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4LA REDENCIÓN EN EL NUEVO TESTAMENTO (PARTE UNO)

Ahora es el momento de analizar la muerte del Señor Jesús en conexión con la palabra redención. Para ello, le recuerdo que más de 1000 años separan los días de Moisés y Rut de los de Cristo.

Como todos sabemos, las cosas cambian en 1000 años. Cuando nació Cristo, Israel ya no era una nación independiente. Era un territorio perteneciente a Roma con una cultura teñida de influencias griegas hasta el punto de que el griego era el idioma que se empleaba habitualmente. Por eso el Nuevo Testamento se escribió en griego, y no en hebreo. De hecho, el lenguaje hebreo que se habla en Israel en la actualidad era una lengua muerta cuando Cristo vino al mundo. Los judíos hablaban lo que llamamos arameo.

¿Por qué es importante todo esto? Porque las palabras reflejan el mundo de las personas que las usan. Tendremos que analizar la palabra redención con estos cambios en mente. Los judíos como Pablo estaban empapados del Antiguo Testamento, pero eran hombres del mundo romano y griego también, y eso afectaba la manera en que hablaban y escribían.

Hemos visto que tanto los hombres como las propiedades podían ser redimidos en el Antiguo Testamento. Los hombres podían ser redimidos de la esclavitud o de la muerte. Un buen ejemplo fue el éxodo de Egipto. El Señor sacó a Israel de la esclavitud y les dio a los israelitas una tierra y una vida en la cual no morirían por el capricho de un amo extranjero. Con este acto estableció un modelo del pariente redentor de Israel. Sin embargo, cuando los judíos hacían lo mismo y redimían a sus parientes, pagaban dinero. Ellos “compraban” a su pariente de la esclavitud o de la muerte. De esa manera, redención vino a significar “libertad mediante el pago de un precio”. (Quizás la idea de “precio” estuviera siempre incluida en la palabra. Muchos estudiosos así lo creen.)

¿Qué encontramos en el mundo del Nuevo Testamento? Algo muy similar.

Sabemos que la guerra ha jugado un papel muy importante en la historia del mundo. Por todo el Imperio Romano existían esclavos que habían sido tomados en las batallas. Nadie se preocupaba por ellos. Si tenían parientes en sus ciudades, aquellos parientes no sabían si estaban vivos o muertos. En su mayoría, los esclavos eran esclavos y ya está.

Pero había excepciones. Supongamos que usted estuviera en una batalla y capturara a un noble. ¿Qué hacía con él? Puede que en su tierra hubiera alguien dispuesto a pagar una buena cantidad para liberarlo. Si su libertad valía más para usted que sus servicios, quizás permitiría que fuera rescatado. Usted perdería un esclavo, pero ganaría un buen dinero. A los esclavos tendría que darles de comer, pero el dinero lo podría poner en el banco.

Este ejemplo es bueno porque nos muestra lo que pensaría un hombre del siglo primero si escuchara la palabra griega para redención. Para nosotros puede tener otras connotaciones, pero en el Imperio Romano lo que vendría a la mente es libertad de la esclavitud pagando un rescate.

Hay otro ejemplo importante de aquel tiempo. Hasta ahora la idea griega para redención, como la he descrito, tiene poco que ver con la religión, pero en el mundo griego también se pensaba en la libertad de los esclavos como acto religioso. Veámoslo.

Bajo la ley griega, un esclavo podía ganar la libertad si conseguía reunir el precio que pidiera su amo por él. Eso sería difícil, claro, y casi ningún esclavo lo lograba, pero no era imposible. Luego, con el dinero en la mano, el esclavo y su amo iban al templo de un dios y el esclavo les daba el dinero a los oficiales del templo. Ellos, a su vez, lo usaban, una vez descontados sus honorarios, por supuesto, para “comprárselo” al amo para el dios del templo en cuestión.

Pero el proceso era una mera ficción jurídica. El esclavo no se quedaba para servir al dios, sino que era liberado y obtenía un documento que incluía como parte del texto la expresión “para libertad”, “con la condición de que sea liberado” o alguna similar como comprobante de su nueva condición. De esa manera, nadie podría decir que había sido comprado para hacer las tareas del templo. A veces el hecho de que hubiera sido liberado se esculpía en las paredes del templo, y el hombre podía volver a mirarlo cuando quisiera y usarlo como prueba de su libertad si alguien lo cuestionaba.

