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XII
¡ANFITRITA!… ¡ANFITRITA!

El Mare nostrum hizo otro viaje de Marsella á Salónica.

Buscó en vano Ferragut antes de partir nuevas noticias de Freya en los periódicos de París. Varios sucesos distrajeron por unos días la atención pública, y la espía quedó momentáneamente olvidada.

Al llegar á Salónica hizo discretas preguntas á sus amigos militares y marinos en los cafés del puerto. Casi todos desconocían el nombre de Freya Talberg. Los que lo habían leído en los diarios contestaban con indiferencia.

–Sé quién es: una espía que fué artista; una mujer de cierto chic. Creo que la han fusilado… No lo sé cierto, pero deben haberla fusilado.

Tenían cosas más importantes en que pensar. ¡Una espía!… Por todos lados se tropezaba con los manejos del espionaje alemán. Había que fusilar mucho… Y olvidaban inmediatamente este asunto para hablar de los azares de la guerra, que les amenazaban á ellos y á sus compañeros de armas.

Cuando Ferragut volvió á Marsella, dos meses después, ignoraba si su antigua amante estaba aún entre los vivos.

La primera tarde que encontró en el café de la Cannebière á su contertulio el viejo capitán, fué encaminando la conversación hábilmente hasta poder formular con naturalidad la pregunta que llevaba en su pensamiento: «¿Qué había sido de aquella Freya Talberg que tanto preocupaba á los periódicos antes de salir él para Salónica?…»

El marsellés tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse.

–¡Ah, sí!… ¡la espía boche!—dijo tras de una larga pausa—. La fusilaron hace unas semanas. Los periódicos han hablado poco de su muerte. Unas cuantas líneas; esas gentes no merecen más…

Tenía el amigo de Ferragut dos hijos en el ejército; un sobrino suyo había muerto en las trincheras; otro, piloto á bordo de un transporte, acababa de perecer en un torpedeamiento. Pasaba muchas noches sin dormir, pensando en la suerte de sus hijos que luchaban en el frente, y esta inquietud daba un tono duro y feroz á sus entusiasmos patrióticos.

–Bien muerta está… Era una mujer, y los fusilamientos de mujeres resultan penosos. Siempre causa repugnancia tratarlas como á los hombres… Pero, según me han contado, esta individua, con los avisos de su espionaje, contribuyó al torpedeamiento de diez y seis buques… ¡Ah, mala bestia!…

Y no dijo más, pasando á hablar de otra cosa. Todos mostraban igual repulsión al hacer memoria de la espía.

Ferragut acabó por participar del mismo sentimiento. Su cerebro se había partido con la dualidad contradictoria de todos los momentos críticos de su existencia. Odió á Freya pensando en sus crímenes. Recordaba como hombre de mar á los compañeros anónimos muertos en los torpedeamientos. Esta mujer había sido la preparadora inconsciente de muchos asesinatos… Y al mismo tiempo evocaba la imagen de la otra, de la amante que sabía retenerle con sus artificios en el viejo palacio de Nápoles, haciendo de la voluptuosa prisión el mejor de sus recuerdos.

«No pensemos más en ella—se dijo con energía—. Ha muerto… No existe.»

Pero ni aun después de muerta le dejaba en paz. Su recuerdo no tardó en resurgir, adhiriéndose á él con un interés trágico.

La misma tarde que habló con su amigo en el café de la Cannebière fué á la Casa de Correos para recoger la correspondencia, que se hacía enviar á Marsella. Le entregaron un grueso paquete de cartas y periódicos. Por la letra de los sobres y los timbres postales fué adivinando quiénes le escribían: una carta única de su mujer, compuesta de un solo pliego, á juzgar por su flexible delgadez; tres muy abultadas de Tòni, especie de dietarios, en los que iba relatando sus compras, sus cultivos, sus esperanzas de ver llegar al capitán; todo ello mezclado con abundantes noticias sobre la guerra y el malestar de las gentes. Además, varios pliegos de establecimientos bancarios de Barcelona dando cuenta á Ferragut del empleo de sus capitales.

