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Читать книгу: «Entre Naranjos», страница 7

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Se detuvo Leonora, y amenazándole graciosamente con el índice, añadió:

– De lo contrario, seré todo lo ingrata y cruel que usted quiera; pero a pesar de la hermosa acción de esta noche, usted no entrará más aquí. No quiero adoradores: he venido buscando reposo, amigos, tranquilidad… ¡El amor! ¡hermosa y cruel patraña!…

Dijo estas últimas palabras con acento grave, y quedó inmóvil mucho rato, con la vista perdida en la inmensa sábana de agua.

Ahora la miraba Rafael. Había levantado la cabeza y contemplaba a Leonora pensativa. Su hermoso rostro se teñía de una luz azulada que parecía envolverla en un nimbo de idealidad. Comenzaba a amanecer y los plomizos velos del cielo se rasgaban por la parte del mar, transparentando una claridad lívida.

Leonora se estremeció, como si sintiera frío, apretándose instintivamente contra Rafael. Pareció sacudir con un movimiento de cabeza un tropel de penosos pensamientos, y dijo tendiéndole la mano:

– ¿Qué resolvemos? ¿Amigos o indiferentes? ¿Promete usted no incurrir en niñerías y ser un camarada formal?

Rafael estrechó con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en sus dedos como cariñosa mordedura, el contacto de las sortijas.

– ¡Amigo!… me resignaré ya que no hay otro remedio.

– Se resignará usted y encontrará dulce y tolerable eso que cree un sacrificio; usted no me conoce, pero créame a mí que me conozco bien. Aunque llegase a amarle (y esto no será nunca), saldría usted perdiendo. Yo valgo más como amiga que como amante. Hay en el mundo más de uno y de dos que lo saben bien.

– Seré un amigo dispuesto a hacer por usted mucho más que esta noche. También espero yo que usted llegará a conocerme.

– Déjese usted de promesas. ¿Qué más ha de hacer usted por mí? El río no se desborda todos los días, ni son posibles a cada momento estas hazañas novelescas. Me basta con lo de esta noche. No sabe usted cuánto se lo agradezco. Ha sido un paso decisivo en mi corazón de amiga… ¿Quiere usted que siga siendo franca? Pues cuando le encontré allá en la ermita, me pareció usted uno de esos señoritos lugareños que, acostumbrados a triunfar en el pueblo, miran como de su dominio cuantas mujeres encuentran. Después, al verle rondando esta casa, se aumentó mi desprecio y mi rabia. «¿Pero ese señoritín qué se habrá figurado?» ¡Lo que hemos reído a costa de usted Beppa y yo! Ni siquiera me había fijado en su cara y su figura: no me había dado cuenta de que es usted guapo…

Leonora reía recordando sus cóleras contra Rafael, y éste, anonadado por su franqueza, sonreía también para ocultar su turbación.

– Pero después de lo de esta noche, le quiero a usted… como un buen amigo. Estoy sola: la amistad de un muchacho bueno y noble como usted, capaz del sacrificio por una mujer a la que apenas conoce, resulta grata. Además, esto no compromete. Yo soy ave de paso: he venido porque estoy cansada, enferma no sé de qué, pero profundamente quebrantada en mi espíritu. Necesito reposo, vida animal, sumirme en una dulce imbecilidad, olvidarlo todo, y acepto con reconocimiento su mano amiga. Después, el día que menos lo piense usted, levantaré el vuelo; la primera mañana que despierte alegre y me cante dentro de la cabeza el pájaro travieso que tantas locuras me ha aconsejado, hago las maletas y ¡a mover las alas! Le escribiré; le enviaré periódicos que hablen de mí y usted verá como tiene una amiga que no le olvida y le saluda desde Londres, San Petersburgo, o Nueva York, cualquiera de los rincones de este mundo que muchos creen grande y en el cual no puedo revolverme sin tropezar con el fastidio.

– ¡Que tarde ese momento! – dijo Rafael. – ¡Que no llegue nunca!

