Читать книгу: «El paraiso de las mujeres», страница 5

Шрифт:

Cuando los cinco del Consejo Ejecutivo y el Padre de los Maestros con sus respectivos séquitos se instalaron en el estrado de honor, cesaron de sonar las trompetas, los tambores y la música, haciéndose un largo silencio. Iba á empezar el desfile de las cosas maravillosas que formaban el equipaje del Hombre-Montańa.

Un alto funcionario del Ministerio de Justicia, del cual dependían todos los notarios de la nación, avanzó con un portavoz en una mano y ostentando en la otra un papel que contenía las explicaciones facilitadas por el doctor Flimnap, después de haber traducido los rótulos de numerosos objetos pertenecientes al gigante. Estas explicaciones arrancaron muchas veces largas carcajadas á la muchedumbre pigmea, que sentía compasión por la ignorancia y la grosería del coloso. En otros momentos, el enorme concurso quedaba en profundo silencio, como si cada cual, ante las vacilaciones del inventario, buscase una solución para explicar la utilidad del objeto misterioso.

Lo que todos comprendieron, gracias á las explicaciones del profesor de inglés, fué el contenido y el uso de unas torres brillantes como la plata, que fueron pasando por el patio colocada cada una de ellas sobre un vehículo automóvil. Estos torreones tenían cubierto todo un lado de sus redondos flancos con un cartelón de papel, en el que había trazados signos misteriosos, casi del tamańo de una persona.

La ciencia de Flimnap había podido desentrańar este misterio gracias á la interpretación de los rótulos. Eran latas de conservas. Pero aunque el traductor no hubiese prestado sus servicios científicos, el olfato sutil de aquellos pigmeos habría descubierto el contenido de los enormes cilindros, á pesar de que estaban herméticamente cerrados. Para su agudeza olfativa, el metal dejaba pasar olores casi irresistibles por lo intensos. Todos aspiraban con fuerza el ambiente, desde los cinco jefes del gobierno hasta los pajecillos porta-abanicos.

El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general: ŤĄEsto es carne!…ť Poco después decían á coro: ŤĄEsto es tomate!…ť Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: ŤĄAhora son guisantes!ť y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fuese un coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedor insufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.

Deseosos de suprimir cuanto antes esta molestia general, los organizadores del desfile hicieron aparecer en el patio á una veintena de siervos desnudos, llevando entre ellos, muy tirante y rígida, una especie de alfombra cuadrada, de color blanco, con un ribete suavemente azul, y que ostentaba en uno de sus ángulos un jeroglífico bordado, que, según la declaración del profesor Flimnap, se componía de letras entrelazadas.

Aquí la ciencia del universitario se extendía en luminosa digresión para explicar á sus compatriotas la existencia del pańuelo entre los Hombres-Montańas, el uso incoherente que le dan y las cosas poco agradables que depositan en él. Pero, como ocurre siempre en las grandes solemnidades, el público no prestó atención á las explicaciones del hombre de ciencia, prefiriendo examinar directamente lo que tenía ante sus ojos.

Un perfume de jardín que parecía venir de muy lejos empezó á esparcirse por el patio, haciendo olvidar los densos hedores exhalados por las torres plateadas. Las seńoras y seńoritas de las galerías se agitaron aspirando con deleite esta esencia desconocida. Las mamás hablaban entre ellas, buscando semejanzas y similitudes con los perfumes de moda entre el sexo masculino. Algunas concentraban su atención para poder explicar en el mismo día á los perfumistas de la capital la rara esencia del Hombre-Montańa, y que la fabricasen, costase lo que costase.

Luego entraron más siervos desnudos llevando á brazo nuevos objetos. Seis de ellos sostenían como un peso abrumador el libro de notas cuyas hojas había traducido Flimnap. Después otros atletas pasaron, rodando sobre el suelo, lo mismo que si fuesen toneles, varios discos de metal, grandes, chatos y exactamente redondos, encontrados en los bolsillos del gigante.

Estos discos eran de diversos tamańos y metales, llevando todos ellos de relieve en sus dos caras un busto de mujer gigantesco y un ave de rapińa con las alas abiertas. Según la explicación del sabio Flimnap, servían en el país de los Hombres-Montańas como signos de cambio, y estaban todos ellos comprendidos bajo el título general de Ťmonedať.

