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VII

Estaba el señor Goicochea á media mañana, trabajando en su despacho contiguo al de Sánchez Morueta, cuando se incorporó en el asiento con sorpresa, viendo entrar á su principal.

Tres días antes había salido para Biarritz, manifestando á su secretario que tardaría unas dos semanas en regresar, y se presentaba inesperadamente, con una cara que daba miedo. ¿Qué negocio se le habría torcido al grande hombre, hasta el punto de hacerle perder su solemne gravedad?…

Su voz sonaba trémula y algo aflautada; una voz de ira; sus ademanes aparecían descompuestos, y lo que más asustaba al secretario, era que hablaba mucho, que había perdido su concisión característica y vacilaba envolviendo en palabras y más palabras sus tardos pensamientos.

–A ver, Goicochea; que lleven á casa el equipaje que está abajo. Avise usted por teléfono que luego iré.... No, diga usted que no voy, que no me esperen á comer. Iré á la noche. ¿Pero, qué hace usted ahí parado, mirándome como un bobo?… ¡Eh, alto! no se vaya usted tan pronto. A ver, ¡que suba el Capi! Llame usted á don Matías. ¡En seguida; listo!…

Goicochea salió del despacho temblando, al pensar en el día que le esperaba. Conocía el carácter de su gigante: pocas rachas, pero buenas, como él decía. Sólo muy de tarde en tarde, le había visto perder la serenidad y enfurecerse; pero guardaba un vivo recuerdo de sus arrebatos.

Cuando subió el capitán Iriondo, encontró á Sánchez Morueta paseando casi á saltos por el despacho, como una bestia enjaulada, las manos atrás y la cabeza baja. Tardó algún tiempo en ver á Iriondo, que no pasaba de la puerta.

–Pepe, ¿qué tienes?—dijo el marino con el acento afectuoso de un antiguo camarada.

–Nada: cosas mías, no te ocupes de mí.... Vas á llamar al teléfono de las minas y que busquen á mi primo Luis, que le digan que venga en seguida.

–Pero, hombre, no será tan pronto como quieres. Gallarta está lejos: él tiene sus ocupaciones…

–¡He dicho que venga en seguida!—gritó el millonario.—Dile que le necesito al momento; que estoy enfermo, que voy á morir… cualquier cosa. ¡Que venga pronto!… Y Luis vendrá, porque me quiere de veras: es mi único amigo.

–Está bien—gruñó el capitán.—Los demás somos unos perros.

Y encogiéndose de hombros salió del despacho. Sánchez Morueta siguió su paseo á grandes zancadas, con la cabeza baja, como si fuese a embestir contra los planos y modelos de buques colgados de las paredes.

De pronto se detuvo en la puerta de la habitación contigua, mirando con ojos feroces al secretario, que se había escurrido hasta su mesa para continuar el trabajo. El pobre hombre tembló al verse enfrente de su irritado principal.

–Señor Goicochea: va usted a hacerme el… pinturero favor de largarse inmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le dé la gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida.

Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algún golpe sí tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salió apresuradamente.

Las oficinas parecían desiertas. Todos los empleados se encorvaban ante sus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella voz furiosa, que matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentos verdaderamente extraños en tan grave personaje.

En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe un enfermo. Sánchez Morueta, después de una hora de incesantes paseos, se dejó caer en uno de los sillones ingleses, anchos y profundos, tocando antes un botón eléctrico.

Entró un ordenanza con aire azorado.

–Tráeme un café.... pero bien fuerte.

Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno de los habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él, con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivo de orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en los negocios de minas.

Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales de existencia. El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y corrió el criado al despacho.

–Trae otro café.

Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como un espejo. Los balcones estaban cerrados, tal como los había encontrado al llegar, y el ambiente se llenaba de humo, se hacía irrespirable, sin que él se diese cuenta de ello.

Mucho después de medio día, cuando los empleados se deslizaron sin ruido para ir á comer á sus casas, volvió á trotar el criado hacia el despacho, atraído por el timbre.

–Dile al capitán que suba—dijo el millonario.

