Читать книгу: «El intruso», страница 16

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–¿Es esta su moral, doctor—preguntaba irónicamente el abogado.—¿No es esto lo que se desprende de la ciencia moderna?…

Las dos mujeres mostraban su admiración por Urquiola con miradas de lástima al médico. Hasta Sánchez Morueta, que permanecía con la cabeza baja, como molestado por una polémica cuya intención adivinaba, levantó los ojos fijándolos con cierta extrañeza en el abogado. Aquel muchacho no se expresaba mal. Ya no le creía tan necio, y pensaba si su mujer tendría razón al elogiar sus cualidades.

Aresti acogió la sarcástica descripción de aquella sociedad sin Dios, con rostro impasible. Si la religión era un freno para los apetitos y las violencias ¿por qué la criminalidad era más frecuente en los pueblos atrasados y devotos que en aquellos otros de mayor cultura? ¿Cómo era que los mayores crímenes de la historia habían coincidido con los períodos en que el entusiasmo religioso era más ardiente?

El médico hablaba en nombre de la ciencia, para la cual la falta de moralidad y el crimen sólo son resultados de la incultura ó de una regresión parcial del cerebro. Además, ¿de dónde sacaba Urquiola que porque no existiese una sanción divina para la moral, porque el hombre no sintiera el temor á los castigos eternos, se había de entregar á la violencia atropellando á sus semejantes? El hombre de mentalidad desarrollada, sabía que aunque condenado por la naturaleza á desaparecer, no por esto desaparecería la humanidad de la que forma parte. Sólo el ser inculto y brutal, con el egoísmo de la ignorancia podía incurrir en tales crímenes. Sólo podían pensar así los pobres de inteligencia que forman la principal masa de todas las religiones; los que no ven en el mundo nada más allá de su propia individualidad egoísta; los que sólo aman la virtud como un pasaporte para entrar en la vida eterna, y sí hacen algún bien es con la idea de que giran una letra sobre el porvenir para que se la paguen con un puesto en el cielo.

Quedaban aún muchos seres de una mentalidad limitada, semejante á la de los hombres primitivos, que sólo se preocupaban de sus personas ó, cuando más, de sus familias. Cada uno de ellos concibe la vida como si su individualidad fuese el centro del universo, no interesándole más que lo que ve y lo que toca. Esos, en su egoísmo, tienen tal concepto de la importancia de su persona, que necesitan que ésta se perpetúe después de la muerte, admitiendo como indispensables los cielos y los castigos inventados por las religiones.

El hombre emancipado por la ciencia, se preocupa de la suerte de la humanidad tanto ó más que de la de su individuo. Sabe que es un componente de una familia infinita, siente la solidaridad que le liga á su especie, está seguro de que su pensamiento vivirá aún después de haberse corrompido su cerebro y no se satisface con la saciedad de sus sentidos. Tiene la inteligencia más desarrollada que los órganos animales, y sus mayores placeres residen en ella. Por lo mismo que no duda de que su organismo material ha de morir para siempre, siente la necesidad de dejar rastro de su paso por el mundo con una buena acción. En vez de querer inmortalizarse como los devotos en un bienestar celeste (deseo egoísta que ningún beneficio proporciona á los demás), desea sobre vivirse en la especie, que es eterna, procurando á ésta la parte de bienestar ó felicidad á que puede contribuir con el trabajo de su vida. ¿Qué moral más generosa?… El ensueño individual y egoísta de un cielo falso é inútil, lo sustituye el hombre moderno con el ideal colectivo, que está de acuerdo con su razón y le procura las más altas satisfacciones morales.

–Hacer el bien á los semejantes—continuó Aresti—sin esperanza de recompensa ni miedo al castigo, como lo hacemos los impíos modernos, los hombres del materialismo, es ser más idealista que el devoto que compra su parte de paraíso con oraciones que no remedian ningún mal de la tierra.