“Miren”, podía decir, “el dios Apolo me compró aquí, en su templo, para que yo pudiera ser libre”. Se han encontrado varias inscripciones de este tipo en las paredes de los templos griegos de aquel entonces.

Vemos, pues, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento la redención se entiende como “libertad mediante el pago de un precio”. Si usted hubiera vivido en Palestina en el siglo I, esto es lo que habría entendido al escuchar la palabra redención.

Cuando estudiamos lo que enseña el Nuevo Testamento acerca de la muerte de Cristo, encontramos palabras relacionadas con la redención por todos lados. Hay varias familias de estas palabras. Y además encontramos otra cosa: la muerte de Cristo aparece como el precio que él pagó para hacernos suyos. Al unir estos dos conceptos (redención y precio) vemos que la expresión “libertad mediante el pago de un precio” resume bien el regalo que Cristo nos hizo al morir.

Analicemos esto con más detenimiento.

En Marcos 10:45 leemos: “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” En este versículo el Señor Jesús hace hincapié en el precio de nuestra libertad, que es su muerte, la entrega de su vida. Al leer esto nos viene a la mente la frase del Antiguo Testamento: una vida por una vida. El Señor sirvió a Dios y al pueblo de Dios de muchas maneras, pero la más grande fue que dio su vida como precio por la salvación de su pueblo.

Podemos ver el precio en conexión con nuestra redención en pasajes como Romanos 3:24-25: “siendo justificados [los hombres] gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre”. En éste, como en muchos otros textos del Nuevo Testamento, se usa la palabra “sangre” para referirse a la muerte sacrificial de Cristo. Esa muerte fue el precio de nuestra redención.

Efesios 1:7 es otro ejemplo: “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados, según las riquezas de su gracia.” Hemos sido liberados mediante la sangre de Cristo; su muerte fue el sacrificio por el pecado.

1 Pedro 1:18-19 explica claramente cuál fue el precio de nuestra redención:

Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación.

Los hombres suelen comprar lo que desean con plata y oro, pero hay un precio mayor, mucho más valioso: la muerte sangrienta de Jesucristo, por la cual fuimos redimidos y liberados.

Todos estos ejemplos vienen de una de las familias de palabras griegas relacionadas con la redención. Los siguientes versículos usan palabras de otra familia, una que se usaba en el lenguaje común para comprar mercancía. Observe las formas de la palabra “comprar” en estos ejemplos.

1 Corintios 6:19-20 nos recuerda: “¿O ignoráis (...) que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio.” Y en 7:22-23 Pablo amplía esta idea. “(...) asimismo el que fue llamado siendo libre, esclavo es de Cristo. Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres.” El Señor Jesús fue al mercado de esclavos de este mundo y compró al creyente para que fuera su esclavo. El precio no es mencionado en estos cuatro versículos, pero sabemos cuál fue: su muerte.

En otros textos se usan estos términos relacionados con comprar o adquirir cuando se menciona claramente el precio pagado por Jesús.

En Gálatas 3:13 Pablo escribe acerca de la redención usando una de estas palabras. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero).” Aquí el precio es ser colgado en un madero. Todo cristiano reconoce en este texto una referencia a la muerte del Señor en la cruz.

Finalmente miremos el cántico dedicado al Cordero, nuestro Señor Jesús, en Apocalipsis 5:9:

Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.

Nadie puede leer el Nuevo Testamento sin ver lo que enseña: Cristo ha redimido a su pueblo muriendo por ellos. Ellos disfrutan de libertad mediante el pago de un precio.

5LA REDENCIÓN EN EL NUEVO TESTAMENTO (PARTE DOS)

Hasta ahora hemos hablado acerca de lo que es la redención. Es la libertad mediante el pago de un precio. La redención cristiana es la libertad que Cristo compró para su pueblo a través de su muerte. Pero ahora es el momento de responder a la pregunta: ¿libertad de qué? Si Cristo nos ha liberado, ¿de qué nos ha liberado?

En el capítulo 1 enumeré una serie de fuerzas que mantienen al hombre en la esclavitud. Las cito de nuevo aquí:

1. El hombre es esclavo del pecado.

2. El hombre es esclavo de Satanás.

3. El hombre está sujeto al castigo del sistema de justicia de Dios.

La redención saca a los hombres del alcance de los poderes que lo sujetan.

Miremos primero la esclavitud del pecado. ¿Qué es? ¿Y qué tiene que ver la muerte de Cristo con esto?