De pie en la escalinata del palacio, acabó de examinar su correspondencia por la cara exterior. Era semejante á la que encontraba á la vuelta de todos sus viajes.

Iba á guardarla en los bolsillos y seguir su camino, cuando atrajo su atención un sobre voluminoso, de letra desconocida, certificado en París…

La curiosidad le hizo abrirlo inmediatamente, y vió en sus manos un verdadero fajo de hojas sueltas, un relato extenso que iba más allá de los límites de una carta. Miró el membrete impreso y luego la firma. El que le escribía era un abogado de París, y Ferragut presintió por el papel lujoso y las señas de su domicilio que debía ser un maître célebre. Hasta recordaba haber encontrado alguna vez su nombre en los periódicos.

Empezó la lectura de la primera página allí mismo, ansiando saber por qué causa le escribía el grave personaje. Pero apenas hubo pasado los ojos por algunos renglones, detuvo su lectura. Tropezó con el nombre de Freya Talberg. Este abogado había sido su defensor ante el Consejo de guerra.

Se apresuró á guardar la carta, dominando su impaciencia. Sintió la necesidad de silencioso apartamiento y soledad absoluta que experimenta un lector apasionado al adquirir un libro nuevo. Este manojo de papeles contenía para él la más interesante de las historias.

Al dirigirse á su buque, le pareció el camino más largo que otras veces. Ansiaba verse encerrado en su camarote, lejos de toda curiosidad, como si fuese á realizar una operación misteriosa.

Freya no existía. Había desaparecido del mundo de un modo infamante, como desaparecen los criminales, doblemente sentenciada, pues hasta su recuerdo era repelido por las gentes; y Ferragut, dentro de unos momentos, iba á hacerla resurgir como un fantasma en la casa flotante que ella había visitado en dos ocasiones. Podía conocer las últimas horas de su existencia, envueltas en un misterio de desprecio; podía violentar la voluntad de sus jueces, que la habían condenado á perder la vida y á perecer después de muerta en la memoria de todos.

Con verdadera avidez se sentó ante la mesa de su camarote, poniendo en orden el contenido del sobre: más de doce hojas escritas por ambas caras y varios recortes de periódicos. En estos recortes vió el retrato de Freya, una imagen dura y confusa. La reconoció únicamente por su nombre puesto al pie: ella había sido otra mujer. Vió también el retrato de su defensor: un abogado viejo, de aspecto pulcro, con melenas blancas finamente peinadas y ojos juveniles.

Adivinó Ferragut desde las primeras líneas que el maître no podía escribir ni hablar sin hacer literatura. Su carta era un relato mesurado y correcto, en el que la emoción, por viva que fuese, se contenía discretamente, no queriendo desordenar los pliegues de un estilo majestuoso.

Empezaba explicando cómo su deber profesional le había decidido á defender á una espía. Necesitaba un abogado: era extranjera; la opinión pública, influenciada por los exagerados relatos de los periódicos sobre su belleza y sus joyas, mostraba una animosidad feroz, pidiendo su pronto castigo. Nadie quería encargarse de su defensa, y por eso mismo él la había aceptado, sin miedo á la impopularidad.

Ferragut creyó adivinar en este sacrificio un impulso de viejo galanteador, que le había hecho ir hacia Freya porque era hermosa. Además, este proceso representaba un acontecimiento parisién y podía dar cierta notoriedad novelesca á los que interviniesen en sus actuaciones.

Unos cuantos párrafos más allá, el marino se convenció de que el maître había acabado por enamorarse de su patrocinada. Esta mujer hasta en el momento de morir esparcía en torno de ella su poder de seducción.