El doctor se exaltaba, elevando su voz, al comparar la moral de las religiones y aquella moral de los pensamientos elevados y nobles que se desarrollaba al tranquilo amparo de la ciencia. ¡Cómo poner al mismo nivel al egoísta crédulo que con unos cuantos sacrificios y mortificaciones cree comprarse una eternidad de alegría en el cielo, y al hombre moderno, que hace el bien sin creer en futuras recompensas, ni en el agradecimiento de divinos fantasmas, únicamente por la alegría de socorrer al semejante, por la solidaridad que debe existir entre todos los que tripulan el barco errante de la Tierra!… Así habían procedido siempre los grandes mártires y los genios. Era la moral de los héroes de la humanidad: en otros siglos se había mostrado aislada, pero ahora iba generalizándose, conforme agonizaban los dogmas, como una afirmación de la conciencia colectiva.

Doña Cristina y su hija miraban con extrañeza al doctor sin hacer el menor esfuerzo por comprender sus palabras. Estaba loco: todo aquello eran filosofías alemanas, monsergas confusas que habían inventado los impíos para ocultar su maldad, cuando tan claro y sencillo era creer en Dios y seguir lo que la Iglesia enseña. ¡Ay, si estuviera presente el Padre Paulí, que tan soberanas palizas soltaba desde el púlpito á los filósofos!…

Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación y desconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquello no le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo que consideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajos electorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia de Sánchez Morueta. De no estar el millonario, hubiera hecho la cuestión personal y en nombre de la inmortalidad del alma y de la moral cristiana, hubiese atizado unos cuantos puñetazos al impío, luciendo ante las señoras sus energías de apóstol.

Aresti, arrastrado por el entusiasmo, no podía callarse. El sofisma religioso, tolerando en la tierra la injusticia sin más consuelo que la esperanza en un mundo mejor, era demasiado grosero para las inteligencias modernas. La moral no consistía, como la proclamaba el cristianismo, en achicarse, en recogerse en sí mismo, en amputar los naturales instintos, en hacerse pequeño para pasar por el camino estrecho de la gloria celeste, sino en aceptar la vida tal como es, en amarla en toda su plenitud. La vida espiritual no era el egoísmo de un individuo, sino la comunión con las aspiraciones colectivas de la humanidad. El hombre moderno no debía perder el tiempo preguntándose sobre el origen del mal ó si la naturaleza está corrompida por el pecado: las dos grandes preocupaciones de la moral cristiana. Bastábale saber que la naturaleza, buena ó mala, se modifica ó transforma por el trabajo. Poco importaba el origen del mal: lo interesante era combatirlo y vencerlo, sin optimismos ni pesimismos, llevando como único guía el esfuerzo continuo hacia el mejoramiento.

El hombre estaba condenado á hacerlo todo por sí mismo, sin la esperanza de fantásticas protecciones. El trabajo es su ley. El oficio de ser hombre era glorioso y duro. Sólo podía contar con un apoyo: la Ciencia. El progreso de los conocimientos positivos, la industria y la evolución incesante de las sociedades, modificaban la concepción de la vida y de sus fines. El hombre moderno, valiéndose de la crítica, tenía una idea justa de los límites de sus conocimientos. Ni soberbias, ni desmayos de humildad. No pretendía conocer lo absoluto ni el origen de las cosas. ¿Pero es que las religiones las conocían tampoco? ¿Eran racionales las explicaciones de los que creían en una Providencia amparadora de la injusticia, y en un plan de creación ideado por unos hebreos nómadas é ignorantes?

En cambio, el hombre conocía mejor, gracias á la ciencia, el mundo que le rodeaba. Si no sabía la causa primera de muchos fenómenos, había descubierto y utilizado las relaciones que los ligan, y en vez de ser siervo de la naturaleza, como en los tiempos de barbarie religiosa, la tenía á sus órdenes, haciéndola trabajar para su comodidad y sustento. Ante él se abatían obstáculos que parecían eternos: la mecánica aprovechaba las fuerzas naturales; modificábase la faz de la Tierra: suprimíase el espacio al acortar las distancias, y el planeta parecía empequeñecerse, haciéndose cada vez más confortable, como una habitación dentro de la cual la humanidad encontraba satisfechas todas sus necesidades.

