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Poco después, en junio de ese año, Felipe y Gaelle se trasladaron a Queenstown, una pequeña ciudad en la Isla Sur famosa por el turismo aventura. Allí Gaelle empezó a trabajar en un centro de esquí. Paralelamente, Fernando también posteaba imágenes de él cocinando y viajando con amigas. Abrazos, amigos, despedidas, amor. Imposible llevarse mejores recuerdos y vivencias.

Por esas jugarretas del destino, la mejor experiencia de sus vidas terminó ese 3 de agosto cuando aterrizaron en Kuala Lumpur, primera escala del viaje por Asia, por lo que ocurriría horas después, la parada final.

“Me vuelvo a encontrar con estas gemelas hermosas”, posteó Felipe en su Instagram. A sus espaldas se exhibían las emblemáticas Torres Petronas.

Fernando hacía lo mismo, pero a la entrada de la Kuala Lumpur Tower, otro rascacielos imponente de la moderna capital. “La primera parada de este viaje. #bendición #blessed #malaysia #Kualalumpur”.

El reloj, sin embargo, no estaba de acuerdo con tanta sincronía vital y ya había echado a andar la cuenta regresiva.

Habían pasado ya más de veinticuatro horas desde que los chilenos habían aterrizado en Malasia y, desde Nueva Zelanda, los amigos que se sumarían al periplo horas después intentaban contactarse con ellos, pero ni Felipe ni Fernando respondían. Se habían borrado del mapa. Irremediablemente, Tasha también.


Adonde sí llegaron los mensajes y de manera veloz fue a Chile. Como una avalancha comenzaron los textos de WhatsApp y decenas de llamados telefónicos con voces angustiadas que daban cuenta del horror que se desarrollaba a miles de kilómetros de distancia.

Carlos Fuentealba fue quien le dio la noticia al papá de Felipe, y luego la hermana de este, Nicole, le avisó a una prima de Candia y a Gaelle, aunque Felipe había terminado la relación con ella poco antes de partir a Malasia.

En ese momento, Gaelle continuaba en el centro de esquí y la noticia la petrificó. No daba crédito a lo que oía. Al verla así su jefe le sugirió que se tomara unos días libres para recuperarse y pensara qué iba a hacer. Ella seguía sintiendo que el chileno era el amor de su vida. Necesitaba tomar una decisión, si regresar a su país y dejar a Osiadacz atrás o cambiar los pasajes y partir a Malasia. Optó por lo segundo.

Felipe y Fernando estaban presos, habían matado a una persona que “los había atacado”, pero ellos “solo querían defenderse”. Esa fue en resumen la información que fueron recibiendo los familiares de Osiadacz y de Candia en Chile. Fernando Osiadacz, su pareja Francisca Cafati, Nicole; Maritza Olcay, Fernando Candia padre, su otro hijo Francisco Candia, estaban perplejos, estupefactos ante una noticia tan incomprensible. Era un mazazo. Un mal sueño. Una estúpida broma. Un absurdo. Si Felipe y Fernando eran personas tranquilas y andaban de viaje, eran turistas y no eran de pelearse con nadie. Era imposible, decían. Lo cierto es que era real, tan real que apabullaba.

Sin embargo, aún faltaban muchos datos sobre los hechos para tener una noción más clara de qué y cómo había ocurrido todo en ese lobby del hotel Star Town Inn.

A grandes rasgos, la historia contada por Felipe y Fernando a su núcleo familiar y a las autoridades locales decía que, tras recorrer la ciudad durante el día, decidieron ir a la calle Changkat a tomarse unas cervezas. Allí los tres amigos anduvieron deambulando por algunos bares. Cerca de las cuatro de la mañana, Fernando se separó de Felipe, quien ya estaba cansado. Candia partió a una discoteque y Osiadacz y Fuentealba se regresaron. Sin embargo, a poco andar, Fuentealba también se despidió de Felipe porque quería comer algo antes de acostarse. Entonces cada uno volvió caminando al hotel por un camino distinto. Separarse habría sido el gran error. Pasadas las cinco de la mañana, Felipe llegó al hotel. No tenía la llave para entrar a la habitación y se sentó en un banco a esperar que llegara Candia, quien apareció en el lobby pocos minutos después con una persona que —decía Fernando— lo había seguido durante unas cuatro o cinco cuadras pidiéndole plata y ofreciéndole sexo. Esa persona era una “transgénero” que se dedicaba regularmente a la prostitución en el área cercana al hotel. Ya adentro del lobby comenzó una discusión a los gritos que fue escalando hasta convertirse en pelea. “El tipo” —como llamaban a la trans— había intentado que Fernando le diera dinero, y como este se negó empezó la pelea que terminó con los amigos reduciendo a la víctima contra el piso mientras le suplicaban al recepcionista que llamara a la policía. En esa espera la habían retenido porque Tasha habría intentado tomar un pedazo de vidrio roto para atacarlos. “Todo había sido sin intención”, decían, “en defensa propia”. En ese lapso había muerto, pero ellos jamás se habían dado cuenta del desenlace fatal. Eso fue, en síntesis, lo que transmitieron a sus familiares, el resumen de un homicidio y sus consecuencias que en ese momento no eran capaces de dimensionar.

