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Ulises pasó un día entero con la tranquilidad del que espera en lugar seguro. Miraba el golfo desde el balcón. A sus pies estaba la isla del Huevo, unida á tierra por un puente.

Los bersaglieri ocupaban su antiguo castillo, obra del virrey don Pedro de Toledo. Eran varios torreones de color rosa obscuro, que se aglomeraban sobre la estrecha ínsula de forma oval. En esta fortaleza se encerraba en otros tiempos la corta guarnición española para apuntar sus bombardas y culebrinas contra el pueblo napolitano cuando no quería pagar más gabelas é impuestos. Sus muros se habían levantado sobre las ruinas de otro castillo en el que Federico II guardaba sus tesoros, y cuya capilla había pintado Giotto. Y el castillo medioeval, del que sólo quedaba el recuerdo, se había alzado á su vez sobre los restos del palacio de Lúculo, que tenía el centro de sus célebres jardines en esta pequeña isla, llamada entonces Megaris.

Las cornetas de los bersaglieri alegraban al capitán como el anuncio de una entrada triunfal. «Va á llegar, va á llegar de un momento á otro…» Miraba la doble montaña de la isla de Capri, negra por la distancia, cerrando el golfo como un promontorio, y la costa de Sorrento, rectilínea lo mismo que un muro. «Allí está ella…» Luego seguía amorosamente el curso de los vaporcitos que surcaban la inmensa copa azul, abriendo un triángulo de espumas. En cualquiera de ellos llegaría Freya.

El primer día fué de oro y esperanza. Brillaba el sol en un cielo sin nubes; hervía el golfo con burbujas de luz, bajo una atmósfera inmóvil, sin que la más leve ráfaga rizase su superficie; el penacho del Vesubio era recto y esbelto, dilatándose sobre el horizonte como un pino de blancos vapores. Al pie del balcón se sucedían de hora en hora los músicos ambulantes, cantando voluptuosas barcarolas y serenatas de amor. ¡Y ella no vino!

El segundo día fué de plata y desesperación. Había bruma en el golfo, el sol no era mas que un redondel rojo que podía mirarse de frente, lo mismo que en los países septentrionales; las montañas tenían un vestido de plomo; las nubes ocultaban el cono del volcán; el mar parecía de estaño, y un viento frío hinchaba, como velas, faldas y gabanes, haciendo correr á las gentes por el paseo de la ribera. Los músicos seguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de una esquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. «¡Morir… morir per te!», gemía una voz de barítono entre arpas y violines… ¡Y ella llegó!

Al avisarle el camarero que la signora Talberg estaba en su habitación del piso inferior, Ulises se estremeció de inquietud. ¿Qué diría ella al encontrarle instalado en su hotel?…

La hora del almuerzo estaba próxima, y aguardó con impaciencia las señales diarias para bajar al comedor. Primeramente sonaba una explosión á espaldas del albergo, que hacía temblar paredes y techos, dilatándose en la inmensidad del golfo. Era el cañonazo de mediodía salido del alto castillo de Sant Elmo. Las cornetas de la isla del Huevo respondían á continuación, con su alegre llamada á la olla humeante, y por la escalera del hotel ascendía el chinesco estrépito del gong anunciando que el almuerzo estaba servido.

Ulises bajó á ocupar su mesa, mirando inútilmente á los otros huéspedes que se habían adelantado. Freya se presentaría con el retraso de una viajera que acaba de llegar y está ocupada en el arreglo de su persona.

Almorzó mal, mirando continuamente una gran vidriera con dibujos de barcos, peces y gaviotas, atragantándosele el bocado cada vez que se abrían sus hojas policromas. Y llegó al final del almuerzo, y tomó lentamente su café, sin que ella apareciese.

Al volver á su habitación envió al camarero bigotudo en busca de noticias… La signora no había almorzado en el hotel: la signora había salido mientras él estaba en el comedor. Seguramente que á la noche se dejaría ver.

