Читать книгу: «El intruso», страница 12

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El ingeniero miró á su novia, que le contemplaba con ojos interrogantes, de una candidez alarmada, como si temblase ante su respuesta. Sanabre recordó un momento á Fausto en el jardín de Margarita. Otra muchacha inocente, aunque menos apasionada que la burguesilla germánica, le preguntaba á él en un jardín cuál era su religión. Sintió impulsos de romper en un himno á sus creencias humanas, como el fantástico doctor. Pero el miedo al ridículo le contuvo; su instinto le avisó el riesgo de alarmar á un alma soñolienta.

–Sí, vida mía, tengo religión—dijo evasivamente.—Creo que el hombre debe ser bueno y feliz sobre la tierra y para ello trabajo.

Pepita pareció no comprenderle y habló de su madre. Si le hacía aquella pregunta era porque doña Cristina, que se acordaba pocas veces de Fernando, no viendo en él más que un dependiente, había dicho un día que era igual á su primo el doctor.

–¡Si supieras cuánto me hizo sufrir el pensamiento de que esto fuese verdad! No quise decírtelo en las cartas; pero deseaba que nos viésemos para convencerme de que no es cierto. Ahora estoy tranquila. Ya lo decía yo; ¿si eso no puede ser? Fernando es bueno: algo loco, eso sí, un poquito romántico, como todos los que no son de esta tierra; pero es imposible que piense los mismos disparates que el pecador de mi tío.

Y aproximándose al joven como si se ofreciera, con una dulzura que contrastaba con la huraña repulsión de poco antes, añadió:

–Ya que crees en Dios, ¿por qué no vas, como los muchachos de Bilbao, á confesarte con los Padres? ¿Por qué no te veo nunca en la Residencia?…

Sanabre se encogió de hombros, no sabiendo qué decir, mientras Pepita seguía hablando. Él indudablemente iría á misa todos los domingos en la iglesia más próxima ó los altos hornos, ¿verdad? Y en sus ojos se leía por anticipado la afirmación á la pregunta, como si no pudiera ocurrírsele la sospecha de que el joven pasase sin oír misa los días festivos… Poco le costaba bajar a la villa, frecuentando la iglesia de la Residencia. Dios estaba en todas partes, pero ella—no sabía explicarlo bien—creía que en aquel templo tan bonito y tan cómodo se hallaba más cerca. Además, la religión era allí más distinguida: sólo se veían personas decentes.

–Tengo mucho que hacer—dijo el ingeniero evadiendo la respuesta.—Yo pertenezco á mis deberes. El trabajo también es una religión.

La joven siguió hablando, inspirada ahora por el egoísmo del amor. Nada perdería aproximándose á los Padres, intentando hacerse simpático á ellos. Eran personas muy buenas que se interesaban por los demás, trabajando por su felicidad. Para ellos no existían obstáculos: todo lo hacían llano con su sabiduría. Había que seguirlos con los ojos cerrados. ¡Si ellos quisieran ayudarles! ¡ay; entonces sí que no tendrían que temer nada!…

–Fernandito—decía con voz acariciadora.—Ve por allí; hazte simpático: tengo la certeza de que mamá te miraría mejor si algún Padre la hablase de tí… ¡Y yo sería tan dichosa!…

–Veremos, veremos—murmuró indeciso el ingeniero.

Dudaba, con cierta esperanza, ante el camino tortuoso que le proponía su novia. Experimentaba la cobardía del amor, y cerraba los ojos. Él, que era capaz de los mayores esfuerzos por conseguir á la mujer amada ¿por qué había de sentir remordimientos ante un medio que tal vez era el del éxito?…

–Te quiero—dijo con entusiasmo.—No hay nada que me detenga para llegar hasta tí. Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré luis: todo lo que tú me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familia no me admite? ¿Y si tu madre quiere casarte con otro?…

Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosa traía preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.