El hombre ya no quería fundar su moral sobre lo desconocido, sobre Dios, el fantasma bondadoso ó terrible de la infancia de la humanidad. Tampoco podía tolerar la moral cristiana, basada en la resignación y en la abstención. Esta moral no era más que un arte de mutilar la vida bajo el pretexto de guardar sus formas más altas, ó sea las espirituales.

–Hay que aceptar la vida tal como es, y vivirla toda entera—decía el médico con entusiasmo.—Nuestra moral es simple y valiente: se resigna á la compañía de los hombres, sabiendo que no existen los ángeles, y los acepta tales como son. No pasa la vida orando y contemplando lo perfecto y lo eterno, sino que arrostra el encuentro de lo malo y de lo feo y hasta los busca ya que existen, para combatirlo; y triunfar de ellos. No mira al cielo, pues sabe que no lo hay: examina la tierra que es la realidad, y en vez de tener las manos siempre juntas en el rezo, que salva el alma, empuña los rudos instrumentos de trabajo, labora, lucha, suda en su eterna batalla con el sueño por transformarlo y embellecerlo, pensando que las fatigas del presente serán buenas obras para la humanidad del porvenir. Nuestra moral tiene callos en las manos. No son, como las de la monja, blancas, suaves, con palidez de nácar, cruzadas sobre el pecho, mientras, los ojos en alto buscan á Dios.

Sánchez Morueta contemplaba con admiración á su primo. ¡Ah; su Luis! ¡Que hombre!… Su pensamiento tímido y fluctuante sentíase arrastrado por las palabras del médico. Le entusiasmaba aquella apología de la actividad universal. Él era un sacerdote privilegiado y feliz del trabajo. Explotaba su estado embrionario, y aunque los fieles clamaban contra él, queriendo arrojarlo de la iglesia obrara, le satisfacía que la ensalzasen.

La esposa apretaba los labios, palideciendo ante el desconcierto de su sobrino, el cual no podía asir muchas de las ideas del doctor. Con su instinto agresivo de mujer devota intervino en la conversación, queriendo auxiliar á Urquiola.

–No entiendo esa moral—dijo á Aresti con voz ruda.—Nada me importa: esa queda para… sabios como tú. Nosotros, los brutos, nos contentamos con el Catecismo. Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?…

Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación. Y doña Cristina se indignaba al decir esto. ¡Qué había de ser ella! Tan buena, la pobrecita; tan religiosa; una alma pura de ángel…

–A eso conduce vuestra moral—añadió con dureza.—A hacer infeliz á una pobre criatura, buena como una santa.

Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque. ¡Él, convertido en verdugo de un ángel! ¡Y aquel ángel era su mujer, y Cristina le echaba en cara su crimen después de haber visto la aspereza humillante con que le trataban las de Lizamendi!… Prefirió acoger en silencio el ataque, sin más protesta que un encogimiento de hombros.

Pero la de Sánchez Morueta no quería verle así. Una voz lanzada, sentía un deseo nervioso de insultarlo, de dar pretexto para un rompimiento ruidoso y que no volviese.

–Ya que no crees en nada de la religión—dijo tras una larga pausa, con una sonrisa dulce que daba miedo,—tampoco creerás en Jesús… ¿Qué es para tí nuestro divino redentor?

¡Con qué alegría habló Aresti, lentamente, con voz suave é incisiva, como si quisiera que cada palabra suya fuese una bofetada sobre aquellos ojos azules que le miraban con desprecio!…

–¿Jesús?… Fué un gran poeta de la poesía moral. Yo amo su recuerdo con la ternura de la compasión, viendo la inutilidad y el sarcasmo de su sacrificio. Sus sucesores han trastornado sus doctrinas, explicándolas y practicándolas al revés. Su asesinato fué una conspiración de las autoridades constituidas, gobernantes, ricos y sacerdotes, los mismos que hoy son sus devotos y explotan su recuerdo.