Durante la comida sufrió iguales inquietudes, creyendo que aparecería Freya cada vez que una mano borrosa y una vaga silueta de mujer empujaban la puerta al otro lado de los opacos vidrios.

Paseó largo rato por el vestíbulo, mascando rabiosamente su cigarro, hasta que se decidió á abordar al portero, cabeza morena y astuta que asomaba al borde de su pupitre, sobre unas solapas azules con llaves de oro bordadas, viéndolo todo, enterándose de todo, mientras parecía dormir.

La aproximación de Ulises le hizo levantarse de un salto, lo mismo que si oyese el revoloteo de un papel-moneda. Sus informes fueron precisos. La signora Talberg comía pocas veces en el hotel. Tenía unos amigos que ocupaban un piso amueblado en el barrio de Chiaia, y con ellos pasaba casi todo el día. Algunas veces ni siquiera venía á dormir… Y volvió á sentarse, guardando apretado en una mano el billete que había presentido con su imaginación.

Después de una mala noche, Ulises se levantó, resuelto á esperar á la viuda en la entrada del hotel. Tomó su desayuno en un velador del vestíbulo, leyó periódicos, tuvo que salir á la puerta huyendo de la matinal limpieza, perseguido por el polvo de las escobas y las alfombras sacudidas, y una vez allí, fingió gran interés por los músicos ambulantes, que le dedicaban romanzas y serenatas, poniendo los ojos en blanco al presentarle sus sombreros.

Alguien vino á hacerle compañía. Era el portero, que se mostró familiar y confianzudo, como si desde la noche anterior se hubiese establecido entre los dos una firme amistad basada en un secreto.

Le habló de las bellezas del país, aconsejándole diversas excursiones… Una sonrisa, una palabra animadora de Ferragut, y le habría propuesto inmediatamente otros recreos cuyo anuncio parecía voltear en torno de sus labios. Pero el marino acogió con enfurruñamiento tanta amabilidad. Este belitre iba á estorbar con su presencia el deseado encuentro; tal vez se mantenía á su lado por el deseo de ver y saber… Y aprovechando una de sus rápidas ausencias, Ulises se alejó por la larga vía Partenope, siguiendo la baranda que da sobre el mar, fingiendo interesarse por todo lo que encontraba, pero sin perder de vista la puerta del hotel.

Se detuvo ante los puestos de los ostricarios, examinando las valvas de concha-perla alineadas en los estantes, sobre los cestos de ostras de Fusaro; las enormes caracolas, cadáveres huecos, en cuya garganta mugía, según los vendedores, como un recuerdo, el lejano zumbido del mar. Miró, uno á uno, todos los botes automóviles, las balandras de regatas, los barcos de pesca y las goletas de cabotaje fondeadas en el pequeño puerto de la isla del Huevo. Quedó inmóvil ante las olas mansas que peinaban sus espumas en los peñascos del malecón bajo las cañas horizontales de varios pescadores burgueses.

De pronto vió á Freya siguiendo la avenida por el lado de las casas. Ella le reconoció á su vez, y este descubrimiento la hizo detenerse junto á una bocacalle, dudando entre seguir adelante ó huir hacia el interior de Nápoles. Luego pasó á la acera del mar, avanzando hacia Ferragut con plácida sonrisa, saludándolo de lejos como á un amigo cuya presencia nada tiene de extraordinaria.

Esta seguridad desconcertó al capitán. Se dieron las manos, y ella le preguntó tranquilamente qué hacía allí mirando las olas y si avanzaban las reparaciones de su buque.

–¡Pero confiese usted que mi presencia la ha sorprendido!—dijo Ulises, algo irritado por esta tranquilidad—. Reconozca que no esperaba encontrarme aquí.

Freya repitió su sonrisa con una expresión de dulce lástima.

–Es natural que le encuentre aquí. Está usted en su barrio, á la vista de su hotel… Somos vecinos.