Pepita bajó los ojos indecisa y pensativa. No osaba mirar á su novio como si temiera que este leyese en su pensamiento.

–Dí, mi vida—seguía preguntando el ingeniero.—¿Y si se oponen á nuestro amor?… Si nos separan ¿que harás tú?

La joven eludió la respuesta, diciendo con ternura:

–Yo te quiero mucho, Fernando. Te amo.

–Lo sé, y mi alma se llena de alegría al escucharte. Pero hablemos seriamente: dejemos los romanticismos, como tú dices. Yo soy pobre y tú eres inmensamente rica. ¿Serías capaz de cambiar tu vida de opulencia por una existencia modesta al lado de un hombre de trabajo, que te amaría mucho… mucho?

Pepita no pareció conmoverse ante el cambio de vida que la proponían, ni sintió miedo ante la modestia de que le hablaba el ingeniero.

–Tú trabajarás, Fernando: tú serás rico.

Y lo decía con su convicción de muchacha feliz que no creía en la posibilidad de la miseria; como si ésta estuviera reservada á gentes de otra raza y no pudiese llegar á ella ni á ninguno de los que la rodeaban. Vivir sin las ventajas de la riqueza, que la hacían ser la primera en todas partes, le parecía un absurdo del que era innecesario hablar.

–¿Y si tus padres te ordenan que me olvides? ¿Y si nos separan?… ¿Serás capaz de resistirte á su voluntad? ¿Les desobedecerás para ser mi mujer?…

Se agrandaron los ojos de Pepita con expresión de asombro, como si escuchase algo inaudito, como si ante ella se abriese un peligro no previsto ni imaginado, algo monstruoso que rebasaba los límites de lo humano.

–Te quiero, Fernando: yo no te olvidaré nunca.

Y no dijo más. Su novio la acosaba con preguntas. Quería conocer su valor ante el futuro peligro, apreciar la fuerza de su voluntad, medir la extensión de su amor; pero ella, con la cabeza baja, eludía tenazmente la respuesta, siempre con el mismo juramento: «Te quiero, te amo.» ¿A qué hablar de lo que aún estaba por venir? Ya pensarían los dos lo que debía hacerse cuando llegase el momento.

Quedaron en un silencio doloroso. Ella parecía ofendida de que se le quisiera obligar á violentas resoluciones: él pensaba de nuevo en el doctor, en aquella guitarra trovadoresca de que le había hablado el burlón Aresti al describir su vehemencia amorosa. Realmente, eran de razas distintas; sentían las pasiones de diverso modo. Y el ingeniero adivinaba algo de ridículo en su situación, como si realizándose las irónicas fantasías del doctor acabasen de sorprenderle dando su serenata ante el hotel del millonario.

Aún pasearon mucho tiempo los dos amantes. Deteníanse para contemplar una flor rara, seguían con atención infantil los saltitos de los pájaros corriendo por los andenes. Al enfriarse un tanto su apasionamiento, se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían por primera vez el jardín con todas sus bellezas, como si hasta entonces hubiese permanecido oculto entre nubes.

Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse doña Cristina. Pero al mismo tiempo pensaba con miedo en las horas de angustia que le esperaban allá en los altos hornos, si se retiraba llevando sobre el alma el peso de su decepción.

–¡Cuando menos, dime que me querrás siempre!—dijo cogiendo una mano de Pepita, como si hubiese olvidado la protesta de antes.—¡Dime que, ocurra lo que ocurra, no me olvidarás!

–Sí; te quiero: no podré olvidarte nunca.

Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la misma tolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado, para consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba con arrobamiento aquella mano que recordaba, al través de su figura, la potente garra de Sánchez Morueta.

La intervención del aña interrumpió su embriaguez amorosa. El portero acababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retroceso para reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal del jardín.

Corrieron los jóvenes, seguidos por el aña, hacia la entrada del hotel, para salir al encuentro de doña Cristina.

Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miró severamente al aña. Pero la mujerona le contestó con otra mirada arrogante de vieja servidora, que se permite por su antigüedad no admitir repulsas. Aquel señorito había venido de visita y se había paseado con Pepita por el jardín, siempre bajo su vigilancia: ¿qué mal había en ello?…

Sanabre no pudo ocultar su turbación al saludar á la señora de su jefe. Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje.

Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestia de la visita, preguntando por teléfono.

–Es que, además, deseaba ver á ustedes—dijo Sanabre.

–Muchas gracias—contestó con altivez la señora.—Agradezco su atención. ¿Entra usted?…

Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.

La joven vió como se alejaba su novio, humillado y cabizbajo. Después subió á su cuarto, esperando de un momento á otro la temible aparición de su madre encolerizada.

No subió. Pepita creyó oír á lo lejos su voz temblona de ira y la del aña que le contestaba con no menos acritud.

Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hija con insistencia, pero sus palabras fueron breves.

–Que sea la última vez—dijo—que recibas visitas, ni dentro de casa… ni en el jardín. También es casualidad, venir ese… individuo, la misma tarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.

Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñar el alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo que no se aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor.

VI

El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose la proximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre que apagaba el último parpadeo de las estrellas.

Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal, con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo en las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su profundo cauce, con una brillantez azulada de acero. Dos anchas fajas de barro marcaban en los malecones el descenso de la marea. Apagábanse en la parte alta de la ría las luces de los anguleros, que durante la noche iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes. Las aves marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación de la villa, revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia el mar, siguiendo la tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza del Abra.

Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías, tabernas y bodegas. Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa y como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al olor de la piedra mohosa de los templos. A lo lejos contestaban á las campanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantes de los barcos y los gritos de las cargueras que reñían por preeminencias en el trabajo, al comenzar su vaivén de los buques á tierra, con la cabeza abrumada por los fardos.

Por las calles comenzaban á rodar los carros de la sarama recogiendo el estiércol: las vendedoras de fotes llamaban á las puertas repartiendo los panecillos del desayuno.

Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras de leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el taf-taf de un automóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo, ensanche adelante, al otro lado del puente.

Las que eran de la villa, conocieron á la esposa y la hija de Sánchez Morueta, sentadas tras el chauffeur de ancha gorra y aspecto extranjero; las dos vestidas de negro, con mantillas que casi las cubrían los ojos.

Las criadas se abordaban haciendo comentarios. Aquella gente rica aun madrugaba más que ellas. Irían á la iglesia de la Residencia á confesarse con los padres jesuítas. Allí iba todo el señorío.

El automóvil aceleró su marcha por las amplias calles del ensanche, desiertas á aquellas horas, y paró con violenta rapidez entre los carruajes que estaban estacionados ante la iglesia del Sagrado Corazón, una obra prodigiosa de confitería arquitectónica, en la que el blanco de las ojivas se combinaba con el color rosa de los muros.

Doña Cristina no entraba nunca en aquella iglesia sin sentir un cosquilleo de bienestar. Experimentaba igual satisfacción que si penetrase en un salón elegante, donde sin esfuerzo alguno, con una dulzura casi voluptuosa y sin molestos contactos, se ganaba la salvación del alma.

Reconocía una vez más el talento de los buenos Padres al admirar la decoración del templo. Era gótico, pero no tenía la crudeza blanca, la sobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival sé convertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nervios de los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules con estrellas de oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan bonita, sólo podían imaginarla los Padres de la Compañía.

Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como siempre que había de indignarse contra alguna impiedad. Recordaba su comparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esos baúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decir tal cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenado para comodidad y suave placer de los fieles! El órgano desgarrador y tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz eléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su olor de cera daban mareos á las señoras.

Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentes arrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estaba muy concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía la influencia de la estación en la clase de público. Las señoras eran menos que en el invierno. La gente baja, menestrales acomodadas, y viejas beatas de medios de vida problemáticos, se aprovechaban del veraneo de las señoras distinguidas, para apoderarse del templo bonito y de sus santos sacerdotes.

Pepita y su madre se arrodillaron cerca de un confesonario; el que más gente tenía formada ante sus rejillas. Tardaría mucho en llegarles el turno para la confesión.

Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto y curiosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro y con la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolas su puesto en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con la cabeza y abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.

Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menos concurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesar de su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de la rejilla percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisa con aquellas intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.

La madre y la hija, al verse cerca del confesonario, con sólo dos penitentas por delante, abrieron sus libros de oraciones, y descansando las carnosidades de su cuerpo sobre las piernas dobladas, aguardaron con calma.

Doña Cristina experimentaba la emoción de la doncella que tiente la proximidad del hombre amado.

El Padre Paulí era un varón famoso. La buena señora admiraba su energía, su fuerza de voluntad, viendo en él algo de San Ignacio, que había sido militar antes que santo y guardaba bajo su sotana la audacia del hombre de guerra. No había más qué leer los papeles liberales, enterarse de los escándalos que habían provocado, hasta en Madrid, las palabras y los actos del Padre Paulí, para convencerse de que nadie trabajaba como él por la causa de Dios. No iba con tapujos y miedos como muchos sacerdotes que sólo hablaban de piedad y perdón para los enemigos, y de la dulzura de Jesús. Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terreno favorable, en aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe y de la sumisión ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todos lados. «A los enemigos de la religión, palo», decía con fiera arrogancia, que enardecía á su laico auxiliar Fermín Urquiola.

No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos. Sus sermones en las grandes romerías, en las fiestas de la Asociación de la Vela Nocturna y otras corporaciones que le tenían por director, eran arengas de caudillo, hablando de matar ó morir como los paladines de las Cruzadas, por el sagrado Corazón de Jesús. Su celebro folleto «A las señoras católicas», publicado en vísperas de unas elecciones, había dado que hablar hasta en el Congreso de los Diputados.

Era un hombre de lucha que iba recto á su fin, atropellando las doctrinas religiosas para defender la religión. En su folleto tronaba contra el lujo de las mujeres y el dinero que desperdiciaban en la caridad. Nada de vestidos nuevos ni de limosnas; todo debían dedicarlo á las elecciones, á comprar votos, á corromper la voluntad de la gente, para sacar triunfante al candidato de Dios y deshonrar de paso aquella institución del sufragio, que borrando las clases y colocando el pequeño al nivel del grande, trastornaba las leyes de la antigua sociedad.

Doña Cristina recordaba los incidentes de la lucha ruidosa, en la que fué victorioso caudillo el Padre Paulí. Las señoras, amenazando con no comprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidato liberal; el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno que enloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros; las damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables, arrogantes como amazonas, con el bolso abierto y el paquete de papeletas electorales. Y enfrente de este gran ejército manejado por el Padre Paulí, un candidato de una buena fe paradisíaca, que hacía discursos sobre la regeneración material de la nación y la política hidráulica, pidiendo canales y pantanos, como si á un país cual Vizcaya, en el que llueve todo el año, pudiera interesarle lo que sólo importaba á los maketos, en sus llanuras de Castilla secas, bajo un sol de África. Hasta había comulgado solemnemente la víspera de la elección, en una iglesia popular, para que su candidatura perdiera todo carácter antirreligioso. ¡Infeliz! ¡como si estas habilidades valiesen con la Iglesia que es maestra en ellas! ¡cómo si no supiesen los buenos que quien no está á sus órdenes en cuerpo y alma, está contra ella!…

En esta lucha casi reciente, cuyo triunfo saborean envalentonadas las gentes religiosas, y que esparcía en torno del enérgico jesuíta un prestigio de caudillo invencible, había roto doña Cristina los últimos restos de la intimidad puramente amistosa que aún existía entra ella y su marido. Los liberales buscaron el auxilio de Sánchez Morueta, recordándole que había peleado durante el sitio, y el millonario entregó mil pesetas para la elección. El mismo día doña Cristina, con la amplia libertad de que gozaba en el manejo del dinero, dió dos mil duros al Padre Paulí. Al conocerse en Bilbao las dos ofrendas, cayó sobre Sánchez Morueta el desprecio y la burla de ambos bandos. Doña Cristina tembló en el primer momento ante el silencio de su esposo. Le parecía escuchar la risa irónica del doctor Aresti, allá en las minas. Temía la explosión ruidosa del gigante que se veía ridiculizado por una mujer, que no era para él más que una administradora del hogar. Pero transcurrieron los días y siguió callando, como si pasada la primera impresión de cólera, sólo le inspirasen desprecio aquellas contrariedades, y no quisiera turbar con nuevas querellas el bienestar animal que encontraba en su casa.

Doña Cristina también había perdido su primitiva inquietud al transcurrir el tiempo y se mostraba satisfecha, sonriendo modestamente ante las amigas que la felicitaban por este rasgo de independencia conyugal, para mayor gloria de Dios. El elogio del Padre Paulí valía por todos los terrores que le había hecho sufrir el gesto hosco de su marido. El jesuíta la comparó en una reunión de señoras con las mujeres fuertes de la Biblia y con un sinnúmero de santas, todas princesas ó consejeras de reyes. «Con señoras tan valerosas, pronto volverá el reinado de Jesús sobre la tierra.» Urquiola era otro panegirista que en las reuniones de jóvenes católicos ensalzaba, entre risas, la gran treta que su tía había jugado á aquel marido gigantón con cara de vinagre.

Después del ruidoso triunfo, la piadosa señora entraba en aquella iglesia como si fuese su casa, creyendo que el compañerismo de la victoria y su tan comentado sacrificio, la unían á los buenos Padres como si fuese de su familia.

El confesor, después de despachar á varias penitentas, sacó la cabeza por delante del sagrado cajón, lanzando una rápida mirada á la fila de señoras, mientras musitaba algunas oraciones.

–Me ha conocido—pensó doña Cristina con orgullo—No tardará en despedir á la que está delante.

Pensaba en la natural sorpresa del confesor al verla allí en verano. La afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de tarde en tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro que el buen Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de confesión.» Y así era efectivamente.

No peligraba la salud de su alma ni traía ningún grave pecado que la abrumase con su peso. Pero el jesuíta quería que se le dijera todo, absolutamente todo lo que alteraba el pensamiento de sus penitentas, único medio de que éstas fuesen bien dirigidas, y ella llegaba para una confesión extraordinaria, como esposa y como madre cristiana.

Primeramente, quería hablarle de cierta carta sorprendida en el despacho de su esposo.

Sánchez Morueta había llegado el día anterior, después de una permanencia de dos semanas en Francia, por asuntos del comercio: millonarios extranjeros, que veraneaban en Biarritz y con los cuales había de tratar nuevos negocios. Esto, según él daba á entender en sus escasas palabras. Pero doña Cristina dudaba ya de todo desde que dos días antes de que regresase el millonario, había encontrado revolviendo los papeles de su mesa, una carta de color gris, perfumada de ámbar y con la firma de una mujer, una tal Judith, que debía ser una pagana, una pecadora, á juzgar por su nombre y su manera de escribir. Ella no había entendido gran cosa; la letra era de rasgos desordenados y fantásticos y además estaba en francés. Pero las pocas palabras que había podido adivinar, y más que esto, su instinto femenil, la hicieron comprender desde la primera ojeada que era una carta de amor, escrita con el mayor desenfado. ¡Qué asco! Toda la castidad de doña Cristina, su horror á la carne vil, se revolvió al contacto de aquel papel. No quiso verlo más y lo abandonó en el mismo sitio donde lo había encontrado. Sabía lo necesario: su marido tenía una amante: tal vez por esto pasaba tanto tiempo fuera de Bilbao…

En el primer momento, doña Cristina experimentó una sensación desconocida; un deseo de protestar, como si fuese objeto de un robo. Sintió por Sánchez Morueta un interés más grande que en los primeros tiempos de su matrimonio. La mujer despertaba en ella irritada por la infidelidad. Tal vez iba á conocer el amor á impulsos de la cólera. Pero aquello sólo duró un instante: su alma, que parecía despertar é incorporarse, volvióse del otro lado y continuó su sueño.

Si Pepe tenía una querida ¿á ella qué? Mejor: su indiferencia encontraba una justificación. Viviría más segura en su castidad: se sentiría más fuerte, pudiendo echar algo en cara á aquel hombre que parecía dominarla con su silencio. Era lo que á ella le faltaba. Doña Cristina se había irritado muchas veces por no poder alegar ninguna falta contra aquel hombre que vivía tranquilo, sin acordarse de la religión, cerrando su casa á los ministros de Dios.

De aquella carta pecadora le había quedado el principio impreso en la memoria: «Mon gros loup cheri». ¿Qué querría decir esto? Y adivinando algo horrible y grotesco á la par, como los diablos panzudos pintados en ciertas estampas, sonreía en medio de su repugnancia, pensando en la figura algo ridícula de su esposo, con su barba de patriarca, enamorando á una de aquellas perdidas que se burlaban de los hombres, devorándolos.

Nada le importaba en el fondo este descubrimiento, pero quería comunicárselo al Padre Paulí, y que éste la ayudara con sus consejos. Además, tenía que hablarle de la niña, rogando que la diese un buen repasón. Estaba en la edad de los caprichos y las tonterías, y ella, después de la tarde en que la había sorprendido en el jardín con el ingenierillo, sentía cierta intranquilidad. Hasta había efectuado un registro minucioso en el cuarto de la niña, presintiendo cartitas escondidas, algo que revelase la certeza del noviazgo. Nada había encontrado; pero le daba el corazón que algo existía. Tal vez lo guardaba oculto la aña Nicanora, complaciente siempre con la señorita.

Había terminado su confesión la señora arrodillada delante de ella, y doña Cristina ocupaba ya la rejilla, esperando que fuese absuelta la del lado opuesto. Se abrió por fin el ventanillo y Pepita vió por encima de los hombros de su madre una sombra que murmuraba:

–¡Hola Cristina! ¡hija mía! ¿A qué obedece esta visita tan extraordinaria?…

Pepita no oyó más: su madre pegó la cabeza á la rejilla, ahogándose las palabras de la penitenta y el confesor en un confuso murmullo.

La joven, sentada sobre los talones, sintiendo de la dura carne juvenil la incrustación de los tacones de sus botas, leía en su devocionario automáticamente, mientras pensaba lo que diría al confesor.

Estaba junto á su mamá y llegaban hasta ella algunas de sus palabras como un lejano susurro.

Pepita comprendió que su madre hablaba de una carta que debía interesarla mucho, á juzgar por las veces que la nombró. La joven púsose á temblar pensando en las que tenía ocultas, como una prueba de delito, allá en su hotel de Las Arenas. Pero doña Cristina levantó la voz un poco más, como si tuviese que hacer un esfuerzo para soltar algo penoso y Pepita la oyó decir con gran dificultad, vacilando á cada sílaba «Mon… gros… loup… cheri…»

No: aquello no iba con ella… ¿Pero por qué decía su madre tales cosas? ¿Qué lobo era aquel, en francés, que su madre llevaba tan trabajosamente hasta los oídos del buen Padre? Y Pepita se mordía los labios para no reír, sin saber ciertamente por qué le regocijaba esta frase que no había encontrado nunca en sus libros cuando la enseñaban francés.

Luego cesó de oír. Hablaba el confesor, y su voz, ahogada por la rejilla, gangosa y obscura por la costumbre del recato, llegaba hasta Pepita como el balbucear de un pequeñuelo: «Ña… ña… ña». Debía reñir á la madre á juzgar por lo encogida que ésta se mostraba, con la cabeza entre los hombros, como si la abrumase el interminable regaño del confesor.

La voz de doña Cristina volvió de nuevo al oído de su hija:

–Es verdad Padre: yo tengo la culpa. ¡Pero es una esclavitud tan dura!… Yo no he nacido para eso. Ya sabe usted que mi vocación me llamaba á otra parte. Pero la juventud se engaña siempre y ¡era yo entonces tan niña!…

Calló, y de nuevo volvió á susurrar como un aleteo el «Ña… ña… ña» siempre con tono de reproche durante muchos minutos.

–¿Cree usted Padre—volvió á murmurar la señora—que no he hecho yo nada por atraerle al buen camino? El día mejor de mi vida sería aquel en que le viese al lado de los buenos, ayudando á Dios con los bienes que le ha dado, aconsejándose de personas sabias y virtuosas como ustedes… Pero Padre: usted no lo conoce; es inabordable; siempre me ha causado respeto y miedo. Lo repito; yo no he nacido para esto: me repugnan los hombres.

Volvió á sonar el «Ña… ña… ña…» más imperioso, como si diese una orden, y doña Cristina achicábase ante la reja, obediente á su director, pero anonadada por el sacrificio que la imponía.

–Lo haré, Padre, lo haré. ¡Si supiera usted el asco que eso me produce! ¡Tan tranquila que yo vivía!… Pero obedeceré, ya que no hay otro remedio. Dice usted bien: haberlo pensado antes de casarme. Son sacrificios que impone Dios para la conservación del mundo: exigencias de la vil materia… Obedeceré, Padre, ¡pero cuánto me cuesta! ¡qué repugnancia, Dios mío!…

El «Ña… ña… ña» tomó una expresión interrogante.

–Sí, Padre, sí: seré otra. Volveré como en otros tiempos, á preocuparme de la envoltura terrenal. Espero que en el cielo me recompensen este sacrificio. Copiaré las seducciones mundanas para servir á Dios.

El murmullo del confesor sonó largamente, como si diese consejos. De vez en cuando, le interrumpía doña Cristina con sus afirmaciones de penitenta sumisa.

–Así lo haré, Padre.

¿Ña… ña… ña?

–Ya he olvidado esas cosas, pero procuraré acordarme de mis tiempos de vanidad.

¿Ña… ña… ña?

–¿Quiere usted que sea hoy mismo? ¿Después de haber recibido al Señor?… Bien: porque usted lo dice. Será un nuevo sacrificio.

Callaron un instante el confesor y la penitenta. Doña Cristina volvió la cabeza, como si descansase antes de entrar en la segunda parte de su confesión; y al ver tan próxima á Pepita, fijos en el devocionario sus ojos cándidos, se pegó más á la rejilla. La joven ya no oyó más que un lejano susurro, sin distinguir una palabra.

Al terminar la confesión, la madre fué á arrodillarse en el centro del templo y Pepita ocupó su puesto. Poco rato tuvo que esperar. El confesor despachó rápidamente á la penitenta del lado opuesto, y volvió á abrir el ventanillo.

–Hola, buena pieza. ¿Eres tú?—dijo cariñosamente á Pepita.—¿Ya has hecho el acto de contrición? Pues á ver esos pecadillos, á hacer la colada del alma, que aquí está el Padre Paulí para absolver á las niñas que son buenas y sumisas.

Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia, deseos de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á través de la rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz aguileña, aquella sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella le causaba cierto miedo, como si fuese una tenaza irresistible que extraía las verdades por hondas que se ocultasen.

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21 мая 2019
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