– ¡Loco! – exclamó Leonora. – Usted no sabe cómo soy. Si estuviera aquí mucho tiempo, acabaríamos por reñir y pegarnos. En el fondo odio a los hombres; he sido siempre su más terrible enemiga.

Oyeron a sus espaldas el roce de la bata que arrastraba Cupido con grotescos contoneos: se aproximaba al balcón con doña Pepita para contemplar el amanecer.

Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso celaje: la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo. Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la inundación; árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres de paja de las chozas; todo sucio, pringoso, nauseabundo. Estas almadías del desastre, se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que, poco a poco iban engrosándose con nuevos despojos de la corriente.

Allá lejos, en el límite de la laguna, movíanse con regularidad algunos puntos negros, agitando sus patas como moscas acuáticas, en torno de las casas, que apenas asomaban sus techumbres sobre la inmensa lámina de agua. Eran los socorros que llegaban de Valencia; los botes de la Armada, traídos en ferrocarril hasta el límite de la inundación.

Iban a llegar a Alcira las autoridades; la presencia de Rafael era indispensable. El mismo Cupido, con repentina gravedad, le aconsejaba salir al encuentro de aquellas barcas.

Mientras el barbero recobraba su traje, Rafael se despojó con gran disgusto de su capa de pieles.

Le parecía que abandonándola, iba a perder el calor de aquella noche de dulce intimidad, el contacto del hombro suave y carnoso que había estado horas enteras apoyado en él.

Mientras se ajustaba al cuerpo las prendas de su traje ya secas, Leonora le miraba fijamente.

– Quedamos entendidos, ¿eh? – preguntó con lentitud. – Amigos, sin esperanza de más. Si rompe usted el pacto, no entrará aquí, ni aun por el balcón como esta noche.

– Sí; amigos y nada más – murmuró Rafael con sincero acento de tristeza que pareció conmover a Leonora.

Sus ojos verdes se iluminaron; brilló el polvo de oro que moteaba sus pupilas y avanzó hacia Rafael, tendiéndole la mano.

– Buen muchacho; así me gusta: resignado y obediente. Por esta vez y en premio a su cordura, habrá extraordinario. No nos despidamos así… Como en la escena. Bese usted.

Y puso su mano al nivel de la boca del joven. Rafael la agarró ávidamente y besó, besó, hasta que Leonora, desasiéndose con un brusco movimiento que demostraba su extraordinario vigor, le amenazó con su mano.

– ¡Ah, tunante!… ¡Bebé travieso! ¡Qué manera de abusar! ¡Adiós! ¡adiós! Cupido llama… Hasta la vista.

– Y le empujó al balcón, a cuyos hierros estaba agarrado el barbero sosteniendo la barca.

– Salta, Rafael – dijo Cupido. – Apóyate en mí; el agua desciende y la barca está muy baja.

Rafael se deslizó en su bote blanco, manchado por el agua rojiza. El barbero movió los remos; comenzaron a alejarse.

– ¡Adiós! ¡adiós! ¡muchas gracias! – gritaban desde el balcón la tía, la doncella y toda la familia del hortelano.

Rafael, abandonando el timón, con el rostro vuelto a la casa, sólo veía aquella arrogante figura, que agitaba un pañuelo saludándoles. La vio mucho tiempo, y cuando las copas de los árboles sumergidos le ocultaron el balcón, inclinó la cabeza, entregándose al silencioso placer de saborear la dulzura que aún sentía en sus labios.

VI

Las elecciones pusieron en movimiento a todo el distrito. Había llegado el momento solemne para la casa de Brull y todos sus fieles, no seguros aún de la omnipotencia del partido, como si temieran a ocultos enemigos que podían presentarse inesperadamente, se agitaban en la ciudad y los pueblos lanzando cual grito de victoria el nombre de Rafael.