En el Nuevo Testamento, el pecado es personificado como un rey o un amo que determina el curso de la vida del hombre que no está salvo. Los reyes de aquellos tiempos eran a menudo más poderosos que los reyes y reinas de hoy día. Hacían lo que querían, y en ese sentido eran como los que poseían esclavos.

El pecado produce este efecto en un hombre natural. Éste cree que hace lo que le parece, pero en realidad sólo hace lo que el pecado le dice que haga. No nota la diferencia entre sus propios deseos y los deseos del pecado que habita en él porque está tan entregado al pecado que lo que complace al pecado le complace también a él. En teoría, sus deseos y los del pecado deberían poder distinguirse, pero en la práctica son lo mismo.

¿Le parece que exagero? ¿Está el hombre sin Cristo realmente esclavizado de esa forma? Pablo dice en Romanos: “Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia” (6:20). Una persona sólo puede serle fiel a un rey a la vez. El pecado, y no la justicia, era el rey. Pero los romanos no eran un caso raro: el pecado reina en todo hombre natural.

Jesús enseñó lo mismo: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24). Cuando existe conflicto entre dos “señores”, mostramos dónde está nuestra verdadera lealtad en nuestra manera de actuar. Si nuestro amo no es Dios, lo será otra cosa. En el caso de aquellos que no tienen a Cristo, su amo es el pecado.

Puede que los hombres no admitan que existe esta esclavitud. Es más, puede que ni si quiera la reconozcan. Cuando el Señor le dijo a un grupo de sus oyentes que “la verdad os hará libres”, se ofendieron y respondieron: “Jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” ( Juan 8:32-33). Pero estaban equivocados. Eran esclavos del pecado, y Jesús decidió que necesitaban oírlo, así que eso es lo que les dijo, sin reparos.

La redención rompe con esta esclavitud al pecado. Pablo dijo que Jesucristo “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). El nos compró. El precio fue él mismo. Esta libertad nos hace libres de la práctica del pecado. Cristo compró a su pueblo no para que volviera a ser esclavo del pecado, sino para que le sirviera a él, siendo posesión suya, un pueblo deseoso de hacer su voluntad.

¿Significa esto que el pueblo de Cristo nunca peca? No. Lo que significa es que el reinado del pecado ha cesado.

Piense en el pecado como un rey que ha sido expulsado de su trono y ahora lleva a cabo una guerra de guerrillas. Ya no controla el territorio, pero puede atacarlo. De igual manera el pecado ya no controla el corazón del creyente, pero sigue allí, haciéndolo tropezar.

En su lugar, la justicia es la que gobierna ahora su corazón y lo mantiene en pie. Su nuevo amo no le permite permanecer en sus pecados, revolcándose en la inmundicia. Peca, pero la justicia caracteriza su vida. Dios y Cristo controlan su corazón. Ha sido redimido de la esclavitud del pecado. La muerte de Cristo ha sido el precio de su libertad.

Miremos ahora la esclavitud de Satanás.

¿Es el hombre natural esclavo de la voluntad del diablo? Sí, así es. El Señor Jesús lo dejó claro en Juan 8:42-47. Esto es lo que dijo de todo aquel que no tiene a Dios como padre:

Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; (…) ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira. Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis. (…) Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios.

Todos los hombres pertenecen o a Dios o al diablo. Son hijos y esclavos de uno o de otro.

¿Cómo, pues, llegamos a pertenecer a Dios? Mediante la compra que realizó Cristo. Escuche este himno de adoración al Señor Jesús:

Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. (Apocalipsis 5:9)

Jesucristo compró a los hombres para Dios. Por eso no nos sorprende que Pablo escribiera: “¿O ignoráis (…) que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19-20; compare con 7:22-23). Ahora somos esclavos de Dios y de Cristo, no de Satanás.

Todavía existe un tipo de esclavitud más. Somos como hombres encarcelados, esperando el castigo por quebrantar las leyes de Dios. El sistema de justicia de Dios nos retiene cautivos.

Uno de los temas principales de las Escrituras es que Dios es nuestro juez y que vendrá al final de la historia para ver lo que hemos hecho con sus mandamientos. La cantidad de mandamientos varía según quienes seamos. Los judíos tenían un número sorprendente de mandamientos diseñados por Dios para guardar a su pueblo del Antiguo Testamento separado del resto de las naciones de la tierra, para que mantuvieran vivo el conocimiento de Dios hasta que Cristo viniera. El pacto mosaico formaba una barrera entre Israel y los pueblos de su alrededor.