En la comisaría de Kuala Lumpur las imágenes desordenadas de esa noche daban vueltas una y otra vez por sus cabezas, quizás buscando reafirmar que no eran culpables, pero eso era algo que tendrían que probar.

Al día siguiente, por la tarde, el cónsul Mason partió a verlos por segunda vez, pero para su sorpresa los detenidos no estaban. Ya habían transcurrido casi treinta y cinco horas desde el homicidio de Tasha y Felipe, Fernando y Carlos fueron llevados al Instituto de Medicina Forense del hospital de Kuala Lumpur para hacerles pruebas toxicológicas, de alcoholemia y ADN. Las muestras se tomaron a las 3:25 de la tarde del 5 de agosto, es decir, un día y medio después de la muerte de Tasha.

Horas más tarde llegó a la estación policial la cónsul de España, Meritxell Parayre. Felipe Osiadacz poseía doble nacionalidad y había ingresado a Malasia usando su pasaporte español, no el chileno, por ende el consulado tenía el deber de asistirlo. Si bien la dejaron visitar a Osiadacz y conversar con él por breves minutos, no pudo entregarle la pasta de dientes ni la comida que le llevaba.

En los oscuros y húmedos calabozos los tres amigos se sentían solos, desesperados, sin tener contacto alguno con el mundo exterior. Así pasó todo ese fin de semana.

El lunes siguiente estaban ansiosos, contaban las horas para salir libres. Un policía les había dicho que así sería, y eso coincidía con lo que algunos agentes les habían manifestado aquella madrugada en el hotel. “No se preocupen, que a lo más van a estar una semana”. Por eso confiaban en que su versión de que “todo había sido un accidente” pronto se aclararía.

Paralelamente, en la sede diplomática chilena comenzaba la urgente búsqueda de un abogado. Tras algunas consultas, se llegó al nombre del experto criminalista Kitson Foong. Era famoso en el círculo diplomático por aceptar casos complejos que involucraban a extranjeros, como el de los hermanos González Villarreal, tres humildes mexicanos condenados a la horca en el 2012 por delito de tráfico y producción de narcóticos. La historia de los culiacanenses se hizo mundialmente conocida cuando en el 2008 los detuvieron, condenándolos a muerte. Después de más de diez años de cautiverio la sentencia fue anulada tras el perdón del sultán Ibrahim Ismail Ibni Almarhum Iskandar Al-Haj, aunque en estricto rigor, cuando eso ocurrió, Foong ya no era parte de la defensa.

Por su precaria educación, su nulo manejo del inglés y sin recursos para obtener un abogado a la altura de la pesada acusación en su contra, estos hermanos se convirtieron en un símbolo de la indefensión y de la mano de hierro con que se aplica el código penal en ese país del Sudeste Asiático. Luego, su situación tendría otra vez notoriedad internacional cuando sorpresivamente fueron puestos en libertad en mayo del 2019.

Amigo de las cámaras y muy suspicaz, en sus treinta años de trayectoria como penalista, Foong, malasio-chino, llegó hasta la comisaría el lunes 6 de agosto y, tras oír el relato de los chilenos acerca de aquella madrugada, sabiendo que faltaba mucha información, hizo un diagnóstico optimista y les dijo que en pocos días estarían libres. Eso al menos es lo que recuerdan los involucrados en la escena. Fueron no más de diez minutos de reunión, pero las breves palabras del abogado los dejaron algo más tranquilos. La situación que enfrentaban era delicada, sin embargo, creían que era poco probable que los acusaran de asesinato.