El éxito profesional entrevisto por el abogado se disolvía á las primeras gestiones. La defensa de Freya era imposible. Lloraba por toda respuesta cuando le hacían preguntas sobre los hechos de su vida anterior, ó permanecía silenciosa, inmóvil, con la mirada perdida, lo mismo que si se tratase de la suerte de otra mujer.

No necesitaban los jueces militares de sus confesiones: sabían detalle por detalle toda su existencia durante la guerra y en los últimos años de la paz. Nunca los agentes de la policía en el extranjero habían trabajado con tanta rapidez y éxito. Una buena suerte misteriosa y omnipotente los empujaba en sus pesquisas. Conocían todos los trabajos de Freya; hasta habían proporcionado datos exactos sobre su personalidad de agente secreto, el número de orden con que figuraba en la oficina directora de Berlín, el dinero que cobraba, sus informes en los últimos meses. Documentos escritos por ella misma, con una culpabilidad irrefutable, habían venido á unirse á su proceso, sin que nadie supiese de dónde eran enviados ni por quién.

Cada vez que el juez instructor ponía ante los ojos de Freya una de estas pruebas, ella miraba á su abogado desesperadamente.

–¡Son ellos!—gemía—. ¡Ellos, que desean mi muerte!

El defensor era de la misma opinión. La policía había conocido su presencia en Francia por una carta que le dirigían sus jefes desde Barcelona, torpemente desfigurada, escrita con arreglo á una clave cuyo misterio estaba descubierto por el contraespionaje francés mucho tiempo antes. Para el maître, era indudable que un poder misterioso había querido deshacerse de esta mujer, enviándola á un país enemigo como si la enviase á la muerte.

Ulises adivinó en el defensor un estado de alma semejante al suyo, la misma dualidad que le había atormentado en todas sus relaciones con Freya.

«Yo, señor—escribía el abogado—, he sufrido mucho. Un hijo mío, oficial, murió en la batalla del Aisne; otros allegados á mí, sobrinos y discípulos, han muerto luego en Verdún y en el ejército expedicionario de Oriente…»

Había sentido, como francés, una repulsión irresistible al convencerse de que Freya era una espía que llevaba causados grandes daños á su patria… Luego, como hombre, se apiadaba de su inconsciencia, de su carácter contradictorio y ligero hasta llegar al crimen, de su egoísmo de mujer hermosa y amiga del lujo, que la había hecho admitir la vileza moral á cambio del bienestar.

Atraía su historia al abogado con el interés palpitante de una novela de aventuras. La conmiseración iba tomando en él una vehemencia de enamoramiento. Además, la idea de que eran los explotadores de esta mujer los que la habían denunciado le infundía un entusiasmo caballeresco para la defensa de su causa insostenible.

La comparecencia ante el Consejo de guerra había resultado penosa y dramática. Freya, que hasta entonces parecía embrutecida por el régimen de la prisión, despertaba al verse enfrente de una docena de hombres uniformados y graves.

Su primer movimiento fué el de toda hembra hermosa y coqueta. Conocía su influencia física. Estos militares convertidos en jueces le recordaban los que ella había visto en los tés y los grandes bailes de los hoteles… ¿Qué francés puede resistirse á la atracción femenina?…

Había sonreído, había contestado á las primeras preguntas con una modestia graciosa, fijando sus ojos malignamente cándidos en los oficiales sentados detrás de la mesa presidencial y en los otros hombres con uniforme azul encargados de acusarla ó de leer los documentos de su proceso.

Pero algo frío y hostil existía en el ambiente que paralizaba sus sonrisas, dejaba sin eco sus palabras y hacía opacos los resplandores de ojos. Todas las frentes se inclinaban bajo el peso de severos pensamientos; todos los hombres parecían tener en aquel instante treinta años más. No la verían tal como era por más esfuerzos que hiciese. Sus admiraciones y deseos yacían abandonados al otro lado de la puerta.