Doña Cristina púsose de pie con nervioso impulso. Había escuchado las explicaciones sobre la moral, para ella confusas, guardando cierta calma, á pesar de que adivinaba ataques al cielo y á Dios. Pero esto de ahora iba contra Jesús; y la indignaba, más aún que si hubiesen negado su existencia, aquello de llamarle poeta. ¡El hijo de Dios un poeta! Para una millonaria era este el más refinado de los insultos.

–¿Has oído, Pepe?—gritó mirando á su esposo.—¿Y tú consientes estas atrocidades en tu casa?

Los ojos tímidos de Sánchez Morueta iban de su mujer á su primo, como asustado en su interna somnolencia por el inesperado choque.

–Me voy—siguió gritando doña Cristina al ver la indecisión de su esposo.—No quiero escuchar más á este hombre.

Y dirigiéndose á Pepita, añadió:

–Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tu padre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles.

Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando un momento entre seguirlas ó acometer al doctor. Aquel era el momento de presentarse como un paladín de la fe, de hacer la cuestión personal en nombre de Jesús y que se tragara el médico á puñetazos aquello de «poeta», que no le indignaba á él menos que á doña Cristina. Pero le inspiraba gran respeto la presencia del millonario, temía disgustar al tío y acabó por marcharse en busca de las señoras.

Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, como anonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper el silencio.

–Pepe, adiós—dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendo una mano á su primo.—Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consientes eso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir.

–¡No te vayas así!—exclamó el millonario con ansiedad.—De seguro que estás enfadado; adivino que no vas á volver. No riñas conmigo: Cristina es así, ¿y qué voy yo á hacerla? Tú mismo lo has dicho. La familia… la paz de la casa… Ella es buena y me quiere: pero tiene esas ideas y á las mujeres hay que respetárselas. La verdad es que tú también has estado fuertecito…

–Adiós, Pepe—volvió á repetir el médico, abandonando aquella manaza que ahora caía débil y sin voluntad.—Que seas muy feliz.

–Pero nos veremos, ¿eh? ¿Vendrás á verme al escritorio?… Esto pasará: ya sabes que otras veces también habéis regañado…

–Adiós, adiós.

Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulando excusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á sus espaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentesco fraternal y perdía lo último que le restaba de su familia.

IX

A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre los obreros de las minas.

Los contratistas de Gallarta, al reunirse por las noches con el doctor Aresti, hablaban de los síntomas de rebelión en las aldeas de la cuenca minera. En la Arboleda los peones clamaban contra las cantinas, afirmando que los capataces eran los verdaderos dueños, y que el obrero que no se surtía de víveres en ellas era despedido del trabajo. En Pucheta, que era donde vivían los más levantiscos, habían ido á navajazos un día de paga, por negarse dos trabajadores á satisfacer su deuda en la tienda de un protegido de los contratistas. Se hablaba de un gran mitin en la plaza mayor de Gallarta, al que asistirían todos los mineros para acordar la huelga, en vista de que no era admitida su petición en favor del pago semanal. Desde el kiosco que ocupaba la música los domingos, hablarían los amigos del pueblo, aquellos obreros de Bilbao emancipados del yugo de los patronos, que se dedicaban á la propaganda de las doctrinas socialistas y á la organización de las fuerzas obreras. Y mientras llegaba el momento de la rebeldía, los representantes del partido en la cuenca minera, que eran en su mayoría taberneros, derramaban en la irritada masa el consuelo del alcohol y de las teorías revolucionarias.

El Milord, en la tertulia de los contratistas, hablaba, con alarma, de los pinches de las minas. Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo en la faja, y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo á sus venganzas de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran la vanguardia ruidosa de todas las huelgas, comprometiendo á los hombres con sus audacias, haciéndolos ir más allá de lo que se proponían. Algunas veces habían osado apedrear de lejos á la guardia civil, cuando en vísperas de revuelta paseaba sus tricornios por los caminos de la montaña. Ahora, el Milord hablaba con terror de frecuentes robos de dinamita en los depósitos de las canteras. Los cartuchos debían ocultarlos los pinches en previsión de lo que ocurriera. ¡Buena se iba á armar!…

Al atrevimiento de los muchachos había que añadir la cólera estrepitosa de las mujeres, que hablaban de arrojarse en fila sobre los rieles de los planos inclinados y de los ferrocarriles, impidiendo toda circulación de mineral para que se generalizase la huelga hasta la ría, y se cerrasen las fundiciones, y el puerto se llenara de buques inactivos esperando una carga que no llegaría nunca.

–Esto se pone feo, don Luis—suspiraba el admirador de Inglaterra.—Esto va á ser la muerte de las minas.

Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que los peones gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombres eran capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenas presentían protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país. Las huelgas les olían á política, á algo peligroso en que no debían mezclarse los pobres. Y avisados de la bronca que preparaban los compañeros, deslizábanse prudentemente hacia su tierra, con el propósito de volver cuando todo pasase, aprovechándose entonces de las ventajas que los otros pudieran conseguir.

–¡Pero, malditos!—exclamaba el doctor, oyendo al Milord y á otros contratistas.—¿No es justo lo que piden? ¿Qué menos pueden reclamar que el cobro semanal y comprar su alimento donde mejor les convenga?…

Los contratistas torcían el gesto, excusándose en la inercia de las costumbres. Eran los señores de la villa, los mineros ricos, las empresas extranjeras, los que debían dar el ejemplo. Ellos á lo antiguo se atenían. Además, el miedo á la huelga no causaba gran impresión en el fondo de su ánimo. Por grande que fuese el paro en el trabajo, poco perderían; el mineral no iba á desaparecer en las canteras; aguardaría á que fuesen á arrancarlo, si no en un mes, al siguiente, y si no al otro. Tenían para vivir, y se rendirían antes que ellos los que necesitaban el jornal para no morirse de hambre.

El cura don Facundo se indignaba, no como contratista, sino como pastor del rebaño rebelde. No había religión, cada vez se entibiaba más la fe, y así andaba todo de perdido. La propaganda diabólica de los obreros de Bilbao había llegado hasta la gente sencilla y sufrida de la montaña.

–Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesen perros—exclamaba indignado.—Cada vez hay menos entierros. Ya van al cementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares de badulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso que llaman actos civiles. Señores… ¡entierros civiles en las Encartaciones! ¿Quién podía figurarse que veríamos esto?…

Y el cura insistía en lo de los entierros, como si de todos los actos de hostilidad ó indiferencia para la religión, fuese este el más escandaloso y que más profundamente hería su pudor de sacerdote.

A pesar de la agitación obrera, los amigos de Aresti sentíanse atraídos por otro asunto, del que hablaban con gran interés en sus francachelas nocturnas.

Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todos los notables de Gallarta. El Chiquito de Ciérvana, el barrenador famoso, había recibido una especie de reto de un desconocido de Guipúzcoa, para que midiese sus fuerzas con él. El encuentro debía verificarse en Azpeitia, el centro de las fiestas vascas. Los ricos de allá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si no fuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitia al lado de su barrenador.

Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse con el Chiquito de Ciérvana, que era la gloria más grande de las Encartaciones! Miles de duros apostarían ellos contra las pesetas que pudieran ofrecer aquellos rurales de Guipúzcoa, que vivían del miserable cultivo de la tierra. Y en sus reuniones nocturnas acordaban los detalles de la apuesta, con arreglo á lo convenido por cartas y hasta por mensajeros, con los lejanos enemigos. El próximo domingo sería la lucha en la plaza mayor de Azpeitia. Marcaban el número de perforaciones que los dos barrenadores harían en la piedra y la duración de la apuesta.

Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más que en este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa de cuantas habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar al dinero que con tanta facilidad llegaba á sus manos.

En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo. Vizcaínos contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contra aquellos patanes que intentaban comparar sus burdos barrenadores de las canteras de caliza con los de las minas de hierro, que eran casi unos artistas.

Al aproximarse el día de la lucha, mostraban los contratistas los fajos de billetes de Banco, con los que habían de anonadar á los pobres cuitados de Guipúzcoa. El Chiquito de Ciérvana era vigilado y mimado como si fuese una tiple hermosa. No iba á las minas, y acompañaba por las noches á los contratistas, preocupándose todos ellos de lo que comía y bebía.

–¿Cómo va ese valor?—le preguntaban tentándole los brazos duros y elásticos, que parecían de acero, pasándole las manos por el pecho con una suavidad casi femenil, golpeándole el tórax y complaciéndose en su resonancia, que revelaba salud y vigor. Y el Chiquito se dejaba agasajar con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculos recogidos y apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarle el olor agrio de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume.

Ganaría, como siempre. Y mientras llegaba el domingo, con su estruendosa victoria, lo atiborraban de alimentos y le hacían beber champagne, mucho Cordón Rouge, como si el vino de los ricos afirmase de antemano su superioridad sobre aquel rival que sólo conocería la dulzona sangardúa de sus montañas.

Los contratistas obligaron al doctor Aresti á que les acompañase á Azpeitia. Ellos no gozarían la victoria por completo de no presenciarla su ilustre amigo. Y el doctor, que habituado al afecto de aquellos admiradores rudos y entusiastas, no podía separarse de ellos, acabó por ser de la partida. En fuerza de oírles hablar de la apuesta sentía interés por ella.

Era el único que dudaba del triunfo. La gente de Azpeitia debía conocer el trabajo del Chiquito. Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién era aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba el reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su barrenador.

Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes. Pero los amigos del doctor le contestaban con risas. ¿Dejarse vencer el Chiquito?… Y como prueba de su confianza, enseñaban de nuevo los fajos de billetes. Más de cincuenta mil duros iban á apostar entre todos, si es que los de Azpeitia tenían redaños para hacerles cara. Había que correrles, echándoles el dinero á las narices; así aprenderían á no ir otra vez con retos á los bilbaínos de las minas.

La partida, el domingo al amanecer, fué casi una espedición triunfal. El Chiquito había salido el día antes con varios de sus admiradores para estar bien descansado en el momento de la apuesta. Los que llegaron después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de cigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión. Sólo en Bilbao se sabía comer: lo demás era tierra de salvajes, país de pobreza donde moría uno de hambre ó de asco, aunque fuese persona de las que tienen cartera.

Los mineros ricos hicieron en Azpeitia una entrada de invasores. Había comenzado ya la fiesta con las apuestas de bueyes, y una muchedumbre de caseros y de gentes del pueblo se agolpaba y estrujaba en la plaza y las calles inmediatas. Aquellos hombres de largas blusas y boinas mugrientas, apoyados en fuertes garrotes, miraban con asombro, como si fuesen de una raza distinta, á los arrogantes mineros, que se llamaban á gritos y se abrían paso reclamando el auxilio del alguacil, única autoridad que guardaba el orden del inmenso concurso, sin más arma que un mimbre blanco. La gente sobria y humilde, habituada á los cultivos de escaso rendimiento de la montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrosos de los contratistas, sus boinas flamantes, las gruesas cadenas de oro sobre el vientre y sus manos de antiguos obreros con dedos gruesos de uñas chatas, abrumados por enormes sortijas.

Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando una verdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastaba con fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, con altivez de magnates que descienden á mezclarse en una diversión campestre. ¿Y entre aquellas míseras gentes estaban los que habían osado desafiarles?… ¡Pobres cuitados!