Aunque aquella percepción se hizo trizas cuando a los doce días del homicidio el cónsul chileno, con expresión muy seria pero empática, les aclaró: “Aquí hay una investigación en curso y es por asesinato. La fiscalía va a presentar cargos y los van a llevar a una cárcel de máxima seguridad. No sé cuánto tiempo puede durar el proceso, pero es grave. La condena por asesinato es la pena de muerte”.

Morir asfixiados, como Tasha, pero en las manos de un verdugo. A eso se enfrentaban.

“Estaban ansiosos por salir inmediatamente, querían el informe forense rápido. ¡Pero si eso era imposible!”, rememora el abogado Foong desde su oficina ubicada en un subsuelo en el suburbio residencial de Bangsar, donde destaca un pizarrón en el que explica los casos a sus defendidos y, en ausencia de ellos, a sus parientes. Una y mil veces le toca aclarar que el sistema legal malasio no se relaciona en lo absoluto con la temida ley islámica, la sharía, que solo se aplica a los musulmanes, no a los extranjeros, como equivocadamente informó parte de la prensa chilena cuando recién había saltado a la luz pública la historia de Candia y Osiadacz.

Hasta 1957 Malasia fue una colonia del Reino Unido, del cual se independizó tras ciento treinta años de colonialismo. El país se divide administrativamente en un sistema federal compuesto por trece Estados y tres territorios federales. Su sistema judicial se basa en el Common Law británico o derecho común, llamado así porque “era común” a todas las cortes del rey en Inglaterra; se interrelaciona con los tribunales de la sharía solo cuando se trata de un musulmán.

Aunque en esta nación no existe oficialmente una “policía religiosa”, como sí la hay en Arabia Saudita y otras teocracias islámicas, existe una institución, la Federal Territories Islamic Religious Department (JAWI), que en la práctica vigila el cumplimiento de la sharía en el país. Así como los tribunales de justicia disponen del apoyo de las fuerzas de policía para velar por el orden público, sus homónimos islámicos cuentan con funcionarios de la JAWI, que de todos modos, y para poder actuar, necesitan la presencia de un policía. Vale decir, si por ejemplo los agentes religiosos quieren entrar a un hotel y sorprender en el acto a una pareja de amantes, deben esperar que llegue un agente policial. Pero las resoluciones de la sharía no se mezclan con las leyes ni los tribunales civiles del país.

Cada Estado en Malasia determina según sus ordenamientos aquellos comportamientos, actividades o prácticas consideradas una ofensa al islam, por lo que los castigos dependerán del lugar donde se cometa la falta. En tres Estados del norte de Malasia la práctica del yoga está prohibida —entre otras restricciones—, de acuerdo con las disposiciones del Consejo Nacional de la Fatwa, instancia encargada de velar por el cumplimiento de las escrituras del Corán.

En Occidente cuesta entender y aceptar que a los musulmanes se los castigue por no cumplir con “la moral” prescrita en sus textos sagrados; o que se los vigile en sus actos más privados; o que exista un teléfono disponible las veinticuatro horas del día para hacer denuncias. Basta que un vecino, un amigo o un anónimo maledicente disque el número apropiado para que los celadores de la “buena conducta” partan raudos a buscar y detener a quienes estén violando la ley que rige las relaciones sexuales prematrimoniales, la infidelidad, el divorcio, la herencia, la tenencia de los hijos y las relaciones sexuales de personas del mismo sexo, entre muchas otras cosas5 .


“Defensa propia”, esa era la idea, el concepto jurídico que los chilenos internalizaban y repetían una y otra vez, algo que no sería tan fácil de demostrar en el juicio. En contra de este argumento que invocaría la defensa se interponían hechos, como que en la pelea habían actuado dos contra uno, que el peso de Fernando —que había aplastado la espalda de Bin Ishak— era mucho mayor que el de la víctima, y en consecuencia la noción de la proporcionalidad en el uso de la fuerza les podría jugar en contra. Otro aspecto clave era comprobar quién había empezado la riña, si ellos o la víctima. Adicionalmente, el personal de la embajada les había explicado que era muy importante descartar que hubiera habido algún contacto previo entre los acusados y Tasha esa noche. Pero para demostrar aquello ante la justicia habría que esperar los resultados de las pruebas de ADN, algo que en Malasia podría tardar meses. También, un punto central era que mientras menos repercusión pública tuviera el proceso, más posibilidades habría de obtener mejores resultados. Para las autoridades de Malasia este era un asunto sensible. Muchos casos anteriores de extranjeros condenados con severas penas por tráfico de drogas terminaron involucrando a sus gobiernos, quienes, en su afán de defender a sus nacionales, ejercieron presiones, lo que hizo que los procesos se filtraran en los medios de comunicación. Tampoco era un tema menor que la víctima haya sido un transgénero, ya que en Chile esto podía ser un caldo de cultivo para el morbo y las especulaciones. No menos preocupante resultaba que las organizaciones LGTB sacaran sus banderas y tomaran esta causa tan sensible como propia.

