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Читать книгу: «Flor de mayo», страница 15

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II

Eran gente de buenas tragaderas, y pronto salió á luz el fondo de la sartén, viéndose, por los profundos agujeros que las cucharas de palo abrían en la masa de arroz, el meloso socarraet, el bocado más exquisito de la paella.

De vino, no digamos. Á un lado estaba el pellejo, vacío, exangüe, estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro contenido nadaban los trozos de limón, para hacer más aromático el líquido.

Á los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz; se reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y lanzando poderosos regüeldos.

Salían á conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por voluntad ó por fuerza; el tío Tripa, que había muerto hecho un santo después de una vida de trueno; los Donsainers, huídos á Buenos Aires por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar aun mediando el mismo gobernador de la provincia; y la gente de menor cuantía que estaba en San Agustín ó San Miguel de los Reyes, inocentones que se echaron á valientes sin contar antes con buenos protectores.

¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto ó se hallaran pudriendo en la cárcel ó en el extranjero. Aquéllos eran valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos de hambre, á quienes la miseria obliga á echárselas de guapos á falta de valor para pegarse un tiro.

Esto lo decía el Bandullo pequeño, aquel trastuelo, que se había propuesto alterar la reunión pinchando á Pepet, y á quien sus hermanos lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡Criatura más comprometedora! Con chicos no puede irse á ninguna parte.

Pero el escuerzo ruin no se daba por entendido. Tenía mal vino y parecía haber ido á la paella por el sólo gusto de insultar á Pepet.

Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía latir las venas de su frente.

Sí señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen corazón, sino estómago hambriento; ruqueròls que olían todavía al estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían á estorbar á las personas decentes. Si otros querían callar, que callasen. Él no; y no pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.

Por fortuna, estaban presentes los Bandullos mayores, gente sesuda que no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban á Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían al oído, excusando la embriaguez del pequeño:

– No fases cas: está bufat.

¡Pero buena excusa era aquella con un bicho tan rabioso! Se crecía ante el silencio é insultaba sin miedo alguno.

Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos embusteros. Valientes de mata mòrta como los melones malos. Él conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor: mentira, todo mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le hacía corrococos á María la Borriquera, la cordobesa que cantaba flamenco en el café de la Peña… ¡Ya voy!.. Ella se burlaba del muy bruto: tenía poco mérito para engañarla; la chica se reservaba para hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.

Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos mayores. Pepet estaba magnífico, puesto de pie, irguiendo su poderoso corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.

Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar:

– Aixó es mentira… ¡Mocós!

Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto á los ojos, separándolo Pepet de una zarpada é hiriéndose el dorso de la mano con los vidrios rotos.

Buena se armó entonces… Las mujeres de la alquería huyeron adentro lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió á relucir un verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido metálico.

La reunión dividióse instantáneamente en dos bandos. Á un lado los Bandullos cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían á emanciparse, y al otro, rodeando á Pepet, todos, absolutamente todos los convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.

Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los otros empezaran.

¡Vaya, caballeros! La cosa no podía quedar así… Allí se había insultado á un hombre, y de hombre á hombre no va nada.

Al fin el reñir es de hombres.

Era una lástima que la fiesta terminase mal, pero entre hombres ya se sabe: hay que estar á todo. Dejar sitio y que se las arreglen los hombres como puedan.

Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros por la superioridad del número, colocáronse ante los Bandullos mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.

En ocasiones como aquella había que demostrar la entraña de valiente. Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.

Pero las razones eran inútiles. Estaban frente á frente los dos enemigos, á la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra por entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las telarañas que envolvían las uvas.

El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca, y cubriéndose el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona, haciendo gala de la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle de Cuarte.

Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún carro junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus campos.

Iba á correr sangre, y todos avanzaban el pescuezo con malsana curiosidad, para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.

El bicho maldito no se aquietaba y seguía insultando. ¡Á ver! Que se atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la tanda al suelo.

¡Y vaya si se atracó! Pero con un valor primitivo; no con la arrogancia del león, sino con la acometividad del toro; bajando la dura testa, encorvando su musculoso pecho, con el impulso irresistible de una catapulta.

De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmado al pequeño Bandullo, y antes de que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un costado, de abajo arriba, con tal fuerza que casi lo levantó en el aire.

Cayó el chicuelo, llevándose ambas manos al costado, á la desgarrada faja que rezumaba sangre, y hubo un murmullo de asombro casi semejante á un aplauso.

¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.

Los Bandullos lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y hubo de ellos que requirieron sus armas con desesperación, como dispuestos á cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.

Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aun no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.