Algunos eran de plata, y sólo llegaban á las rodillas del siervo atlético que se inclinaba sobre ellos para hacerlos rodar. Otros eran de cobre, y poco más ó menos del mismo tamańo. El público, algo aburrido por estos objetos sin interés, sólo mostró cierta curiosidad al ver cuatro discos movidos cada uno por dos hombres. Los tales discos llegaban casi á la cintura de sus guías, y eran de oro macizo, teniendo por adorno el relieve de una gran águila con las alas desplegadas y una especie de escudo con rayas y con estrellas.

Volvió á decaer el interés mientras iban desfilando otros esclavos por parejas. Cada dos hombres llevaban entre ellos, lo mismo que si fuese un cartelón anunciador, una faja de papel impreso mucho más larga que alta. Todos estos carteles tenían una capa de grasa y de suciedad, en la que la vista microscópica de los pigmeos veía rebullir pequeńísimos monstruos del mundo microbiano. Los papeles estaban ornados de retratos de Hombres-Montańas completamente desconocidos por el profesor Flimnap. Todos ellos ostentaban la palabra ŤBancoť y una cifra seguida de la palabra dollar.

El sabio profesor osaba emitir en su informe la teoría de que los tales papeles tal vez representasen algo semejante á la moneda, pero sin poder comprender su funcionamiento y su utilidad, y extrańándose además de que hubiese gentes que los aceptasen en lugar de los discos metálicos.

Tampoco el público se fijó mucho en tales explicaciones. Deseaban todos que terminase cuanto antes el desfile de los cartelones grasientos. Entre las delicadas criaturas que ocupaban las galerías altas hubo ciertos conatos de desmayo. Las matronas sacaban sus frasquitos de sales para reanimar el dolorido olfato. En el estrado de los senadores se oyó la voz del terrible Gurdilo.

–Sólo una humanidad inferior—gritó—puede llevar en sus bolsillos semejantes porquerías. No creo que tengan empeńo los Hombres-Montańas, si gozan de sentido común, en adquirir tales suciedades. Esto debe ser simplemente un vicio, una mala costumbre del gigante que ha venido á perturbarnos con su presencia.

Pero una nueva aparición borró el malestar del público, imponiendo silencio al tribuno.

Varios hombres de fuerza avanzaron llevando sobre sus hombros una especie de cofre cuadrado y muy plano. Parecía de plata, y sobre su cara superior había grabado un jeroglífico igual al que adornaba una punta del pańuelo.

El profesor Flimnap ignoraba lo que existía dentro de esta caja enorme. No se había creído autorizado para violar su secreto. El jefe de los mecánicos de la flota aérea estaba allí con varios de sus ayudantes para abrir el cofre, cuyo cierre había estudiado durante toda la mańana.

Colocaron los esclavos esta caja en el suelo verticalmente, mientras el ingeniero y sus acólitos empezaban á forcejear en la cerradura, sin resultado. Un martillazo dado por inadvertencia en una arista saliente hizo que las dos enormes valvas de plata se abriesen de pronto, lo mismo que una concha gigantesca, lanzando un crujido metálico. Los hombres de fuerza se apresuraron á tirar de ellas, temiendo que se cerrasen, y quedó visible su interior.

A ambos lados, sostenidos por una faja elástica, había en línea como una docena de cilindros de papel blanco, estrechos y prolongados, cuyo interior estaba lleno de una hierba obscura. Estos cilindros tenían recubierto el papel en su parte inferior con un zócalo de oro.

Varios hombres de fuerza, con la inconsciencia propia, de su brutalidad, tiraron de una de las fajas de goma que estaba casi desprendida de la pared de plata. Inmediatamente seis de los cilindros de papel vinieron al suelo, partiéndose sobre las espaldas de los atrevidos que habían provocado el accidente, y al partirse esparcieron densas nubes de polvo rojo y picante.

El ingeniero, sus acólitos y todos los hombres de fuerza sintieron que sus ojos se humedecían. Luego, llevándose las manos á la garganta, empezaron á estornudar.

Esto fué contagioso, pues inmediatamente estornudaron también las hermosas muchachas de la Guardia, los pajes de los abanicos, los conductores de las literas de honor, y, como si las ondas del aire transmitiesen la epidemia con la rapidez de un huracán, estornudaron igualmente todos los diputados y senadores de las tribunas, así como los altos personajes del estrado del gobierno. Finalmente, el sexo débil de las galerías superiores se unió al estornudo general, cubriéndose con los velos para ocultar las muecas á que le obligaba este gesto.