Por eso, decidieron mantener una férrea discreción, un estricto silencio.

A pesar de que Malasia era su primera destinación en el exterior, el cónsul Mason tenía cierta experiencia; ya que le había tocado asumir la jefatura de la misión diplomática durante diecisiete meses a la espera de que el Gobierno designara a un nuevo embajador. Por lo tanto, entendía cómo se movían los hilos de la diplomacia en un entorno cultural tan diferente. Conocía además otros casos de extranjeros presos y lo complejo que podía ser el proceso judicial que se avecinaba.

En la sede policial, los chilenos aún no internalizaban el abismo en el que estaban sumidos. No había nada definido aún. Tampoco si el abogado Foong sería quien asumiría la defensa. Tenían que esperar que sus familiares tomaran la decisión.

Nicole Osiadacz y Francisco Candia llegaron a Kuala Lumpur cuando ya habían pasado más de una semana tras las rejas. Alcanzaron a visitar a Fernando y Felipe el día previo del traslado a la cárcel de Sungai Buloh. Carlos ya había sido puesto en libertad.

Venían mandatados para conseguir los mejores abogados. Se reunieron con Foong, quien les hizo una detallada exposición de lo que vendría para los chilenos en el futuro. También les dijo que si querían trabajar con él necesitarían confiar en su criterio, que él no contestaba inmediatamente los llamados telefónicos y que ese era su modo de operar. Pero había algo, un dejo de poca transparencia y algunas insinuaciones de que se necesitaba dinero para arreglar o apurar ciertas cosas de manera extraoficial, sugerencia que a Nicole y Francisco les hizo dudar. Kitson Foong definitivamente no sería el abogado que los sacaría pronto de allí. No con esos métodos.

Capítulo 3
LA VIDA SECRETA DE TASHA

Holly came from Miami, F.L.A.

Hitch-hiked her way across the U.S.A.

Plucked her eyebrows on the way

Shaved her legs and then he was a she.

She said, “hey babe, take a walk on the wild side”,

Said, “hey honey, take a walk on the wild side”.

Candy came from out on the island,

In the backroom, she was everybody’s darlin’,

But she never lost her head

Even when she was givin’ head.

Lou Reed, “Walk on the Wild Side”

Más allá de su cédula de identidad, ¿cómo era la víctima que había muerto en medio de sofocos y súplicas de socorro en la recepción del Star Town Inn? ¿Era realmente una prostituta trans acostumbrada a perseguir turistas en plena madrugada? Esas y otras preguntas rondaban en la cabeza de los policías bajo el mando de Faizal Bin Abdullah. Él sabía que las calles Changkat y Bukit Bintang eran un imán de prostitución, pero la investigación recién estaba empezando y necesitaba recopilar todas las evidencias. Había que encontrar la historia de la víctima, sus contactos, videos, medir tiempos, reconstruir las rutas. Eso en la teoría, porque en la práctica —el tiempo diría— sus competencias dejaban mucho que desear.

Mientras eso sucedía, la madre de Tasha era rodeada por sus hijos, que continuaban rezando. Siti Juhar recordaba su cara, el momento del parto y los primeros meses de vida. Le comentaba a su hija Arfah cómo desde pequeño los modos de Tasha no encajaban en el carácter de un varón. Pero con tal cantidad de hijos que cuidar no había tiempo para detalles tales como qué tan rudo o femenino podía ser el menor de ellos. Al final lo que contaba era que su pequeño era un muchacho suave, alegre, sano y colaborador. De hecho, se acordaba que ni bien cumplió los quince años empezó a ayudar a su padre en la tienda de comestibles y a ella a vender postres por el pueblo. Eso continuó hasta que cumplió los dieciocho.