–Don Matías no está, señor—contestó el criado.

Por primera vez se le ocurrió á Sánchez Morueta mirar el gran reloj de la chimenea. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y más por la fuerza de la costumbre que por necesidad, quiso comer, ya que á aquella hora todos hacían lo mismo.

–Ve á donde el Suizo y trae la comida. Lo que te den… lo que á tí se te ocurra. Sobre todo, un buen café: no lo olvides.

Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos y coberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa. El millonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga y como perdida en un punto lejano, muy lejano.

Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa. Bebió un poco de vino, probó la fruta y se abalanzó por fin al café, como si éste fuese su único alimento. Después hizo seña al criado para que se llevase los platos casi intactos.

–Mira, hijo mío—dijo con dulzura inesperada.—Llévate todo eso; cómetelo y que de salud te sirva.

Al quedarse solo encendió otro cigarro, adoptando en su sillón aquella inmovilidad en la que parecía soñar con los ojos abiertos.

Sánchez Morueta no supo ciertamente si llegó á dormirse. Era un sopor dulce que no le hacía perder de vista cuanto le rodeaba. Pero en esta actitud, el tiempo transcurría para él inadvertido, y sentía el bienestar del que en nada piensa.

Cuando, á la caída de la tarde, entró el doctor Aresti en el despacho, el millonario se reanimó, volviendo de un golpe á la vida.

–¡Esto es un horno!—gritó el médico,—¡Aquí no se puede respirar; qué humareda; parece un incendio!

Y se fué á los balcones, abriéndolos para que se disolviera la nube de tabaco en que se envolvía su primo.

–¿Qué pasa?—dijo Aresti cuando pudo respirar con algún desahogo.—¿Qué te ocurre, Pepe? ¿Estás enfermo? A ver esa cara…

Y después de examinar el rostro de su primo, hizo un gesto de asombro. Efectivamente; algo malo le ocurría. Parecía aviejado de un golpe en más de diez años: los pómulos salientes, los ojos hundidos, con una expresión de tristeza y desaliento. Además revelaba una gran fatiga física, como si no hubiese dormido en algunas noches.

–¡Vamos á ver; ¿qué tienes? Cuenta, hijo, cuenta.

Sánchez Morueta sintió el mismo dolor que si de pronto se abriesen en él ocultas heridas. La presencia de su primo despertaba los pensamientos dolorosos, adormecidos por la embrutecedora somnolencia.

–¡Ay, Luis!—suspiró el gigante con un acento casi infantil, cogiendo, las manos de su primo.—Mi vida terminó. Han matado todas mis ilusiones… ¡Se fueron!… ¡se fueron!

Y se abandonaba, como si quisiese caer sobre Aresti, abrumando la pequeñez del doctor con su corpachón.

–¡Energía, Pepe! ¿Qué es esto, que te desplomas como una señorita desvanecida? ¡Firmes, vive Cristo! Sólo te falta echarte á llorar como los chiquillos. A ver: serenidad, y suelta todos tus pesares. Veamos por qué crees terminada tu vida, cuando eres el hijo de la suerte.

El millonario fué á hablar, y Aresti le interrumpió de nuevo:

–Por lo que pueda convenirte, te advierto que Fernando, tu ingeniero, aguarda ahí fuera. Lo he encontrado en la estación del Desierto, y al saber que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que te esperaba con impaciencia.

Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase. Algún asunto urgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y las minas y los barcos? Que se perdiese todo: que se lo llevase la mala suerte. ¡Para lo que servía la riqueza!… Y revolvía sus ojos furiosos por los planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderío industrial, haciéndolo responsable de su desgracia.

En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas. ¡La juventud! ¡la insípida y antipática juventud! Aquel ingenierillo no tenía otros medios de vida que los que él le diese: ni riqueza, ni poder, y sin embargo, era posible que por sus pocos años, por su cara de madamita con bigote, no le ocurriera lo que á él con todos sus millones. ¡Cristo! ¿Para qué servía, pues, el dinero?

Aresti se impacientaba.