Durante mucho tiempo sólo se oyeron estornudos. Hasta el infatigable Gurdilo, que intentó aprovecharse de una ocasión tan propicia para protestar contra el gobierno, no pudo conseguir su propósito. Cada vez que intentaba un apóstrofe oratorio tenía que cortarlo para dar salida á un estornudo.

Adivinó el profesor Flimnap este misterio al recordar algunas crónicas remotas sobre la llegada de otros gigantes. Los tales cilindros de papel contenían, sin duda alguna, cierta materia que los colosos llamaban Ťtabacoť. En otros tiempos lo guardaban en polvo dentro de cajas de concha; ahora lo comprimían en forma de cabelleras vegetales bajo una envoltura de papel.

Vió cómo el rector, que indudablemente tenía también noticias de esto, daba explicaciones á los seńores del Consejo. El presidente, que parecía furioso por haber estornudado grotescamente en presencia del jefe de la oposición, se apresuró á ordenar que se llevaran el cofre y arrojasen su contenido fuera del puerto, como nocivo para la salud pública y la tranquilidad de la patria.

Los esclavos hicieron desaparecer la cigarrera, mientras otros cargaban con los fragmentos de los cilindros de papel y barrían el temible polvo esparcido en el suelo.

Poco á poco cesaron los estornudos y pudo reanudarse el desfile. A partir de este incidente, pareció que el público había perdido todo interés por los objetos del gigante. Avanzaron dos portadores, uno tras del otro, llevando un fuerte palo sobre sus hombros y colgando de tal sostén el reloj de bolsillo del Hombre-Montańa. Los oyentes más cultos no necesitaron las explicaciones del inventario. Cuantos habían leído la historia del país estaban enterados de cómo era esta máquina primitiva de medir el tiempo que todos los colosos traían en sus visitas.

Otra máquina de uso misterioso para los más de los presentes hizo su entrada en el patio después que desapareció el cronómetro de oro.

Más de treinta cargadores sostenían el revólver extraído de un bolsillo de Gillespie. Se notó cierta emoción en la tribuna del gobierno. Los seńores del Consejo Ejecutivo no pudieron contener su sorpresa en el primer instante. Luego consiguieron dominar sus nervios y quedaron impasibles, en una forzada indiferencia.

Los cinco gobernantes, obedeciendo á la ley que reglamentaba las ceremonias públicas, iban vestidos con un lujo deslumbrador. Se envolvían en mantos bordados de oro, y sobre sus cabezas llevaban unas tiaras del mismo metal con adornos de piedras preciosas. Querían imitar el esplendor de los últimos emperadores del país, para que el pueblo se convenciese de que los elegidos de la República no eran menos importantes que los antiguos déspotas. Bajo su uniforme esplendoroso los cinco afectaron una actitud de hipócrita indiferencia, mirando sin expresión alguna la máquina que acababa de entrar en el patio. El rector Momaren también hizo un gesto igual, y hasta Gurdilo permaneció inmóvil, imitando la actitud del odiado gobierno. Todos fingían no conocer el mecanismo de acero ni sentir interés por averiguar su uso.

Las seńoras y seńoritas empezaron á bostezar de aburrimiento en las galerías altas. Las cosas de la industria pertenecían á las mujeres. żCómo podía interesar á los hombres un armatoste metálico?…

En cambio, las muchachas de la Guardia sentíanse atraídas de un modo irresistible por este objeto enorme y desconocido. Al verlo, latían en su interior confusos instintos, y fué tan fuerte su curiosidad, que hasta olvidaron la disciplina. Varios porta-espada, dejando en el suelo su brillante mandoble, se confundieron con los esclavos medio desnudos, deseosos de tocar y examinar de cerca el misterioso mecanismo.

Mientras tanto, el personaje encargado de la lectura del inventario recitaba á través de su portavoz los informes del profesor Flimnap. El sabio no vacilaba en declarar públicamente que le era totalmente desconocido el uso de esta máquina, sin que sus lecturas ni sus deducciones le permitieran suponer á qué era dedicada entre los gigantes.

–ĄMuy bien!—dijo por lo bajo el presidente del Consejo Ejecutivo.

