, título o derecho las poseían?», ya que estos últimos, en teoría, le pertenecían. Otros reyes hicieron posteriormente lo mismo e incluso algunos, como los monarcas Anjou de Hungría o los de Polonia, extendieron dicho principio a partir de la década de 1320 desde la jurisdicción a la propiedad.

Un segundo grupo de ideas relacionadas con estas se refería al papel del rey-emperador como tutor o guardián del reino y sus consiguientes derechos en circunstancias de emergencia o «necesidad» –en otras palabras, con respecto a la defensa del reino–. Estas ideas proporcionaron un nuevo y poderoso fundamento para la tributación y –cuando menos en teoría– volvieron a poner el control de la fiscalidad en manos del rey. Evidentemente, la tributación no se había inventado en el siglo XIII, pero sí que cabe decir que fue transformada a finales de dicha centuria y durante la siguiente. Los antiguos impuestos reales habían ido a parar a manos de otros señores –o quizás siempre habían estado en sus manos–, pero los nuevos impuestos romano-canónicos eran parte integrante de la soberanía del rey. Aunque se le pudiera forzar a alienar su recaudación o a negociarlos de diversos modos, poseía un derecho legal superior sobre ellos, lo que era una ventaja excelente en una época de producción legislativa. Las coronas de Aragón e Inglaterra experimentaron con dicha clase de tributación en torno al año 1200 y la última hacía ya un uso consistente de ella en la década de 1290;19 impuestos similares se desarrollaron en Sicilia a partir de 1223 y en Castilla a partir de la década de 1270, mientras que Felipe IV de Francia impuso tributos para la defensa del reino en media docena de ocasiones entre 1295 y 1304. Y no eran solo los reyes los que desplegaban estas ideas: también el papado buscó la tributación general de la Iglesia con motivo de la defensa y el bienestar comunes en diversas ocasiones entre 1199 y 1311; en el siglo posterior, como veremos, los príncipes, señores y gobernantes urbanos acabarían invocando los mismos principios.

La tributación real inglesa se basaba en otra idea romano-canónica que tuvo una amplia aplicación: el principio de que lo que afecta a todos debía ser aprobado por todos, normalmente resumido en los libros de historia con sus tres primeras palabras latinas: Quod omnes tangit. Este principio fue fundamental en el desarrollo del derecho canónico de las corporaciones, ya que exponía un marco legal para la relación entre grupos definidos –universitates, communitates («totalidades», «comunidades»)– y sus líderes. Si bien el modelo canónico consistía a menudo en el cabildo catedralicio y el obispo, la idea podía aplicarse de manera más amplia: a monjes y el abad, a la totalidad de la Iglesia, al colegio de cardenales y el papa o a cualquier communitas laica plausible –reino, ciudad, villa– y sus dirigentes. Junto a las ideas canónicas de procuración o actuación por poderes, dicho tópico y la red de principios legales vinculada a él reformaron y afirmaron las antiguas prácticas de consentimiento y consejo con nuevos modelos de representación. La multitud de asambleas representativas que creció por toda Europa, sobre todo a partir del siglo XIII, fue estimulada y definida por aquel principio poderoso y ampliamente difundido. De nuevo, el consejo y el consentimiento no eran fenómenos inéditos, pero el derecho canónico les otorgaba un nuevo mecanismo de justificación y el potencial para un ordenamiento diferente; por ejemplo, los hombres llamados para aconsejar podían ahora acudir como plenipotenciarios de su región o grupo social, siendo capaces de vincular, mediante su asesoramiento representativo, a todos aquellos en cuyo nombre asistían. Aunque dicho principio, tan poderoso en la formación del Parlamento inglés, fue generalmente frustrado en las asambleas «regnales» del continente, normalmente funcionó en el marco local y ejerció una influencia más general en las negociaciones entre gobernantes y súbditos. La llegada del Quod omnes tangit contribuyó a crear nuevas legitimaciones para los gobernantes que consultaban, para los propios consultados y para cualquier otro que pudiera afirmar que representaba a algún tipo de communitas.

El último grupo de ideas romano-canónicas particularmente constituyentes tal vez sea incluso más fundamental y de hecho apuntala todas las que hemos estado comentando. Es el resultado de la llamada Lex Regia («la ley regia», «la ley del rey»), por la que se había establecido legalmente por primera vez la autoridad del rey-emperador, a saber, por una donación del pueblo romano con el objetivo de mantener su seguridad común. Por una parte, esto proporcionaba la base para la soberanía de los reyes, pero al mismo tiempo también indicaba que aquella soberanía derivaba del pueblo, que la entregaba para su propio bien colectivo. Esto confería a la Lex Regia, y más en general a los derechos romano y canónico, una cierta ambivalencia. Si dichas leyes habían parecido hasta entonces amigas de los reyes, también eran potencialmente amigas de los pueblos, y al elevar el poder real también solicitaban responsabilidades de manera correspondiente y enfatizaban las nociones de utilitas publica, salus populi, bonum commune («el provecho público», «la seguridad del pueblo», «el bien común») u otras, por las que habían sido creadas. Había cuestiones inevitables con respecto a las bases sobre las que el rey-emperador sostenía sus poderes: ¿era simplemente el procurator o «procurador» del pueblo? ¿Si no lograba proteger su bien, provecho o seguridad, se podía recuperar lo que le había sido entregado? ¿Se podía hacer esto último en cualquier caso, como ejercicio de derecho soberano? ¿Y a qué «pueblo» hacían referencia las leyes? –¿equivalía el «pueblo romano» a cualquier pueblo determinado, o a todos los pueblos, o al pueblo de la ciudad de Roma, o al mejor pueblo entre todos ellos?–. La mayor parte de las opiniones jurídicas argumentaban que el pueblo había agotado su poder para siempre al realizar su entrega y que ningún pueblo posterior podía recuperar lo que los romanos habían otorgado. En este sentido, dado que el poder imperial había sido creado por la salus populi, su defensa era una cuestión de suma importancia: la majestas («la majestad», el poder público) del rey-emperador era una propiedad pública y cualquier individuo o grupo que actuara contra él actuaba también contra el pueblo en su totalidad. Esta era la base de la ley romana del crimen majestatis, crimen laesae majestatis o «crimen de lesa majestad» (con el que se dañaba al poder público), que fundamentó los nuevos conceptos de traición con los que las monarquías comenzaron a protegerse. Las acciones contra el rey eran ahora cualitativamente diferentes a la mera traición a un señor feudal; eran crímenes contra el pueblo y la majestas o poder público por el que estaba gobernado de manera justa; en consecuencia, tales crímenes merecían el castigo de mayor alcance –la muerte, la mutilación, la confiscación de todas las propiedades, el desheredamiento de los descendientes–, de modo que las acciones contra el rey, aunque fueran hechas por o para el «pueblo», tomaban así una peligrosa perspectiva diferencial. No obstante, las ideas romano-canónicas también se mostraban disponibles para otros usos, estuvieran sancionados o no por las mejores opiniones jurídicas, de manera que la idea general de que la autoridad se había concedido por el bien del pueblo se convirtió en un lugar común del pensamiento y las acciones políticas bajomedievales, llegando a justificar a menudo determinadas actuaciones para corregir al rey.

Junto a los desarrollos mencionados al comienzo de este apartado y junto a algunas otras innovaciones ideológicas tratadas más adelante, el derecho común tuvo un impacto tremendo sobre los reyes y los reinos de Europa. Distinguía al gobernante con respecto a otros poderes de modo más marcado y en nuevos sentidos; hizo de su autoridad un asunto de interés público, en formas que la fortalecieron al mismo tiempo que la reformularon, y creó, o recreó, una serie de instituciones y prácticas conectadas que se convirtieron en un modelo para las monarquías. Si antaño los reyes prototípicos habían tenido una corte y una casa, una familia, una serie de dependientes, algunos dominios directos y determinadas regalías, ahora poseían –junto a aquellos elementos más antiguos– unas estructuras y unas rutinas legislativas y jurisdiccionales, unos archivos y un instinto codificador, unos derechos de tributación y de servicio militar que se extendían en teoría a todo el reino, unas asambleas representativas y los mecanismos administrativos necesarios para gestionar, cuando menos, algunos de aquellos poderes públicos –una secretaría, una hacienda, una tesorería y una red de oficiales con responsabilidades más allá de los dominios directos–. Algunos elementos de este paquete habían sido minuciosamente tomados de los principios romano-canónicos. Otros representaban enlaces entre las costumbres y tradiciones autóctonas y las perspectivas creadas por los nuevos conocimientos. Incluso otros fueron copiados o adaptados de un reino a otro, más que fluir directamente de las fuentes de Bolonia, Orleans u otros centros de estudio del derecho romano. Las antiguas concepciones de la monarquía como algo sagrado, heroico, caballeroso o misericordioso continuaron en juego, pero fueron complementadas por un nuevo y poderoso énfasis en la jurisdicción y los poderes y formas que se le asociaban. En este sentido, ¿cómo se materializaba en la práctica el tipo ideal de monarquía jurisdiccional?

Los reinos jurídicos

Aunque a mediados del siglo XIV la mayoría de los sistemas políticos europeos se ajustaban de alguna forma al modelo de reino que acabamos de describir, es importante apuntar tres cosas. En primer lugar, no todos aquellos sistemas políticos eran reinos propiamente dichos: también otros poderes utilizaban el mismo modelo, como veremos más adelante. En segundo lugar, no todos llegaron al mismo tiempo. Si los conocimientos gubernamentales se difundieron a un ritmo más o menos uniforme, la penetración de las ideas romano-canónicas dependía del grado al que estaban expuestas a ellas las élites gobernantes y sus consejeros, ya fuera a través de la educación en la relativamente pequeña cantidad de universidades y studia que existían antes de 1300, o a través de la densidad de los contactos con fuerzas romanizantes como la Iglesia papal, las ciudades italianas o las cancillerías del Imperio, Sicilia, Francia, Inglaterra y los reinos hispánicos. La extensión de las nuevas nociones y prácticas requirió de cierto tiempo, y, como veremos, los sistemas políticos del oeste británico, Escandinavia y el este y centro de Europa hicieron a menudo en el siglo XIII lo que sus vecinos del oeste y el sur habían hecho en el XII, así como en el XIV lo que los otros habían hecho en el XIII. Por ejemplo, si ya en 1173 Alfonso I de Aragón legislaba para hacer de los asaltos en los caminos reales una especie de crimen de lesa majestad, no fue hasta un juicio de la década de 1280 cuando el rey Magnus introdujo en Suecia la Lex julia majestatis o ley de lesa majestad. Mientras que en Castilla se promulgaron códigos legales regios en las décadas de 1250 y 1260, e incluso antes en Sicilia y (en cierto sentido) en Inglaterra, no fue hasta mediados del siglo XIV cuando se dieron en Suecia y Polonia (si bien en Noruega Magnus el Legislador (1263-1280) fue más avanzado y promulgó códigos legales para el reino y los municipios, Landlov y Byloven, en 1274 y 1276 respectivamente). Por supuesto, no es que aquellos reinos lejanos fueran más primitivos, sino que ese modo diferente, poco sistemático y un tanto tardío con el que recibieron el paquete romano-canónico muestra, más bien, una distribución del poder distinta.

Un tercer aspecto a señalar, muy obvio, sobre la forma en que el modelo de reino se materializó es que variaba enormemente de un lugar a otro. Si bien es evidente que la mayoría de reinos tenían, o terminaron teniendo, una serie de características parecidas a las que se han enumerado antes, lo cierto es que estas funcionaban y encajaban de modos diferentes en lugares diferentes. Las razones de dicha variación son, por supuesto, múltiples. Acabamos de mencionar una –la proximidad a aquellos centros europeos en los que se generaban determinadas ideologías y tecnologías–, pero había muchas otras. El tamaño del territorio reivindicado por el reino afectaba inevitablemente al desarrollo de sus instituciones, como también lo hacía la presencia de barreras interiores: los pequeños reinos de Inglaterra, Mallorca, Sicilia y (durante un tiempo) Dinamarca estaban bastante más integrados que los enormes reinos de Francia, Polonia o los alemanes, mientras que la presencia de montañas en el igualmente pequeño reino de Escocia (o en Bohemia, Aragón y el norte de Cataluña, o Calabria y el norte de Sicilia) posibilitaron áreas de resistencia que ayudaron a moldear la cultura política. El grado de urbanización y, en relación con ello, el grado de competencia entre los diversos poderes existentes dentro de los límites reconocidos o imaginados del reino también tuvieron un efecto importante. La presencia de la gran ciudad comercial de Barcelona en el centro de la sociedad política catalana, por ejemplo, tuvo mucha importancia en la eficacia y perdurabilidad de la asamblea representativa territorial, las Corts, y esto, a su vez, ayuda a explicar el énfasis en la consulta y la tendencia a proteger los privilegios locales por parte de la monarquía aragonesa. Mientras tanto, en Escocia, las tradiciones de señorío provincial guiadas por razones geográficas y étnicas, la estrecha vinculación del poder real con el relativamente urbanizado «núcleo» de Lothian y Perthshire, junto a la poderosa competencia de los reyes de Inglaterra tras la década de 1280, acabaron asegurando que la corona escocesa evolucionara en una dirección federal, con la mayor parte de la jurisdicción en manos de magnates regionales y con una presión fiscal y administrativa del gobernante muy limitada. También deben tenerse en cuenta otros acontecimientos aleatorios. El reino de Hungría, por ejemplo, podría haber evolucionado de forma muy diferente si sus grandes llanuras no hubieran sido invadidas y asoladas por los mongoles en 1241-1242. Se cree que las masacres y la hambruna que siguió forzosamente en 1243 destruyeron al menos un 15% o 20% de la población, haciendo de esta una catástrofe comparable a la Peste Negra, aunque más intensamente dirigida contra los campesinos y habitantes urbanos. Para poder impedir nuevos ataques, el rey Béla IV (1235-1270) revirtió su política de restaurar la autoridad real y permitió la construcción sin restricciones de castillos de piedra por parte de los nobles, una acción que, como otros ejemplos de incastellamento o extensión de los castillos, facilitó la resistencia local a la corona y ayudó a producir la anarquía que siguió a su muerte. Significativamente, dicho encastellamiento no impidió una vuelta a modos de gobierno más centralizados tras la llegada de los reyes angevinos, pero sí que aseguró a los grandes magnates un rol duradero en la conformación del reino.

Los modelos continentales interactuaron con situaciones variables en el tiempo y el espacio, pero ello no imposibilita la identificación de patrones generales de desarrollo para el conjunto de Europa. En primer lugar, incluso los acontecimientos «aleatorios» tienen cierto patrón. La misma llanura de la cuenca cárpata que permitió la construcción de una monarquía húngara extensa y poderosa en los siglos XI y XII hizo que aquella misma estructura, como hemos visto, fuera vulnerable ante una invasión de los mongoles en la década de 1240, que fatídicamente volvería a suceder en la de 1520 a manos de los otomanos, aunque con mayor brevedad. La vulnerabilidad tampoco era una cuestión puramente geográfica: las monarquías fuertes se oponían al encastellamiento y eso significaba, al mismo tiempo, quedar abiertas a las conquistas, como resultó evidente en el destino del antiguo reino inglés en los años de 1016 y 1066. Tomando ejemplos diferentes, el fracaso de la dinastía real escocesa en 1286/1290 o el problema de tener demasiados hijos, que llevó a la «fragmentación» de Polonia en 1138, parecen, a primera vista, hechos fortuitos con resultados trascendentes. Pero dichos acontecimientos solo tenían la importancia que tenían por el fortalecimiento de las costumbres hereditarias: en otras palabras, son incomprensibles si no es en relación con unos desarrollos políticos y constitucionales determinados que se estaban generalizando (de hecho, problemas así golpearon a todas las casas gobernantes en un momento u otro; puede que el momento en que ocurrieran tuviera alguna importancia, pero las crisis dinásticas puntuales fueron parte integrante del funcionamiento de cualquier monarquía de la época, a pesar de que su impacto fue variando a medida que la institución evolucionó). Finalmente, merece la pena apuntar que ninguna de aquellas calamidades dinásticas tuvo una huella duradera, ya que tanto la corona de Escocia como la de Polonia se recuperaron y, por otra parte, cabe preguntarse si Polonia estaba tan «fragmentada» antes de 1138 como después o si Escocia habría escapado de los planes imperiales de Eduardo I aunque su trono hubiera estado ocupado. Hay una cualidad iterativa en la relación entre estructuras y contingencias, ya sean estas temporales o espaciales. El modo en que un reino se había desarrollado modelaba la forma en que respondía a determinados desafíos, y estos desafíos, a su vez, confirmaban ciertos aspectos de su desarrollo y cerraban otros. Por poner un ejemplo muy manido, no es que Castilla, con sus tradiciones marciales y su gobernante romanizado, tuviera inevitablemente que convertirse en «absolutista», mientras que Aragón-Cataluña estuviera predestinada al «pactismo» (una monarquía contractual), pero sí que es fácil ver que la materialización de dichos fenómenos y la evolución de las tradiciones políticas de ambas coronas no fue simplemente el resultado de unos acontecimientos fortuitos.

El aspecto a destacar sobre la transformación de la monarquía en los siglos XII y XIII es que, por mucho que las nuevas estructuras propusieran una nueva coherencia para el reino, de hecho ocasionaban, y hasta cierto punto permitían, conflictos en su interior y a su alrededor. Los resultados de la evolución política plenomedieval, en consecuencia, eran altamente ambivalentes y profundamente constituyentes de los conflictos de los siglos que siguieron. Dado que este hecho es muy poco apreciado en una historiografía que celebra ante todo la cima política que habría representado el siglo XIII, y dado que es un tema nuclear este libro, nos será útil detenernos en esta cuestión. Hay, tal vez, dos razones principales. La primera es que los diversos sistemas políticos que experimentaban aquella transformación se solapaban. No era raro que los límites entre reinos fueran indefinidos, o que el rey de un área reclamara su hegemonía sobre otra. En unas ocasiones esto se daba porque existía alguna clase de reivindicación dinástica, como la de Pedro III de Aragón (1276-1285) sobre Sicilia o la de Otakar II de Bohemia (1253-1278) sobre Austria/Estiria. En otras ocasiones era porque se reivindicaban derechos históricos o jurídicos, como en las guerras promovidas por los reyes de Castilla, Aragón y Portugal contra los territorios musulmanes de España o las promovidas por el papado contra Federico II y sus herederos en Sicilia. Y a veces los dos grupos de pretensiones entraban en juego, como en la intervención en Escocia de Eduardo I, justificada tanto por el antiguo señorío que este reclamaba como por el matrimonio de su hijo con la última reina de la dinastía Canmore, Margarita I, doncella de Noruega (muerta en 1290). Los ejemplos acabados de enumerar dieron lugar a la mayor parte de los principales conflictos políticos y militares de la Europa del siglo XIII. Los reyes, evidentemente, siempre habían peleado entre sí por pretensiones en conflicto, pero estas guerras tenían algunas características distintivas. Se generaron en muchos lugares diferentes, dado que muchos reinos estaban documentando y ampliando sus derechos al mismo tiempo, a la vez que buscaban ejercer un mayor grado de autoridad en las áreas periféricas. A menudo las guerras estuvieron apoyadas por maquinarias gubernamentales más eficaces, lo que normalmente aumentó su impacto y ciertamente prolongó su duración. La noción de que Europa estaba de repente envuelta en nuevos niveles de violencia, desatados por grandes guerras a finales del siglo XIII, ha sido debidamente criticada más arriba: en conjunto, aquellas guerras eran simplemente una forma nueva y diferente de organizar la violencia inherente a una sociedad armada, de modo que no fueron un desarrollo repentino de la década de 1290. Pero lo que especialmente necesitamos reconocer es que aquellas guerras no eran tanto el producto de una supuesta decadencia tardomedieval –el gusto por la sangre, el temperamento caballeresco, etc.– como del agresivo ambiente administrativo y jurídico del siglo XIII y sus consecuencias.

Los conflictos en los que estaban implicados los reinos no solo involucraban a otros reinos. Como ya se ha sugerido, las técnicas de gobierno letrado y legalista asistieron también a otros poderes: señores de toda clase comenzaron a administrar sus dominios directos y sus territorios dependientes o circundantes de un modo más sistemático y determinado; esto, a su vez, provocó tensiones y choques en toda la sociedad, dado que sus tenentes y vasallos se resistieron a las nuevas imposiciones o lucharon por controlar sus recursos contra la competencia de arriba o de abajo. En ocasiones, estos procesos podían derivar en guerras entre reinos, bien porque los reyes podían ser considerados vasallos de otros reyes –como famosamente lo eran los de Inglaterra respecto a los de Francia por su ducado de Aquitania y condado de Ponthieu–, bien porque podían ofrecer protección a poderes menores en su órbita que apelaban a ellos, como hizo Eduardo I respecto al conde de Flandes en 1294. Pero también produjeron abundantes conflictos en el interior de los reinos, cuando aquellos que habitualmente se mostraban satisfechos reconociendo la soberanía del rey comenzaron a cuestionar los términos en los que se ejercía dicha soberanía –a veces por avances regios, a veces por avances propios, o frecuentemente por ambas razones, y, en general, porque una época de definición, que es lo que fue aquel periodo, produce inevitablemente conflictos sobre los términos en que se definen las relaciones de poder–. Ello afecta a la segunda razón principal por la que los desarrollos constitucionales de los siglos XII y XIII tuvieron resultados tan ambivalentes: crearon poderosos mecanismos de gobierno, pero también poderosos mecanismos de resistencia.

En primer lugar, el nuevo énfasis en la ley no solo tuvo como efecto la legislación real, sino que también generó intentos de defender o definir las costumbres. Las «costumbres» tenían una relación ambivalente con los derechos romano y canónico: el primero tendía a favorecerlas y el segundo a considerarlas con recelo, pero, en cualquier caso, disfrutaban de un apoyo social poderoso y una vez que eran promulgadas pasaban a poseer, evidentemente, toda la autoridad del resto de leyes del príncipe. Cubrían una multitud de aspectos superpuestos: antiguas imposiciones que se habían moderado o aceptado con el paso del tiempo; relaciones flexibles que variaban según las circunstancias; la sabiduría acumulada (y cambiante) de las sociedades orales, que tomaban sus decisiones mediante reuniones, o las «leyes» y convenciones de tenencia feudal que todavía no se habían puesto por escrito. Lo que representaban con mayor frecuencia, en conflictos con gobernantes innovadores, no era tanto la antigua forma de hacer las cosas, que era históricamente variable, como la libertad de los poderes menores del interior del reino –especialmente los señores laicos y eclesiásticos, pero también los municipios– de hacer las cosas a su propia manera, sin supervisiones ni intromisiones reales. También es cierto que las costumbres podían ser invocadas por los gobernantes para impugnar las usurpaciones de lo que comenzaban a considerar sus prerrogativas, pero, por el contrario, uno de los escenarios más comunes del siglo XIII es el que muestra a grupos de señores alzándose para proteger sus costumbres, fueros, viejas y buenas leyes, antiguos derechos, o como quiera que se les llamara, contra las nuevas leyes, imposiciones y prácticas de los reyes. Esto fue lo que llevó a la Magna Carta en la Inglaterra de 1215 o a la Bula de Oro obtenida de Andrés II de Hungría en 1222. Ambos ejemplos son altamente reveladores, dado que muestran cuán poco sincera podía ser la defensa de la «costumbre». Las costumbres y leyes aprobadas en la Magna Carta incluían numerosas innovaciones regias, en particular el nuevo sistema legal, que los barones, caballeros y eclesiásticos estaban interesados en aceptar; asimismo, la principal beneficiaria de la Bula de Oro, que supuestamente reafirmaba las libertades concedidas por san Esteban a comienzos del siglo XI, era la nueva nobleza de «sirvientes reales», creada mediante concesiones regias de finales del siglo XII en adelante. Lo que sucedía en aquellos enfrentamientos, pues, no era tanto una resistencia a la innovación como una desposesión del poder legislativo y gubernamental de las manos exclusivas del monarca. Tendemos a pensar en las cartas de libertades como algo cualitativamente diferente a la legislación, pero solo difieren –si es que lo hacen– en el grado de aportación desde abajo y en la distribución de sus beneficios.

No toda la legislación ni la defensa de la costumbre del siglo XIII se llevaron a cabo en circunstancias de conflicto. También podían realizarse mediante la consulta, como en la oleada de estatutos parlamentarios promulgados por Eduardo I en las décadas de 1270 y 1280 o en la convención celebrada en Orleans en 1246, que precedió la puesta por escrito de las costumbres de Anjou. De manera menos pública, también podía ser obra de abogados, que codificaban y recogían documentos de prácticas confeccionando coûtumiers o colecciones de costumbres, que obtenían el reconocimiento real puesto que los practicantes de la ley los respetaban. El De legibus et consuetudinibus Anglie, asociado al nombre de Henry de Bracton (de la década de 1230), el Sachsenspiegel de Eike von Repgow (de la década de 1220) y las Coûtumes de Beauvaisis (c. 1280) están entre los ejemplos mejor conocidos, pero surgieron colecciones similares en casi todas partes a lo largo de la siguiente centuria –por ejemplo, los landskapslagar (códigos legales provinciales) de Suecia (c. 1250-1327) o el «Libro de Rožmberk» en Bohemia (de la década de 1340)–. Dado que la mayor parte de costumbres fueron recopiladas a una escala provincial más que nacional, fueron la producción y el reconocimiento de trabajos como aquellos los que ayudaron a configurar el mosaico de jurisdicciones que caracterizó gran parte de la Europa bajomedieval. En el firmemente gobernado reino de Inglaterra, las «costumbres» registradas eran tanto nacionales como, en gran medida, hechas y administradas por el rey y sus jueces. En el continente, por su parte, los reyes que establecieron una jurisdicción «regnal» tuvieron que ensamblarla con determinados cuerpos de costumbres regionales y locales que estaban obligados a respetar. Dichas costumbres no solo se correspondían con normas: a menudo significaban también el derecho a celebrar Cortes, hacer justicia y obtener cualquier beneficio resultante. En consecuencia, a medida que los sistemas legales «regnales» comenzaron a desarrollarse, habitualmente implicaban una fina capa real sobre una masa de jurisdicciones independientes. Si estas otras jurisdicciones eran conflictivas y mal definidas, el rey podía encontrar abundantes excusas para intervenir, de manera que su propia jurisdicción podía acabar creciendo; con todo, había a menudo una presión compensatoria para mantener las cosas como de costumbre o definir los límites de los derechos del rey a intervenir. En Francia el tribunal supremo del rey, el parlement de París, alcanzó rápidamente la hegemonía en el siglo XIII, pero no tenía tanta capacidad de intervención en los grandes feudos, de modo que cuando comenzó a presionar con más fuerza sobre otras jurisdicciones en el siglo XIV provocó críticas y resistencia. En el reino de Aragón, donde, como en el resto de lugares, una serie de gobernantes firmes había revisado las costumbres locales y había extendido la antigua legislación de paz para incluir en ella los dominios de los señores y los obispos, la resistencia aristocrática fue más allá de las habituales exigencias de confirmación de fueros y privilegios, reclamando a partir de 1283 la institución de un alto oficial judicial –el «justicia»– cuya función debía ser la protección de las libertades de los señores en el mismo núcleo del gobierno real. Mientras tanto, a lo largo de gran parte del este y el norte de Europa, los reyes no lograron penetrar o supervisar las jurisdicciones que se encontraban en desarrollo por debajo de ellos –las de las provincias, redes urbanas e inmunidades eclesiásticas y señoriales–. De hecho, en las localidades de Polonia y Hungría los nominalmente tribunales regios de castellanos («voivodas» e ispáns) acabaron siendo controlados por los aristócratas locales, que aplicaron las costumbres según las entendían, mientras que en Bohemia se formó en el siglo XIII un alto «tribunal de la tierra» (zemský soud) para proteger de la intromisión real las costumbres y libertades de los terratenientes. En definitiva, ni todos los altos tribunales eran entidades de poder real, ni la definición de las costumbres tenía siempre el mismo resultado.

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