Pocos se acordaban de la inundación. El sol bienhechor había secado los campos; los huertos se mostraban más hermosos que nunca, como si el río, al invadirlos, les hubiese fecundado con nueva vida; se anunciaba una cosecha magnífica, y sólo como recuerdo de la catástrofe quedaba algún seto aplastado, alguna cerca desmoronada, algún camino hondo con los ribazos destruidos.

Todo se reparaba con relativa rapidez y la gente mostrábase contenta hablando del pasado peligro con desprecio. ¡Hasta la otra!

Además, se había repartido mucho dinero. Llegaron socorros de la capital de la provincia, de Madrid, de toda España, gracias al trompeteo lastimoso de la prensa, y los hortelanos, con la credulidad del devoto que atribuye todos sus bienes a la protección del santo patrono, agradecían la limosna a Rafael y su madre, proponiéndose ser cada vez más fieles a la poderosa familia. ¡Viva el padre de los pobres!

Doña Bernarda, viendo próximos a realizarse sus ensueños de ambición, no se daba un momento de reposo. Indignábase ante la indiferencia y frialdad de su hijo. El distrito era suyo, pero no había que dormirse. ¿Quién sabe lo que a última hora podían hacer los enemigos del orden, que eran bastantes en la ciudad? Había que ir a tal pueblo para decir cuatro palabras a los electores ricos; visitar al alcalde del otro para que viera que se le hacía caso; moverse mucho, que toda la gente se preocupara de su persona.

Y Rafael obedecía, pero evitando que le acompañase don Andrés, pues a la ida o a la vuelta pasaba unas cuantas horas en la casa azul o suprimía por completo el viaje para quedarse allí temblando al volver a casa por si su madre se enteraba de tales distracciones.

Doña Bernarda conocía aquella nueva amistad. Sin otra preocupación que la salud y los actos de Rafael, y ayudada por el chismorreo de una ciudad curiosa, nada hacía su hijo que no lo supiera a las pocas horas. Hasta tenía noticias, por una indiscreción de Cupido, de aquel arriesgado viaje de noche y a través de los peligros de la inundación, para ir a presentarse a la cómica, como ella decía con rabioso acento de desprecio.

Entonces ocurrieron las tormentosas escenas que habían de dejar en Rafael una profunda impresión de amargura y miedo.

La dureza del carácter de doña Bernarda quebrantó al joven, haciéndole comprender con cuánta razón había temido siempre a su madre. La áspera devota, con su coraza de virtud y sanos principios, le aplastó desde las primeras palabras. ¿Se había propuesto deshonrar la casa? Ahora que tras muchos años de trabajos iba a alcanzar el fruto de tantos sacrificios ¿quería, por su afición a una cómica, ponerse en ridículo dando motivos de burla a los enemigos? E indignada, no vaciló en rasgar brutalmente el velo de prudencia tras el cual se habían desarrollado misteriosamente sus desventuras y sus rabias conyugales; no dudó en volcar sobre la cabeza del hijo todas las miserias ocultas de su matrimonio.

– Lo mismo que tu padre – exclamó iracunda doña Bernarda. – No puedes negar su sangre: mujeriego, amigo de las perdidas, capaz por una cualquiera de comprometer la suerte de la casa… ¡Y yo, grandísima tonta, trabajando por ellos! ¡olvidando la salvación de mi alma, para lograr que llegues donde no llegó tu padre!… ¡Y cómo me lo agradeces!… ¡Lo mismo que aquél! con un disgusto a cada momento.

Humanizándose después, sintiendo la necesidad de comunicar sus proyectos para lo porvenir, pasó de la ira a la amistosa confidencia, y comenzó a revelar a Rafael el estado de la casa. Ocupado él en hojear librotes y en las cosas del partido, no sabía cómo marchaban los asuntos. Ni necesitaba saberlo: para eso estaba ella. Pero quería que conociera las brechas que en su fortuna habían abierto a última hora las locuras de su padre.

Ella hacía milagros de economía. Muchas deudas estaban pagadas ya; llevaba levantadas algunas hipotecas; gracias a su buena administración, ayudada por el fiel don Andrés; pero la carga era grande y en muchos años no conseguiría librarse de ella.