Y el Padre de los Maestros manifestó con una grave sonrisa el mismo contento.

Estos personajes, en el primer instante, habían sentido indignación viendo entrar en el patio á la tal máquina. Consideraron esto como una torpeza del Comité de recibimiento del Hombre-Montańa, que casi equivalía á un delito contra la seguridad del Estado. Pero cuando pensaban ya en qué castigo deberían imponer á Flimnap y sus compańeros, los párrafos obscuros y descorazonantes del profesor hicieron resurgir su optimismo y su bondad.

Una de las varias muchachas de la Guardia que curioseaban en torno del revólver se había quitado el casco para asomarse á la negra boca del cańón del arma. Al fin acabó por meter toda su cabeza en el tubo obscuro, sacándola poco después completamente desfigurada. Su rostro aparecía tiznado de negro y sus melenas sucias de hollín.

El accidente hizo reir á los graves personajes de las tribunas, y el sexo débil de las galerías se unió á la hilaridad general.

Mientras tanto, el profesor Flimnap, por medio del texto del inventario, formulaba una opinión decisiva. Este aparato debía guardarse para siempre en la Universidad, á fin de que los sabios se dedicasen á su estudio, si lo juzgaban interesante. Por eso la Comisión había creído oportuno traerlo á este acto en vez de dejarlo á bordo de la flota, donde sólo podía servir para suposiciones erróneas y perturbadoras.

–ĄMuy bien! Ąmuy bien!—volvieron á decir por lo bajo los seńores del gobierno y sus allegados.

A partir de este momento, el desfile de objetos perdió decididamente todo interés. Empezaron á abrirse grandes claros en las filas de hombres con faldas que ocupaban las galerías. El sexo débil demostraba su fastidio marchándose. También se abrieron vacíos cada vez mayores en el público de las tribunas parlamentarias. Hasta Gurdilo había desaparecido, adivinando que su oposición nada podía ya encontrar de aprovechable en esta ceremonia.

Pasó un automóvil con dos torres negras unidas por un doble puente de acero del mismo color y que tenían en su parte alta dos lentejas de cristal á guisa de tejados. El inventario explicaba que estas torres gemelas eran un aparato óptico por medio del cual los Hombres-Montańas podían ver á largas distancias. Pero los profesores de la Universidad Central sabían en tal materia mucho más que los gigantes.

Apareció otro vehículo llevando uno de aquellos torreones metálicos que habían aparecido al principio del desfile. En el cartelón de éste había pintados unos frutos gigantescos. Un olor de melocotón y de azúcar líquido se esparció por el patio.

Pero, á pesar de que el olor no era molesto, el público empezó á marcharse.

–ĄYa hay bastante!—decían todos.

Al desvanecerse su curiosidad, se acordaban de las ocupaciones que habían abandonado, sintiendo por ellas nuevo interés.

El presidente del Consejo llamó al lector del inventario para pedirle sus papeles, examinándolos. Todos los objetos que aún no habían sido vistos resultaban semejantes á los otros y carecían de novedad. Se pusieron de pie los altos seńores del gobierno, y cada uno de ellos, llevando detrás á una nińa-paje encargada de sostener la cola de su manto, fué en busca de su correspondiente litera. Redoblaron los tambores, sonaron las trompetas y la banda de música, mientras volvía á formarse el majestuoso cortejo, saliendo del patio en el mismo orden que había entrado.

El profesor Flimnap abandonó las galerías altas, siguiendo los pasillos solitarios que conducían á las habitaciones del presidente del Consejo Ejecutivo.

En un salón encontró á Momaren, que acababa de despojarse de la vestidura de gran ceremonia, yendo simplemente con su toga de diario y el gorro de doctor. Este gorro, en vez de una borla llevaba cuatro, para dar á entender la magnitud sin límites de su sabiduría.

Al ver á Flimnap sonrió protectoramente.

–Los altos seńores del gobierno—dijo—están muy satisfechos de su discreción y su cordura. Acaban de perdonarle la vida al gigante, y quieren que sea usted el encargado de todo lo referente á su enseńanza y su alimentación.

El profesor hizo una reverencia para manifestar su gratitud, y creyó necesario ańadir:

–Lo que yo siento es que este nuevo empleo me impedirá por algunos meses trabajar en la obra de justicia histórica femenina que emprendimos bajo la gloriosa dirección de nuestro Padre de los Maestros. Tengo á punto de terminar el volumen cincuenta y cuatro.