–Bueno, hombre: deja en paz á ese chico, y si no quieres verle en seguida, que aguarde. Pero cuéntame, Pepe ¿qué te pasa?

–¡Judith!…—gimió el millonario.—Ya sabes quién digo…

Y vacilaba antes de seguir hablando, como avergonzado de revelar su tristeza.

–Sí, Judith—dijo Aresti animándolo para que hablase.—Aquella francesa, ó judía, ó lo que sea, de la que me hablaste con entusiasmo… la madre de aquel niño tan hermoso… el hijo del amor. Estoy enterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has sorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre: cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas, nada me cogerá de sorpresa.

Aresti hablaba con tranquilidad, como si desde mucho antes esperase lo que su primo iba á contarle; seguro de que aquella novela de amor, desarrollada en el ocaso de la madurez, había de tener un desenlace triste.

Sánchez Morueta comenzó á hablar con lentitud, como si le doliese, con profundo desgarrón, el remover sus recuerdos. Pero, pasado el primer dolor, se animaba, se enardecía, embriagándose en la amargura de su desgracia.

Había conocido por primera vez el tormento de los celos. Desde algunos meses antes, se mostraba triste, con nerviosidades y arrebatos impropios de su carácter. ¿No lo había notado Aresti?

De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad.

Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith. Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una antigua compañera de la divette, envidiosa de su bienestar. Y el grande hombre de la industria, aquel pastor de millones que tenía miles de brazos á sus órdenes y flotas en el mar como un príncipe de la moderna realeza, había descendido durante algunos meses á una vida de espionaje, de astucias miserables, para convencerse de la certeza de las denuncias.

–¡Ay, el amor, Luis!—exclamaba.—¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo nos envilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certeza de que nos quieran!… Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á que he tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!…

Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casita que el millonario le había comprado en Biarritz. Así la tenía más cerca de Bilbao. Allí se había convencido de que no le engañaban los misteriosos avisos.

Hablábanle éstos de cierto individuo de existencia cosmopolita, un monsieur Jules, joven, hermoso y elegante, de problemática vida; un aventurero que invernaba en la Costa Azul, sirviendo de croupier en los casinos de Niza, Menton y Monte Carlo, y en verano pasaba á las estaciones elegantes de los Pirineos. Judith parecía conocerle mucho tiempo. Era más joven que ella, y con el furor de una hembra que se da cuenta de su próximo ocaso, se agarraba á aquel profesional de la hermosura viril que, satisfecho de su persona, dejaba que las aventureras de las estaciones de placer se disputasen el honor de acapararlo, con toda clase de concesiones y sacrificios.

Sánchez Morueta, después de la lectura de los anónimos, recordaba haber oído su nombre de labios de Judith en los momentos de abandono, hablando de él como de un amigo antiguo. Sabía, además, que el aventurero había pasado largas temporadas en Madrid ocupando su sitio, todavía caliente, apenas emprendía el regreso á Bilbao. Ahora se daba cuenta de las peticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de riquezas, de «asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad creciente, como si la guiase un oculto consejero.

El millonario no lamentaba su generosidad. ¡Qué podía importarle este chorreo de riqueza que no marcaba la más leve desnivelación en su fortuna y le proporcionaba la dicha! Lo que le enfurecía haciéndole abandonar su asiento con nervioso salto, era el recordar lo ridículo de su situación. Él, Sánchez Morueta, un hombre en pleno vigor, y que á tantos causaba miedo, ¡convertido en ese tipo grotesco del anciano verde, engañado y pagano, eterno personaje de todos los cuentos y las comedias parisienses! Él había sido le vieux del que se ríe la pareja joven, enamorada y feliz, mientras devora alegremente sus billetes de Banco. ¡Dios de Dios! ¡Y por respeto al nombre que llevaba, por miedo á la familia y á las malditas conveniencias sociales, había salido de la triste aventura sin matar á ninguno de los dos!…

–¡Pero, hombre, siéntate!—decía el doctor asustado al verle ir y venir por el despacho como un loco.—No golpees los muebles. Ya sé que de un puñetazo eres capaz de romper esa mesa. No los has matado y has hecho muy bien. ¿Acaso eres tú el primero, ni serás el último, de quien se burle una pájara de esas? Sigue contando… sigue.

Tardó el millonario algún tiempo en recobrar su calma, y al reanudar el relato pasó de un salto á la escena final de su novela amorosa, á la última entrevista con Judith dos noches antes, en aquel hotelito de Biarritz donde había pasado los mejores veranos de su vida.

Sánchez Morueta había llegado sin avisarla, sorprendiendo al monsieur Jules casi ocupando su sitio. Realmente la sorpresa no había sido completa. No le había visto: sólo había adivinado su presencia en el desorden de la habitación, en los detalles que revelaban una fuga rápida, mientras la doncella de Judith le entretenía ante la puerta cerrada.

Después, la escena había sido horrible entre él y su amante. ¡Ay, la mala hembra! ¡Qué franqueza tan cruel la suya! ¡Qué deseo de acabar de una vez, de plantearle descarnadamente lo anormal y repugnante de la situación! Podía haber seguido engañándole; negar una vez más; mantenerlo en la dulce ceguera que le adormecía, sin fuerzas para buscar la verdad. «Vivimos de mentiras: sólo el engaño es dulce», decía ella en las horas de abandono, cuando en brazos de Sánchez Morueta recordaba su pasado de aventuras. Pero ahora ya no quería mentir; estaba enamorada de su Jules, enamorada frenética, con celos de fiera al ver que se lo disputaban otras más jóvenes; y para atraérselo para siempre, legalizando su situación, no vacilaba en atropellar al amante rico, en destrozarle el alma con su cínica franqueza.

¡Ay, cómo adoraba á aquel bergante, sólo porque era joven y guapo! ¡Con qué insolencia había proclamado su pasión!… El millonario revolvíase con furia al recordar la escena. Veía los ojos de ella, de una provocación insolente, unos ojos de loba en celo y aún creía oír sus desgarradoras palabras, en la jerga internacional que tanto le regocijaba en los primeros tiempos de su amor.

–Sí, mon vieux. Lo estimo, lo amo. Con el amor no se badina pas. Si tú me quieres, sea; pero no has de atormentarme con celos; has de ser amigo del pobre Jules. Y si no, la puerta está abierta. Será lo mejor. Voilà.

La cínica proposición había hecho rugir al gigante, levantando sus zarpas con furor homicida. Pero ella ¡la maldita! tenía la tenacidad glacial, la audacia insolente de las malas hembras que nacen para ser asesinadas. Le miraba insultante, con la boca apretada y un gesto de desafío.

–Sí, pégame; eso es muy español. Mátame, como matan en tu tierra á las mujeres, cuando no quieren amar. Anda, don José; ya estamos en el final de Carmen. ¿Dónde guardas la navaja?…

Él había sentido desplomarse de un golpe todo su furor. Se dió cuenta de su debilidad, de su insignificancia ante aquella hembra curtida en los peligros de la existencia errante. Y lloró como un miserable, suplicó vilmente para que no lo abandonase. Hasta creía recordar que se había arrodillado, agarrándose á sus piernas, sintiendo la desesperación de perder aquella carne adorada, cuyo tibio perfume parecía despedirse de él al través de la batista que la cubría.

Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como un criminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrando los ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando su conciencia.

Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, las lágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensible de aquella mujer.

Ella se había apiadado del dolor del gigante, de la mueca desesperada del pobre patriarca, y con la conmiseración maternal que siente toda mujer por un hombre que llora, lo había tomado en sus brazos, apoyándole la cabeza en uno de sus hombros desnudos, acariciándole las barbas encanecidas.

La gratitud y la lástima la hacían ser bondadosa, con palabras de triste consuelo. ¡Ah, gros coco! Había que tomar la vida tal como se presenta; aceptar las cosas buenamente, sin empeñarse en pedir imposibles. Cada uno se enamoraba á su hora. Él la quería, siendo casi un viejo: ¿por qué se extrañaba de que ella, siendo joven, tuviese también su momento de debilidad, enamorándose de aquel Jules que poseía para las mujeres un encanto malsano y dominador?

Se luchaba por la vida, por librarse de la pobreza, y cada cual trabajaba á su modo, sin acordarse del corazón, para asegurar su porvenir. Pero después, con el bienestar llegaba la dulce tontería del amor. Esto había hecho él, pasando la juventud absorbido en la caza de la riqueza, para enamorarse como un muchachuelo, en la época en que otros no tienen ilusiones. Lo mismo le ocurría á ella al ver asegurado su bienestar, y convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso. ¿Por qué no había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegrías después de haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?… ¡Ah mon vieux! Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cada cual su turno.

Después intentaba consolarle hablando del pasado. No debía desesperarse el enorme bebé que se adormecía llorando sobre su hombro. Podía afirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente, le había querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno con ella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante, dándola la respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira. Después le había admirado, con una admiración rayana en el amor, al apreciar su poder para los negocios, su fuerza creadora que hacía nacer nuevas industrias, el poder mágico, que esclavizaba el dinero, la inteligencia que hacía danzar los millones, sin que ninguno se saliera de línea. Ella adoraba á los fuertes, y le hubiera amado siempre, de no presentarse el otro, con algo que no podía explicar. Tal vez era el encanto de la corrupción y de la juventud, que la enardecía, haciéndola cometer locuras; pero aun así confesaba que no podía compararse aquel hombre con su viejo tan bueno y tan generoso… ¿Por qué no había de aceptar el obstáculo como lo hacían otros? Aún podían ser felices: los tres vivirían en santa calma sabiendo respetarse. Ella no olvidaba que poseía una fortuna, gracias á él: era buena muchacha y haría lo necesario para que su protector no sufriese. Pero el millonario contestaba con voz quejumbrosa, impotente ya para revolverse.—«Yo solo, yo solo.» Judith se indignaba. ¡Grosse bête, va! Lo que él pedía era imposible. Ella no podía separarse del que amaba, y tampoco quería mentir: ella tenía corazón.

El doctor interrumpió á su primo, que se complacía con doloroso deleite en detallar los recuerdos de aquella noche.

–¿Pero, y el niño? ¿Y el hijo del amor?—preguntó con cierta ironía.

Sánchez Morueta miró al médico con unos ojos que pedían piedad. Recordaba el entusiasmo con que había hablado á Aresti del pequeñín: renacían en su memoria las palabras al describir su belleza delicada: «un verdadero hijo del amor, tan hermoso que en nada se me parece.»

–No te burles, Luis, es una crueldad. Tú lo adivinaste, sin duda, cuando te hablé de él. También esta ilusión ha desaparecido. No queda nada… nada. Esa mujer no deja el menor rastro de su paso por mi vida. Se lo ha llevado todo… todo.

Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver la sonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, la cruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión, diciéndole que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con la de aquel tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso en su alma!… Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentido miedo ante el gesto desesperado de su viejo. Pero ¡ay! aquella mujer de carácter doble é inexplicable era invencible. De sus crueldades, hacía un mérito. Manteniendo en el millonario la ilusión de la paternidad, podía seguir explotándolo. Así se lo había aconsejado su amante. Pero ella era una buena muchacha y no quería mentir cuando llegaba la hora de las explicaciones. Aun pretendía que su antiguo protector le agradeciese la cruel confesión. No: el niño no era su hijo. Y lo repetía satisfecha, como si de este modo afirmase más sus derechos sobre el hombre amado, colocando el pequeñuelo como un compromiso eterno entre ella y el amante de corazón.

Sánchez Morueta salió de aquella casa con el alma rendida por los crueles descubrimientos. ¡Ni amor, ni hijo! Sólo la convicción del fracaso; la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo se forjaba engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazo del ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía los mejores de su existencia.

Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo. Por la noche, el deseo amoroso fué más fuerte que su voluntad, y sin darse cuenta de á dónde se dirigía, se vió de pronto llamando á la puerta de Judith.

Fué en vano. Ella temía, sin duda, la repetición de otra noche como la anterior: sentía miedo, y tal vez cansancio de luchar con la pegajosidad de un amor desesperado. Nadie le respondió. Judith había huido con su amante y el pequeñuelo. Adiós, para siempre. La ilusión de varios años desaparecería sin dejar rastro.

–Más vale así—dijo el doctor.

–Sí: mejor es que haya huido.

Sánchez Morueta se avergonzaba al pensar en su cobardía de la segunda noche. Se tenía miedo á sí mismo. Adivinaba que, viendo de nuevo á Judith, hubiese pasado por todo, se habría sometido á una situación envilecedora, á cambio de conservar algo de la antigua ilusión, una sombra de felicidad á la que agarrarse.

Se hizo un largo silencio. El millonario, después de terminado el relato, se hundió en el sillón, anonadado, sin fuerzas, como si al echar fuera de sí el peso doloroso de los recuerdos, cayese sobre él, de un golpe, el cansancio de la noche anterior pasada en vela, el desfallecimiento del hambre.

–Y ahora, ¿qué piensas hacer?—preguntó Aresti.

–¿Y tú me lo preguntas?—dijo con desaliento el millonario.—¡Qué sé yo! No puedo pensar. Dímelo tú, que sabes más de la vida. Desde anoche que no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquí y llamarte. Tú eres lo único que me resta…

Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía de hombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo.

–Me siento mal, Luis—dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta.—Yo me conozco. Este disgusto no quedará aquí: sentiré sus consecuencias más adelante… ¿Qué voy á hacer? ¿Qué me aconsejas? ¡Por tu vida, dímelo!

Y suplicaba con acento desesperado, tendiendo sus manos, como un ciego que no osase moverse é implorase un guía.

–¿Qué quieres que te aconseje?—dijo el médico.—Lo que yo te puedo decir, te lo diría cualquiera. ¿Piensas buscar á esa mujer?…

El millonario hizo un gesto negativo. No, ¿para qué? Aquello había terminado. No podía olvidarla; eso nunca: le dolía la decepción, pero el mismo odio con que pensaba en ella, era un signo de que no tan fácilmente iba á librarse de su recuerdo. Sufría en silencio, intentando curarse: sería un hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdo del ridículo en que había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay! ¡cómo le aterraba la soledad de aquella existencia que aún le quedaba por delante! ¡Qué miedo le causaba la monotonía de una vida sin ilusiones!

–Vaya, Pepe: no hay que ser niño—dijo el doctor con autoridad.—Ni estás solo, ni te hallas tan falto de afectos. ¿No deseas mi consejo? Pues ahí lo tienes. Vuelve los ojos á tu casa: procura unirte á tu familia. Invéntate una felicidad para tu uso, como esa que te forjaste al lado de una desconocida. Imagínate que tu mujer te adora, y aunque no sea cierto, esa mentira resultará menos dolorosa que la otra, pues no conocerás la infidelidad, ni los celos.

El millonario movió tristemente la cabeza. ¡La familia! ¡Su mujer! También esta retirada era imposible por culpa de aquella mala hembra.

Entre él y Cristina se habían agrandado las distancias; no podía esperar una reconciliación. Él, en su enardecimiento amoroso, no había negado los hechos la tarde en que su esposa le sorprendió en su despacho. Y con la falta de escrúpulos del dolor, relataba á Aresti su escena con Cristina, la frialdad con que había acogido sus caricias, y después, la explicación tempestuosa entre los dos: ella echándole en cara su infidelidad: él aceptándola con altivez, como una consecuencia de la separación moral en que vivían.

El doctor le escuchaba pensativo.

–¿Cristina fué en busca tuya?—preguntó con cierto asombro.—Pues vuelve á ella y la encontrarás. No te asustes por lo ocurrido entre vosotros. O te buscó porque en ella ha despertado un repentino afecto por tí (y permite que te diga que esto es extraordinario) ó porque alguien se lo ha mandado. De un modo ú otro, vuelve: ella te aceptará.

Sánchez Morueta le miraba con incertidumbre.