Además (y al llegar aquí doña Bernarda se mostraba más tierna y con voz insinuante), ya que era el primer hombre del distrito, debía ser el más acaudalado; lograrlo no resultaba difícil. Todo consistía en ser buen hijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo… Ahora diputado y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. No faltarían buenas muchachas, educadas con el temor de Dios, y además millonarias que se darían por contentas siendo su mujer.

Rafael la atajó con una débil sonrisa. Ya sabía de quién hablaba su madre; de Remedios, la hija del más rico de la ciudad, un rústico de suerte loca que inundaba de naranja los mercados de Inglaterra, ganando por instinto, a despecho de todas las combinaciones comerciales.

Por esto le recomendaba su madre con tanto interés que visitase aquella casa, enviándole a ella con cualquier pretexto. Además, doña Bernarda llevaba a Remedios a la suya con frecuencia, y rara era la tarde que al entrar en su casa Rafael no encontraba a aquella muchacha tímida, torpe y de una belleza insignificante, vestida con trajes que aprisionaban cruelmente su soltura de chicuela criada en los huertos, transformada rápidamente en señorita por la buena suerte del padre.

– Pero mamá – dijo Rafael sonriendo – ¡Si yo no pienso casarme!… ¡Si eso, cuando llegue, ha de ser a gusto mío!

La madre y el hijo quedaron moralmente separados después de la borrascosa entrevista. Era una situación que recordaba a Rafael su infancia, cuando después de una travesura encontraba la miraba fiera y el rostro ceñudo de su madre. Pero ahora, esta seriedad agresiva se prolongaba días y días.

Al entrar en casa por las noches se veía interrogado durante la cena en presencia de don Andrés, que no osaba levantar la cabeza ante la poderosa señora. ¿Dónde había estado? ¿A quién había visto?… Rafael sentía el espionaje, siguiéndole en sus paseos por la ciudad y el campo.

– Hoy has estado en casa de la cómica… ¡Cuidado, Rafael! ¡me vas a matar!

Y Rafael, para ir a casa de la cómica, se ocultaba como en su época de niño, cuando robaba fruta en los huertos; marchaba por sendas y ribazos al abrigo de los setos, y la vista de una hortelana o de un muchacho le obligaba a pesados rodeos. Y el hombre que hacía esto era el mismo que en aquel instante llenaba con su nombre todo el distrito; aquel de quien los alcaldes y prohombres decían con plena convicción. – «Aquí no hay más diputado que don Rafael. Ese procurará por nosotros».

Don Andrés se esforzaba por consolar a su ama. Todo aquello era un capricho de muchacho. Había que dejarle que se divirtiera. Al fin era un joven guapo y de buena casa. En su cinismo de viejo acostumbrado a las fáciles conquistas del arrabal, guiñaba sus ojos maliciosamente, creyendo que Rafael había conseguido un triunfo completo en la casa azul. Sólo así podía explicarse su asiduidad en las visitas, la mansa rebeldía a la autoridad maternal.

– Esas cosas, por dulces que sean, acaban por cansar, doña Bernarda – decía el viejo sentenciosamente. – La cómica levantará el vuelo cualquier día; además, deje usted que Rafael vaya como diputado a Madrid y vea aquel mundo; a la vuelta no se acordará de esa mujer.

El fiel lugarteniente de los Brull se hubiera asombrado al ver lo poco que conseguía Rafael.

Leonora no era la misma de la noche de la inundación. Pasado el encanto del peligro, la novedad de la aventura, lo extraordinario de aquella entrevista, trataba a Rafael con amistosa calma, como a uno de los muchos que en la vida habían girado en torno de ella. Le miraba como un mueble más de su casa que todas las tardes venía a colocarse ante su paso; un autómata que se presentaba para pasar horas y horas contemplándola, pálido y emocionado, con el encogimiento de la inferioridad, contestando sus palabras muchas veces con simplezas que la hacían reír. Su ironía y aquella franqueza de que hacía gala, le herían cruelmente.