Pero el Padre de los Maestros sonrió modestamente al oir mencionar la empresa más gloriosa de su existencia, y dijo á Flimnap:

–Tiempo le quedará, profesor, para dedicarse á ese trabajo patriótico. Por el momento, creo conveniente que explique á su Gentleman-Montańa lo que fué la Verdadera Revolución y todo lo que ha venido después de ella. Esta lección de Historia resultará útil.

V
La lección de Historia del profesor Flimnap

Gillespie, que había puesto en duda la civilización avanzada de estos pigmeos, tuvo que reconocer que sabían hacer las cosas aprisa y bien.

Al aparecer el segundo sol después de su entrada en aquella Galería recuerdo de una feria universal, todo lo más primario de su instalación estaba ya hecho. Una tropa de carpinteros manejó incesantemente sus martillos, subiendo y bajando por escalas y cuerdas con agilidad simiesca.

Así tuvo el segundo día un taburete en que sentarse, apropiado á su estatura, y una mesa, cuyos tablones, aunque no más anchos que las piezas de un entarimado fino, estaban ensamblados con tal exactitud que apenas si se distinguían las rayas divisorias.

Cada pata de la mesa sostenía en torno de ella un camino en espiral, por el que podían subir y bajar los servidores. Uno de estos caminos hasta tenía la anchura y el suave declive necesarios para que ascendiesen por sus revueltas los portadores de literas.

En el fondo de la Galería se habían improvisado varias cocinas para la alimentación del gigante, sus guardianes y su servidumbre. Eran cocinas portátiles pertenecientes al ejército. Los alimentos del Hombre-Montańa exigían un trabajo extraordinario. Dos bueyes formaban un simple plato para su apetito colosal. Atravesados por fuertes asadores, estos animales daban vueltas sobre enormes hogueras hasta quedar dorados y á punto de ser comidos. Los cuadrúpedos más pequeńos, así como las aves, entraban á docenas en la confección de cualquiera de los platos.

Uno de aquellos vehículos automóviles, veloces y sin ruido, que tenían forma de animales, servía para trasladar los alimentos del Hombre-Montańa desde las cocinas hasta los pies de su mesa.

En cada viaje sólo llevaba un plato. Al llegar, su motor lanzaba tres rugidos, é inmediatamente descendía de lo alto un cable con dos ganchos que sujetaban automáticamente el plato. Una grúa fija en el borde de la mesa subía el enorme redondel de metal repleto de viandas humeantes. Varios hombres de fuerza se agarraban á sus bordes al verlo aparecer, empujándolo hasta las manos del coloso.

Gillespie tuvo la esperanza de que esta alimentación abundante sería acompańada con algún vino del país; pero en las tres comidas que llevaba hechas, la grúa sólo subió un tonel, que podía servirle de vaso, lleno de agua. Al ver su gesto de extrańeza, la mujer que prestaba servicios de mayordomo hizo subir un segundo tonel, pero sólo contenía leche.

Todas las funciones de su vida estaban previstas y atendidas por la comisión encargada de su cuidado. Detrás de la eminencia en cuya cumbre había sido construída la Galería de la Industria se deslizaba un río que iba á desembocar cerca del puerto. En este río anchísimo, que para el gigante era un riachuelo, podía lavarse y satisfacer otras necesidades corporales.

Por el frente de la Galería gozaba á todas horas de un hermoso espectáculo. Los organizadores de su existencia habían echado abajo la vidriera que servía de fachada, convirtiéndola en una puerta siempre abierta.

Gillespie admiró en las horas de sol la blanca arquitectura de la capital, á la que podía llegar con sólo varios saltos, y durante la noche sus espléndidas iluminaciones. Veía entrar y salir en el puerto los buques, que parecían juguetes de estanque, y llegar por el aire, sobre la llanura oceánica ó sobre las montańas, innumerables máquinas voladoras llevando sobre sus lomos y sus pintarrajeadas alas pasajeros y mercancías procedentes de misteriosos países.

Estos navíos aéreos anunciaban su llegada nocturna con los rayos de sus ojos, entrecruzándolos con los rayos de otros aviones, así como de los vehículos terrestres, de las torres de la ciudad y de los navíos del puerto.