Para recrearse con el asombro del capitán, hizo una larga pausa. Luego añadió:

–Vi su nombre en la lista de huéspedes ayer mismo, al llegar al hotel. Es mi costumbre. Me gusta saber quiénes son mis vecinos.

–¿Y por eso no bajó usted al comedor?…

Ulises formuló esta pregunta esperando que ella respondiera negativamente. No podía hacerlo de otro modo, aunque sólo fuera por buena educación.

–Sí, por eso—contestó Freya sencillamente—. Adiviné que me esperaba para hacerse el encontradizo, y no quise entrar en el comedor… Le advierto que siempre haré lo mismo.

Ulises lanzó un «¡ah!» de asombro… Ninguna mujer le había hablado con tanta franqueza.

–Tampoco me ha sorprendido su presencia aquí—continuó ella—; la esperaba. Conozco las inocentes astucias de los hombres. «Ya que ayer no me encontró en el hotel, me esperará hoy en la calle», me he dicho esta mañana al levantarme… Antes de salir he seguido sus paseos desde la ventana de mi cuarto…

Ferragut la miraba con sorpresa y desaliento. ¡Qué mujer!…

–Podía haberme escapado por cualquiera calle transversal mientras estaba usted de espaldas. Le he visto antes que usted á mí… Pero no me gustan las situaciones falsas que se prolongan. Es mejor decirse toda la verdad cara á cara… Y por eso he venido á su encuentro.

El instinto le hizo volver la cabeza hacia el hotel. El portero estaba en la entrada, contemplando el mar, pero con los ojos vueltos indudablemente hacia ellos.

–Sigamos—dijo Freya—. Acompáñeme un poco; hablaremos, y luego me dejará usted… Tal vez nos separemos más amigos que antes.

Anduvieron en silencio toda la vía Partenope, hasta llegar á los jardines de la ribera de Chiaia, perdiendo de vista el hotel. Ferragut quiso reanudar la conversación, pero no encontró las primeras palabras. Temía parecer ridículo. Le infundía miedo esta mujer.

Se dió cuenta al contemplarla con ojos adorantes de los grandes cambios que se habían efectuado en el adorno de su persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez. Llevaba un traje de seda, azul y blanco, con una rica piel sobre los hombros y un penacho de plumas de garza real en la cumbre del amplio sombrero.

El saco de mano negro que la acompañaba en su viaje había sido sustituído por un bolso de oro de una riqueza aparatosa: oro australiano, de un tono verde, semejante á la pátina de los bronces florentinos. Llevaba en las orejas dos gruesas esmeraldas cuadradas y en los dedos media docena de brillantes, que se pasaban de faceta en faceta la luz del sol. El collar de perlas seguía fijo en su cuello, asomando por el escote angular… Era una magnificencia de artista rica que todo se lo echa encima; de enamorada de las joyas que no puede vivir sin su contacto y las coloca sobre su piel apenas salta de la cama, despreciando la hora y las reglas de la discreción.

Pero Ferragut no podía distinguir lo extemporáneo de este lujo. Todo lo de ella le parecía admirable.

Sin saber cómo, se lanzó á hablar. El mismo se asombró al oír su voz, diciendo siempre las mismas cosas con distintas palabras. Sus pensamientos eran incoherentes, pero todos se iban aglomerando en torno de una afirmación incesantemente repetida: su amor, su inmenso amor por Freya.

Y Freya seguía marchando en silencio, con una expresión de lástima en los ojos y en las comisuras de su boca. Le placía á su orgullo de mujer contemplar á este hombre fuerte balbuceando con una confusión infantil. Al mismo tiempo se impacientaba ante la monotonía de sus palabras.

–No siga, capitán—interrumpió al fin—. Adivino todo lo que le queda por decir, y he oído muchas veces lo que lleva dicho. «Usted no duerme, usted no come, usted no vive por mi culpa.» Su existencia es imposible si no le amo. Un poco más de conversación, y me amenazará con pegarse un tiro si no soy suya… ¡Música conocida! Todos dicen lo mismo. No hay criaturas con menos originalidad que los hombres cuando desean algo…

Estaban en una avenida del paseo. A través de las palmeras y las magnolias se veía por un lado el golfo luminoso y por el otro los ricos edificios de la ribera de Chiaia. Unos chicuelos desarrapados corretearon en torno de la pareja, persiguiéndose. Luego fueron á situarse junto á un templete blanco que se alzaba en el fondo de la avenida.