– Hola, Rafaelillo – le decía muchas tardes al verle llegar. – ¿Pero por qué viene usted con tanta frecuencia? Nos van a tomar por novios. ¿Qué dirá su mamá?

Y Rafael sufría cruelmente; se avergonzaba de sí mismo, pensando en lo que ocurría en su casa; en las iras que arrastraba para llegar allí. Pero le era imposible librarse de la atracción que sobre él ejercía Leonora.

Además, ¡qué tardes aquellas en que quería ser buena; cuando cansada de pasear por el huerto, fastidiada en su carácter ligero y voluble por la monotonía de los naranjos y las palmeras, se refugiaba en el salón poniendo sus manos en el piano! Rafael, con el recogimiento de un devoto, se sentaba en un rincón, y contemplando los soberbios hombros sobre los cuales ondeaban como plumas de oro los rizados bucles de la nuca, oía aquella voz hermosa que sonaba dulce y velada, mezclándose a los desmayados acordes del piano, mientras que por las abiertas ventanas entraba la respiración del huerto rumoroso bajo la dorada luz del otoño, el perfume sazonado de las naranjas maduras que asomaban sus caras de fuego entre los festones de hojas.

Era Schubert, con sus melancólicas romanzas, el músico preferido; la dominaba en aquella soledad el encanto de la música triste. Su alma pasional y tumultuosa parecía desmayarse, enervada por el perfume de los naranjos. Algunas veces, de repente, venía a morderle el recuerdo de sus triunfos escénicos, la gloria artística conquistada sobre las tablas, y golpeando el piano con la sublime furia de la cabalgada de las walkirias, lanzaba el ¡hojotoho! de Brunilda, el grito de guerra impetuoso y salvaje de la hija de Wotan; relincho armónico con el cual había puesto en pie a muchos públicos y que en aquella soledad estremecía a Rafael, haciéndole admirar a su amiga como una divinidad extraña; cual una diosa rubia de ojos verdes, acostumbrada a cabalgar sobre los hielos, entre los torbellinos del huracán, y que en el país del sol se resignaba a ser mujer.

Otras veces, echando atrás su hermoso busto, como si contemplara con la imaginación salones festoneados de rosas, en los que danzasen huecas faldas, pelucas empolvadas y tacones rojos, rozaba las teclas, haciendo sonar un minuetto de Mozart, vagoroso como un perfume elegante, cual la sonrisa de una boca de princesa, pintada y con lunares postizos.

Rafael no olvidaba la noche de amistad; la mano entregada a sus labios en aquel mismo salón. Una vez intentó repetir la escena, e inclinándose sobre las teclas, quiso besar la diestra de Leonora.

La artista se estremeció, como si despertase. Relampaguearon sus ojos con ira, y sin dejar por esto de sonreír, levantó amenazante la mano, con todo su fantástico brillo de pedrería, como si fuese a abofetearle:

– Cuidado, Rafael: es usted un chiquillo y le trataré como a tal. Ya sabe que no gusto de que me molesten. No le despediré; pero si sigue así ¡va usted a llevarse cada bofetada!… ¡Qué pegajoso! Eso sólo se permite una vez, y no olvide usted que cuando yo quiero que me besen la mano, comienzo por darla voluntariamente… Ya no hay más música; se acabó. Vamos a entretener al niño para que esté quietecito.

Y comenzó una de aquellas revistas de equipaje que entusiasmaba a Rafael; una exhibición de recuerdos de su vida artística que al joven le parecían nuevos avances en su intimidad con Leonora.