A los gentiles Dios les dio menos leyes, pero también les dio la responsabilidad de hacer lo que él les había ordenado. Ni los judíos ni los gentiles fueron capaces de guardar las leyes de Dios. Pablo escribió acerca de ambos: “No hay justo, ni aun uno; (…) no hay quien haga lo bueno” (Romanos 3:10-12). Todos los hombres son culpables ante Dios, y la justicia de Dios demanda que haya castigo por el pecado.

La muerte de Cristo redime a su pueblo liberándolo del castigo por sus pecados, “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Efesios 1:7). Una vez más vemos que la redención es libertad mediante el pago de un precio. Esta libertad es liberación de la necesidad de pagar por nuestros pecados. El precio es la sangre, la muerte expiatoria de nuestro Salvador, el Señor Jesucristo.

Así pues, podemos ver que aunque teníamos tres enemigos fuertes que nos tenían presos (el pecado, Satanás y el sistema de justicia de Dios), Cristo nos ha liberado de ellos. Tenemos nuestra liberación, pero no por nuestro propio poder o mérito. No, nuestra liberación es una redención, una compra realizada por Cristo, y el precio fue nada menos que su propia vida.

6LA RECONCILIACIÓN

Ahora comenzamos a tratar la segunda de esas palabras mayores que describen la obra de Cristo: la palabra reconciliación. La muerte de Cristo va más allá de la redención. Su sacrificio no sólo nos libera de nuestros enemigos, sino que quita la enemistad entre Dios y el hombre y la reemplaza con amistad. Los cristianos no son simples esclavos de Dios: somos sus amigos, y él es el nuestro. De hecho, ahora somos miembros de la familia de Dios. Un juez terrenal puede declarar inocente a un prisionero y no volver a verlo jamás, pero Dios hace mucho más. ¡Transforma en hijos suyos a aquellos que eran esclavos del pecado!

Comencemos con una pregunta: ¿Enseña la Biblia que existe enemistad, hostilidad y separación entre Dios y el hombre?

Desde la perspectiva del hombre la respuesta no es difícil de encontrar. Por toda la Escritura vemos que, después de la caída, los hombres están en rebelión contra Dios. Pablo les dice a los colosenses: “erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente” (1:21). Y los colosenses no eran los únicos. Todo hombre natural ama el pecado, y amar el pecado es odiar a Dios, serle hostil, porque Dios y el pecado están en guerra el uno contra el otro. El hombre que se alía con el pecado se posiciona contra Dios. Somos llamados a amar la justicia y a odiar la iniquidad, y ese llamado es tan enérgico precisamente porque Dios se da cuenta de que hacemos justo lo contrario.

La “mente pecaminosa” (la única mente que tiene el hombre natural) está en “enemistad contra Dios”, dice Pablo (Romanos 8:7). El hombre le ha declarado la guerra a su creador. Las palabras de la parábola de Lucas 19:14 capturan el espíritu del hombre natural con respecto a Dios y a Cristo. “Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros”. Dios es el gobernante de todas sus criaturas, pero el hombre es enemigo del reinado de Dios.

Por supuesto, los hombres a menudo esconden esta enemistad de sí mismos. Muchos no querrían decir nada desagradable contra su creador, pero ésa no es toda la historia. Según las palabras de Jesús, aquellos que no están decididamente a favor de Dios y de Cristo están en contra suya (Mateo 12:30 y Juan 15:23), y muestran su hostilidad negándose a someterse al reinado de Cristo.

Podemos y debemos decir que existe enemistad entre el hombre y Dios por parte del hombre.

Pero ¿existe hostilidad y enemistad por parte de Dios también? La respuesta a esta pregunta debe ser un cauteloso sí. Digo “cauteloso” porque no queremos crear ninguna duda con respecto al amor de Dios, que es real y se extiende hacia quienes sienten enemistad hacia él. Pero hay algo que añadir con respecto a este tema.

La Biblia habla también de la ira de Dios, de su enojo para con los pecadores. En un intento de suavizar esta verdad, algunos la ven como un proceso impersonal, convirtiéndola en una especie de ley natural, como cosechar lo que se siembra. Sin embargo, la ira de Dios contra los pecadores no es algo impersonal. El salmista escribe:

Dios es juez justo,

Y Dios está airado contra el impío todos los días.

Si no se arrepiente, él afilará su espada;

Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado.

Asimismo ha preparado armas de muerte,

Y ha labrado saetas ardientes. (Salmo 7:11-13)

Sin duda, parte de este lenguaje es figurativo, pero es evidente que Dios está detrás de los actos de juicio que les esperan a los malvados. Es Dios quien “está airado”. Tiene que ser así en un mundo en el cual Dios es rey.

