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VI
LOS ARTIFICIOS DE CIRCE

Creyó después de este beso que sus otros deseos iban á realizarse inmediatamente. Lo más difícil del camino ya estaba andado. Pero con Freya había que esperar siempre algo absurdo é inconcebible.

El cañonazo del mediodía los sacó de su arrobamiento voluptuoso, que había durado unos segundos, largos como años. Los pasos del guardián, cada vez más próximos, acabaron por separar sus dos bustos y desenredar sus brazos.

Freya fué la primera en serenarse. Sólo un ligero humo quedó flotando en el fondo de sus pupilas, como si fuese el vaho del ardor recién extinguido.

–¡Adiós!… Me esperan.

Y salió del Acuario seguida de Ferragut, todavía balbuciente y tembloroso.

Fueron inútiles las preguntas y ruegos con que la persiguió al atravesar el paseo.

–Hasta aquí nada más—dijo ella en una de las bocacalles de Chiaia—. Nos veremos… Se lo prometo formalmente… Ahora déjeme…

Y desapareció con su paso firme de hermosa cazadora, sereno el rostro, como si no quedase en ella el menor recuerdo de su fiero arrebato pasional.

Esta vez cumplió su promesa. Ferragut la vió todos los días.

Se encontraron por las mañanas en las inmediaciones del hotel, y algunas veces bajó ella al comedor, cruzando sonrisas y miradas con el marino, que ocupaba por su desgracia una mesa lejana. Luego pasearon, hablaron, rió Freya bondadosamente de los amorosos juramentos del capitán… Y esto fué todo.

Con la habilidad de las mujeres para sondear al hombre y penetrar en sus secretos, manteniendo cerrados é inabordables los secretos propios, ella fué enterándose de los accidentes y aventuras de la vida de Ulises. En vano éste, por una reciprocidad natural, habló de la isla de Java, de las danzas misteriosas ante Siva, de los viajes por los lagos de los Andes. Freya hacía un esfuerzo para recordar. «¡Ah!…¡sí!» Y después da emitir por toda respuesta esta exclamación distraída, continuaba averiguando con avidez la vida anterior de su enamorado. Ulises, en algunos momentos, llegó á sospechar si lo del abrazo en el Acuario habría ocurrido en sueños.

Una mañana consiguió el capitán ver realizado uno de sus deseos. Estaba celoso de los incógnitos amigos que almorzaban con Freya. En vano afirmó ésta que era la doctora la única compañera de las horas que pasaba fuera del hotel. El marino, para tranquilizarse, exigió que la viuda aceptase sus invitaciones. Debían dar mayor amplitud á sus paseos, debían visitar las bellas afueras de Nápoles, almorzando en sus alegres trattorias.

Ascendieron juntos en el funicular del monte Vomero á las alturas coronadas por el castillo de Sant Elmo y la cartuja de San Martino. Luego de admirar en el museo da la abadía los recuerdos artísticos de la dominación borbónica y la dominación muratesca, entraron en un restorán próximo, una trattoria con las mesas puestas en una explanada desde cuyas barandas podía abarcarse el espectáculo inolvidable del golfo, viéndose además el Vesubio y la cadena de montañas que se esfumaba en el horizonte como un oleaje inmóvil de rosa obscuro.

Nápoles se extendía en herradura por el borde arqueado del mar, expeliendo de su enorme masa blanca, cual si fuesen núcleos de espuma, los caseríos de los suburbios.

Un ostricario moreno, enjuto, de ojos de brasa y enormes bigotes, tenía su puesto en la puerta del restorán, ofreciendo mariscos de intenso olor, que tal vez habían echado media semana en ascender desde la ciudad á las alturas del Vomero. Freya rió de la belleza típica del ostricario y las miradas ardientes que dirigía por costumbre á todas las damas que entraban en el establecimiento… Un verdadero hallazgo para una viajera ansiosa de aventuras con color local.

En el fondo, una pequeña orquesta acompañaba la voz de un tenor, ó sonaba sola, estirando las melodías, amplificando los compases con napolitana exageración.

Freya sintió un regocijo infantil al sentarse á la mesa, viendo más allá del mantel el vacío luminoso de la altura. Cortado en primer término por un tubo de cristal lleno de flores, extendíase el lejano panorama de la ciudad, el golfo y sus cabos. Le embriagó el aire de esta cumbre, después de dos semanas transcurridas sin salir de Nápoles. Las arpas y violines daban al ambiente un temblor patético y servían de fondo á las conversaciones, como los vagos murmullos de una orquesta oculta realzan en el teatro la salmodia de los versos melancólicos, arrancando lágrimas.

Comieron con el apetito nervioso que proporciona la alegría. Unas mesas más allá, una pareja joven olvidaba los platos para estrecharse las manos por debajo del mantel y apretarse pierna contra pierna con frenética presión. Los dos sonreían mirando el paisaje y mirándose mutuamente. Tal vez eran extranjeros recién casados, tal vez amantes fugitivos que veían realizadas sus ilusiones al arrullarse en este país tantas veces evocado en sus lejanos galanteos.

Dos médicos ingleses de un buque-hospital, canosos y con uniforme, despreciaban el almuerzo para pintar directamente en sus álbumes, con una torpeza escrupulosa y pueril, el mismo panorama que figuraba en las tarjetas postales ofrecidas á la puerta del restorán.

Una botella ventruda, con faldellín de paja y cuello larguísimo, atrajo en la mesa las manos de Freya. Rió de la sobriedad de Ferragut, que aclaraba con agua la rojiza negrura del vino italiano.

–Así debieron beber sus antecesores los argonautas—dijo alegremente—. Así bebía indudablemente su abuelo Ulises.

Y llenando ella misma la copa del capitán, con una dosificación exageradamente escrupulosa de la parte de agua y la parte de vino, añadió alegremente:

–Vamos á hacer una libación á los dioses.

Estas libaciones sagradas fueron frecuentes. Las risas de Freya hacían volver la vista á los ingleses, interrumpiéndolos en su concienzudo trabajo. El marino se sintió invadido por un tibio bienestar, por una sensación de reposo y confianza, como si esta mujer fuese ya suya indiscutiblemente.

Al ver que los dos amorosos, terminando su almuerzo á toda prisa, se levantaban con ruborosa precipitación, como si les pinchase un repentino deseo, su mirada fué tierna y fraternal… ¡Adiós, compañeros!

La voz de la viuda le trajo á la realidad.

–Ulises, hábleme de amor… Aún no me ha dicho en todo el día que me ama.

A pesar del tono risueño é irónico de esta orden, la obedeció, repitiendo una vez más sus promesas y sus deseos. El vino daba á sus palabras un temblor de emoción; los gemidos de la orquesta excitaban su sensibilidad. Se conmovía á sí mismo, hasta el punto de que sus ojos se humedecieron levemente.

La voz exasperada del tenor, como si fuese un eco del pensamiento de Ferragut, lanzaba una romanza de la fiesta de Piedigrotta, una lamentación de amor melancólica, un cántico á la muerte, última madre de los enamorados sin esperanza.

–¡Todo mentira!—dijo Freya riendo—. Estos mediterráneos… ¡qué comediantes para el amor!…

Ulises quedó indeciso, no sabiendo si se refería á él ó al cantante. Ella continuó hablando, complacida y desdeñosa al mismo tiempo al considerar el ambiente que la rodeaba.

–¡Amor… amor! En estos países no se habla de otra cosa. Es casi una industria, algo preparado escrupulosamente para las gentes del Norte, crédulas y simples. Todos representan el amor: ese cantante gritón, usted… hasta el ostricario.

Luego añadió con malignidad:

–Debo advertirle que tiene usted un rival. ¡Mucho cuidado, Ferragut!

Volvió la cabeza para mirar al oscricario. Estaba ocupado en la contemplación da una gruesa señora de pelo gris y abundantes joyas, una viajera escoltada por su marido, que acogía con extrañeza las ojeadas asesinas del vendedor, sin llegar á explicárselas.

Se atusaba el bigote, mirándose de vez en cuando el terno de lana inglesa para corregir los pliegues y expulsar las motas de polvo. Era un hermoso pirata disfrazado de gentleman. Al notar la atención de Freya cambió el curso de sus miradas, balanceó el fino talle y contestó á los ojos interrogantes de ella con una sonrisa de ángel malo, dando á entender su discreción y habilidad para insinuarse á espaldas de mandos y acompañantes.

–¡Ya está!—dijo Freya entre carcajadas—. ¡Ya tengo un nuevo enamorado!…

El moreno seductor quedó cohibido por la escandalosa publicidad con que acogía esta señora sus insinuaciones misteriosas. Ferragut habló de acostar al badulaque sobre sus ostras y caracolas bajo un buen par de bofetadas.

–No sea usted ridículo—protestó ella—. ¡Pobre hombre! Tal vez tiene mujer y larga prole… Es un padre de familia que desea llevar dinero á casa.

Hubo un largo silencio entre los dos. Ulises parecía ofendido por la ligereza y la crueldad de su acompañante.

–No esté usted enfadado—dijo ella—. ¡A ver, tiburón mío, sonría usted un poco, muéstreme sus dientes!… Las libaciones á los dioses tienen la culpa. ¿Está usted ofendido porque he querido compararle con ese tipo?… ¡Pero si usted es el único hombre que yo aprecio un poco!… Ulises, le hablo en serio, con toda la franqueza que da el vino. No debía decírselo, pero se lo digo… Si yo pudiese amar á un hombre, ese hombre sería usted.

Olvidó instantáneamente Ferragut todo su enfado para escucharla y envolverla en la luz admirativa de sus ojos. Freya volvió la cabeza al hablar, no queriendo verle, como si le pesase lo que estaba diciendo, y sus miradas vagaron por el amplio paisaje.

El origen de Ulises era lo que le interesaba más. Ella, que conocía casi toda la tierra, sólo había pisado por unas horas el suelo de España, cuando desembarcó en Barcelona del transatlántico mandado por él. Los españoles le inspiraban miedo y atracción. Una noble gravedad reposaba en el fondo de sus hipérboles amorosas.

–Usted es un exagerado, un meridional, que lo amplifica todo y miente, creyéndose sus propias mentiras. Pero tengo la seguridad de que si llegara á enamorarse de veras, sin frases, sin embustes pasionales, su afecto sería más sano y profundo que el de los otros hombres.... Mi amiga la doctora dice que son ustedes un pueblo crudo, que sólo ha tomado en apariencia las nerviosidades, desequilibrios y cabildeos que acompañan al amor en otros países civilizados hasta el refinamiento.

Miró Freya al marino, haciendo una larga pausa.

–Por eso ustedes pegan—continuó—, por eso ustedes matan cuando sienten el amor y los celos. Son brutos, pero no son mediocres. No abandonan á una mujer por cálculo; no la explotan… Usted es un hombre nuevo para mí, que he conocido tantos. Si yo pudiese creer en el amor, me tendría á su lado por toda la vida… ¡por toda la vida!

Una música suave, ligera, como la vibración de un vaso de cristal frágil y delgado, se esparció por la terraza. Freya siguió su ritmo con un leve movimiento de cabeza. Conocía esta música dulzona, la Serenata de Toselli, lamento de pasión que removía el alma de las viajeras en los halls de los grandes hoteles. Ella, que había reído otras veces de esta musiquilla artificial y refinada, sintió que las lágrimas se agolpaban ahora en sus ojos.

–¡No poder amar á nadie!—murmuró—. ¡Vagar sola por el mundo!… ¡Tan hermoso que es el amor!

Adivinó lo que iba á decir Ferragut, sus protestas de eterna pasión, sus ofrecimientos de unir su vida á la de ella para siempre, y cortó sus palabras con un gesto enérgico.

–No, Ulises, usted no me conoce, no sabe quién soy… Aléjese de mí. Hace unos días me era indiferente. Y odio á los hombres, y nada me importa hacerles daño. Pero ahora me inspira usted cierto interés, porque le creo bueno y franco á pesar de sus exterioridades arrogantes… ¡Márchese, no me busque! Es la mejor prueba de afecto que puedo darle.

Dijo esto con vehemencia, como si viera á Ferragut corriendo hacia un peligro y le gritase para apartarlo de él.

–En el teatro—continuó—hay un papel que llaman de «mujer fatal», y ciertas artistas no pueden desempeñar otro. Han nacido para fingir este personaje… Yo soy una «mujer fatal», pero en la realidad. ¡Si usted conociese mi vida!… Es mejor que no la conozca: yo misma quiero ignorarla. Únicamente soy feliz cuando pierdo la memoria… Ferragut, amigo mío, dígame ¡adiós! y no me salga más al paso.

Pero Ferragut protestaba, como si le propusiese una cobardía. ¿Huir, amándola tanto?… Si tenía enemigos, podía contar con él para su defensa. Si deseaba riquezas, él no era un millonario, pero…

–Capitán—interrumpió Freya—, váyase con los suyos. Yo no he nacido para usted. Piense en su mujer y en su hijo; siga su vida. No soy la conquista que se guarda unas semanas nada más. A mí nadie me toca impunemente. Tengo ventosas, como los animales que vimos el otro día; quemo como las sombrillas transparentes del Acuario… ¡Huya, Ferragut!… Déjeme sola… ¡sola!

Y la imagen de un vacío inmenso como único porvenir hizo saltar lágrimas de la humedad aglomerada en sus ojos.

La música había cesado. Un camarero, inmóvil, fingía mirar á lo lejos, escuchando al mismo tiempo su conversación. Los dos ingleses interrumpieron su pintura para contemplar duramente á este gentleman que hacía llorar á una mujer. El marino sintió la inquietud nerviosa que infunde una situación ridícula.

–Ferragut, pague y vámonos—dijo ella, adivinando su estado.

Mientras Ulises daba dinero á los camareros y los músicos, ella se limpió los ojos y reparó los estragos de su fisonomía sacando del bolso de oro la borla de polvos y un pequeño espejo, en cuyo óvalo se contempló largamente.

Al salir, el ostricario le volvió la espalda, fingiéndose muy ocupado en el arreglo de los limones que adornaban su puesto. No pudo verle la cara, y sin embargo adivinó que una mala palabra agitaba sus bigotes: la más terrible que puede decirse á una mujer.

Caminaron lentamente hacia la estación del funicular por calles solitarias, entre muros de jardín, con un lado amarillo de sol y el otro azul de sombra.

Ella fué la que buscó el brazo de Ulises, apoyándose con un abandono pueril, como si la fatiga la hubiese dominado desde los primeros pasos.

Ferragut apretó este brazo contra su cuerpo, sintiendo inmediatamente la excitación del contacto. Nadie podía verles; los pasos resonaban en las aceras, bajo las guirnaldas de las tapias, con un eco de lugar abandonado. El ardor fermentativo de las libaciones á los dioses daba al capitán una nueva audacia.

–¡Pobrecita mía!… ¡cabecita loca!…—murmuró atrayendo hacia él la cabeza de Freya, reclinada en uno de sus hombros.

La besó, sin que opusiese resistencia. Y ella, á su vez, le besó á él, pero con un beso triste, ligero, desmayado, que en nada recordaba la histérica caricia del Acuario. Su voz, que parecía venir de muy lejos, fué repitiendo lo que le había aconsejado en la trattoria.

–Váyase, Ulises, no me vea más. Se lo digo por su bien… Yo traigo desgracia. Lamentaría que maldijese el momento en que me conoció.

El marino aprovechaba todas las revueltas de la calle para cortar estas recomendaciones con sus besos. Ella avanzó remolcada por él, sin voluntad, como si fuera á dormirse marchando. Una voz cantaba con diabólica satisfacción en el cerebro del capitán: «¡Ya está madura!… ¡ya está madura!» Y seguía tirando de ella, siempre en línea recta, sin saber hacia dónde caminaba, pero seguro de su triunfo.

Cerca de la estación, un hombre se aproximó á la pareja: un señor respetable, canoso, con chaqué viejo y gafas. Les dió la tarjeta de un hotel que poseía en las inmediaciones, ensalzando las cualidades de sus cuartos: «Todo el confort moderno… Agua caliente.» Ferragut la tuteó por primera vez.

–¿Quieres?… ¿quieres?…

Ella pareció despertar, abandonando bruscamente su brazo.

–No sea loco, Ulises… Eso no será nunca… ¡nunca!

Y súbitamente engrandecida al alejarse, entró en la estación con paso altanero, sin volver la cabeza, sin preocuparse de si Ferragut la seguía ó la abandonaba.

Durante la larga espera y el descenso á la ciudad, Freya se mostró irónica y frívola, como si no guardase ya memoria de su reciente indignación. El marino, bajo el peso de su fracaso y de las extraordinarias libaciones, se sumió en un mutismo enfurruñado.

En el barrio de Chiaia se separaron. Ferragut, al quedar solo, sintió con más fuerza los efectos de la embriaguez que le dominaba, una embriaguez de sobrio, con la sorpresa fulminante de la novedad.

Por un momento tuvo la mala idea de ir á su buque. Necesitaba dar órdenes, pelear con alguien. Pero la flojedad de sus piernas le empujó hacia el hotel, y se dejó caer de bruces en la cama, mientras rodaba por tierra su sombrero, contento de la grave tiesura con que había llegado hasta su cuarto sin llamar la atención de la servidumbre.

Se durmió inmediatamente; pero apenas la noche hubo caído sobre sus ojos, volvieron éstos á abrirse, ó á lo menos él creyó que se abrían, viéndolo todo bajo una luz que no era la del sol.

Alguien había entrado en el cuarto y avanzaba de puntillas hasta su lecho.

Ulises, que no podía moverse, vió con el rabillo de un ojo que la que llegaba era una mujer, y que esta mujer se parecía á Freya. ¿Era realmente ella?…

Tenía el mismo rostro, los cabellos rubios, los ojos negros y orientales, igual óvalo de cara. Era Freya y no era, como dos gemelas repetidas exactamente en el mismo molde físico guardan siempre un aire indefinible que las diferencia.

Un lento trabajo que venía minando desde mucho antes, con labor sorda y subterránea, la parte inconsciente de Ferragut hizo de pronto explosión. Siempre que veía á la viuda, este inconsciente se agitaba, presintiendo que la había conocido mucho antes del viaje trasatlántico. Ahora, bajo una luz de fantástico resplandor, los vagos pensamientos se precisaron.

El dormido vió que Freya vestía un justillo de mangas sueltas ajustadas á los brazos, con botones de filigrana de oro; que unas joyas algo bárbaras adornaban su pecho y sus orejas; que una falda de flores cubría el resto de su persona. Era un traje de labradora de otros siglos que él había visto pintado. ¿Dónde?… ¿dónde?…

–¡Doña Constanza!…

Freya era igual á la augusta basilisa de Bizancio. Tal vez era la misma, que se perpetuaba á través de los siglos valiéndose de prodigiosos avatares. En aquel momento todo lo encontraba posible Ulises.

Además, le preocupaba muy poco la racionalidad de las cosas; lo importante era que existiesen. Y Freya estaba á su lado: Freya y la otra, fundidas en una sola mujer que iba vestida como la soberana griega del exvoto.

Otra vez repitió el dulce nombre que había iluminado su infancia con un esplendor novelesco. «¡Doña Constanza! ¡Oh, doña Constanza!…» Y se sumió en la noche definitivamente, sin una nueva visión, abrazándose á la almohada lo mismo que cuando era niño y creía dormirse teniendo entre sus brazos á la joven viuda de «Vatacio el Herético».

Cuando al día siguiente volvió á encontrar á Freya, se sintió atraído por una nueva fuerza, el interés redoblado que inspiran las personas vistas en sueños. Fuese realmente la emperatriz resucitada bajo una nueva forma, como en los libros de caballerías, ó fuese simplemente la viuda errante de un sabio, para el marino era lo mismo. El la deseaba, y á su deseo carnal se iban yuxtaponiendo otros menos materiales: la necesidad de velar por el placer de verla, de oírla, de sufrir sus negativas, de sentirse repelido en todos sus avances.

Ella guardaba un buen recuerdo de la expedición á las alturas de San Martino.

–Debió usted encontrarme ridícula á causa de mis sensiblerías y mis lágrimas. Usted, por su parte, fué como siempre, impetuoso y atrevido… La próxima vez beberemos menos.

La «próxima vez» era una invitación que Ferragut repetía diariamente. Deseaba llevarla á comer en una de las trattorias del camino de Possilipo, viendo á sus pies todo el golfo coloreado de rosa por la puesta del sol.

Freya había aceptado su invitación con un entusiasmo de colegiala. Estos paseos representaban para ella horas de alegría y libertad, como si sus largas permanencias al lado de la doctora fuesen de monótona servidumbre.

Una tarde la esperó Ulises lejos del hotel, para evitar el espionaje del portero. Al juntarse y lanzar una mirada hacia el inmediato puesto de coches, cuatro vehículos avanzaron á la vez, como una fila de carros romanos ansiosos de obtener el premio del circo, con estrepitoso pataleo de bestias, crujidos de tralla y gesticulaciones rabiosas de los cocheros, que se amenazaban apelando á la Madona.

Iban á matarse entre ellos. Ferragut lo creyó por un instante, oyendo sus maldiciones napolitanas… Subieron los dos al vehículo más próximo, é inmediatamente cesó el tumulto. Los coches vacíos volvieron á ocupar su lugar en la fila y los rivales á muerte reanudaron su plácida y risueña conversación.

Una pluma recta y enorme se balanceaba sobre la cabeza del caballo. El cochero, para no ser descortés con sus dos clientes, á los que presentaba la espalda, volvía de vez en cuando el busto, dándoles explicaciones.

–Por aquí—y señalaba con el látigo—se va á Piedigrotta. Los señores debían ver el día de la fiesta: es en Septiembre. Pocos vuelven de ella á pie firme. Santa María di Piedigrotta hizo que Carlos III derrotase á los tedescos en Velletri… ¡Aooó!

Movía su látigo lo mismo que una caña de pescar sobre la enhiesta pluma, excitando la marcha del caballo con un alarido profesional… Y como si su grito figurase entre las más dulces melodías, continuó diciendo, por una asociación de ideas:

–En la fiesta de Piedigrotta se daban á conocer, siendo yo mozo, las mejores canciones del año. Allí se proclamaba la romanza de moda, y cuando ya la habíamos olvidado, venían los extranjeros, años después, á repetirla como una novedad.

Hizo una breve pausa.

–Si los señores quieren—continuó—, los llevaré á la vuelta á Piedigrotta. Verán la pequeña iglesia de San Vitale. Muchas señoras extranjeras la buscan para colocar flores en la sepultura de un jorobadito que hacía versos: el conde Giacomo Leopardi.

El silencio con que acogían estas explicaciones los dos clientes le hizo abandonar su oratoria maquinal para fijarse en ellos. El señor le había tomado una mano á la señora y se la apretaba hablando en voz muy baja. La señora fingía no escucharle, mirando las «villas» y los jardines del lado izquierdo del camino, que descendían hasta el mar.

Todavía, con doble magnanimidad, quiso instruir á estos parroquianos indiferentes, mostrando á punta de látigo las bellezas y curiosidades de su catálogo.

–Aquella iglesia es Santa María del Parto, llamada por otros del Sannazaro. El Sannazaro fué también un gran poeta, que describió amores de pastoras, y Federico II de Aragón le hizo el regalo de una «villa» con jardines, para que trabajase con más comodidad… ¡Otros tiempos, señores míos! Sus herederos la convirtieron en iglesia, y…

Se cortó la voz del cochero. A sus espaldas hablaba la pareja en un idioma incomprensible, sin prestarle atención, sin agradecer sus eruditas explicaciones. ¡Extranjeros ignorantes!… Y ya no dijo más. Se replegó en un silencio ofendido, aliviando su verbosidad napolitana con una serie de gritos y gruñidos dedicados á su caballo.

El camino nuevo de Possilipo, obra del rey Murat, costeaba el golfo, elevándose lentamente por la falda de la montaña, haciendo cada vez mayor el declive entre su calzada y el borde del mar. En esta pendiente asomaban las «villas» sus fachadas blancas ó rosadas entre los esplendores de una vegetación siempre verde y lustrosa.

Más allá de las columnatas de palmeras y pinos parasoles se elevaba el golfo, como un telón azul. Su borde superior sobrepasaba las rumorosas copas de los árboles.

Un edificio enorme apareció, metido en el agua. Era un palacio en ruinas, ó más bien un palacio sin terminar, de gruesos muros, labrados ventanales y sin techo. En el piso bajo entraban las olas mansamente por puertas y ventanas, sirviendo sus salones de refugio á las barcas de los pescadores.

Los dos viajeros hablaban indudablemente de esta ruina, y el cochero, piadoso, olvidó su enfado para venir en su ayuda.

–Eso es lo que muchos llaman el palacio de la reina Juana… ¡Error, señores míos!… ¡Ignorancia de la gente indocta! Este es el palacio de Donna Anna, y doña Ana Carafa fué una gran señora napolitana, mujer del duque, de Medina, virrey español, que construyó el palacio para ella y no pudo acabarlo.

Iba á decir más, pero se contuvo. ¡Ah, no! ¡por la Madona!… Otra vez se ponían á hablar, sin escucharle… Y se sumió definitivamente en un silencio ofendido, mientras á sus espaldas continuaba la charla.

Ferragut sintió interés por los remotos amores de aquella napolitana, gran señora, con el magnate español, prudente y linajudo. La pasión había hecho cometer al grave virrey la locura de construir un palacio en el mar. También el marino amaba á una mujer de otra raza y sentía iguales deseos de hacer por ella cosas disparatadas.

–Yo he leído los mandamientos de Nietzsche—dijo, para explicar su entusiasmo—. «Busca tu mujer fuera de tu país…» Esto es lo mejor.

Freya sonrió tristemente.

–¡Quién sabe!… Es complicar el amor con las preocupaciones del antagonismo nacional. Es crear hijos con doble patria, que acaban por no tener ninguna, y vagan por el mundo lo mismo que mendicantes sin abrigo… Yo sé algo de eso.

Y volvió á sonreír con tristeza y escepticismo.

Ferragut iba leyendo los rótulos de las trattorias á ambos lados del camino: El escollo de la sirena, La alegría de Partenope, El mazo de flores… Y mientras tanto, apretaba la mano de Freya, avanzando sus dedos por la parte interior de la muñeca, acariciando su piel, que se estremecía á cada nuevo rozamiento.

El cochero dejó al caballo que ascendiese lentamente la cuesta continua de Possilipo. Se preocupaba ahora de no volverse para no ser molesto. Conocía bien á los que hablaban á sus espaldas: «Enamorados; gente que no desea llegar pronto.» Y olvidó sus ofensas, pensando en la generosidad del señor al ir en tan buena compañía.

Ulises le hizo detenerse en lo alto de Possilipo. Era allí donde había comido una famosa «sopa marinesca» y donde se vendían las mejores ostras de Fusaro. A la derecha del camino se alzaba un edificio pretencioso y moderno, con el título del restorán en letras de oro. En el lado opuesto estaba el anexo, un jardín cortado por terrazas que descendían hasta el mar, y en dichas terrazas había mesas al aire libre ó casitas de techos bajos con las paredes cubiertas de enredadera. Estas construcciones tenían ventanas discretas, abiertas sobre el golfo á gran altura, que no permitían ninguna curiosidad exterior.

Al recibir la generosa propina de Ferragut, el cochero le saludó con una sonrisa familiar, un gesto de compañerismo que pasaba por encima de todas las diferencias sociales, uniéndolos como simples hombres. El había traído muchas parejas á este discreto jardín, con sus cerrados comedores sobre el golfo. «Buen apetito, signore

El viejo camarero que salió al encuentro de la pareja en un senderillo descendente mostró un gesto idéntico al fijar sus ojos en Ferragut. «Tenía lo que necesitaba el señor.» Y atravesando una terraza bajo emparrado, con varias mesas libres, abrió una puerta y les hizo entrar en una habitación que sólo tenía una ventana.

Freya fué instintivamente hacia ella, como un insecto hacia la luz, dejando á sus espaldas el cuarto sombrío y húmedo, cuyo papel pendía á trechos. «¡Qué hermoso!» El golfo, encuadrado por la ventana, parecía un lienzo con marco, un original vivo y palpitante de las infinitas copias esparcidas por el mundo.

Mientras tanto, el capitán, sin dejar de enterarse de los platos disponibles, seguía la discreta mímica del camarero. Con una de sus manos sostenía la puerta entreabierta. Sus dedos acariciaban en la cara interior un cerrojo enorme, arcaico, que había pertenecido á una puerta mucho más grande, y parecía que iba á desprenderse de la madera por su peso excesivo… Ferragut adivinó que este cerrojo iba á gravitar sobre la cuenta de la comida con todo su volumen.

Interrumpió ella su contemplación del panorama al sentir los labios de Ferragut que intentaban acariciar su cuello.

–¡Quieto, capitán!… Ya sabe usted lo que hemos convenido. Recuerde que he aceptado su convite con la condición de que me dejará en paz.

Permitió que el beso se pasease por su mejilla, llegando hasta su boca. Esta caricia estaba ya aceptada: tenía la fuerza de la costumbre. Por esto no se resistió á ello, recordando los precedentes, pero el miedo al abuso la hizo retirarse de la ventana.

–Veamos el palacio encantado que me ha prometido mi flirt—dijo alegremente, para distraer la insistencia de Ulises.

En el centro había una mesa de tablas mal cepilladas y rudos pies. Los manteles y los platos disimularían luego este horror. Sus ojos, pasando despectivamente por las sillas viejas, las paredes de suelto empapelado y los cromos de marcos verdosos, tropezaron con algo obscuro, rectangular y profundo que ocupaba todo un ángulo de la pieza. No se sabía si era un diván, una cama ó un catafalco fúnebre. Las mantas pardas que lo cubrían evocaban en la memoria los lechos de cuartel ó de presidio.

«¡Ah, no!…» Freya dió un salto hacia la puerta. Ella no podría comer al lado de este mueble inmundo, por el que había pasado lo peor de Nápoles. «¡Ah, no! ¡Qué asco!»

Ulises estaba junto á la puerta, temiendo que los descubrimientos de Freya fuesen más allá, tapando con su espalda aquel cerrojo que era el orgullo del camarero. Balbuceaba excusas, pero ella se engañó al notar su insistencia, creyendo que pretendía cerrarle el paso.

–¡Capitán, déjeme salir!—dijo con voz colérica—. Usted no me conoce. Eso es para otras… ¡Atrás, si no quiere que le tenga por un grosero!…

Y lo empujó en su salida, á pesar de que Ulises le dejaba franco el paso, repitiendo sus excusas, haciendo recaer toda la responsabilidad en la torpeza del sirviente.

Se detuvo ella ante el emparrado, súbitamente tranquilizada al verse en pleno aire. Buscó la mesa más lejana y fué á sentarse de espaldas al cuarto.

–¡Qué antro!…—dijo—. Venga aquí, Ferragut. Estaremos mejor al aire libre, contemplando el golfo… ¡Venga y no sea niño!… Todo está olvidado. Usted no tiene la culpa.

El viejo camarero, que volvía con manteles y platos, no hizo el menor gesto al ver á la pareja instalada en la terraza. Estaba acostumbrado á estas sorpresas. Evitó los ojos de la señora, como un reo convicto, y miró al señor con el mismo aire desolado que empleaba para anunciar el agotamiento de un plato puesto en la lista. Sus gestos de muda protección intentaban consolar á Ferragut de su fracaso. «¡Paciencia y tenacidad!… Victorias más difíciles había visto él en su clientela.»

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07 мая 2019
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