Cuando sentía cansancio, después de esta contemplación nocturna, se iba al fondo del edificio para tenderse en un blando colchón formado con dos mil ochocientos colchones del país. También podía envolverse en una manta cuyo grueso estaba formado con cinco de las que empleaban las muchachas del ejército cuando salían de maniobras. Esta envoltura había consumido el material de abrigo de tres regimientos.

Vivía en una aparente libertad. Todos los pigmeos instalados en la Galería para su servicio procuraban evitarle molestias, y hasta pretendían adivinar sus deseos cuando estaba ausente el traductor. Pero le bastaba ir más allá de la puerta para convencerse de que sólo era un prisionero. Día y noche permanecían inmóviles en el espacio, sobre la vivienda del gigante, dos máquinas voladoras, que se relevaban en este servicio de monótona vigilancia.

Si intentaba ir hacia la capital, ó si avanzaba por el lado opuesto más allá del río, sentiría inmediatamente en su cuello el enroscamiento de uno de aquellos hilos de platino que le amenazaban con la decapitación. Imposible también salir durante la noche, pues los ojos de las bestias aéreas partían incesantemente la sombra con sus cuchillos luminosos.

La única satisfacción de Gillespie era ver aparecer sobre un borde de su mesa el abultado cuerpo, la sonrisa bondadosa, los anteojos redondos y el gorro universitario del profesor Flimnap. Era el único pigmeo que hablaba correctamente el inglés y con el que podía conversar sin esfuerzo alguno. Los otros personajes, así los universitarios como los pertenecientes al gobierno, conocían su idioma como se conoce una lengua muerta. Podían leerlo con más ó menos errores; pero, cuando pretendían hablarlo, balbuceaban á las pocas frases, acabando por callarse.

El profesor temía las escaleras y las cuestas á causa de su obesidad de sedentario dedicado á los estudios; pero, á pesar de esto, acometía valerosamente cualquiera de las rampas en torno á las patas de la mesa, llegando arriba congestionado y jadeante, con su honorífico gorro en una mano, mientras se limpiaba con la otra el sudor de la frente, echando atrás la húmeda melena.

De buena gana hubiese ordenado la instalación de un ascensor; pero el pensamiento de que sus cuentas podían ser examinadas y discutidas en pleno Senado le hizo desistir de tal deseo.

Al fin se decidió á emplear en sus visitas la grúa montadora de alimentos. Silbaba desde abajo para que los trabajadores hiciesen descender el cable, y sentándose en uno de los platos más pequeńos empleados en el servicio, subía sin fatiga hasta la gran planicie donde apoyaba sus codos el gigante amigo.

Éste la vió llegar en la mańana del segundo día de su instalación acompańada de varios objetos, que los siervos masculinos fueron sacando del plato-ascensor.

Después colocaron ante el Hombre-Montańa una mesita y un sillón, que sobre la mesa enorme parecían juguetes infantiles. También depositaron en la mesita muchos libros.

Llegaba el profesor vestido de ceremonia, con su mejor toga y su birrete de gran borla, lo mismo que si fuese á leer una tesis ante la Universidad en pleno.

–Gentleman—dijo—, hoy no vengo como amigo ni como administrador de su vida material. El gobierno me envía para que ilustre su entendimiento, y he creído del caso vestir mis mejores ropas universitarias y traer lo necesario para una buena explicación.

Ocupó solemnemente su pequeńa poltrona, ordenó sobre la mesita los montones de libros y quedó mirando el rostro gigantesco de su amigo, que sólo estaba á un metro de distancia de ella.

No necesitaba Flimnap de bocina, como en otras ocasiones. Podía expresarse sin esforzar su voz, que era naturalmente armoniosa y contrastaba con su exterior algo grotesco.

–Le confieso, gentleman, que me turba ver su rostro de tan cerca. Me infunde espanto. Además, su fealdad aumenta por horas; las cańas de hierro que surgen de su piel son cada vez más grandes y rígidas. Habrá que ver cómo los barberos de la capital pueden suprimir esta vegetación horrible. Permítame que le mire un poco á través de mi lente, para verle con unas proporciones más racionales y justas, como si fuese un ser de mi especie.

El dulce profesor contempló al gigante largo rato á través de una lenteja de cristal sacada de su toga, mientras tenía los anteojos subidos sobre la frente. Su rostro se contrajo con una sonrisa de doncella feliz, como si estuviese contemplando algo celestial. Al fin se arrancó á este deleite de los ojos para cumplir sus deberes de maestro.