—No hay dinero para tus estudios —le dijo un día su papá.

—No importa. Yo me voy a trabajar a Kuala Lumpur —le respondió.

El patriarca del clan tenía la misión de alimentar a los doce hijos. El dinero escaseaba, razón por la cual eligió cuidadosamente cuáles de ellos podían ir a la universidad. Tasha no figuraba en la lista. El jefe de la familia no toleraba su carácter, sus modos poco masculinos ni los amigos que lo rodeaban. Por eso, de algún modo, la partida de Tasha a Kuala Lumpur fue un alivio para todos en ese momento, en especial para ese padre que no toleraría por mucho tiempo más lo que ya tenía ante sus ojos: un hijo que levantaba todo tipo de rumores en el pueblo. A los pocos meses de dejar Tebal, Tasha les contó que había conseguido un trabajo en un spa y que su vocación era la estética y los masajes.

Cada vez que los visitaba, lo hacía con dinero para repartir, algo imposible de materializar si se hubiera quedado trabajando en Temerloh, donde los sueldos no alcanzaban ni para la mitad que en Kuala Lumpur y donde definitivamente no habría podido dedicarse a vender sexo.

Además, cuando regresaba a su hogar cocinaba, lavaba la ropa, hacía el aseo, cortaba el pasto y podaba las plantas del pequeño y bien cuidado antejardín.

Entre viaje y viaje, con los años su sexualidad se fue naturalizando en su círculo íntimo familiar, al punto que —sin que su padre lo oyera— bromeaba diciendo:

—Mamá, te voy a traer a mi novio. Es muy guapo.

—Nada de eso, deja ya de molestar, tú eres un hombre y así te hizo Alá.

En sus redes sociales, Tasha destellaba glamour a costa de filtros y lujos prestados y esparcidos en las fotos públicas para ser vistas por sus pares y también por los clientes. Era Natasha entre sus amigos y Yusaini Bin Ishak en su documento de identidad. “Modelo”, decía en su presentación en Facebook. Decenas de fotos de primeros planos. Tasha posando majestuosamente en una falsa piel blanca de animal, acostada en un sofá cubriendo su diminuta cintura y sus pechos planos pero abultados, usando dos sostenes a la vez. Natasha sentada sobre una cama con un mínimo vestido rosado con pliegues en la cintura y un tirante del corpiño que se asomaba en su hombro, mirando fijamente y de manera intrigante a la cámara. Tasha vestida de gala con un vestido blanco con incrustaciones de piedra, un escote en V y pendientes largos de brillantes haciendo juego con una corona de reina, tal como se sentía. Ella quería serlo.

En otra imagen se la observaba con un vestido negro, en un primer plano, con el pelo rubio atado en un moño de señora bien y con aros de perla. Su rostro se veía albo, sus labios rosa parecían delgados y sus ojos de un color claro. Nada en aquella foto era demasiado fidedigno: sus ojos eran oscuros, color café, su piel no era tan alba como ella soñaba y sus labios tampoco eran tan finos. Pero ella vivía a diario esa dualidad de querer otras facciones, de poder sacudir cualquier indicio masculino de su cuerpo, algo muy difícil cuando se es transgénero. El mismo deseo que abrazaba Maya, su guardiana en las noches, Maya, la que la cuidaba del peligro a su manera, a la medida de su precario radar. Y la misma que en la última noche de vida de Tasha no se preocupó por saber dónde estaba su protegida cuando esta desapareció.

Loraine, amiga de Tasha, alta, cuerpo delgado, con el pelo negro atado a una cola, cuenta que conoció a Tasha el 2012. Fue Sheryna —una trans muy reconocida en la comunidad LGTB— quien la llevó al mundo de la prostitución y le presentó a las demás compañeras de oficio, las que la recibieron con la dosis habitual de desconfianza ante la llegada de una nueva al barrio. Junto con mostrarle algunos lugares de la ciudad le dieron las instrucciones de cómo conducirse en el universo nocturno, cuál era el guion, qué se hacía con los clientes, cuánto se cobraba y un código fundamental: jamás robar.

—Si quieres hacerlo, no te metas nunca con nosotros —le dijo Loraine seriamente, sentada en un sencillo restaurante. Tasha la miraba con los ojos chispeantes.