–Vuelve, hombre—continuó el doctor:—es la única solución que puedo ofrecerte. Ya sé que esto no es gran cosa para tí, con esa necesidad de amor que sientes cerca de la vejez; pero siempre será un remedio para llenar ese vacío de tu vida que tanto te asusta. Si yo estuviera dentro de tu piel encontraría otros medios para emplear mi actividad, fabricándome ilusiones. ¡Ah, si yo tuviese tus riquezas y tu poder!…

El millonario adivinaba el pensamiento de su primo, acogiéndolo con un gesto desdeñoso. ¡Dedicar su vida á los de abajo: ser una especie de santo laico que empleara su fortuna, no en limosnas infecundas, sino en emancipar moralmente á los parias del trabajo, proporcionándoles el pan de la instrucción! ¡Fundar grandes escuelas, universidades, etc., como aquellos ricachones de que hablaba el médico!… ¡Bah! ¿Y qué placer podía proporcionarle esto?… Su egoísmo profundo de hombre de presa, sin otros ideales que la vanidad y el goce de su persona, se reía del doctor. En el mundo sólo tenía importancia lo que se relacionase con él. ¡A ver cómo no reventaban todas las gentes por cuya triste situación se preocupaba su primo! Si él era infeliz con toda su fortuna, ¿por qué habían de ser dichosas semejantes garrapatas?…

Otra vez volvió á hacerse un largo silencio entre los dos. Terminaba la tarde; á lo lejos sonaba la sirena de un vapor. El buque en marcha hizo acordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas, más de una hora.

–Pepe… ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa, que viene á despedirse de tí. Se marcha de Bilbao. Hemos venido hablando de esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahora esperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.

–¡Se va!… ¿Y por qué?…

–¡Qué sé yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí. Tal vez sufra como tú el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosa de la juventud.

Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor algo que no quería conocer. Al mismo tiempo le causaba alegría la posibilidad de que el joven sufriera como él. Era un consuelo egoísta y feroz ver que á todos llegaba la desgracia, sin reparar en años ni en gallardías… Por esto accedió al ruego de su primo, haciendo llamar al ingeniero. ¡A ver, que pasase aquel compañero de desgracia!…

Fernando no quiso sentarse; tenía prisa por volver á los altos hornos después del tiempo perdido; deseaba cumplir sus deberes hasta el último momento.

Venía para manifestar su deseo de marcharse, de abandonar el puesto tan pronto como el jefe le designase un sucesor. Y hablaba con la vista baja, como si temiese que el millonario pudiera leerle su secreto en los ojos.

Sánchez Morueta se deleitaba apreciando el trastorno de aquella cara juvenil. ¡Oh! A este también le había mordido la mala bestia; llevaba la señal en su palidez, en la tristeza de sus ojos.

De pronto, sintió por él la fraternidad dolorosa de los penados, unidos eternamente por la misma cadena.

–¡Te vas, hijo mío!… ¿Es algún disgusto allá en la fundición?… ¿Acaso quieres ganar más?… Si es por dinero, habla.

El ingeniero contestó con gestos negativos. Ni disgusto ni ambición de dinero. Era que se había cansado de vivir allí; sentía la nostalgia de ver países nuevos: le arrastraba la movilidad de carácter de los de su tierra. Iría á Asturias ó á Cataluña; tal vez se embarcase para América; aún no se había buscado un nuevo puesto, pero acariciaba la ilusión de llevar con él á su madre á un clima que fuese mejor. Por esto sólo se marchaba.

El millonario, ante la sonrisa de Aresti y la indecisión de las palabras del joven, se convenció de que éste mentía.

Sanabre siguió hablando. No olvidaba la bondad con que le había distinguido su jefe: sentía alejarse de su lado, pero estaba resuelto á la separación y tardaría en irse lo que tardase en encargarse de los altos hornos otro ingeniero. Mientras tanto, allí estaría á sus órdenes.

–¡Te vas, hijo mío!—exclamó el millonario con repentino enternecimiento.—Ya sabes que te he querido casi como un hijo. Allí donde estés, si necesitas algo de mí, habla; si quieres volver, vuelve. No nos despidamos ahora. Iré á verte: vendrás á…

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