Precedidos por el alguacil, subieron algunos de ellos á los balcones de la plaza, ocupados en su mayor parte por mujeres. Otros tomaron sitio en primera línea, junto á la cuerda que marcaba un gran rectángulo limpio de gente en medio de la plaza, como liza donde se verificaban los juegos. Allí se hacían las apuestas de última hora entre los empujones de la gente. Los caseros, apoyando sus manos en las espaldas que tenían delante, se empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujón formidable; una avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastaba que se levantase en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran las boinas rojas de la pareja de migueletes guipuzcoanos, para que al momento se iniciase un retroceso, quedando inmóvil el gentío.

Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas, encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros arrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un molino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra profundamente aplastada.

La alegría de los ejercicios físicos, el enardecimiento ruidoso de las fiestas de la tuerza, agitaba al gentío. Tiraban los bueyes penosamente, como si fuese á estallar la testuz bajo el yugo, esforzándose entre los gritos y los pinchazos de los conductores que los azuzaban coreados por sus partidarios, y cada vez que una piedra, con nervioso tirón, avanzaba algunos pasos, sonaba un clamoreo de los espectadores. Los pechos se hinchaban con angustia, como si quisieran comunicar su fuerza á las abrumadas bestias.

Era una diversión de raza primitiva, de pueblo en la infancia que aún no ha llegado á la vida del pensamiento y admira la fuerza como la más gloriosa manifestación del hombre. La dura necesidad de ganarse el pan con el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversión los alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes á los grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para dar carácter de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diario trabajo, asociaba á sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de la miseria campestre.

El doctor, ante estos placeres rudos y violentos del pueblo primitivo, recordaba las fiestas griegas, embellecidas al través de los siglos por el encanto del arte. Aquellos juegos al aire libre, sencillos y burdos, de una inmediata utilidad, recordaban involuntariamente los Juegos Olímpicos.

–Sí; se parecen—pensaba Aresti.—Pero como se asemejan el ave de corral y el águila, porque las dos se cubren de plumas.

Cansado del monótono espectáculo que ofrecían los bueyes, tirando entre el clamoreo del gentío que no se fatigaba del largo plantón, el doctor se distrajo examinando el aspecto de las casas y las personas.

Veía Azpeitia por primera vez, aquel hermoso rincón del territorio vasco, que sólo de lejos rozaba la vía férrea, y en el cual parecían haberse refugiado el espíritu y las tradiciones de la raza. Aquella tierra era la de San Ignacio. A pocos minutos, en el centro del valle, estaba Loyola con su convento inmenso, cuya fealdad de caserón-palacio tentaba la curiosidad del doctor. La sombra de la Residencia madre, de aquel edificio semejante a un cuartel, en el que se reunían los comisionados del jesuitismo, llegando de todos los puntos de la tierra, cuando había que elegir un nuevo General de la Orden, parecía proyectar su sombra sobre el valle y las montañas, formando los pobladores á su imagen.

Aresti veía en la muchedumbre muchas caras que le recordaban la faz de San Ignacio. Aquellos rasgos duros, impasibles, de helada firmeza, que se consideraban como signos característicos de una personalidad famosa, resultaban comunes á toda una raza.

El médico se fijaba igualmente en las mujeres de los balcones. Tenían las formas más pronunciadas que las hembras vizcaínas, con algo de voluptuoso y mórbido que hacía recordar el título de «Andalucía vasca», que muchos daban á Guipúzcoa; pero en su mirada había una expresión varonil y enérgica que hacía pensar en las fanáticas heroínas de la Vendée. El odio al guiri, al español de pantalones rojos llegado de las más lejanas provincias para expulsar al rey legítimo, pasaba como una herencia de generación en generación. Todos los hombres de edad madura que ocupaban la plaza habían vestido, seguramente, el capote de los tercios guipuzcoanos y se acordaban del monarca de las montañas, con su gran barba negra y la boina blanca sobre los ojos.

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21 мая 2019
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