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Читать книгу: «El tren de la serendipia», страница 2

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No había vestido blanco, no había tulipanes, no había un sí quiero que significase el mundo. A nadie le importaban sus quiero: quiero que me oigas sin que me juzgues, quiero que opines sin exigirme, quiero que me abraces sin oprimirme, quiero que me cuides sin mentiras, quiero que me protejas sin encerrarme… habían enmudecido. Ni tan siquiera había amado, tan solo un anillo en su dedo y un fino hilo de esperanza de amistad y cariño que sentía por Murat, al que no le quedaba más remedio que consagrase en virtud de que el paso del tiempo algún día pudiera tornarlo en amor. Finalmente, ¿eso ocurriría?

CAPÍTULO 3

EL FLECHAZO

Un caluroso día del mes de agosto, dos meses antes de la dolorosa pérdida de su padre, Zeynep, como cada día que pasaba por delante de la lujosa casa de modas, Aylidin Stil, se detuvo delante del escaparate observándolo ensimismada.

En su infancia, mientras sus amigas se entretenían con muñecas y se divertían jugando a los típicos juegos tradicionales de niñas, ella pasaba la mayor parte de su tiempo dibujando. Tenía una gran habilidad para hacerlo, habilidad que se veía acentuada por la gran imaginación y capacidad creativa innata en ella. Con tan solo quince años dibujaba bocetos de vestidos, propios de los mejores diseñadores. Su sueño era poder llegar a ser una diseñadora de moda reconocida.

A pesar de ser una familia humilde, sus padres, conocedores del talento de Zeynep y de la ilusión que tenía por ser diseñadora, los últimos años habían destinado parte de su sueldo a ahorrarlo para que, llegado el momento, su hija pudiera cursar la carrera de diseño de moda.

Cuando finalizó sus estudios de secundaria, los ahorros de la familia no eran suficientes para que Zeynep viajara a Estambul a estudiar la licenciatura en diseño de moda —en la universidad específica donde ella quería formarse—. Fue entonces cuando decidió retrasar sus estudios y comenzó a trabajar como limpiadora del hogar en una mansión en Ankara, en el lujoso barrio donde también se encontraba la mansión de la familia Kodeğlu. Eso le permitiría ahorrar y en unos años viajar a Estambul para cumplir su sueño. Sueño que se había visto truncado con el repentino fallecimiento de su madre y el posterior compromiso con Murat.

Murat, a pesar de su juventud, tenía una personalidad muy conservadora, custodio de las tradiciones islámicas, siendo un hombre muy posesivo que no veía con buenos ojos que su futura esposa pudiera estudiar o trabajar. Era su ideal que su mujer se dedicara en exclusiva a sus deberes de esposa y madre de familia. Por lo que el compromiso con Murat supuso para Zeynep la renuncia obligada a llegar a ser algún día la gran diseñadora de moda que siempre había soñado.

Aunque prácticamente todos los días se detenía para ver el escaparate de la casa de moda Aylidin Stil, ese día se entretuvo más tiempo de lo habitual. Estaba expuesto en el escaparate un vestido de la nueva temporada de verano, palabra de honor azul turquesa, que la cautivó. Sacó su móvil para hacerle una fotografía y mirándola se giró para seguir su camino de regreso a casa. Sintió un golpe y su teléfono móvil se deslizó de sus manos cayendo al suelo. Sintió unas manos que rodeaban su cintura y al levantar su cabeza, su mirada se detuvo ante unos grandes ojos marrones brillantes y encendidos que durante unos segundos y sin parpadear se clavaron en los suyos. El tiempo se detuvo, no se oían los coches que circulaban por la zona, ni el resto de los transeúntes que conversaban en la acera, ni el bullicio de la ciudad. Un silencio intenso se adueñó de ellos. Después de unos segundos inmersos en ese halo de placidez, pudo despegar su mirada de aquellos ojos cuya mirada parecía hablarle. Dio un paso atrás y comprobó inclinando hacia arriba su mentón y alzando su mirada —sus ojos se encontraban a la altura del cuello a pesar de los casi ocho centímetros de tacón y su metro setenta de estatura— que se trataba de un joven muy apuesto de cabello corto y lacio de color café, con una sonrisa adorable que dejaba entrever unos dientes blancos perla perfectamente alineados.