Luego vinieron más advertencias. El sexo tenía que ser con preservativo.

—Vendrán algunos clientes que en vez de 200 ringgits por el servicio completo —unos 50 dólares— van a ofrecerte el triple con tal de que no lo uses, pero no aceptes.

También le enseñaron que evitara acompañar a los clientes a hoteles que estuvieran demasiado alejados de la zona donde se instalaban. Para no propiciarlo disponían de un alojamiento barato a menos de cien metros de su puesto de trabajo. Allí, por el equivalente a 10 dólares, se sentían seguras, como en su hogar, y al primer peligro bastaba con dar un solo grito para que las amigas fueran en su rescate. Pero si los interesados no aceptaban ese hospedaje, entonces entre ellas se mandaban por WhatsApp el nombre del alojamiento y el número de habitación. Además, la “guardiana” no se podía desentender de su “protegida” hasta recibir un mensaje de que todo estaba bien, y sobre todo esperarla hasta que regresara. Esas eran, en resumen, las medidas más importantes de seguridad.

El día de su primer trabajo sexual Tasha estaba nerviosa y con miedo. En el callejón sus amigas la esperaban preocupadas, pero también curiosas. Al volver, Loraine la aguardaba, y Tasha no dejó de hablar.

—Estuvo divertido —soltó entre risas como si nada, como si fuera algo completamente habitual.

Pasaba el tiempo y, con un éxito desproporcionado para su poca experiencia, Tasha se fue convirtiendo en la favorita de la zona, la primera en conseguir un cliente. Era práctica y directa.

—Me fue genial. Soy rica —bromeaba cada vez que terminaba su performance sexual y regresaba al callejón. Además, seducía al cliente incitándolo a tener sexo grupal con sus amigas. Lo hacía para que todas ganaran dinero y así no causar resentimiento entre sus pares con años de oficio, pero que jamás habían tenido igual éxito.

Durante dos años Tasha y Loraine se mantuvieron cerca de la calle Bukit Bintang hasta que, tras una redada —en la cual la policía se llevó a varias de ellas presas—, se cambiaron de lugar, aunque a pocas cuadras.

En esa época Tasha compartía una casa de tres habitaciones con Loraine y otra amiga, llamada Opi, en la zona de Ampang, a unos treinta minutos de allí. Durante el día dormían, luego hacían el aseo, salían a almorzar y otra vez a prepararse para una nueva noche de sexo. El barrio era seguro, pero los vecinos musulmanes solían denunciarlas. “Lo que pasa es que acá en Malasia estamos estigmatizadas, todos nos describen con malas palabras, nos ven de manera distorsionada. Somos prostitutas, pero sobre todo somos musulmanas y cumplimos con el ayuno. Nos dicen que nos vamos a ir al infierno, nos miran mal, nos insultan, pero no tienen derecho a juzgarnos”, dice Loraine.

Era cierto. Bastaba una simple ojeada a los diarios para darse cuenta que para la mayoría de las autoridades políticas y también religiosas, las transgénero —trabajaran en lo que trabajaran— eran un foco del mal cuyas conductas impropias estaban penadas por la ley de la sharía. Aunque había un puñado de ellas que básicamente eran “toleradas” públicamente por su poder en las redes sociales6 .

Si en países vecinos como Filipinas los homosexuales eran parte de la comunidad y la identidad sexual no era ni siquiera un tema, en Malasia se aplicaba mano de hierro con los transgénero, a quienes, por lo demás, les resultaba muy difícil conseguir un empleo formal.

El negocio iba bien, pero Tasha y Loraine ambicionaban más. Por eso, y tras hacer algunas averiguaciones, partieron a Singapur, la pequeña nación fronteriza que antiguamente perteneció a la Federación de Malasia y que recién alcanzó su independencia en 1965, erigiéndose en unas décadas en uno de los países más desarrollados y sofisticados del mundo. Este tigre asiático era un terreno fértil para las “panteras” nocturnas. Pronto descubrieron que allí podían llegar a ganar hasta 4000 dólares al mes, razón más que suficiente para que durante tres años se haya convertido en un lugar del que iban y venían con regularidad, instalándose en las Orchard Towers. Este edificio blanco y rectilíneo se ubicaba en una zona muy turística, repleta de bares y discoteques, donde proliferaban prostitutas y el comercio sexual de todo tipo, un área que acogía al tráfago de extranjeros de todas las edades y proveniencias buscando placeres sexuales. El interior de las famosas torres era un mall como cualquier otro del mundo, con sus escaleras mecánicas y sus tiendas, solo que en sus primeros pisos, en vez de objetos como ropa o carteras, se vendía sexo y abundaban los cabarets y prostíbulos con las mujeres y transgénero como carnadas en la entrada de cada local. Dinero “fácil”, en apariencia, pero arriesgado de conseguir cuando se era extranjero, como era el caso de Tasha y Loraine.