Freya adivinó que había dejado de ser una mujer y no era mas que una acusada. Otra de su sexo, una rival irresistible, lo llenaba todo, encadenando á estos hombres con un amor profundo y austero. Su instinto la hizo fijarse en la matrona blanca, de rostro grave, que avanzaba su busto vigoroso sobre la cabeza del presidente. Era la Patria, la Justicia, la República, contemplando con sus ojos vagos y sin pupila á la hembra de carne y hueso que empezaba á temblar, dándose cuenta de su situación.

–¡Yo no quiero morir!…—gritó de pronto, abandonando sus seducciones, pasando á ser una pobre criatura enloquecida por el miedo—. ¡Yo soy inocente!

Mintió con el ilogismo absurdo y descarado del que se ve en peligro de muerte; hubo necesidad de releer sus primeras declaraciones, que negaba ahora; de presentar nuevamente las pruebas materiales, cuya existencia no quería admitir; de hacer desfilar su pasado entero con el apoyo de aquellos datos irrefutables de origen anónimo.

–¡Son ellos los que lo han hecho todo!… ¡Han abusado de mí!… Ya que desean mi pérdida, voy á contar lo que sé.

El abogado pasaba ligeramente en su relato sobre lo ocurrido en el Consejo de guerra. El secreto profesional y el interés patriótico le impedían ser más explícito. Había durado el Consejo de la mañana á la noche, revelando Freya á sus jueces todo cuanto sabía… Luego, su defensor hablaba durante cinco horas, intentando establecer una especie de intercambio en la aplicación de la pena. La culpabilidad de esta mujer era indiscutible y muy grandes los males que llevaba causados. Pero debían concederle la vida á trueque de sus confesiones importantes… Además, había que tener en cuenta la inconsciencia de su carácter… la venganza de que la hacían objeto los enemigos del país…

Esperó hasta bien entrada la noche, al lado de Freya, la decisión del tribunal. Su defendida parecía animada por la esperanza. Había vuelto á ser mujer: hablaba plácidamente con él, sonreía á les gendarmes encargados de su custodia, hacía elogios del ejército… «Unos franceses, unos caballeros, eran incapaces de matar á una mujer…»

El maître no se sorprendió al ver el gesto triste y enfurruñado de los militares al salir de su deliberación. Parecían descontentos de su voto reciente y mostraban á la vez la serenidad de una conciencia tranquila. Eran soldados que acababan de cumplir su austero deber, suprimiendo todo lo que había en ellos de simples hombres. El encargado de leer la sentencia hinchó su voz con una energía ficticia… «¡A muerte!…» Freya era condenada al fusilamiento, después de una larga enumeración de crímenes: informes dados al enemigo, que representaban la pérdida de miles de hombres; buques torpedeados á consecuencia de sus avisos, en los que habían perecido familias indefensas.

La espía agitaba la cabeza al escuchar sus propios actos, apreciando por primera vez toda su enormidad, reconociendo la justicia del tremendo castigo. Pero al mismo tiempo confiaba en un bondadoso perdón á cambio de todo lo que había revelado, en una misericordia galante… por ser ella.

Al sonar la palabra fatal, dió un grito, pálida, con una palidez de ceniza, y se apoyó en su abogado.

–¡Yo no quiero morir!… ¡No debo morir!… ¡Soy inocente!

Siguió gritando su inocencia, sin dar otra prueba que el desesperado instinto de su conservación. Con la credulidad del que desea salvarse, aceptó todos los consuelos problemáticos de su defensor. Quedaba el recurso de apelar á la gracia del presidente de la República: tal vez la indultase… Y firmó esta apelación con repentina esperanza.

Consiguió el abogado suspender por dos meses el cumplimiento de la sentencia visitando á muchos de sus colegas que eran personajes políticos. El deseo de salvar la vida de su cliente le atormentaba como una obsesión. Había dedicado á este asunto toda su actividad y sus influencias personales.