—¡Disculpa! ¿Te encuentras bien? —preguntó el joven pasados unos segundos y todavía con sus manos en la cintura de Zeynep para evitar que esta cayera como consecuencia del tropiezo fortuito.

—Estoy bien. Estaba mirando el teléfono móvil y no te vi. Discúlpame tú a mí —contestó Zeynep con tono vergonzoso, cautivada por el atractivo físico del joven y a continuación le apartaba las manos de su cintura y comenzaba a caminar por la acera.

—¡Espera! No me has dicho tu nombre —exclamó el joven alzando la voz para que lo pudiera oír, puesto que Zeynep, presurosa, se alejaba.

Caminaba con las imperiosas ganas de mirar atrás pero sin hacerlo, acordándose de cómo mientras las apuntaba con el dedo moviéndolo de arriba abajo dando más consistencia a su consejo, el cual perfectamente podría confundirse con una advertencia, sentada en una pierna y su hermana en la otra, su padre, como si se tratara de un mandamiento, en numerosas ocasiones les había recitado que el recato y la circunspección de una mujer eran su vestido más hermoso. Si este se manchaba o rasgaba quedaba desnuda ante los ojos del hombre, a lo que su madre mientras realizaba la tarea de turno, por detrás apostillaba: «no solo se pierde el valor más preciado de la mujer, la vergüenza, sino que al perderla se mancilla el valor más preciado de los hombres de la familia, el honor… el honor… el honor», repetía varias veces con voz sufrida con tintes de nostalgia. No en vano, con solo doce años, su padre —el abuelo materno de Zeynep—, en la clandestinidad de la noche, había recogido todas sus cosas y despertado a su madre y a sus dos hermanas, y junto a ella las había metido en el coche y sin despedirse de nadie, se habían alejado de Mardin, como prófugos de condena capital, a prisa sin mirar atrás, en un largo y agotador viaje sin retorno hasta llegar a Ankara. Su hermana mayor, Sükran, quien había nacido con una voz prodigiosa, enamorada de la música, había cometido el pecado de salir la noche anterior de la casa a hurtadillas para ir a cantar a un restaurante de una población cercana, llegando a oídos de su padre quien, asediado por la vergüenza, se había adelantado a las habladurías y las miradas acusadoras, marchándose de Mardin con toda su familia, incluida Sükran. «Pero mis hijas son muy cautas, nunca deshonrarán a su padre, ¿verdad?», clausuraba Mert. Mientras, Zeynep, con atención, lo miraba y pestañeaba acelerada asintiendo con la cabeza y su hermana Pinar, en un pueril comportamiento, reía distraída al escuchar la palabra desnuda. En su fuero infantil de personalidad despreocupada y liberal le hacía gracia imaginarse desnuda correteando por la casa.

Había visto en las películas cómo al cruzarse por primera vez la mirada de un hombre y una mujer estos no articulaban palabra y una embriagadora melodía ascendente se escuchaba, se habían enamorado. Pero nunca había experimentado ese momento en propias carnes. Creía que el amor para crecer requería de tiempo que lo abonara, pero, ahí estaba ella, caminando sobre el suelo en suspensión estable en el espacio sin que mediara fuerza física alguna, envuelta en la melodía del ritmo acelerado de los latidos de su corazón. Una simple mirada había puesto en jaque su recato y por miedo a caer merced de sus sensaciones, instintivamente, se había dado la vuelta y alejado.

Doblegándose ante aquella voz cuyo tono paralizaba sus sentidos se detuvo.