Como todo en Singapur, la prostitución también estaba reglamentada. Para trabajar en la calle se debía contar con un pasaporte sanitario —que debían renovar mes a mes— y pasar antes por una entrevista con autoridades estatales, quienes entregaban una licencia amarilla que facultaba para ejercer el trabajo sexual, y luego se notificaba a la policía. Pero las compañeras tenían un impedimento importante: ese protocolo laboral no se aplicaba ni a musulmanes ni a malasios y, en consecuencia, eran ilegales, y si la policía las descubría se las llevarían presas.

Igual que en Kuala Lumpur, las amigas esperaban a los clientes en la calle, pero vestidas un poco más elegantes. El nivel era otro, había muchos clientes riquísimos pero que, al igual que en Malasia, a veces no querían meterse la mano al bolsillo y pagar. Con su carácter fuerte y a ratos fiero, Tasha los desafiaba y no los soltaba hasta que le entregaran el dinero que ella se había ganado. Eso sí, tenía que controlar su ira porque, como no tenía sus papeles en regla, si el asunto terminaba en una pelea en segundos llegaría la policía y todo terminaría mal.

Las noches finalizaban con las primeras luces del sol mientras en el horizonte se recortaba el magnífico skyline de la capital de este minúsculo Estado. Entonces Tasha y Loraine daban por finalizado el trabajo, se iban a tomar un contundente desayuno y luego a dormir. Fue precisamente en esa época, en 2015, cuando murió su padre. Su familia le avisó pero Tasha no dio señales de vida. Recién tres meses después del funeral, ya de regreso en Tebal, les explicó que estaba de viaje, “turisteando” en Singapur, y que por eso nunca recibió los mensajes.

Había días en que Loraine no quería trabajar. Por eso, a Tasha no le quedaba más remedio que partir de cacería sola.

—No pelees con los clientes y ten sexo seguro —le imploraba su amiga dos años mayor.

Las rutinas nocturnas llegaron a su fin el día en el que a Loraine la atrapó la policía y la amenazaron con que si la sorprendían otra vez se iría a la cárcel.

—Si no me dices la verdad, te vamos a dar seis años de prisión y hasta te pueden condenar a la horca —le dijo en ese momento el oficial a cargo.

Un día después, y antes de dejarla en libertad, el mismo policía le advirtió:

—Eres de Malasia, acá estás de manera ilegal, así que nos vamos a quedar con tu pasaporte.

Después de semejante peligro, al volver al hotel le advirtió a su compañera:

—Tienes que irte ya mismo.

Tasha no lo dudó, armó su valija, se fue a toda prisa al aeropuerto y antes de partir le mandó un mensaje de texto a su amiga:

Fuck off Singapur.

Ya de regreso en Kuala Lumpur, retomó su oscuro callejón y alternaba su vida entre su pueblo y la capital. Le gustaba bailar y divertirse en el club Zion en Changkat, su favorito, donde la música electrónica y las metanfetaminas transformaban la noche en una voluptuosa ensoñación caleidoscópica.

Sin embargo, con el paso del tiempo las drogas fueron separando a las amigas, ya no se divertían como antes, y a Loraine los excesos de Tasha la fueron cansando.

En esa misma época Tasha conoció a un árabe llamado Kahled quien —aparte de ser un amor tortuoso— le regalaba drogas. “Vivían peleando, él le pegaba, pero ella siempre se defendía. La droga la volvía muy agresiva porque ‘limpia’ era otra persona. Yo la retaba mucho y ella me contestaba que sin las drogas no habría tenido la energía para soportar este trabajo. Pero me daba rabia que no entendiera que además era muy peligroso que la policía agarrara a Tasha y que al revisar su cartera se la encontraran llena de pastillas”, dice Loraine.

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9789563248203
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