Contemplaba sus retratos en las diversas óperas por ella cantadas; una numerosa colección de hermosas fotografías, llevando al pie el nombre del gabinete en casi todos los idiomas de Europa; en alfabetos raros que hacían parpadear a Rafael. La Elisabeta, pálida y mística, del Tanhäuser, había sido retratada en Milán; la Elsa, ideal y romántica de Lohengrín, era de Munich; había una Eva, cándida y burguesa de Los maestros cantores, fotografiada en Viena, y una Brunilda soberbia, arrogante, de mirada hostil y centelleadora, que llevaba al pie el sello de San Petersburgo. Esto sin contar un sinnúmero de otras fotografías, recuerdo de temporadas en el Convent-Garden de Londres, el San Carlos de Lisboa, los grandes coliseos de toda Italia, y los teatros de América, desde el de Nueva York al de Río Janiero.

Rafael, manejando aquellas cartulinas enormes sentía la impresión del que pasea por un puerto y percibe el perfume de países lejanos y misteriosos, contemplando los barcos que llegan. Cada retrato parecía envolverle en el ambiente de su país, y desde el tranquilo salón, impregnado de la respiración del silencioso huerto, creía pasear por toda la tierra.

Las fotografías representaban siempre los mismos personajes: las heroínas de Wagner. Leonora, adoradora rabiosa del genio alemán, hablando de él con intima confianza, como si le hubiera conocido, no quería cantar otras óperas que las suyas, y con el afán de abarcar la obra del maestro, no vacilaba en comprometer su prestigio de artista fuerte y vigorosa, interpretando los personajes delicados.

Rafael se fijaba en los retratos uno por uno: aquí parecía más esbelta y triste, como si acabara de salir de una enfermedad; allí fuerte y arrogante, como si desafiara la vida con su hermosura.

– ¡Ay, Rafael! – murmuraba ella pensativa. – No todo son alegrías. Yo he pasado mis tempestades como todos. He vivido mucho, y estos pedazos de cartón son capítulos de mí existencia.

Y mientras ella soñaba saboreando el pasado, entusiasmábase Rafael contemplando el retrato de Brunilda, una hermosa fotografía en cuyo robo había pensado más de una vez.

Aquella era Leonora; la walkiria arrogante, la hembra fuerte y valerosa, capaz de darle de bofetadas al más leve atrevimiento y de manejarle como un niño. Bajo el casco de acero brillante como un espejo, con sus dos alas de blancas plumas, caían los rubios bucles, brillaban con salvaje furor los ojos verdes y parecían palpitar las aletas de la nariz con indomable fiereza. El manto colgaba del cuello, redondo, carnoso y fuerte; la coraza de escamas de acero hinchábase con la presión del pecho mórbido de arrogante dureza, y los brazos desnudos, revelando el vigor del músculo bajo la suave curva de la grasa femenil, se apoyaban, uno en la lanza y otro en el escudo brillante y luminoso, como una lámina de cristal. Estaba allí con la majestad de la diosa; era una Palas de la mitología septentrional, hermosa como el heroísmo, terrible como la guerra. Rafael comprendía el enardecimiento loco, la conmoción eléctrica de los públicos al verla aparecer entre las rocas de lienzo pintado, haciendo temblar las tablas con su paso vigoroso, elevando con rudeza sobre las blancas alas del casco la lanza y el escudo y lanzando el grito de la walkiria, el ¡hojotoho! que, repetido en el tranquilo huerto, parecía estremecer las calles de follaje con una corriente de entusiasmo.

Aquella mujer caprichosa, aventurera y alocada, de cuya vida de artista tantas cosas se contaban, había paseado por el mundo la arrogancia de la virgen guerrera soñada por Wagner consiguiendo inmensos triunfos. En un libro abultado, de desiguales hojas, donde guardaba con minuciosa puerilidad de cantante todo lo que habían dicho de ella los periódicos del mundo, encontraba Rafael un eco de las estruendosas ovaciones. Miraba los recortes de papel impreso, muchos de ellos amarillos ya por el tiempo, y pasaba ante sus ojos la visión de teatros llenos de elegantes descotes y pecheras rígidas y brillantes como corazas; ambientes caldeados por la luz y el entusiasmo, donde centelleaban ojos y joyas, y en el fondo, con su casco y su lanza, ella, la walkiria dominadora, saludada con aplausos y gritos de admiración.