«¡Enamorado!… ¡enamorado como tú!», dijo con acento de burla en el cerebro de Ferragut la voz de los consejos prudentes.

Los periódicos protestaban de este retardo en la ejecución de la sentencia. Empezó á sonar en las conversaciones el nombre de Freya Talberg como un argumento contra la debilidad del gobierno. Las mujeres eran las que se mostraban más implacables.

Un día, en el Palacio de Justicia, había podido convencerse de esta animosidad general, que empujaba á su defendida hacia los fusiles de la ejecución. La mujer encargada de guardar las togas, verbosa comadre familiarizada con el trato de los abogados ilustres, le había hecho conocer sus opiniones rudamente.

–¿Cuándo matarán á esa espía?… Si fuese una pobre mujer con hijos, de las que necesitan ganar su pan, ya la habrían fusilado… Pero es una cocota elegante y con joyas; tal vez se ha acostado con los ministros. Cualquier día vamos á verla en la calle… ¡Y mi hijo que murió en Verdún!…

La prisionera, como si adivinase esta indignación pública, empezó á considerar inmediata su muerte, perdiendo poco á poco el amor á la existencia, que le hacía prorrumpir en mentiras y delirantes protestas. En vano el maître fingía esperanzas en el indulto.

–Es inútil: debo morir… Tengo derecho á que me fusilen… He causado muchos daños… Me horrorizo de mí misma al recordar todos los delitos consignados en la sentencia… ¡Y aún hay otros que ignoran!… La soledad me ha hecho conocerme tal como soy. ¡Qué vergüenza!… Debo irme: todo lo he perdido… ¿Qué me queda que hacer en el mundo?…

«Y fué entonces, querido señor—continuaba el abogado en su carta—, cuando me habló de usted, del modo como se conocieron, del daño que le hizo inconscientemente.»

Convencido de la inutilidad de sus gestiones, el maître había solicitado un último favor. Freya deseaba que la acompañase en el momento de la ejecución: esto mantendría su serenidad. Y los del gobierno prometían á su colega en el foro un aviso oportuno para que asistiese al cumplimiento de la sentencia.

Eran las tres de la madrugada y estaba en lo mejor de su sueño, cuando le despertaron unos enviados de la Prefectura de Policía. El fusilamiento iba á realizarse al amanecer: era una decisión tomada á última hora, para que los periodistas se enterasen tarde del suceso.

Un automóvil le llevó con sus acompañantes á la prisión de San Lázaro, á través de París silencioso y lóbrego. Sólo unos cuantos reverberos encapuchados cortaban con su luz macilenta la obscuridad de las calles. En la prisión se reunió con otros funcionarios de policía y muchos jefes y oficiales que representaban á la justicia militar. La sentenciada dormía aún en su celda, ignorando lo que iba á ocurrir.

Marcharon en fila por los corredores de la cárcel los encargados de despertarla, sombríos y tímidos, empujándose con su nerviosa precipitación.

Se abrió una puerta. Bajo la luz reglamentaria estaba Freya en su lecho con los ojos cerrados. Al abrirlos y verse rodeada de hombres, su cara se dilató con un gesto de espanto.

–¡Valor, Freya!—dijo el director de la prisión—. El recurso de gracia ha sido denegado.

–¡Animo, hija mía!—añadió el cura del establecimiento, iniciando el principio de una plática.

Su terror sólo duró unos segundos. Fué la ruda sorpresa del despertar, con el cerebro todavía paralizado. Al reunir sus recuerdos, la serenidad volvió á su rostro.

–¿Debo morir?—preguntó—¿ha llegado ya la hora?… Pues bien; que me fusilen. Aquí estoy.

Algunos hombres volvieron la cabeza para ocultar sus ojos…

Tuvo que saltar de la cama en presencia de dos vigilantes. Esta precaución era para que no atentase contra su vida. Ella misma rogó al abogado que permaneciese en la celda, como si de este modo quisiera aminorar la molestia de vestirse ante unos desconocidos.