–Va usted á saber—dijo—lo que tanto desea desde que nos conocimos. Vengo para explicarle la historia de este país y lo que fué la Verdadera Revolución. Los misterios y secretos que le preocupan van á desvanecerse. Escuche sin interrumpirme, como hacen las jóvenes que asisten á mi cátedra. Al final me expondrá sus dudas, si es que las tiene, y yo le contestaré.

Después de este preámbulo, el profesor empezó su lección.

–Usted sabe, gentleman, quién fué el primer Hombre-Montańa que visitó este país. Hasta creo que el tal gigante dejó escrito un relato de su viaje, y usted debe haberlo leído, indudablemente.

Como ya le dije, otros gigantes vinieron detrás de él en diversas épocas; pero esto sólo tiene una relación indirecta con los sucesos que quiero relatarle. Ya sabe usted también, aunque sea de un modo vago, cómo era la vida de mi país en aquella época remota. Nuestro pueblo estaba gobernado por los emperadores, que se creían el centro del mundo y de una materia divina distinta á la de los otros seres. La vida de la nación se concentraba en la persona del soberano. Los más altos personajes saltaban sobre la maroma y hacían otros ejercicios acrobáticos para divertir al monarca del Imperio, que entonces se llamaba Liliput. La gran ambición de todo liliputiense era conseguir algún hilo de color de los que regalaba el déspota para cruzárselo sobre el pecho á guisa de condecoración. En resumen: mi país vivía sometido á una autoridad paternal pero arbitraria, y los hombres llevaban una existencia monótona y sońolienta, al margen de todo progreso. De las mujeres de entonces no hablemos. Eran esclavas, con una servidumbre hipócrita disimulada por el carińo egoísta del esposo y la falsa dulzura del hogar.

Así era el Imperio de Liliput, cuando siglo y medio después de la llegada del primer Hombre Montańa se inició la serie de acontecimientos históricos que acabaron por cambiar su fisonomía.

Un náufrago gigante que había pasado algún tiempo entre nosotros tuvo ocasión de volver á su tierra natal valiéndose de un bote en armonía con su talla que la marea arrastró hasta nuestras costas.

Al emprender su viaje de regreso no iba solo. Un liliputiense se marchó también; unos dicen que de acuerdo con el gigante; otros, y son los más, suponen que se escondió en la enorme barca con el deseo de conocer el mundo de los Hombres-Montańas.

Este viajero extraordinario es célebre en nuestra historia. Su nombre fué Eulame. Yo tengo compańeros en la Universidad que suponen que Eulame era una mujer, pues no pueden explicarse de otro modo tanta inteligencia y tanto heroísmo reunidos en una sola persona. Han escrito varios libros para probar que Eulame fingió ser hombre porque en aquellos tiempos sólo dominaban los hombres, y casi lo demuestran plenamente. Pero yo nunca me he apasionado por este misterio de nuestra historia. Bien puede Enlame haber sido hombre, como creyeron los de su época. Una excepción no altera la regla, y reconozco que el débil sexo masculino es capaz de producir de tarde en tarde algún personaje célebre, sin que esto le saque de su inferioridad….

Digo que Eulame se marchó al país de los gigantes y permaneció allá algunos ańos. También este período de su existencia ha dado lugar á muchos estudios históricos y críticos. Unos dicen que anduvo por aquel mundo monstruosamente grande, de feria en feria, siendo exhibido en circos y barracas como una curiosidad nunca vista, y que sus viajes le sirvieron para conocer los diversos pueblos en que se hallan divididos los colosos.

Otros autores afirman, basándose en el testimonio de personas que trataron á Enlame y pudieron oir sus confidencias, que el audaz liliputiense apenas fué conocido por la generalidad de los gigantes. Él y el marinero en cuyo bote se escapó fueron recogidos por un gran barco, y, al llegar á la tierra donde todo es monstruosamente enorme, los navegantes lo vendieron á un sabio, y con él vivió, en el ambiente de una soledad estudiosa, aprendiendo con rápidas síntesis todo lo que el ilustre gigante había buscado en los libros y en las experiencias de laboratorio durante muchos ańos.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
15 сентября 2018
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, html, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают