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Capítulo

2

LA ORACIÓN: EL ENTRENAMIENTO BÁSICO

“Después de que Jesús dijo esto, dirigió la mirada al cielo y oró así: «Padre, ha llegado la hora. Glorifica a Tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti.»”

Juan 17:1

"¡Señor, enséñanos a orar!" Esta petición de uno de los discípulos (Lucas 11:1), daba evidencia de la verdadera condición espiritual. Nosotros debemos aprender a orar. Aunque la oración es tan natural para el cristiano como lo es respirar para un mamífero, incluso la respiración debe ser estudiada y practicada para llevarla a cabo correctamente. Los oradores públicos trabajan en su respiración para obtener lo máximo de su voz y no dañarla. El hecho que hayamos estado orando desde la niñez no es ninguna garantía de que nosotros realmente sepamos orar eficazmente.

Juan 17:1 nos da algunas directrices a seguir para orar eficazmente.

1. La postura no es importante.

¿Nuestro Señor estaba de rodillas o de pie cuando hizo esta oración? No lo sabemos. Todo lo que sabemos es que Él levantó sus ojos al cielo (Juan 11:41). La mayoría de las personas inclinan sus cabezas y cierran sus ojos cuando oran, pero Jesús levantó su cabeza y enfocó sus ojos en el cielo. Muchas personas pliegan sus manos cuando oran, pero no encuentro esta práctica en ninguna parte de las Escrituras. ¡De hecho, los judíos estaban acostumbrados a levantar sus manos, abiertas a Dios, esperando recibir algo! (1 Reyes 8:22; Nehemías 8:6; Salmo 28:2; 1 Timoteo 2:8.).

Hay muchas posturas diferentes para orar en la Biblia, y todas ellas son aceptables. Algunas personas se arrodillaban cuando oraban (Génesis 24:52; 2 Crónicas 20:18; Efesios 3:14). Cuando Jesús oró en el Monte de los Olivos, Él empezó arrodillado (Lucas 22:41). Luego Él se postró sobre su rostro mientras le hablaba al Padre (Mateo 26:39). Daniel acostumbraba arrodillarse cuando oraba (Daniel 6:10), pero el Rey David se sentó cuando le habló a Dios sobre el establecimiento de su dinastía (2 Samuel 7:18). Abraham estaba de pie cuando intercedió por Sodoma (Génesis 18:22). Así que hay muchas posturas para orar.

Lo importante es la postura del corazón. Es mucho más fácil doblar las rodillas que doblar el corazón en sumisión a Dios. La postura exterior puede ser evidencia de la actitud espiritual interior, pero no siempre es así. Una vez más, lo importante es la postura del corazón.

2. Nosotros oramos al Padre.

El modelo bíblico de oración es al Padre, en el nombre del Hijo, en el poder del Espíritu Santo. Jesús se dirigió a su Padre seis veces en esta oración. (Algunas personas dicen "Padre" o "Señor" con cada frase que oran. Éste es un mal hábito que debe eliminarse). En cuatro ocasiones Él simplemente dijo, "Padre"; las otras dos veces, Él lo llamó "Padre Santo" y "Padre Justo" (vv. 11 y 25). Por esto, yo pienso que no es equivocado usar los adjetivos convenientes cuando nos dirigimos a nuestro Padre en el cielo. Sin embargo, debemos tener cuidado con lo que queremos decir cuando decimos algo y no exagerarlo.

Obviamente nos dirigimos al Padre porque la oración está basada en nuestra relación como hijos. En la que nosotros llamamos tradicionalmente "la Oración del Señor" o "Padre Nuestro" (Mateo 6:9-13), Jesús les enseñó a sus discípulos a decir, "Padre nuestro", aunque Él nunca oró así. Observamos en el capítulo 1, que Jesús tenía una relación diferente con el Padre, porque Él es el eterno Hijo de Dios. Él dijo: " Vuelvo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes" (Juan 20:17).

Oímos que las personas dirigen sus oraciones al Hijo e incluso al Espíritu Santo. ¿Está mal esto? Cuando Esteban dio su vida por Cristo, él vio a Jesús en el cielo y dirigió su oración a Él: "Mientras lo apedreaban, Esteban oraba: «Señor Jesús, recibe mi espíritu»" (Hechos 7:59). No conozco una oración en la Biblia dirigida al Espíritu Santo. Ya que nuestras oraciones son dirigidas a Dios y que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están todos en la Deidad, técnicamente podemos dirigir nuestras oraciones a cada uno de ellos. Sin embargo, el modelo bíblico parece ser que nosotros oramos al Padre, en el nombre del Hijo y a través del poder del Espíritu.

Nuestro Señor no menciona el Espíritu Santo en ninguna parte de esta oración. En su discurso en el Aposento Alto, Él enseñó a los discípulos acerca del Espíritu Santo (Juan 14:16-17, 26; 15:26; 16:7-13). Judas 20 dice que oremos "en el Espíritu Santo", lo cual parece tener relación con Romanos 8:26-27, versículos en los que todo serio guerrero de oración debería reflexionar. No podemos esperar que Dios conteste lo que oramos a menos que estemos en su voluntad (1 Juan 5:14-15). Nosotros descubrimos la voluntad de Dios principalmente a través de su Palabra (Colosenses 1:9-10), y uno de los ministerios del Espíritu, es enseñarnos la Palabra (Juan 16:13-14).

El hecho que la oración esté basada en nuestra relación como hijos, hace suponer que el Padre está obligado a escuchar cuando sus hijos llaman. De hecho, más que una obligación, Él se deleita cuando sus hijos entran en comunión con Él y comparten sus necesidades.

"Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!" (Mateo 7:11). El corazón del Padre extiende su amorosa mano hacia los suyos y anhela compartir buenas cosas con ellos. Y entre mejor conozcamos a nuestro Padre, más fácil será orar en su voluntad.

3. Debemos rendirnos a la voluntad del Padre.

Una tormenta pasó sobre la costa de Florida y dejó tras de sí mucha ruina. Al día siguiente, mientras los hombres estaban limpiando su pequeño pueblo, un hombre dijo: "No me avergüenza admitir que anoche oré durante la tormenta.” Y uno de sus amigos contestó: "Sí, estoy seguro que el Señor escuchó muchas voces nuevas anoche."

La oración no es como unas de esas cajitas rojas que vemos en los edificios y ocasionalmente en las esquinas de las calles, en las que se lee: "ÚSESE SÓLO EN CASO DE EMERGENCIA”. Yo disfruto compartir cosas buenas con mis hijos, pero si ellos sólo me hablaran cuando tienen problemas o necesitan algo, nuestra relación se deterioraría rápidamente. A menos que hagamos la voluntad de Dios, nuestra vida negará nuestra oración.

"Padre, ha llegado la hora..." ¿Qué hora? La hora para cual Él había venido al mundo. La hora en la que Él morirá en la cruz, sería sepultado y resucitaría, terminando así su gran obra redentora. Usted puede rastrear esa "hora" en el Evangelio de Juan:

Juan 2:4 “Mujer, ¿eso qué tiene que ver conmigo? Todavía no ha llegado mi hora.”

Juan 7:30 “Entonces quisieron arrestarlo, pero nadie le echó mano porque aún no había llegado su hora.”

Juan 8:20 “Estas palabras las dijo Jesús en el lugar donde se depositaban las ofrendas, mientras enseñaba en el templo. Pero nadie le echó mano porque aún no había llegado su tiempo.”

Juan 12:23 “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado.”

Juan 13:1 “Se acercaba la fiesta de la Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de abandonar este mundo para volver al Padre. Y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.”

Juan 17:1 “Padre, ha llegado la hora.”

Creo que fue Robert Law quien dijo: "El propósito de la oración no es conseguir que la voluntad del hombre se haga en el cielo, sino que la voluntad de Dios se haga en la tierra." Si queremos orar en la voluntad de Dios, debemos vivir en su voluntad. La oración no es lo que hacemos; es lo que somos. Es la expresión más alta y profunda del ser interior.

Esta profunda relación entre la práctica y la oración nos ayuda entender promesas tales como la del Salmo 37:4: "Deléitate en el Señor y él te concederá los deseos de tu corazón." Una lectura superficial de esta promesa lo llevará a creer que Dios es un Padre cariñoso que favorece a quienes lo miman. Pero eso no es lo que dice esta promesa. Si nos deleitamos en el Señor y buscamos agradarlo en todo, algo pasará con nuestros propios deseos. Los deseos del Padre se convierten en nuestros deseos. Entonces empezamos a decir con nuestro Señor: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra" (Juan 4:34). Nuestra oración, entonces, simplemente es la reflexión de los deseos de Dios en nuestro propio corazón.

Hay un precio por pagar cuando nosotros oramos atentamente en la voluntad de Dios. Jesús estaba a punto de recibir la copa de la mano de su Padre (Juan 18:10-11). El Padre había preparado la copa y la hora había llegado, pero Jesús no tenía miedo. Pedro intentó proteger al Maestro, pero Jesús lo reprendió: "¿Acaso no he de beber el trago amargo que el Padre me da a beber?" (Juan 18:11). Nunca debemos temer la voluntad de Dios; y, si estamos en la voluntad de Dios, nunca debemos temer las respuestas que Él dé a nuestras oraciones. “¿Si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente?” (Mateo 7:9-10).

Vivir en la voluntad de Dios hace que nosotros podamos "orar sin cesar" (1 Tesalonicenses 5:17). Este mandamiento no significa, obviamente, que nosotros debamos andar mascullando oraciones. Nuestra verdadera oración se expresa por los deseos de nuestro corazón. Si nuestros labios hacen peticiones que son diferentes a los deseos de nuestro corazón, entonces estamos orando hipócritamente. Dios no oye palabras, Él ve corazones. Por tanto, cuando vivimos en la voluntad de Dios, los deseos de nuestro corazón deberían ser cada vez más piadosos. Estos deseos realmente son oraciones que constantemente ascienden al Señor.

Jesús vivió en un itinerario divino. Cuando Él les dijo a sus discípulos que estaba regresando a Judea para ayudar a Maria, Marta y Lázaro, los discípulos protestaron: "Rabí, hace muy poco los judíos intentaron apedrearte, ¿y todavía quieres volver allá?" Y, ¿Cómo respondió nuestro Señor? "¿Acaso el día no tiene doce horas?" (Juan 11:8-9). Él sabía que estaba seguro en la voluntad del Padre y que ellos (los judíos), no podrían matarlo hasta que su hora hubiera llegado.

Dios en su misericordia, puede responder y de hecho contesta "oraciones de emergencia", pero Él prefiere que nosotros estemos en comunión constante con Él. (De hecho, ¡si nosotros buscamos vivir en su voluntad, ¡podemos tener menos emergencias!). Si la oración es una interrupción para nuestra vida, entonces algo está mal.

Que nosotros tengamos una actitud de oración no significa que evitemos tener tiempos regulares de oración. El tiempo regular de oración es lo que hace posible tener una constante actitud de oración. Nosotros disfrutamos las cenas de Acción de Gracias y los banquetes de las demás festividades, pero podemos disfrutar esos tiempos especiales porque hemos comido nuestro alimento regular tres veces al día. Nosotros empezamos el día con oración, oramos a la hora de comer, elevamos nuestras oraciones a Dios durante el día cuando el Espíritu nos impulsa a hacerlo, y terminamos el día con oración. Como sucede con la respiración, la oración se vuelve una parte tan importante de nuestra vida que con frecuencia no somos conscientes de ello.

4. La gloria de Dios debe ser nuestro principal interés.

"Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti."

La palabra "gloria" es usada de una forma u otra, ocho veces en esta oración. ¿Qué significa? En el Antiguo Testamento, la palabra hebrea traducida como "gloria", significa "ese peso que es importante y honorable". (La frase de Pablo en 2 Corintios 4:17 RV60, "eterno peso de gloria", lleva esta idea). En el Nuevo Testamento, la palabra griega traducida por "gloria", significa "opinión, fama". Los teólogos dicen que "la gloria de Dios" es la suma total de todo lo que Él es, la manifestación de su carácter. ¡La gloria de Dios no es un atributo de Dios, sino un atributo de todos sus atributos! Él es glorioso en sabiduría y poder, en sus grandes obras y en la gracia que nos otorga.

Usted probablemente ha notado que la “Oración del Señor" nos enseña cómo poner los intereses de Dios antes que los nuestros. Nosotros oramos "santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo", antes de plantear nuestras propias necesidades (el pan de cada día, el perdón y la protección del pecado). Cuando nuestra oración se centra en la gloria de Dios, vemos nuestras necesidades y peticiones desde una perspectiva apropiada. Los asuntos que parecían tan importantes tienden a disminuir a su propio tamaño cuando son medidos por la gloria de Dios.

Cualquier cosa por la que oremos, en la voluntad de Dios y para la gloria de Dios, será concedida por nuestro Padre Celestial. Cuando estamos dispuestos a traer la gloria a Dios a la tierra (v.4), Dios está dispuesto a proporcionarnos lo que necesitamos.

¿Jesús estaba orando egoístamente cuándo dijo, "glorifica a tu Hijo”? ¡No! Para empezar, Él había compartido esa gloria con el Padre "antes de que el mundo existiera" (v.5). Cuando Él vino a la tierra en su cuerpo de carne, Jesús veló esa gloria. Pedro, Jacobo y Juan la vieron en el Monte de la Transfiguración (Mateo 17:1-8; Juan 1:14), pero no le fue revelada a nadie más. Cuando nuestro Señor le pidió al Padre que lo glorificara, sólo estaba pidiendo el retorno de lo que ya era suyo.

Pero había algo más. La glorificación de Jesucristo significaba la terminación de la gran obra de salvación. En esta oración, Jesús habló como si su obra en la cruz ya hubiera terminado. "Yo te he glorificado en la tierra, y he llevado a cabo la obra que me encomendaste" (v.4). Si Jesucristo no hubiera sido glorificado, no habría salvación para los pecadores de hoy. El Espíritu Santo no habría sido dado. No habría iglesia, ni Nuevo Testamento ni vida cristiana. Al orar por sí mismo, nuestro Señor no estaba siendo egoísta, pues Él nos tenía en su mente también. Después de todo, para que esta oración fuera contestada, Él debió dar su vida en la cruz. Ni la más estrecha imaginación podría llamar a esto egoísmo.

Dios contestó la oración de su Hijo. "El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha glorificado a su siervo Jesús" (Hechos 3:13). En 1 Pedro 1:21 dice que el Padre "lo resucitó y glorificó". ¡Hay un Hombre glorificado en el cielo hoy! En Jesucristo, la deidad y la humanidad comparten la gloria. Esto nos asegura que un día compartiremos la gloria de Dios, pues "seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es" (1 Juan 3:2).

Jesucristo ya le ha dado a su iglesia la gloria (v.22). El tiempo de los verbos utilizados en Romanos 8:30 siempre me ha sorprendido: "A los que justificó, también los glorificó." Nosotros sólo somos glorificados en tanto seamos justificados, pero la gloria aún no ha sido revelada. Toda la creación, en medio de dolores de parto por causa del pecado, está aguardando ansiosamente “la revelación de los hijos de Dios", pues sólo entonces, la creación será "liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Romanos 8:19, 21).

Lo que debemos preguntarnos es, si Dios contesta esta petición, ¿le traerá la gloria? Y, ¿qué encontrará de esa respuesta cuando Jesús venga de nuevo? He descubierto que examinar si mis oraciones buscan la gloria de Dios, es un buen método para identificar peticiones egoístas y miopes.

5. Debemos orar con fe.

Supongamos que el Maestro hubiera visto su situación sólo a través de ojos humanos. ¿Hubiera podido orar como lo hizo? No, habría sido imposible. Supongamos ahora que él repasó sus años de ministerio y los evaluó desde un punto de vista humano. Habría parecido un fracaso. Tenía muy pocos seguidores y su propia nación lo había rechazado. Hablando humanamente, su trabajo había fallado. Sin embargo, Él oró: "Yo te he glorificado en la tierra, y he llevado a cabo la obra que me encomendaste" (v.4). Por fe, Él sería ese "grano del trigo" plantado en la tierra que produciría mucho fruto (Juan 12:24).

O, supongamos que Él hubiera mirado a su alrededor. ¿Qué habría visto? Un pequeño grupo de hombres que lo traicionarían de una u otra manera. Pedro lo negaría tres veces. A esa misma hora, Judas estaba negociando con el consejo judío y vendiendo al Señor como un esclavo común. Pedro, Jacobo y Juan se durmieron en el Jardín cuando debían haber estado animando a su Señor. Todos ellos, lo abandonarían y huirían.

Sin embargo, por fe, Jesús oró: "por medio de ellos he sido glorificado" (v.10). Por fe, Él oró por ellos para cuando fueran enviados a todo el mundo a compartir el mensaje del evangelio. ¡A pesar de sus fracasos, estos hombres tendrían el éxito! "No ruego sólo por éstos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos" (v.20). Estos hombres débiles invadirían un mundo que los odiaba y traerían a muchos a los pies del Salvador. Jesús vio todo esto por fe.

Si nuestro Señor hubiera mirado adelante, habría visto su arresto, su prisión y su muerte en la cruz. Hablando humanamente, fue una derrota; pero por fe, Él vio todo como realmente era: ¡una victoria! Él les dijo a Andrés y Felipe: "Ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado" (Juan 12:23). ¡Glorificado! Nosotros habríamos dicho crucificado. Pero Él miró más allá de la cruz, a la gloria que vendría. "Por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios" (Hebreos 12:2).

Cuando oramos con fe, empezamos a ver las cosas desde la perspectiva divina. La fe nos permite ver lo invisible. La fe trata como presente y ya realizado aquello que Dios hará en el futuro. "Vivimos por fe, no por vista" (2 Corintios 5:7).

En mi propia vida de oración, Dios está buscando constantemente devolverme a estos principios. Es fácil para mí desviarme por alguna cosa externa, y mi Padre tiene que recordarme que la oración eficaz debe venir del corazón. Yo debo examinar repetidamente mi relación con el Padre para asegurarme de estar en su voluntad y querer estar en su voluntad, "haciendo de todo corazón la voluntad de Dios" (Efesios 6:6). Debo examinar mis motivos: ¿Estoy orando para que el Padre sea glorificado o para tener mi propia gloria de una manera cómoda? ¿Estoy orando por fe, basando mis peticiones en su Palabra?

Tal vez todo esto haga que la oración parezca muy compleja y difícil. Realmente, no lo es. La verdadera oración se deriva de nuestra "relación de amor" personal con el Padre. "¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él" (Juan 14:21).

Capítulo

3

TRES DONES EXTRAORDINARIOS

“…ya que le has conferido autoridad sobre todo mortal para que él les conceda vida eterna a todos los que le has dado. Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado.”

Juan 17:2,3

La idea de dar es importante en esto oración, y de hecho, en todo el Evangelio de Juan. La palabra "dar", en un sentido u otro, es utilizada diecisiete veces en la oración de nuestro Señor, y setenta y seis veces en el Evangelio de Juan.

Aprender a dar y también a recibir, es una parte importante de la vida. John Donne tenía razón: "Ningún hombre es una isla...“ Dependemos unos de otros y nos necesitamos unos a otros. Pero por encima de todo, necesitamos Dios. Sin la generosidad de nuestro bondadoso Dios, no tendríamos nada. Juan el Bautista dijo: "Nadie puede recibir nada a menos que Dios se lo conceda" (Juan 3:27).

Tres dones extraordinarios son mencionados en Juan 17:2, y su comprensión nos ayudará a entender mejor el gran plan de salvación de Dios y cómo encajamos en él.

1. El Padre le dio autoridad al Hijo.

Aquí somos introducidos a las misteriosas actuaciones al interior de la Trinidad, a los planes que fueron hechos "antes de que el mundo existiera" (v.5). Fue decretado que, debido a que el Hijo sufriría y moriría, a Él se le otorgaría la autoridad para dar la vida eterna a todos los que confiaran en Él. (Como veremos más tarde, los que confían en Él son también el regalo del Padre al Hijo). Fue sobre la base de esta autoridad que Jesús oró para ser glorificado. A menos que Él fuera glorificado, Él no podría compartir el don de la vida eterna. Esa es la razón por la que el versículo 2 empieza con "ya que". La autoridad y la gloria van juntas.

La autoridad es el derecho para actuar o ejercer el poder. Si un ladrón porta un arma y entra en mi casa, él tiene el poder pero no la autoridad. Si una policía aparece portando un arma, él tiene tanto el poder como la autoridad. Pero alguien tuvo que darle la autoridad a ese policía para actuar. Los líderes judíos le preguntaron a Jesús: "¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te dio esa autoridad?" (Mateo 21:23).

Dios Padre le dio a Jesucristo la autoridad para hacer lo que Él hizo en la tierra. (Por supuesto, como Hijo eterno en el cielo, nuestro Señor poseía toda la autoridad de la Deidad. Lo que estamos considerando es su ministerio en la tierra). Para empezar, el Padre le dio al Hijo la autoridad para morir y ser resucitado. "Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Éste es el mandamiento que recibí de mi Padre" (Juan 10:17-18).

La muerte de Cristo no fue un accidente, sino una cita. No fue un error; fue planeado. No fue martirio ni suicidio. Fue la ofrenda voluntaria del Hijo de Dios en la cruz para pagar por los pecados del mundo. Jesucristo es el único que el Padre ha autorizado para ser el Salvador del mundo. Cualquier otra persona que diga tener esa autoridad es un mentiroso.

El Padre también le dio al Hijo la autoridad para juzgar. "Porque así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha concedido al Hijo el tener vida en sí mismo, y le ha dado autoridad para juzgar, puesto que es el Hijo del hombre" (Juan 5:26-27). Él es tanto Salvador como Juez, pues los dos van juntos. Quienes no lo reciban como Salvador, deben enfrentarlo como Juez. El hecho que Jesús ministrara aquí en la tierra en un cuerpo humano, ayuda para calificarlo como Juez. Nadie puede jamás decir: "¡Usted no sabe lo que nosotros hemos experimentado!" Nuestro Señor conoce al hombre porque Él es el Hijo del hombre.

Cuando nuestro Señor ascendió al cielo para regresar al Padre, Él dijo a sus seguidores: "Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra" (Mateo 28:18). Esto incluye la autoridad para dar la vida eterna.

La autoridad de nuestro Señor se extiende sobre de "toda la humanidad", o, como se lee en el griego original, "toda la carne". El hombre es simplemente "carne" y como tal, no tiene una gloria perdurable. "Porque todo mortal es como la hierba, y toda su gloria como la flor del campo" (1 Pedro 1:24, citado de Isaías 40:6). La primera mención en la Biblia de "toda la carne" es importante: "Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida; porque toda carne [la gente] había corrompido su camino sobre la tierra" (Génesis 6:12, RV60). El hombre es solamente carne, y la gloria de la carne no dura.

En su gracia y amor, el Señor Jesucristo tomó sobre Él la “semejanza de carne de pecado" (Romanos 8:3). Él era verdaderamente humano, pero sin pecado. Él entró en nuestro mundo de "carne" para poder traernos al mundo del "espíritu". Su asociación con la naturaleza humana no fue algo temporal, sino permanente. Él llevó un cuerpo humano al cielo y allí, este cuerpo comparte la gloria eterna de Dios.

2. El Padre da las personas al Hijo.

Cristo Jesús tiene la autoridad para dar la vida eterna, pero él no le da este don precioso a todos, sino sólo a quienes el Padre le ha dado a Él. Al menos cuatro veces en esta oración, Jesús identifica a los salvos como aquellos que le han sido dados por el Padre.

Nuevamente estamos entrando en los misterios del orden eterno establecido por la gloriosa Trinidad antes de la creación del mundo. Los teólogos llaman esto la doctrina de “la elección divina". Dios Padre ha decretado que Dios Hijo recibirá "un pueblo", la iglesia, debido a su obra culminada en la cruz. Dios Hijo es el regalo de amor del Padre a un mundo perdido, pero la iglesia es el regalo de amor del Padre a su amado Hijo.

Las Escrituras afirman que todas las tres Personas en la Deidad (la Trinidad), están involucradas en nuestra salvación. Esto es parte del pacto eterno hecho al interior de la Deidad. El plan de salvación de Dios no fue un pensamiento posterior. "Éste [Jesús] fue entregado según el determinado propósito y el previo conocimiento de Dios; y por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz" (Hechos 2:23). "Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes" (1 Pedro 1:20).

Dos hilos de verdad parecen correr paralelos en la Biblia: (1) Dios ha escogido a su "elegido" desde la eternidad, y (2), estos "elegidos" han tomado una decisión responsable para confiar en Cristo. "Todos los que el Padre me da vendrán a mí [ésa es la elección divina]; y al que a mí viene [ésa es la responsabilidad humana], no lo rechazo" (Juan 6:37). Si negamos la elección divina, hacemos que la salvación sea una obra humana. Si negamos la responsabilidad humana, hacemos al hombre menos que un hombre, un simple robot cumpliendo el plan eterno de Dios. "La salvación es del Señor" (Jonás 2:9) expresa la soberanía divina. "Busquen al Señor mientras puede ser hallado" (Isaías 55:6) expresa la responsabilidad humana.

¿Una paradoja? Sí. ¿Un misterio? ¡Seguro! ¿Una imposibilidad? ¡No! Uno de mis profesores en el seminario dijo: "Intente explicar la elección divina, y usted puede perder su mente. Intente justificarla, y puede perder su alma." La verdad no siempre está en uno u otro extremo. A veces la verdad se encuentra en ese sutil punto de la paradoja donde los dos opuestos se encuentran. De todos modos, un pecador no necesita comprender los misterios de la elección divina para ser salvo. Él sabe que Dios lo ama (Juan 3:16) y que Dios “no quiere que nadie perezca” (2 Pedro 3:9). Él sabe que la promesa de salvación es para "todo el que invoque el nombre del Señor" (Hechos 2:21). Si él llama, Dios le responderá y lo salvará.

Ya hemos visto que las tres Personas de la Deidad están involucradas en nuestra salvación. Quizás esta verdad pueda ayudarnos a entender mejor la parte de Dios y la nuestra en el milagro de la salvación.

En lo que respecta a Dios Padre, yo fui salvado cuando Él me escogió en Cristo antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4). Obviamente, yo no sabía nada acerca de esa elección. En lo que respecta a Dios Hijo, yo fui salvado cuando Él murió por mí en la cruz, pues Él murió por los pecados del mundo entero (1 Juan 2:2). Éste es el mensaje del evangelio, la Buena Nueva de que los pecadores pueden ser salvados. Yo había conocido esa Buena Nueva desde la niñez, pero nunca tocó realmente mi corazón hasta una noche, en la reunión de Juventud para Cristo. Oía al evangelista mientras él predicaba el evangelio, puse mi confianza en Jesucristo y fui salvado. Así, en lo que respecta al Espíritu Santo, yo fui salvado esa noche del mes de mayo en 1945, cuando respondí al llamado del Espíritu.

Ahora, enfatizar al ministerio de uno de los miembros de la Trinidad, descuidando el de los otros dos, sería un error. O, enfatizar demasiado la parte de Dios y minimizar la de hombre, también sería un error. Pablo mantuvo el balance de todas estas cosas cuando escribió: "Nosotros, en cambio, siempre debemos dar gracias a Dios por ustedes, hermanos amados por el Señor, porque desde el principio Dios los escogió para ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la verdad. Para esto Dios los llamó por nuestro evangelio, a fin de que tengan parte en la gloria de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tesalonicenses 2:13-14).

Si yo no creyera que Dios estaba ejecutando su plan perfecto en este mundo, habría dejado el ministerio. Para mí, que Dios tenga un pueblo elegido en este mundo es un gran estímulo para el ministerio, ya fuera el de predicar, escribir, evangelizar u orar. Cuando Pablo se desanimó en la contaminada ciudad de Corinto, el Señor lo tranquilizó: "No tengas miedo; sigue hablando y no te calles, pues estoy contigo. Aunque te ataquen, no voy a dejar que nadie te haga daño, porque tengo mucha gente en esta ciudad" (Hechos 18:9-10). Jesús llamó a estas personas, "los que me diste".

Por supuesto, la doctrina de la elección es un gran golpe al orgullo del hombre. Es desafortunado que algunos líderes y evangelistas den a los perdidos la impresión de que ellos le están haciendo un favor a Dios al confiar en su Hijo. O a veces, ellos transmiten la idea de que Dios se queda quieto a menos que el pecador haga algo que lo ayude a ser salvo. El pecador escoge, ¡pero luego descubre que él ha sido escogido! Él cree, pero después descubre que su fe y su arrepentimiento fueron regalos de Dios (Hechos 11:18). Él no puede explicarlo, pero sí disfrutarlo y afirmar con beneplácito y juntamente con Jonás, que "¡la Salvación es del Señor!"

Hay cinco bendiciones especiales que le pertenecen a quienes le han sido dados por el Padre al Hijo:

1 La vida eterna (v.2). Estudiaremos este don con detalle en la última parte de este capítulo.

2 El conocimiento del Padre (vv.6-7). El mundo perdido no conoce Dios (v.25). Sólo quienes han sido dados por el Padre al Hijo lo conocen. "Conocer su nombre" significa conocer su persona y entender su naturaleza. Los hijos de Dios no sólo saben acerca del Padre, sino que lo conocen personalmente.

3 La intercesión de Cristo por ellos (v.9). Cuando Él estaba en la tierra, intercedió por sus discípulos. Hoy Él está orando por todos los creyentes. Esto es parte de su gran ministerio como nuestro Sumo Sacerdote en el cielo (Vea Romanos 8:34; Hebreos 7:25; 9:24).

4 La protección Divina en este mundo (vv.11-12). Esto involucra el bienestar físico y espiritual por el pueblo de Dios, así como también su unidad espiritual en Cristo. Dios protege a los suyos.

5 La gloria eterna (v.24). Esta es nuestra certeza del cielo. Nadie que no haya sido dado primero a Jesús, estará en cielo.

¡Cuán importante es saber que hemos sido dados a Cristo! No sorprende que Pedro escribiera: "Por lo tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del llamado de Dios, que fue quien los eligió" (2 Pedro 1:10). En este tiempo de “la creencia fácil” y la evangelización poco profunda, hay sin duda muchos que llamándose cristianos, nunca han sido realmente convertidos. Un líder cristiano bien conocido, me dijo que él creía que la mitad de los miembros de nuestras iglesias no eran nacidos de nuevo. Pablo advirtió a los miembros de su iglesia en Corinto: "Examínense para ver si están en la fe; pruébense a sí mismos" (2 Corintios 13:5).

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