Ferragut adivinó la piedad y la admiración del maître al llegar á este pasaje de su carta. La había visto medio desnuda, preparando el último tocado de su existencia.

«¡Adorable criatura! ¡Tan hermosa!… Había nacido para el amor y el lujo, é iba á morir desgarrada por las balas, como un rudo soldado…»

Le parecían admirables las precauciones adoptadas por su coquetería para este último instante. Deseaba morir como había vivido, echando sobre su persona todo lo mejor que poseía. Por esto, al presentir la proximidad de la ejecución, había reclamado días antes sus joyas y el traje que llevaba en el momento que la detuvieron á la vuelta de Brest.

El defensor la describía con un «vestido de seda gris perla, zapatos y medias de doradillo, gabán de pieles y en la cabeza gran sombrero con plumas. Además, el collar de perlas estaba sobre su pecho, las esmeraldas en las orejas y todos sus brillantes en los dedos».

Una sonrisa triste crispó sus labios al intentar mirarse en los cristales de la ventana, negros aún por la lobreguez de la noche, y que le servían de espejo.

–Muero como un militar: dentro de mi uniforme—dijo á su abogado.

Luego, en el recibidor de la cárcel, bajo la cruda luz artificial, esta mujer empenachada, cubierta de alhajas, exhalando sus ropas un lejano perfume, recuerdo de los tiempos felices, se movió con desembarazo entre los hombres vestidos de negro y los uniformes azules.

Dos religiosas que le habían acompañado en los días anteriores parecían más impresionadas que ella. Intentaban exhortarla, y al mismo tiempo movían los párpados para repeler sus lágrimas… El cura no estaba menos emocionado. Había asistido á otros reos, pero eran hombres… ¡Ayudar á bien morir á una mujer hermosa, perfumada, centelleante de piedras finas, como si fuese á montar en su automóvil para ir á un té de moda!…

Ella había dudado una semana antes entre recibir á un pastor calvinista ó un sacerdote católico. En su vida cosmopolita, de incierta nacionalidad, no había tenido tiempo para decidirse por una religión. Al fin, escogía al último, por parecerle más simple de intelecto, más comunicativo…

Varias veces interrumpió al sacerdote cuando intentaba consolarla. Parecía que fuese ella la encargada de infundir ánimo.

–Morir no es tan horrible como parece cuando se ve de lejos… Siento vergüenza al pensar en los miedos que he pasado, en las lágrimas que llevo derramadas… Resulta más simple de lo que yo creía… ¡Todos hemos de morir!

Le leyeron la sentencia, con la denegación del recurso de gracia. Después le ofrecieron una pluma para que firmase.

Un coronel le dijo que aún podía disponer de unos minutos para escribir á su familia, á sus amigos, ó consignar su última voluntad…

–¿A quién escribir?—dijo Freya—. No tengo ningún amigo en el mundo…

«Entonces fué—continuaba el abogado—cuando tomó la pluma, como si la acometiese un recuerdo, y trazó unas cuantas líneas… Luego rompió el papel y vino hacia mí. Pensaba en usted, capitán: su última carta era para usted, y la dejó sin terminar, temiendo que nunca llegase á sus manos. Además, no estaba para escribir: su pulso era nervioso; prefería hablar… Me pidió que enviase á usted una carta larga, muy larga, relatando sus últimos momentos, y yo tuve que jurarle que cumpliría su encargo.»

A partir de este instante, el maître había visto las cosas mal. La emoción perturbaba sus sentidos, pero vivían aún en su memoria las últimas palabras de Freya al salir de la cárcel.

–Yo no soy alemana—había dicho repetidas veces á los hombres con uniforme—. ¡No soy alemana!

Para ella, lo menos importante era morir. Únicamente le preocupaba que pudiesen creerla de dicha nacionalidad.

El abogado se vió en un automóvil con varios hombres á los que apenas conocía. Otros vehículos marchaban delante y detrás del suyo. En uno de ellos iba Freya con las monjas y el sacerdote.

Una débil claridad blanqueaba el cielo, marcando las aristas de los tejados. Abajo, en el lóbrego fondo de las calles, empezaba lentamente la circulación del amanecer. Los primeros obreros que iban hacia su trabajo con las manos en los bolsillos, las verduleras que regresaban de los mercados empujando sus carretones, volvían la cabeza con interés, siguiendo este desfile de carruajes veloces, casi todos ellos con hombres en los pescantes al lado del conductor. Pensaban en la posibilidad de una boda matinal… Tal vez eran gentes alegres que venían de una fiesta nocturna… Varias veces el cortejo detuvo su marcha, viéndose cortado por un desfile de pesadas carretas con montañas de hortalizas.

El maître, á pesar de sus emociones, fué reconociendo el camino que seguía el automóvil. En la plaza de la Nación entrevió el grupo escultórico que representa el triunfo de la República surgiendo húmedo y brillante de la bruma del amanecer; luego, la verja de la barrera; á continuación, la larga avenida de Vincennes y su histórica fortaleza.

Todavía fueron más lejos, hasta llegar al campo de tiro.

Al bajar del automóvil vió una extensa llanura cubierta de hierba y formadas en ella dos compañías de soldados. Otros vehículos habían llegado antes. Del grupo de personas descendidas se despegó Freya, dejando atrás á las monjas y los agentes que la escoltaban.

La luz del amanecer, azul y fría como los reflejos del acero, iluminaba las dos masas de hombres armados formando ancha calle. En el fondo de esta calle había un poste clavado en la tierra; más allá un furgón obscuro tirado por dos caballos, y varios hombres vestidos de negro.

El avance de la mujer fué acogido por una voz de mando, é inmediatamente empezaron á sonar tambores y trompetas en la cabeza de las dos formaciones. Hubo un ruido de fusiles: los soldados presentaban las armas. Los bélicos instrumentos lanzaron una música de gloria, el mismo toque que saluda la presencia del jefe del Estado, de un general, de la bandera desplegada… Era un homenaje á la justicia majestuosa y severa; un himno á la patria implacable en su defensa.

Pensó la espía un momento que todo este aparato era para otra. Se acordó de la mujer blanca, de fuertes pechos y ojos sin pupila, que había visto sobre la cabeza del presidente del Consejo. Pero á continuación quiso creer que el recibimiento triunfal era para ella… Marchaba entre fusiles, acompañada de trompetas y tambores, como una reina.

Su defensor la vió más alta que nunca. Parecía haber crecido un palmo, con prodigioso estiramiento. Su alma de mujer de teatro se emocionó lo mismo que cuando se presentaba en las tablas á recibir aplausos. Todos estos hombres se habían levantado en plena noche y estaban allí por ella; los cobres y los parches sonaban para saludarla. La disciplina mantenía los rostros graves y fríos, pero tenía la certeza de que la encontraban hermosa y que detrás de muchas pupilas inmóviles se agitaba el deseo.

Si algún temor le quedaba de perder la vida, desapareció bajo la caricia de esta falsa gloria… ¡Morir contemplada por tantos hombres valerosos que le rendían el mayor de los honores!… Sintió la necesidad de ser admirable, de caer en postura artística, como si estuviese en un escenario.

Fué pasando entre las dos masas varoniles, alta la cabeza, pisando fuerte, con su arrogante andar de diosa cazadora, deteniendo á veces la mirada en algunos de los centenares de ojos fijos en ella. La ilusión de su triunfo le hacía avanzar erguida y serena, lo mismo que si pasase revista á las tropas.

–¡Nombre de Dios!… ¡Qué empaque!—dijo detrás del abogado un oficial joven, admirando la serenidad de Freya.

Al llegar junto al poste, alguien leyó un breve documento: el extracto de la sentencia, tres líneas, para hacerla saber que la justicia iba á cumplirse.

Lo único que la molestó de esta rápida notificación fué el temor de que cesasen las trompetas y los tambores. Pero siguieron sonando, y su estrépito belicoso entró por sus oídos con la misma impresión reconfortante y cálida que si un vino de generosa embriaguez se deslizase por su boca.

Un pelotón de cabos y soldados—doce fusiles—se había destacado de la doble masa militar. Lo mandaba un suboficial de bigote rubio, pequeño, delicado, con el sable desnudo. Freya lo contempló un momento, encontrándolo interesante, mientras el joven evitaba su mirada.

Con un ademán de reina de escenario repelió el pañuelo blanco que le ofrecían para vendarse los ojos. No lo necesitaba. Las monjas se apartaron de ella para siempre. Al quedar sola, dos gendarmes comenzaron á atarla con la espalda apoyada en el poste.

«Dicen—seguía escribiendo el defensor—que me saludó por última vez con una de sus manos antes de que la inmovilizasen las ligaduras… Yo no vi nada. ¡No podía ver!… ¡Era demasiado para mí!…»

El resto de la ejecución lo conocía de oídas. Continuaron sonando trompetas y tambores. Freya, atada é intensamente pálida, sonrió como si estuviese ebria. El vientecillo del amanecer hacía ondear los penachos de su sombrero.

Cuando avanzaron los doce fusiles, colocándose horizontalmente á una distancia de ocho metros, todos apuntando al corazón, ella pareció despertar. Chilló con los ojos desencajados por el horror de la realidad, que se imponía de pronto. Sus mejillas se cubrieron de lágrimas. Tiró de las ligaduras con un vigor de epiléptica.

–¡Perdón!… ¡perdón!… ¡No quiero morir!

El suboficial levantó el sable y volvió á bajarlo rápidamente… Una descarga.

Freya se dobló, resbalando su cuerpo á lo largo del poste hasta quedar tendida en el suelo. Las balas cortaron las cuerdas que la sujetaban.

Su sombrero, como si adquiriese una vida repentina, había saltado de la cabeza, yendo á caer unos cuantos metros más allá.

Del piquete de fusilamiento se destacó un cabo con un revólver en la diestra. «El golpe de gracia.» Sus pies se detuvieron al borde del charco de sangre que se iba formando en torno de la ejecutada. Frunciendo los labios, entornando los ojos, se inclinó sobre ella, al mismo tiempo que con el extremo del cañón levantaba los rizos caídos sobre una de sus orejas. Todavía respiraba… Un tiro en la sien. Se contrajo el cuerpo bajo un estremecimiento final. Luego quedó inmóvil, con la rigidez del cadáver.

Sonaron voces, formaron las dos compañías en columna, y al ritmo de sus instrumentos fueron desfilando ante el cuerpo de la muerta. Del lúgubre carruaje sacaron los hombres enlutados un féretro de madera blanca.

Volviendo las espaldas á su obra, la doble masa militar marchó hacía su campamento. Quedaba servida la justicia. Trompetas y tambores se perdieron en el horizonte, agrandados sus sonidos por el fresco eco de la mañana naciente. El cadáver fué depositado en aquel ataúd pobre, que más bien parecía una caja de embalaje, despojándolo antes de sus alhajas. Las dos monjas las recogieron con timidez: la muerta se las había dado para sus obras de caridad. Luego quedó cerrada la tapa, desapareciendo para siempre la que minutos antes era una mujer hermosa que los hombres no podían ver sin estremecimientos de deseo. Las cuatro tablas sólo guardaban harapos rojizos, carnes agujereadas, huesos rotos.

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Дата выхода на Литрес:
07 мая 2019
Объем:
550 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
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