El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre la faja, fué llevado por sus hermanos á la tartana, que aguardaba cerca de la alquería desde que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.

¡Arrea, tartanero!.. ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.

Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de dolor.

Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió á guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.

El ribereño había crecido desmesuradamente á los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso á Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos á otros para darle consejos.

Á la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía á quien le hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus hermanos para enseñarle la obligación.

Á quien debía mirar de lejos era á los Bandullos que quedaban sanos. Eran gente de cuidado. Para ellos lo importante era pegar, y si no podían de frente, lo mismo les daba á traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la familia.

Pero al valentón ribereño aun le duraba la excitación de la lucha y sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había venido á Valencia para pegarles á los Bandullos; donde estaba él no quería más guapos: ya había asegurado á uno; ahora que fuesen saliendo los otros y á todos los arreglaría.

Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y meterse todos en la ciudad, amenazó con un par de guantadas al que intentara acompañarle.

Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos. Conque… ¡largo y hasta la vista!

¡Qué hígados de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de relatar en cafetines y timbas la caída de los Bandullos, añadiendo con aire de importancia que habían presenciado la terrible gabinetá de aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.

Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los Bandullos. No había más que verle á las once de la noche marchando por la calle de las Barcas con desembarazada confianza.

Iba á la Peña, á oír á su adorada novia la Borriquera.

¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le había dicho antes de recibir el golpe, á ella le cortaba la cara, y después no dejaba botella ni títere sano en todo el café.

Aun le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le dominaba después de haber hecho sangre.

Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los Bandullos, uno á uno ó todos juntos. Se sentía con ánimos para de la primera rebanada partirlos en redondo.

Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo, y el valentón sintió un golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba su vista y le zumbaban los oídos.

¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.

Y llevándose la mano al cinto, tiró de su pistola del quince, pero antes de que volviera la cara, sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.

Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un kepis por parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los Bandullos la protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo, al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.

– Ben mòrt está.

Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del muerto, guardándose algo en el bolsillo.

Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en torno del cadáver, esperando la llegada del juzgado, vióse á la luz de algunos fósforos la cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y vidriosos y junto á la sien derecha una desolladura roja que aun manaba sangre.

Le habían cortado una oreja como á los toros muertos con arte.

III

El entierro fué una manifestación.

Aun quedaba sangre de valientes: la raza no iba á terminar tan pronto como muchos creían.

Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos todos los matones de segunda fila y los aspirantes á la clase: morralla del Mercado y del Matadero que esperaba ocasión para revelarse, y hacía sus ensayos de guapeza yendo á pedir alguna peseta en los billares ó timbas de calderilla.

Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las orejas, hacía apartarse á los transeuntes, pensando en el gran golpe que se perdía la guardia civil.

¡Qué magnífica redada podía echarse!

Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente que lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en los entierros.

¿Era así como se mataba á los hombres? ¡Cobardes!.. ¡morrals!… ¡y después querían los Bandullos pasar por bravos! Santo y bueno que le hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara á cara, pues á esto están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote. ¡Morir á manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía imposible que la prensa no protestase y que la ciudad entera no se sublevara contra los Bandullos. ¿Y lo de cortarle la oreja? Ambusteros, más que ambusteros. Eso está bien que se haga con uno á quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo; pero… ¡vamos! cuando no hay de qué y sólo tienen ciertas gentes motivo para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los Bandullos camparían como únicos amos, y las personas decentes, que eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban, amparados por aquel león de la Ribera que se había propuesto acabar con los Bandullos!..

Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices que no habían estrenado la tea que llevaban cruzada sobre los riñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.

Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con sólo un gesto, lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos terrones que caían sobre el ataúd.

¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró el sol, se lo habían de comer la tierra y los gusanos?.. ¡Retapones! aquello partía el corazón.

La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí quedaba quien se acordaba de él.

Sonó un glu-glu de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto, vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta que parecía sudar la corrupción de la vida.

Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad del valor malogrado tiró de las teas y uno por uno fueron trazando en el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que mascullaban terribles palabras mirando á lo alto, como si por el aire fueran á llegar volando los odiados Bandullos.

Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas… si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte á las personas decentes. ¡Lo juraban!

Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el cementerio, los Bandullos entraban en el Hospital, graves, estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.

El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al preguntar con mudo gesto á sus hermanos.

Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.

Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la familia. El que atacase á los Bandullos tenía pena de la vida. Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.

Y desliando un trozo de periódico, arrojó sobre las sábanas un muñón asqueroso, cubierto de negros coágulos.

El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en las llagadas entrañas al incorporarse.

¡La orella!.. ¡La orella d’eixe lladre!

Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dió al asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la oreja de Pepet para que no la devorase.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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