—Zeynep, me llamo Zeynep, ¿y tú? —contestó sin mirar para atrás con un nudo de voz que llevaba un rato oprimiéndole el estómago y que tras un impulso en un suspiro corrió hasta salir por su boca liberando tensión.

—Barış —gritó el joven justo antes de que Zeynep doblara la esquina y desaparecer.

Los labios ligeramente curvados hacia arriba y un pequeño hoyuelo próximo a la comisura en la mejilla derecha la acompañaron durante todo el camino de regreso a casa, puesto que veía reflejada en las lunas de los coches que pasaban, en el cristal de los escaparates que atravesaba, en el foco ámbar del semáforo al cruzar la calle, en la esfera de su reloj al mirar la hora, incluso en las gafas del resto de viandantes con los que se cruzaba, la mirada destellante de Barış. La acechaba por todas partes como el propio calor que ese día se adentraba por todos los poros de su piel sin poder escapar de él ni al sol ni a la sombra.

Después de unos segundos Barış, como naufrago varado en aquella sinfonía de sensaciones que le había provocado el encuentro con Zeynep, ya que Cupido como dice el proverbio «matar dos pájaros con una piedra» había alcanzado con un solo tiro de su arco, sobrándole el resto de las flechas de la aljaba, los dos corazones, también el suyo, se dispuso a entrar en el portal donde tenía su bufete de abogados, que se encontraba pared con pared con la casa de modas. Pisó algo y se dio cuenta de que era un teléfono móvil. Se le había caído a Zeynep. Lo cogió y lo guardó en su bolsillo. Subió a su despacho en la segunda planta del edificio. Sacó el teléfono y con una sonrisa en su rostro lo metió en el cajón de la mesa de su escritorio, agarrándolo con las dos manos y depositándolo con sumo cuidado, como si se tratara de un amuleto al que encomendaba todas sus esperanzas de volver a ver aquellos dulces labios perfectamente delineados en forma de corazón, que a pesar de haberse despegado poco, las escasas palabras que se habían deslizado por ellos, al roce con su belleza, como calabaza en carroza, salían convertidas en preciosa poesía propia de Nâzım Hikmet, bañando sus oídos con un céfiro deleitable y placentero.

Con un suspiro retomó conciencia y se dispuso a revisar el currículum vitae de la chica que en media hora entrevistaría para cubrir el puesto de su secretaria personal. En la parte superior del currículum se podía leer: «Nombre: Pinar Yoldaril. Edad: 20 años».

Pinar acudió a la entrevista de trabajo que le habían concertado. Barış, que era el abogado y amigo de la familia Kodeğlu, días antes había comentado a Murat su intención de contratar una nueva secretaria personal, en sustitución de su antigua secretaria que había dado a luz y dejado su puesto de trabajo para dedicarse al cuidado de su hijo. Murat, que sabía de la necesidad por encontrar trabajo de la que iba a ser su cuñada, le pidió a su amigo que accediera a entrevistar a Pinar para ver si contaba con las cualidades que requería el puesto de trabajo vacante. Finalmente, Barış, movido por la amistad con Murat, a pesar de que Pinar no contaba con un currículum académico apropiado para desempeñar el puesto, decidió contratarla. Decisión influenciada también por la aptitud positiva y la predisposición que Pinar mostró durante la entrevista.

Nuevamente, solo en su despacho, Barış escucha una melodía, sonaba el teléfono de Zeynep, que un rato antes había guardado en el cajón de su escritorio, lo abrió y pudo ver que en la pantalla del teléfono aparecía: «Llamada entrante: papá». Lo cogió y nervioso descolgó. Era Zeynep, que al llegar a casa y darse cuenta de que su teléfono no se encontraba en el bolso, decidió llamar desde el teléfono de su padre.

—Sí —dijo Barış al descolgar.

—Hola, soy Zeynep, estoy llamando a mi teléfono. ¿Quién eres?

—Hola, Zeynep, soy Barış. ¿Te acuerdas de mí? Hace un par de horas nos cruzamos. Cuando ya te habías marchado, encontré tu teléfono que se te debió caer al suelo en el encuentro fortuito que tuvimos.

—Sí, es cierto. No recordaba dónde lo había dejado. ¿Me podrías decir dónde puedo pasar a recogerlo? —Con voz temblorosa, al darse cuenta de que se trataba del apuesto joven, cuya mirada penetrante la había dejado fascinada.

—Puedes pasarte por mi oficina que está en la segunda planta del número 326, pared con pared con la casa de moda Aylidin Stil.

—Muy bien, mañana podría recogerlo, pero tendría que ser al regresar a casa una vez finalizada mi jornada de trabajo, en torno a las dos y media o tres de la tarde, termino a las dos. Pero preferiría que nos encontremos en la cafetería que está enfrente de la casa de moda.

—Estupendo. Mañana a las dos y media te estaré esperando. Apunta mi número. Si por algún motivo o circunstancia no pudieras acudir, me avisas —le dictó su número de teléfono y cortó, no sin antes despedirse hasta el día siguiente.

Nuevamente, los dos habían sentido que el mundo se paralizaba, esta vez no al mirarse, sino al oír sus respectivas voces. Aunque en la conversación no habían dejado entrever ninguna emoción, lo cierto es que al encontrarse nuevamente al otro lado del teléfono, ambos habían sentido un aura de emoción y entusiasmo envolvente.

Poco tiempo después, Pinar llegó a casa. Entusiasmada le contó a su padre y hermana la buena noticia. Había encontrado trabajo como secretaria de dirección en un bufete de abogados y comenzaba a trabajar al día siguiente.

Eran las tres menos cuarto de ese viernes soleado del mes de agosto cuando Zeynep entró en la cafetería donde ya se encontraba Barış, para que este le devolviera su teléfono móvil. Estaba sentado en una acogedora mesa al fondo y cuando se disponía a dar un sorbo de la taza de café, la vio entrar y de inmediato se levantó para recibirla. Le ofreció sentarse y pidió al camarero que les sirviera un té negro que ella respondió querer. Barış le entregó su teléfono y Zeynep le agradeció la molestia de habérselo recogido y el tiempo que estaba empleando para devolvérselo. Mantuvieron una amena conversación en la que sus miradas chocaban constantemente emitiendo destellos de ilusión y en la que el reloj parecía haberse parado nuevamente.

Zeynep se puso en pie, tenía que marcharse. Barış, cautivo por la belleza de esta, la dulzura de su voz y la cercanía y amabilidad que le había mostrado, habiendo constatado que el flechazo del día anterior no había sido algo intenso pero fugaz, la miró en silencio buscando aceleradamente las palabras que hicieran posponer su partida. Quería tener la posibilidad de volver a verla sin que el coincidente destino o la caprichosa casualidad tuvieran que mediar para que ese encuentro se produjera nuevamente y a la desesperada, como cortando el cable de una bomba en el último segundo, soltó:

—¿Me facilitarías tu número de teléfono? Me gustaría seguir en contacto contigo —la miró ingenuo a la espera de una respuesta afirmativa que no hiciera saltar por los aires sus expectativas.

Zeynep se quedó callada unos segundos, algunas dudas la asaltaron: «¿hasta qué punto es cauto y decoroso facilitarle mi número de teléfono?». Tan solo era un extraño, amable y apuesto, pero un desconocido.

Por unos segundos se retrotrajo unos años antes: Higos… higos gritaba el vendedor ambulante. Su madre cogió el monedero y salió a la calle. Llevaba un cajón de madera atado con cuerdas a la bicicleta, lleno de gordos y esplendidos higos que algunos habían escapado cuesta abajo aprovechando los baches. «Tienen buena pinta, póngame un kilo», le pidió su madre. Entró en la casa mientras el mercachifle le gritaba: «mañana traeré cerezas», su madre se volvía y decía: «las cerezas no las come nadie en casa» y en el despiste de la interacción dejaba la puerta de la calle abierta mientras llevaba la bolsa con higos a la cocina, los sacaba y colocaba en un frutero de cristal con diferentes frutas talladas. Se adentraba tras ella el escuchimizado veinteañero y su padre, que volvía de trabajar, lo encontraba en el pasillo. Ese día su padre encerró a su madre en la habitación sin dejar que saliera hasta el día siguiente. Por la noche, las paredes escupían sus lamentos: «no lo dejé entrar, se me olvidó cerrar la puerta», decía ente sollozos esperando clemencia y tras un golpe seco se escuchaba con voz bronca a su padre que enfadado decía: «la culpa no es del hombre que entra sino de la mujer que dejando la puerta abierta suscita que lo haga, si no quieres lamentar consecuencias después evita las causas antes, si ya tienes higos no te entretengas con cerezas». Durante siete días con sus siete noches su madre no pisó la calle. Por la casa vagaba buscando absolución en los ojos de su padre, pero este ignoraba su mirada apartando los ojos con desprecio cada vez que se cruzaban. Había sido incauta, cometido un pecado y tenía que sentir la angustia de la culpa para que el arrepentimiento fuera pleno y sincero, redimir así sus acciones y poder alcanzar el perdón.

Estaba comprometida con Murat, sería indigno facilitar su número de teléfono a un desconocido. Si se lo daba a Barış estaría dejando la puerta abierta. Aun así, algo emanaba dentro de ella que ahogaba la razón fruto de la educación recibida y reflotaba las ganas de volverle a ver, que borraban al instante lo que la prudencia le dictaba y facilitándole el teléfono alisaría el camino hacia ese deseo. Por lo que en un impulso ciego, haciendo un chasquido de la lengua con el paladar simulando un «venga», le dictó del tirón el número de teléfono antes de girarse para marcharse y despedirse con un:

—Gracias nuevamente por devolverme mi teléfono, hasta pronto —con expresión sonriente.

—No ha sido nada. Gracias a ti por confiar en mí, por darme tu número y poder seguir en contacto. —Se levantó para despedirla cortésmente. Le estrechó la mano y le lanzó una sonrisa agradable. Se quedó de pie, fijo, como si de una estatua de mármol se tratara mientras la observaba alejarse, con sus cinco sentidos centrados en aquellos pasos que cual bailarina de ballet alejaban elegantemente aquella acompasada figura femenina. Tanto le gustaba lo que veía que para sus adentros le gritaba: «para, no te has ido y ya te echo de menos».

A pesar de haber sido un largo día de verano, en la mente de Zeynep se plasmaba como un libro en blanco que solo tiene una hoja escrita con su correspondiente imagen. Los aproximadamente treinta minutos que había pasado con Barış conformaban el texto y su rostro la imagen. Por más que trataba de sacar de la cabeza aquella mirada penetrante que como daga se había clavado en sus retinas, volvía a ella impasible una y otra vez. Su imaginación deambulaba repasando hasta el más mínimo detalle de aquel encuentro saltando un flash súbito cuando en su recuerdo sus miradas se volvían a cruzar. Una chispa de segundo tan real como lo había sido unas horas antes cuando esas miradas apareadas no eran solo producto de su imaginación. De no ser porque estaba sola en su habitación hubiera podido jurar ante Alá, sin miedo a cometer pecado, que aquellos ojos brillantes con el aire cálido que desprendían con cada parpadear la acariciaban sutilmente estremeciendo todo su cuerpo de placer. El aire que en aquella cafetería parecía hacerse un nudo en la garganta, ahora a solas con la libertad de no tener que disimular, se adentraba con facilidad más puro que nunca expandiendo todo a su paso. Se sentía plena. Algo le ocurría a su cuerpo que como embarazo alteraba sus hormonas y dejaba la sensibilidad a flor de piel. Un sentimiento estaba naciendo dentro de ella, un sentimiento agradable. Era demasiado pronto para ponerle nombre, aunque sí podía ponerle cara, la cara de Barış.

CAPÍTULO 4

SENTIMIENTOS CRUZADOS

Como cada día, en su primera semana de trabajo, Pinar se encontraba en la oficina. La semana había sido muy favorable: se había puesto al día con sus tareas, la relación con su jefe directo, Barış, había sido muy buena y de gran complicidad, y con el resto de los compañeros el clima que se respiraba en la oficina había sido muy agradable.

Cuando solo quedaban diez minutos para las cuatro de la tarde, hora en la que acababa su jornada laboral, entró en el bufete Murat, saludó a Pinar y pidió ver a Barış. Pinar marcó la extensión de su jefe y le informó de que tenía visita, este le dijo que le hiciera pasar. Estuvieron unos diez minutos en el despacho. Eran más de las cuatro y la jornada laboral había concluido. Pinar recogía su bolso colgado en la percha de pie situada en la recepción de entrada. Murat se despidió de Barış y le ofreció a Pinar llevarla a casa para que no tuviera que ir caminando hasta las afueras de la ciudad donde estaba su humilde barrio. Se subieron al lujoso coche negro con los cristales tintados.

—¿Qué tal te ha ido en tu primera semana de trabajo? —preguntó Murat.

—Muy bien. La verdad es que me he puesto al corriente de mis tareas y adaptado a la oficina antes de lo que esperaba. Estoy muy contenta, te agradezco mucho este favor que me has hecho —contestó Pinar mirando fijamente a Murat mientras este conducía con su mirada pendiente de la carretera.

—Ya sabes que siempre estaré para todo lo que necesites. En los próximos días espero poder hablar con tu padre, para establecer una fecha para el día de la boda con tu hermana. Ella dejará de trabajar para entonces y el hecho de que tú estés trabajando y tu estado de ánimo sea bueno le dará una mayor tranquilidad.

—¡Ya! ¿Tan pronto? ¿Por qué tanta prisa? —exclamó Pinar con extrañeza y un tono un tanto molesto que evidenciaba que no le había gustado nada lo que acababa de escuchar.

—Sí, mi intención, si tu padre lo aprueba, es contraer matrimonio el veinte de octubre.

—No entiendo la prisa. Tampoco entiendo por qué pediste la mano de Zeynep si sabes que nunca te ha amado. El cariño que le tenías a mi madre no te obliga a acatar su última voluntad —con tono cargado de rabia mientras tocaba con su mano el hombro de Murat.

—Yo no me caso por respeto a la última voluntad de tu madre. Estoy profundamente enamorado de Zeynep. Llevo muchos años soñando con el día en el que la convierta en mi esposa. Cuando eso ocurra estoy seguro de que ella me amará —mientras con desaires sacudía de su hombro la mano de Pinar.

—Zeynep nunca te amará como te amo yo. No puedes hacerme esto, no podré soportar verte casado con mi hermana. Con cualquiera sería duro, pero con mi hermana, verte día a día, no podré soportarlo.

—Pues tendrás que hacerlo.

—Puedes romper el compromiso, mi padre lo entenderá cuando Zeynep hable con él y le diga que no está enamorada y aceptó casarse contigo únicamente por respetar su decisión. Tú te liberarías de ese matrimonio y mi hermana podría cumplir su sueño de irse a Estambul a estudiar diseño de moda —le aconsejó mientras su enfado inicial empezaba a tornarse tristeza y de sus ojos vidriosos brotaban ya algunas lágrimas.

—Creo que fui muy claro cuando te dije que la noche que pasamos juntos para mí no significó nada —giró la cabeza para mirarla—, me dejé llevar en un momento de debilidad inducido por el enfado que me provocó que Zeynep me dijera que el próximo curso se marcharía a estudiar a Estambul. Pero eso ya no ocurrirá, ahora estamos comprometidos y yo amo a Zeynep, es la mujer de mi vida y me casaré con ella —replicó Murat de forma taxativa.

—Pero yo te amo, Murat. Sabes que eres el único hombre para mí —totalmente compungida mientras abundantes lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Tendrás que olvidarte de lo que ocurrió entre nosotros porque nada ni nadie podrá impedir que me case con Zeynep. Y te advierto que no oses contarle nada de esto a tu hermana o deberás atenerte a las consecuencias —mientras le abría la puerta del coche, ya aparcado enfrente de la puerta de su casa—. Dile a Zeynep que hoy no puedo pasar a verla, tengo algo urgente que hacer.

—Se lo diré. Gracias por traerme, Murat.

Con los ojos enrojecidos y limpiándose todavía las lágrimas, entró en casa, su padre y su hermana no habían llegado. Se metió en su habitación y corrió el pestillo de la puerta. Se recostó en su cama y entre lamentos y sollozos se abrazó a la almohada buscando consuelo en ella. Mientras decía en voz alta:

—Si algo no lo impide, esta vez sí lo habré perdido para siempre.

Después de un buen rato, una vez se hubo calmado y explorado todas las posibilidades de evitar lo que para ella era el fin del mundo, se levantó, se estiró la blusa, arrancó la goma de la coleta castaña casi desecha por el roce de la almohada y la hizo nuevamente sin dejar ningún mechón de pelo suelto. Estiró el cuello y con el rostro serio de rabia contenida salió al comedor y, sin levantar sospechas sobre la ira que en ella se había desatado al conocer que el enlace entre Murat y Zeynep ya tenía fecha y esta estaba cercana, saludó a su padre que acababa de llegar y se sentó en el sofá.

Después de un día agotador en el trabajo, tras pasarse por el centro comercial y comprar una blusa, que días antes había visto en oferta, Zeynep llega a casa. Nada más entrar, se quita los botines de piel marrón claro y tacón fino, y se pone sus zapatillas de felpa rosa palo.

Su hermana Pinar estaba en el comedor, sentada en el antiguo sofá vintage con marco de madera de caoba y patas alta, tapizado de poliéster color beis visiblemente desgastado por el uso de los años. Leía el periódico, que como cada día había comprado su padre en el kiosco de la esquina, situado a tan solo cincuenta metros de la casa, al final de la estrecha, sinuosa y poco concurrida cuesta. Zeynep pudo ver que su hermana tenía los ojos enrojecidos y un semblante cariacontecido. Le preguntó si había pasado algo en el trabajo, a lo que Pinar contestó que no, simplemente se encontraba un poco cansada y desanimada. Con intención de levantarle el ánimo Zeynep le propuso pasar a recogerla al día siguiente por su trabajo e ir juntas al centro comercial. Pasarían una tarde amena y aprovecharía para comprar unos pantalones que había visto y que le combinaban muy bien con la blusa que acababa de comprar.

Al día siguiente, mientras esperaba a Pinar, contemplando como cada tarde el escaparate de la casa de moda, Zeynep la vio salir del portal contiguo —donde ya sabía que estaba la oficina en la que trabajaba—. Salía acompañada, conversando muy animadamente con un hombre al que rápido pudo verle el rostro y darse cuenta de que se trataba de Barış.

—Hermana —dijo Zeynep para avisarla de su presencia, desconcertada al ver a Pinar hablando con Barış con una actitud cercana que denotaba se conocían.

—Estás aquí. Este es mi jefe Barış —dijo Pinar mientas ella y Barış se acercaban a Zeynep.

—¿Barış es tu jefe? —preguntó Zeynep visiblemente sorprendida.

—Sí, ¿vosotros os conocéis? —preguntó Pinar con la misma extrañeza.

—Sí, nos encontramos en este mismo lugar el día que te hice la entrevista. Tuvimos un encuentro fortuito en el que a Zeynep se le cayó el teléfono al suelo y casualmente yo lo encontré. Al día siguiente, nos citamos en la cafetería de enfrente para devolvérselo. ¿Queréis que os lleve a casa? —le explicó Barış a Pinar sin desviar la mirada de Zeynep, sorprendido por una parte porque esta fuera hermana de Pinar y por otra encantado de que por tercera vez en pocos días la casualidad hubiera hecho que se encontrara nuevamente con ella.