–Pues bien, lobo de mar amoroso—continuó Freya—, no duerma usted, no coma usted, mátese si es su capricho; pero yo no puedo quererle, yo no le querré nunca. Pierda toda esperanza. La vida no es una diversión, y yo tengo otras preocupaciones más graves que absorben todo mi tiempo.

A través de la risa juguetona con que acompañaba estas palabras, Ferragut adivinó una voluntad firmísima.

–Entonces—dijo con desaliento—,¿todo será inútil?… ¿Aunque yo haga los mayores sacrificios?… ¿Aunque le dé pruebas de un amor como jamás se haya conocido?…

–Todo inútil—contestó ella rotundamente, sin dejar de sonreír.

Habían llegado al templete, cúpula sostenida por columnas blancas, con una verja en torno. El busto de Virgilio se alzaba en el centro: una cabeza enorme, de hermosura algo femenil.

El poeta había muerto en Nápoles, «la dulce Partenope», á su regreso de Grecia, y su cadáver tal vez estaba hecho polvo en las entrañas de este jardín. La muchedumbre napolitana de la Edad Media le había atribuído toda clase de prodigios, hasta convertir al poeta en mago poderoso. El brujo Virgilio construía en una noche el castillo del Huevo, colocándolo con sus manos sobre un gran huevo que flotaba en el mar. Igualmente había abierto con su soplo el viejo túnel de Possilipo, cerca del cual existen una viña y una tumba, visitadas durante siglos como última morada del poeta.

Los pilluelos, jugueteando en torno de la verja, arrojaban papeles y piedras al interior del templete. Les atraía la cabeza blanca del poderoso encantador, sintiendo á la vez admiración y miedo.

Ella se detuvo cerca del abandonado monumento.

–Hasta aquí nada más—ordenó—. Usted seguirá su camino. Yo voy á la parte alta de Chiaia… Pero antes de separarnos como buenos amigos, me va á dar su palabra de no seguirme, de no importunarme con sus pretensiones amorosas, de no mezclarse más en mi vida.

Ulises no contestó. Bajaba la cabeza con un desaliento real. A su decepción se unía el dolor del orgullo herido. ¡El que se había imaginado cosas tan distintas para cuando se viesen por primera vez á solas!…

Freya se apiadó de su tristeza.

–No sea usted niño… Eso pasará. Piense en sus negocios, piense en su familia, que le espera allá en España. Además, el mundo está lleno de mujeres: yo no soy la única.

Pero Ferragut la interrumpió. Sí; era la única… ¡la única! Y lo dijo con una convicción que provocó en ella otra vez una sonrisa de lástima.

La tenacidad de este hombre empezaba á irritarla.

–Capitán, le conozco bien. Es usted un egoísta, como todos los hombres. Su buque está detenido en el puerto por una avería; debe usted quedarse un mes en tierra; encuentra en un viaje á una mujer que comete la tontería de acordarse de que le conoció en otros tiempos, y se dice: «Magnífica ocasión para entretener agradablemente el fastidio de la espera…» Si yo le creyese, si aceptase sus deseos, dentro de unas semanas, al quedar listo el buque, el héroe de mi amor, el paladín de mis ensueños, se haría al mar diciendo como último saludo: «¡Adiós, imbécil!»

Ulises protestó con energía. No: él deseaba que su buque no estuviese nunca recompuesto; calculaba con angustia los días que faltaban. Si era preciso, lo abandonaría, quedándose para siempre en Nápoles.