Lo mismo nos dice el Nuevo Testamento. En Romanos 11:28 Pablo describe la manera en que Dios ve a Israel en estos tiempos:

Así que en cuanto al evangelio, son enemigos (…); pero en cuanto a la elección, son amados (…).

Dios tiene dos actitudes hacia los israelitas. En un sentido, los ama; en otro, es su enemigo. La hostilidad no existe sólo por parte del hombre. Volveremos a este asunto en el siguiente capítulo cuando estudiemos la palabra propiciación.

Dada la enemistad entre Dios y el hombre, de alguna manera tenía que hacerse la paz entre ellos. Dios halló la manera en la muerte de su Hijo, el Señor Jesús. Pablo dice que fue en la cruz donde Dios reconcilió al hombre consigo mismo:

Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. (Romanos 5:10)

Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. (2 Corintios 5:19)

El acto de Cristo en la cruz, su muerte, reconcilió al mundo con Dios. O podemos expresarlo de otra manera y decir que fue el acto de Dios. Dios nos reconcilió consigo mismo al enviar a su Hijo a la muerte. En palabras de Isaías: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (53:10). Podemos pensar en la reconciliación como la obra conjunta del Padre y del Hijo.

La palabra reconciliación hace hincapié en el vínculo personal que tiene Dios con su pueblo. Usamos la palabra redención cuando pensamos en las cosas que nos sujetan a esclavitud, cosas como el pecado, Satanás y el sistema de justicia de Dios, de las que fuimos liberados. Pero la reconciliación nos recuerda que hubo un tiempo en que los hombres disfrutaron de la comunión con Dios, quien nos creó para tal comunión y amistad. Cristo vino al mundo para asegurarse de que la comunión y la amistad fueran restauradas entre el hombre y Dios. La actitud del Señor hacia su pueblo no es de mera tolerancia.

La Biblia ilustra esta amistad con el acto de comer. Alguien ha llamado el evangelio de Lucas “El Evangelio de Jesús a la mesa”. A menudo lo encontramos comiendo con otros. Cuando sus críticos se burlaban de él por comer con los recaudadores de impuestos y los pecadores, no sabían que estaba reflejando el corazón del Padre. (En muchos casos los actos del Señor son parábolas para nosotros.) Ésta era su manera de decir: “¿Saben la clase de vínculo que mi Padre quiere establecer con ustedes? Es esta clase de vínculo, que lleva a dos amigos a sentarse a comer juntos.”

Por eso se habla de “la cena de las bodas del Cordero” en el libro de Apocalipsis. Algunos piensan que esta “cena” es un único acontecimiento; otros lo ven como una ilustración de la eternidad. Pero en cualquier caso la verdad es la misma: la mejor imagen para describir la comunión y la amistad de las que disfrutarán Dios y Cristo es una cena compartida.

Una cosa más. La reconciliación nos lleva a ser miembros de la familia de Dios y eso, a su vez, nos convierte en herederos suyos. Existen distintos grados de amistad, pero idealmente los amigos más cercanos los encontramos en la familia. Tenemos un refrán que dice: “la sangre es más espesa que el agua”, es decir, que siempre se puede contar con la familia cuando nos sobreviene una crisis. En esta vida, claro, esto no siempre es verdad, pero sí lo será en la eternidad, donde formaremos parte de una familia que no se basará en la sangre humana, sino en la sangre de Jesucristo.

Cuando recibimos la reconciliación que Cristo compró en la cruz, recibimos también la base de todas las otras cosas buenas que Dios tiene preparadas para su pueblo. En un determinado momento se dijo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó (…) son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9). Pero este pasaje no es completamente cierto para nosotros puesto que seguidamente Pablo dice: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” (2:10). Hoy podemos mirar la Palabra de Dios y ver nuestra herencia.

Ahora bien, seguro que no la vemos en su totalidad. Sin duda hay mucho más de lo que nos podamos imaginar, pero la verdad es que nada sería nuestro si no nos hubiéramos reconciliado con Dios mediante la muerte de su Hijo. Toda la gloria, el honor y la alabanza de nuestra amistad con Dios pertenecen a Dios y al Cordero que hizo la paz entre Dios y el hombre al morir por los pecadores en la cruz del Calvario. No nos reconciliamos nosotros con Dios, sino que Dios nos reconcilió consigo mismo.

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