—No, gracias. Nos vamos de compras al centro comercial. Me alegro de volver a verte —respondió Zeynep a la que se le habían formado unas cavidades y pliegues alrededor de los labios producto de una expresión feliz, de buen humor que no había podido evitar al ver a Barış.

—Yo también me alegro de volver a verte. Pasad buena tarde. Mañana nos vemos, Pinar. Hasta luego —se despidió Barış mientras caminaba en dirección al lugar donde tenía aparcado el coche.

Sin que su voluntad ni que la intención de hacer algo hubieran tenido que intervenir, la casualidad la había reunido nuevamente con Barış. Escalas espaciales pequeñas e infinitas se habían alineado sin que tan siquiera hubiera tenido que mediar su intención de sentido único para obtener ese resultado tan deseado, ni una fútil súplica a Alá como cuando con el vaso de té hasta el borde luchaba por mantener el equilibrio y no derramarlo antes de alcanzar la socorrida mesa que la salvaba de la catástrofe de un reguero por el pasillo, unas zapatillas con lámparas, unas manos pegajosas y, en el peor de los casos, un nuevo viaje a la cocina para volver a llenar el vaso.

Entre tanto se retiraba, lo observaba ensimismada como vaca al tren preguntándose si a él le estaría ocurriendo lo mismo. Era la tercera vez que la vida los cruzaba y las sensaciones que su presencia había generado en ella en las dos precedentes no solo se mantenían sino que habían ido en aumento. La felicidad había salido a su paso en lo imprevisto de los encuentros regalándole plenitud. Pero «¿por qué aquel hombre la hacía sentir tan pletórica?», se preguntaba. Al fin y al cabo, no tenía recuerdos bonitos que añorar o agradecer en los que él hubiera participado de alguna forma, ni directa ni indirectamente, a los que poder asociarlo. Sin embargo, el sentimiento presente que la embriagaba era propio de largo tiempo compartido. Pero la realidad era que no había pasado en común por lo que en tanto en cuanto lo observaba alejarse una duda obligada frenaba su imaginación en ese universo privado de profusión de emociones venturosas. La duda de si también a él un flechazo injustificado de procedencia ignota le había alcanzado su corazón inundando todo su ser de eso, eso que sentía ella en ese momento. Las miradas que le había regalado le hacían pensar que sí, en él también se removía algo por dentro al encontrarse con ella. No podía estar equivocada, ese grado de sensaciones solo emergen en un nivel recíproco. Pero le seducía la idea de una señal que confirmara su condicionada teoría. «Si se da la vuelta antes de subir al coche, le ocurre lo mismo que a mí», se desafiaba por dentro. Metió la mano en la manilla de la puerta y antes de abrirla, giró la cabeza y con una sonrisa cómplice de las que no enseñan dientes movió un par de veces la cabeza de arriba abajo confirmando que se marchaba con sus ojos clavados en los de ella ignorantes de Pinar. No se había resistido a mirarla antes de marcharse, había sido alcanzado por la misma flecha.

Esa tarde en el centro comercial, Zeynep, lejos de mantener distraída a Pinar para que esta pudiera desconectar de los motivos que mantenían decaído su estado de ánimo, parecía estar en una nube, completamente ausente. Barış se había adueñado de sus pensamientos y trataba de hablar con su hermana para sofocarlos, pero todo intento por alejar de su mente aquella mirada intensa que la estremecía, la voz suave pero varonil que por sus oídos se adentraba recorriendo sus sentidos cual sinfonía prodigiosa, la bella sonrisa que inspiraba ternura y esos andares elegantes cruzando sus pies en línea recta a paso lento pero firme cual modelo en pasarela, con su cuerpo erguido y su cabeza mirando al frente que desprendía un carisma sin igual, era en vano; el recuerdo había cronificado.

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9788411140652
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