En aquellas hojas encontraba grabados de ilustraciones reproduciendo los retratos de la artista, biografías y artículos de crítica relatando los triunfos de la célebre diva Leonora Brunna – que éste era el nombre de guerra de la hija del doctor Moreno, – retazos y más retazos de papel impreso en castellano puro y americanizado; columnas de letra apretada y clara de los periódicos ingleses, párrafos sobre el papel basto y sutil de la prensa francesa e italiana; compactas masas de caracteres góticos que turbaban los ojos de Rafael, e ininteligibles garabatos rusos que parecían caprichos de una mano infantil. Y todos alabando a Leonora, rindiendo un tributo universal al talento de aquella mujer, mirada con desprecio por los burgueses de Alcira. Rafael admiraba a su amiga con la misma emoción que si se hallase en presencia de una divinidad y sentía odio y desprecio ante la grosera y áspera virtud de los que hacían el vacío en torno de ella. ¿Por qué había venido allí? ¿qué motivo la había impulsado a abandonar un mundo de triunfos donde todos la admiraban, para meterse en una vida estrecha para un corral?

Después venía la exhibición de recuerdos más íntimos; joyas hermosísimas, costosos juguetes, relatos de las seratas d’onore presentados en el camerino, mientras el público aplaudía delirante, y ella, bajando su lanza, saludaba en las candilejas, bajo una lluvia de talco y flores, rodeada de lacayos que sostenían grandes ramos. Rafael contemplaba un medallón con el retrato venerable de don Pedro del Brasil; el emperador artista que saludaba a la cantante en una dedicatoria trazada con brillantes; planchas de oro y pedrería, recuerdo de entusiastas que tal vez comenzaron por desear la mujer y se resignaron admirando la artista; pintarrajeados diplomas de sociedades dándola las gracias por su concurso de funciones benéficas; un abanico de la reina Victoria con la fecha de un concierto en el palacio Windsor; una pulsera regia de Isabel II, como recuerdo de varias veladas en París en el palacio Castilla, y un sinnúmero de costosas chucherías, de caprichos riquísimos, presentes de príncipes, grandes duques y presidentes de repúblicas americanas. Hasta había carteras con áureas dedicatorias, y la piel gastada por el roce y el tiempo, conteniendo enormes papelotes, acciones de ferrocarriles a través de países salvajes, títulos de propiedad de territorios sobre los cuales habían de levantarse ciudades; valores de empresas locas que se desarrollaban en las praderas yankees o las pampas argentinas regalados en noche de beneficio, como testimonio del afecto práctico de los americanos que al entusiasmo unen siempre la utilidad.

La arrogante walkiria, al pasear por el mundo su guerrero manto, había barrido entre aplausos y vítores aquellos ricos testimonios de adoración. Rafael sentía orgullo por ser su amigo; y al mismo tiempo reconocía su pequeñez; se asustaba de su atrevimiento amoroso, exagerando en su imaginación la diferencia que les separaba.

Al final de estas deliciosas rebuscas en el pasado, venía lo más interesante, lo más íntimo, el álbum de ella sólo le permitía hojear de prisa, obligándole a no mirar ciertas páginas. Era un volumen modestamente encuadernado en cuero negro con broches de plata, pero Rafael lo contemplaba como un prodigioso fetiche, con la adoración que inspiran los grandes hombres.

Veía el mundo entero inclinándose ante aquella diosa. No sólo la saludaban los potentados; los poderosos del arte estaban allí, pasaban de hoja en hoja, dedicando una palabra de afecto, un verso, una frase musical a la hermosa cantante. Rafael contemplaba como un bobo la firma del viejo Verdi y la de Boito; venían después los jóvenes maestros de la nueva escuela italiana, ruidosa y triunfante, con el estrépito de la belleza puesta al alcance del vulgo; los franceses Massenet y Saint Saëns saludaban a la feliz intérprete del primero de los músicos; los grandes libretistas italianos dedicaban a la artista versos que deletreaba Rafael, percibiendo su suave perfume, a pesar de que apenas conocía el idioma; había un soneto de Illica que le hacía llorar; y luego venían los ininteligibles para él, unos cuantos renglones de Hans Keller, el gran director de orquesta, el discípulo y confidente de Wagner, su testamentario artístico, encargado de velar por la gloria del maestro, aquel Hans Keller de que hablaba Leonora a cada instante, con cariño de mujer y admiración de artista, sin perjuicio de añadir a continuación que era un bárbaro. Estrofas en alemán, en ruso y en inglés, que al ser releídas por la cantante la hacían sonreír satisfecha, como si aspirase un perfume favorito, con gran desesperación de Rafael, que no podía conseguir que las tradujese.

– Son cosas que no entiende usted. Adelante, adelante. No quiero que se ruborice.

Y tratándole como a un niño, le hacía volver las hojas sin dar explicación.

Unos versos italianos, escritos con mano trémula y en torcidas líneas, llamaban la atención de Rafael. Los entendía a medias, pero Leonora nunca le permitía acabar la lectura. Era un lamento amoroso, desesperado; un grito de pasión rabiosa, condenada a la soledad, revolviéndose en el aislamiento como una fiera en su jaula. Luigi Maquia.

– ¿Pero éste quién es? – preguntaba Rafael. – ¿Por qué estaba tan desesperado?

– Un muchacho de Nápoles – contestó por fin una tarde Leonora con voz triste, parpadeando, como si quisiera ocultar sus pupilas, en las que asomaban lágrimas. – Un día le encontraron bajo los pinos de Posilippo con la cabeza atravesada de un balazo. Quería morir y se mató… Pero recoja usted todo eso y bajemos al jardín. Necesito aire.

Pasearon por la avenida orlada de rosales y transcurrieron algunos minutos, sin que se cruzara entre los dos una palabra. Leonora se mostraba pensativa, con las cejas contraídas y los labios apretados, como si sufriera la mordedura de penosos recuerdos.

– ¡Matarse! – dijo por fin. – ¿No le parece, Rafael, que es una tontería? ¡Y matarse por una mujer! ¡Como si las mujeres tuvieran la obligación de amar a todos los que creen amarlas!… ¡Qué imbécil es el hombre! Hemos de ser sus siervas; hemos de quererle forzosamente, y si no, se mata por fatuidad.

Calló unos instantes.

– ¡Pobre Maquia! Era un muchacho bueno, digno de ser feliz, ¡pero si fuera una a creer en todos los juramentos de desesperado!… Ese lo hizo tal como lo decía… ¡Qué loco! Y lo peor es que como él he encontrado otros en el mundo.

Ya no dijo más. Rafael respetó su silencio. La miraba, queriendo adivinar en vano los pensamientos que se revolvían tras sus ojos verdes y dorados como el mar bajo el sol de mediodía. ¡Qué aventuras debían ocultarse en el pasado de aquella mujer! ¡Qué novelas dormirían ocultas en el tejido de su vida!…

Así transcurrieron los días, hasta el momento de la elección de Rafael. Olvidado éste de sus trabajos políticos y en pasiva rebeldía contra su madre, que apenas si le hablaba, llegó el domingo de su elección. Triunfo completo. Ya era diputado. Pasó la noche estrechando manos, recibiendo plácemes, aguantando serenatas, y a la mañana siguiente corrió a la casa azul par recibir la irónica enhorabuena de Leonora.

– Lo celebro mucho – dijo la artista. – Así saldrá usted pronto de aquí; le perderé de vista, que bien lo necesito; porque usted, apreciable niño, ya iba resaltándome pesado con sus asiduidades de adorador y su muda admiración de pegajoso. Allá en Madrid se curará de tales tonterías… No me diga usted que no; no haga juramentos. ¡Si sabré lo que son los jóvenes! Usted es igual que todos. Cuando volvamos a vernos llevará usted en el pensamiento otras imágenes. Yo seré su amiga nada más; es lo que deseo.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
310 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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