–¿Y qué tengo yo que hacer en Nápoles?—interrumpió Freya—. Soy aquí un pájaro de paso, lo mismo que usted. Nos conocimos en los mares del otro hemisferio, y hemos venido á reencontrarnos en Italia. La próxima vez, si volvemos á vernos, será en el Japón, en el Canadá, en el Cabo… Siga su rumbo, enamoradizo tiburón, y déjeme seguir el mío. Figúrese que somos dos barcos que se encuentran en una calma, se hacen señales, cambian saludos, se desean buena suerte, y después cada uno se aleja por su lado, tal vez para no volver á verse nunca.

Ferragut movió la cabeza negativamente. Eso no podía ser; él no se resignaba á perderla de vista para siempre.

–¡Los hombres!—continuó ella, cada vez más irritada—. Todos se imaginan que las cosas deben ser con arreglo á sus caprichos. «Porque te deseo, debes ser mía…» ¿Y si yo no quiero?… ¿Y si yo no sufro la necesidad de ser amada?… ¿No puedo vivir en libertad, sin otro amor que el que yo siento por mí misma?…

Consideraba una desgracia el ser mujer. Los hombres le inspiraban envidia por su independencia. Podían mantenerse aparte, absteniéndose de las pasiones que desgastan la vida, sin que nadie viniera á importunarles en su retiro. Les era lícito ir á todos lados, recorrer el mundo, sin llevar tras de sus pasos una estela de solicitantes.

–Usted me es simpático, capitán. El otro día me alegré de encontrarle: fué una aparición del pasado. Vi en usted la alegría de mi juventud que empieza á irse y la melancolía de ciertos recuerdos… Y sin embargo, acabaré por odiarle: ¿me oye usted, argonauta pesado?… Le aborreceré porque no sirve para amigo; porque sólo sabe usted hablar de la misma cosa; porque es un personaje de novela, un latino, muy interesante tal vez para otras mujeres, pero insufrible para mí.

Su rostro se contrajo con un gesto de desprecio y lástima. «¡Ah, los latinos!…»

–Todos son lo mismo; españoles, italianos, franceses. Todos han nacido para la misma cosa. Apenas encuentran á una mujer deseable, creen faltar á sus deberes si no le piden su amor y lo que viene luego… ¿No pueden un hombre y una mujer ser amigos simplemente? ¿No podría usted ser un buen camarada y tratarme como á un compañero?

Ferragut protestó enérgicamente. No, no podría. El la amaba, y después de verse repelido con tanta crueldad, su amor iría en aumento. Estaba seguro de ello.

Un temblor nervioso hizo aguda y cortante la voz de Freya. Sus ojos tomaron un brillo malsano. Miró á su acompañante como si fuese un enemigo cuya muerte deseaba.

–Pues bien, sépalo usted. Yo aborrezco á los hombres: los aborrezco porque los conozco. Quisiera la muerte de todos ellos, ¡de todos!… ¡El mal que han hecho en mi vida!… Quisiera ser inmensamente hermosa, la mujer más hermosa de la tierra y poseer el talento de todos los sabios concentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para que todos los hombres del mundo, locos de deseo, vinieran á postrarse ante mí… Y yo levantaría mis pies con tacones de hierro, é iría aplastando cabezas… así… ¡así!…

Golpeaba la arena del jardín con las suelas de sus breves zapatos. Un rictus histérico contraía su boca.

–A usted tal vez lo exceptuase… Usted, con todas sus arrogancias de matamoros, es un ingenuo, un simple. Le creo capaz de soltar á una mujer toda clase de mentiras… creyéndolas usted antes. Pero á los otros… ¡ay, á los otros!… ¡cómo los odio!…

Miró hacia el palacio del acuario, que asomaba su blancura entre la columnata de los árboles.

–Quisiera ser—continuó, pensativa—uno de esos animales de mar que cortan con las tenazas de sus patas… que tienen en los brazos tijeras, sierras, pinzas… que devoran á sus semejantes y absorben todo lo que les rodea.

Miró después una rama de árbol, de la que pendían varios hilos de plata sosteniendo á un insecto de activos tentáculos.

–Quisiera ser araña, una araña enorme, y que todos los hombres fuesen moscas y vinieran á mí, irresistiblemente. ¡Con qué fruición los ahogaría entre mis patas! ¡Cómo pegaría mi boca á sus corazones!… ¡Y los chuparía… los chuparía, hasta que no les quedase una gota de sangre, arrojando luego sus cadáveres huecos!…

Ulises llegó á pensar si estaría enamorado de una loca. Su inquietud, sus ojos sorprendidos é interrogantes, parecieron devolver la serenidad á Freya.

Se pasó una mano por la frente, como si despertase de una pesadilla y quisiera repeler sus recuerdos con este ademán. Su mirada fué serenándose.

–Adiós, Ferragut; no me haga hablar más. Acabaría usted por dudar de mi razón… Ya lo sabe: seremos amigos, amigos nada más. Es inútil pensar en lo otro. No me siga… Nos veremos… Yo le buscaré… ¡Adiós!… ¡adiós!

Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permaneció inmóvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras que había dejado caer ante el pequeño templo del poeta.

V
EL ACUARIO DE NÁPOLES

A pesar de su promesa, Freya no hizo nada para volver á encontrarse con el marino. «Nos veremos… Yo le buscaré.» Pero era Ferragut quien buscaba el encuentro, apostándose en las inmediaciones del hotel.

–¡Qué loca estuve la otra mañana!… ¡Qué habrá pensado usted de mí!—dijo ella la primera vez que volvieron á hablarse.

No todos los días conseguía Ulises el placer de esta conversación que se desarrollaba invariablemente desde la vía Partenope al monumento de Virgilio. Las más de las mañanas aguardaba en vano frente á los puestos de los ostricarios, escuchando á los músicos que saludaban con sus romanzas y sus mandolinas las ventanas cerradas de los hoteles. Freya no aparecía.

La impaciencia arrastraba á Ulises hasta su hotel, para implorar las luces del portero. Este, animado por la esperanza de un nuevo billete, hacía sonar el teléfono y preguntaba á los criados de los pisos superiores. Luego una sonrisa triste y obsequiosa, como si lamentase sus propias palabras: «La signora no está. La signora ha pasado la noche fuera del albergo.» Y Ferragut partía furioso.

Unas veces iba á ver cómo marchaban las reparaciones de su buque, excelente pretexto para descargar en alguien su mal humor. Otras mañanas se dirigía al jardín de la ribera de Chiaia por los mismos lugares que había pisado yendo con Freya. Esperaba verla aparecer de un momento á otro. Todo lo que le rodeaba tenía algo de ella. Arboles y bancos, aceras y candelabros eléctricos, la conocían perfectamente, por hallarse en su camino habitual.

Al convencerse de que esperaba en vano, una última ilusión le hacía volver los ojos hacia el blanco palacio del Acuario.

Freya le había hablado de él. Con frecuencia se entretenía horas enteras contemplando la vida de los seres marinos. Y Ferragut parpadeaba al pasar rápidamente del jardín caldeado por el sol á la penumbra de unas galerías húmedas, sin otro alumbrado que el de la luz diurna descendida al interior de los acuarios: luz que tomaba á través del agua y el cristal un tono misterioso, el tinte verde y difuso de las profundidades submarinas.

Esta visita le hacía pasar el tiempo plácidamente. Surgían en su memoria antiguas lecturas, afirmadas ahora por una visión directa. El no era de los marinos que navegan sin preocuparse de lo que existe debajo de su quilla. Había querido conocer los misterios del inmenso palacio azul por cuyo techo circulaba, dedicándose al estudio de la oceanografía, la más reciente de las ciencias.

Al dar sus primeros pasos en el Acuario, se imaginaba inmediatamente la marina profundidad, con las divisiones desiguales en que la ha fraccionado la exploración. Junto á las orillas la zona llamada litoral, donde desembocan los ríos, se amontonan las substancias nutridoras al impulso de mareas y corrientes y crecen las vegetaciones subacuáticas. Esta zona era la de las grandes pescas, y llegaba hasta doscientos metros de fondo, profundidad en la que se pierden los rayos del sol. Más allá cesaba la luz, desaparecían las plantas, y con ellas los animales herbívoros.

La pendiente submarina, suave hasta este límite, se acentuaba, descendiendo rápidamente á los abismos oceánicos, y esta parte del mar—la casi totalidad del Océano—, inmensa masa de agua sin luz, sin olas, sin mareas, sin corrientes, sin oscilaciones de temperatura, era la llamada zona abisal.

En el litoral, las aguas, saludablemente agitadas, cambiaban de salinidad según la cercanía de los ríos. Las rocas y fondos se cubrían de una vegetación que era verde cerca de la superficie y se iba ensombreciendo, hasta llegar al rojo obscuro y al amarillo bronce así como se alejaba de la luz. En este paraíso oceánico, de aguas nutritivas y luminosas cargadas de bacterias y alimentos microscópicos, se desarrollaba la vida con exuberancia. A pesar de los continuos ataques del pescador, los rebaños marinos se mantenían incólumes por medio de una procreación infinita.

La fauna de la profundidad abisal, donde la falta de luz hace imposible toda vegetación, era forzosamente carnívora. Los habitantes débiles devoraban los residuos y los animales muertos que descendían de la superficie. Los fuertes se nutrían á su vez con las substancias concentradas de los pequeños carniceros.

El fondo del Océano, desierto monótono de barro ó de arena, producto de un sedimento de centenares de siglos, ofrecía de tarde en tarde un oasis de extraña vegetación. Estos bosques surgían como manchas de vida allí donde el encuentro de las corrientes superficiales hacía llover un maná de diminutos cadáveres. Las plantas retorcidas y calcáreas, duras como la piedra, no eran plantas: eran animales. Sus hojas, tentáculos inertes y traidores, se encogían de pronto. Sus flores, bocas ávidas, se inclinaban sobre la presa, sorbiéndola por sus ventosas glotonas.

Una luz fantástica atravesaba con ráfagas multicolores este mundo de absoluta lobreguez. Era luz animal, producida por los organismos vivientes.

En los abismos abisales resultaban muy contados los seres ciegos, contra la opinión del vulgo, que se los imagina á casi todos faltos de ojos por su lejanía del sol. Los filamentos de los árboles carnívoros eran guirnaldas de lámparas; los ojos de los animales cazadores, globos eléctricos; las insignificantes bacterias, glándulas fotógenas; y todos ellos abrían ó cerraban sus conmutadores fosforescentes según la necesidad del momento, unas veces para perseguir y devorar, otras para mantenerse disimulados en las tinieblas.

Los animales-plantas, inmóviles como estrellas, rodeaban de un círculo de rayos sus bocas feroces, y los seres minúsculos se sentían empujados irresistiblemente hacia ellos, lo mismo que las mariposas vuelan hacia la lámpara y los pájaros de mar chocan con el faro.

Ninguna de las luces de la tierra podía compararse con las del mundo abisal. Todos los fuegos de artificio palidecían ante las variedades del fulgor orgánico.

Las ramas vivientes del polípero, los ojos de las bestias, hasta el barro sembrado de puntos brillantes, emitían chorros fosfóricos, haces de chispas cuyos resplandores se abrían y cerraban incesantemente. Y estas luces iban pasando en su gradación por los más diversos colores: violeta, púrpura, rojo anaranjado, azul, y, sobre todo, verde. Los pulpos gigantescos se iluminaban al percibir la proximidad de una víctima como soles lívidos, moviendo sus brazos de mortífero tirón.

Todos los seres abisales tenían el órgano de la vista enormemente desarrollado, para poder captar hasta los más débiles rayos de luz. Muchos eran de ojos salientes y enormes. Otros los tenían despegados del cuerpo, al final de dos tentáculos cilíndricos como telescopios.

Los que eran ciegos y no producían resplandor compensaban esta inferioridad con el desarrollo de los órganos táctiles. Sus antenas y nadaderas se prolongaban desmesuradamente en la obscuridad. Los filamentos de su cuerpo, largos pelos ricos en terminaciones nerviosas, distinguían instantáneamente la presa apetecida ó el enemigo en acecho.

El abismo abisal tenía dos pisos ó techumbres. En lo más alto estaba la llamada zona nerítica, la superficie oceánica, diáfana y luminosa, lejos de toda costa. A continuación venía la zona pelágica, mucho más profunda, en la que residen los peces de incesante movimiento, capaces de vivir sin reposarse en el fondo.

Los cadáveres de los animales neríticos y de los que nadan entre dos aguas eran el sustento directo é indirecto de la fauna abisal. Los seres de frágil dentadura y escasa velocidad, mal armados para la conquista de las presas vivas, se alimentaban con las gotas de esta lluvia de materia alimenticia. Los grandes nadadores, pertrechados de mandíbulas formidables y estómagos elásticos é inmensos, preferían las peripecias de la lucha, las persecuciones de la caza viviente, y devoraban—como devoran en la tierra los carnívoros á los herbívoros—á todos los pequeños comedores de residuos y de plancton.

Esta palabra, de invención científica reciente, hacía ver al capitán Ferragut el más humilde é interesante de todos los personajes del Océano. El plancton es la vida que flota en grumos sueltos ó formando nubes á través de la superficie nerítica, descendiendo hasta las profundidades abisales.

Allá donde iba el plancton iba la animación viviente, agrupándose en apretadas colonias animales. El agua salada más pura y diáfana mostraba bajo ciertos rayos luminosos una multitud de pequeños cuerpos, inquietos como las espirales de polvo que danzan en un rayo de sol. Estos seres transparentes, revueltos con algas microscópicas y mucosidades embrionarias, eran el plancton. En su masa densa y poco visible para el ojo humano flotaban los sifonóforos, guirnaldas de individuos unidos por un hilo transparente, frágiles, delicados y luminosos como cristales de Bohemia. Otros organismos igualmente sutiles tenían la forma de pequeños torpedos de vidrio. La suma de todas las materias albuminúricas flotantes en el mar se condensaba en estas nubes nutritivas, añadiéndose á ellas las secreciones de los animales vivientes, los residuos de sus cadáveres, los cuerpos arrastrados por los ríos, las briznas alimenticias de los prados de algas.

Cuando el plancton, á impulsos del azar ó siguiendo misteriosas atracciones se iba aglomerando en un punto determinado del litoral, las aguas hervían en peces con asombrosa fecundidad. Las poblaciones ribereñas se agrandaban, el mar se llenaba de velas, las mesas eran más opulentas, surgían industrias, se abrían fábricas y circulaba el dinero en la costa, atraído del interior por el comercio de pesquería y de conservas.

Si se retiraba el plancton caprichosamente, bogando hacia otro litoral, los rebaños marinos emigraban detrás de las praderas vivientes y la llanura azul quedaba vacía como un desierto maldito. Las flotas de barcas permanecían en seco, se cerraban los talleres, ya no humeaba la olla, los caballos de la gendarmería cargaban contra la muchedumbre protestante y famélica, la oposición gritaba en las Cámaras y los periódicos hacían responsable de todo al gobierno.

Este polvo animal y vegetal nutría á las especies más numerosas, para que ellas á su vez sirviesen de pasto á los grandes nadadores armados de dientes.

La ballena, el más voluminoso de los habitantes oceánicos, cerraba este ciclo destructor en el que se devoran unos á otros para vivir. El gigante pacífico y sin dientes mantenía su organismo sólo con plancton, absorbiéndolo á toneladas. El maná imperceptible y cristalino alimentaba su cuerpo de campanario tumbado, haciendo circular bajo la piel grasosa ríos purpúreos de sangre caliente.

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07 мая 2019
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