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Terry Salvini
Máscaras de cristal
Traductora María Acosta
“Máscaras de cristal”
de Terry Salvini
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Todos los derechos reservados.
Máscaras de cristal
Copyright © 2020 Maria Teresa Salvini
Traductora: María Acosta
Aprenderás a tus expensas que a lo largo de tu camino
encontrarás cada día muchas máscaras
y muy pocos rostros.
(Luigi Pirandello)
Nadie puede llevar durante mucho tiempo la máscara
(Séneca)
A mis ex maridos
A mis hijas
A mi compañero.
Prólogo
Loreley emergió de un sueño confuso, la piel empapada de sudor, la boca pastosa y un doloroso latido en las sienes. Las masajeó, intentando explicarse la razón de aquel malestar pero su mente no quería colaborar de ningún modo.
Batió los párpados unas cuantas veces antes de abrirlos del todo. Todo a su alrededor estaba inmerso en la negrura; sólo una pequeña y fastidiosa luz led interrumpía aquella oscuridad: como de costumbre John se había olvidado de apagarla antes de ponerse a dormir.
Se volvió hacia él resoplando, preparada para darle un codazo cuando una duda la hizo tensarse. Miró de nuevo la luz led roja: ¡no estaba enfrente de ella, donde debería estar!
¡Aquel no era el led del televisor!, pensó.
Se esforzó por enfocar algún detalle de la habitación y, cuando sus ojos se habituaron, consiguió entrever las siluetas oscuras de los pocos muebles que había en torno a ella: ninguno le pareció familiar.
¡No estaba en su habitación!
Sintió una respiración más fuerte que las otras, casi un resoplido; la cama se balanceó y comprendió que su novio se acababa de volver hacia su parte. Un fuerte olor a alcohol la desconcertó; él debió haber bebido bastante. Puede que ella también, intuyó unos segundos más tarde.
Se deslizó con lentitud desde debajo de las sábanas pero las piernas no la sostenían y tuvo que sentarse en la cama. Al dolor de cabeza se habían añadido las náuseas.
Necesitó unos cuantos segundos antes de poder levantarse otra vez. Sólo cuanto estuvo segura de poder mantenerse en pie, fue hacia la luz led, convencida de que señalaba la presencia de un interruptor. Lo tocó varias veces. No se encendió nada.
Fue asaltada por otra duda.
Volvió atrás, dio la vuelta la cama y tendió una mano hacia el hombre que parecía sumido en un sueño pesado, acariciándole los cabellos y el rostro para estudiar los rasgos, teniendo cuidado para no despertarlo.
De repente retiró el brazo, el corazón pareció pararse durante un momento, a continuación volvió a latir veloz como nunca lo había hecho.
¿Con quién demonios había acabado en la cama?
Debía marcharse de allí lo más rápido posible, decidió.
¿Dónde había dejado la ropa?
Encontró a tientas las braguitas y el sujetador bajo las sábanas.
Después de un minuto interminable, recuperó también el vestido, que había acabado a los pies de la cama, y el bolso, que estaba allí bien colocado sobre la butaca: el único objeto en su lugar.
Con la mano tendida hacia delante, localizó la puerta del baño y encendió la luz. La imagen que el espejo le mostró la hizo sobresaltarse: los ojos azul claro estaban cercados de negro debido al maquillaje corrido y a las ojeras mientras que el rostro mostraba una palidez desconcertante.
Suspiró: hacía años que no se veía reducida a un estado parecido.
Observó los pequeños envases sobre la estantería al lado del lavabo, las blancas toallas dobladas en el colgador y los dos albornoces inmaculados, cada uno de ellos colocado en su respectivo gancho. De esta manera quedó demostrado que se encontraba en la habitación de un hotel; cómo había acabado allí, sin embargo, no lo recordaba en absoluto.
Se lavó la cara y, después de haberse arreglado de la mejor manera los largos cabellos con el minúsculo peine proporcionado a los clientes, se giró hacia la ventana. Afuera todavía estaba oscuro, no conseguía ver nada, ni siquiera la luna en el cielo, entonces sacó el teléfono móvil del bolso de mano: las cuatro y diez.
Un sonido estridente la advirtió que la batería estaba casi descargada. Se apresuró a bajar el sonido y a activar la localización. El mapa señalaba un punto en el Uptown de Manhattan, en las inmediaciones de Central Park. Estaba cerca de casa, pensó aliviada, un momento antes de que el teléfono móvil se apagase con una ligera vibración.
Lo volvió a poner en su lugar, cerca de un pequeño y redondo estuche de plata: su pastillero. Lo miró fijamente como si en su interior hubiese algo que pudiese ayudarla a reconquistar la lucidez y el justo equilibrio. Una tabla de salvación capaz de detener todas sus sensaciones negativas. Estuvo a punto de cogerlo pero se lo pensó mejor. Quizás también era culpa de aquella debilidad suya si ahora se encontraba en una situación absurda.
Cerró el bolso; mejor dejarlo donde estaba.
Se dio la vuelta y, en cuanto posó la mirada sobre el elegante vestido, apoyado sobre un taburete, le vino a la mente la imagen parpadeante de dos esposos que brindaban por su futuro juntos.
Intentó recordar algo más pero renunció: no tenía tiempo para pensar. Se vistió con rapidez para volver a la habitación.
¡Porras, los zapatos!
Los buscó durante mucho tiempo, en la oscuridad, hasta que tropezó con sus décolleté1 . Se tapó la boca y la palabrota que estuvo a punto de escapársele fue contenida a tiempo. Aguantó la respiración, afinando el oído: el ligero roncar del hombre continuaba sin interrupción.
Ella volvió a respirar.
Todavía con los pies descalzos salió sigilosamente de la habitación. Sólo cuando estuvo en el ascensor se volvió a poner los zapatos. Cuando llegó a la recepción hizo que llamasen a un taxi.
Afuera el cielo nocturno tendía al gris oscuro y el aire estaba saturado de humedad, de la misma manera que la calle, en donde todavía circulaban pocos vehículos; dentro de unas horas sería invadida por una miríada de automóviles y de personas con una prisa endiablada por llegar al puesto de trabajo.
También ella esa mañana debía cumplir con su deber, a pesar de las náuseas, el dolor de cabeza y el rostro descompuesto: su carrera no se conciliaba con las ausencias al trabajo.
El taxi llegó en pocos minutos. Con paso vacilante se dirigió hacia la portezuela que el taxista, mientras tanto, le había abierto pero, mientras bajaba de la acera, resbaló en un pequeño charco. Para no acabar en el suelo se agarró al hombre que la sostuvo.
Eh, no. ¡Basta ya de caer en brazos de desconocidos!, dijo para sus adentros liberándose de su sujeción.
Lo vio dar un paso atrás.
―Sólo quería ayudarla a entrar…
Loreley lo observó durante un momento: la luz de la lámpara le devolvía un rostro mofletudo de mirada divertida.
―Puedo sola, gracias ―le respondió brusca.
Con movimientos titubeantes se sentó en el asiento posterior mientras el taxista se colocaba en el asiento del conductor.
―¿Dónde vamos, señorita?
Loreley le dio una dirección, luego, con una mueca de dolor, se pasó una mano por la nuca.
―¿Se encuentra bien? Si quiere la puedo llevar al hospital.
―No, no es necesario. Ya pasará...
―Ha empinado un poco el codo, ¿eh?
Resopló.
―No creo que sea asunto suyo.
―Vale, pero intente no vomitar sobre el asiento o me veré obligado a cobrarle un suplemento…
Loreley le hizo una mueca por medio del espejo retrovisor.
―No sucederá. Sólo tengo un tremendo dolor de cabeza: un par de horas de reposo, un café y volveré a estar como antes.
―Espero que antes sea mucho mejor que ahora. ― comentó irónico el taxista un momento antes de emitir un ruido parecido a una risita contenida con esfuerzo.
―¡Váyase al cuerno!
Si salgo de esta juro que no volveré a hacer nada parecido.
1
Loreley se levantó de la silla y se acercó a la ventana de su oficina. Estaba cansada de estar sentada detrás de un escritorio hojeando sumarios y escribiendo en el ordenador, sobre todo porque dentro de un rato debería ir al tribunal.
Aunque no podía vislumbrar las nubes notaba que pronto volvería a llover; su humor se volvió gris, como el cielo de aquellos dos últimos días, un color que odiaba y la ponía triste.
Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija sobre los grandes ventanales azulados del rascacielos de enfrente, el pensamiento concentrado sobre lo que le había sucedido la noche anterior. Intentaba evocar la secuencia de los hechos pero los recuerdos en su cabeza parecían una vieja película borrosa y arruinada, donde los fotogramas corren veloces para, a continuación, atascarse siempre en el mismo punto.
Tenía bien clara en su mente la ceremonia de boda de su hermano, la comida en el restaurante de un hotel de Manhattan, la música y los brindis, tantos como las atenciones que había sufrido por parte de los hombres allí presentes: eran muchos los rostros nunca vistos antes de la fiesta, a otros los conocía desde hacía tiempo. Entre éstos resaltaba uno en particular que en la últimas horas la atormentaba y ella temía que perteneciese a la persona con la cual había dejado el restaurante para subir a la habitación.
¡Espero que no sea él!
Todavía estaba mirando fijamente el interior de la oficina que se entreveía a través de los cristales del rascacielos de enfrente cuando, un ruido a su espalda, paró el fluir de sus pensamientos.
―Loreley. ¿todavía estás aquí?
Ella se volvió hacia Simon Kilmer, un hombre con la piel tan blanca como sus pocos cabellos.
―Perdona, estaba reflexionando sobre algunas cosas. Voy enseguida.
Se apartó de la ventana y volvió al escritorio, en un rincón de la habitación, para recoger sus notas. Chocó con una carpeta de documentos que, a su vez, fue a dar contra el porta lápices haciéndolo caer. El contenido rodó sobre la superficie de caoba antes de acabar sobre el suelo de mármol.
―¿Qué te pasa hoy? ―le preguntó Simon. ―¿Estás nerviosa por el proceso Desmond? Lo siento pero deberás estar presente en la sala del tribunal ―le dijo en tono autoritario. ―Es lo mínimo que puedes hacer para inducirme a olvidar que has rechazado aceptar el caso. Te la has jugado…
―¡No tiene nada que ver con el proceso! ―lo interrumpió mientras se arrodillaba para recoger bolígrafos y lápices. Durante un instante alzó la mirada e impidió la siguiente pregunta. ―Estate tranquilo, mis problemas sólo afectan a mi vida privada. Y, ahora, por favor, no me hagas más preguntas.
Colocó el porta lápices en su sitio, se quitó las gafas y las metió en el bolso, sin decir nada más.
Kilmer se tocó la mancha oscura del rostro, un antojo apenas visible bajo la blanca barba.
―No tengo intención de ser un entrometido. Pero, se trate de lo que se trate, intenta despejarte y volver a ser activa: estás distraída y pareces agotada. Las fiestas hacen gastar tanta energía… ―Le sonrió, como para hacerle creer que, a lo mejor, había adivinado el problema.
Loreley no respondió a la provocación y esbozó una sonrisa. A pesar de ser tan astuto, aquel hombre realmente no podía haber intuido lo que ella había hecho.
―Seguiré tu consejo.
―Corre, vete, o llegarás cuando ya haya acabado todo. Te lo ruego: hazme saber lo antes posible cómo ha ido. Quiero oírtelo a ti y no a Ethan, ¿entendido?
―¿Tengo elección? Sé perfectamente que, de lo contrario, me lo harás pagar de todas formas ―contestó antes de salir de la habitación.
Cogió un taxi, como era habitual cuando se movía por trabajo.
―Lléveme al 100 Centre Street, lo más rápido posible, por favor ―dijo al taxista, un joven de aspecto asiático de cabello corto y liso.
Recorrieron un par de kilómetros, el vehículo vibró y un ruido anómalo pareció alarmar al conductor.
¿Y ahora qué está pasando? ―se preguntó Loreley.
Maldiciendo su mala suerte el hombre se paró a un lado de la carretera para buscar el punto idóneo donde estacionar, pero perdió unos valiosos minutos antes de conseguir encontrarlo. Abrió la portezuela, salió y dio una vuelta en torno al vehículo, comprobándolo con cuidado.
―¡Esta mañana no doy una a derechas! ―exclamó con un gesto de rabia. ―¡Sólo faltaba el pinchazo de una rueda!
¡Oh, no! Es lo último que necesito, pensó ella saliendo, a su vez, del automóvil.
―¿Cuánto tiempo precisa para cambiarla?.
―Por lo menos un cuarto de hora, señorita.
―¡No me lo puedo permitir! ―la voz sufrió una inesperada subida de tono.
―Lo siento, no depende de mí; lo puede ver incluso usted ―respondió mostrándole el neumático anterior casi deshinchado.
Loreley dio un portazo.
―Dígame cuánto le debo. Rápido, por favor.
―Olvídelo, por lo que parece hoy no es uno de mis días más afortunados.
―Tampoco uno de los míos…
Sacó de la cartera diez dólares y se los tendió al hombre que, mientras tanto, había abierto el maletero para coger el equipo necesario para cambiar la rueda. Lo vio metérselos en el bolsillo sin dudar, agradeciéndoselo con una sonrisa.
Loreley se alejó hasta llegar al cruce con la carretera principal y observó los numerosos automóviles de todos los modelos y colores que pasaban rápidamente a su lado. Cuando identificó un taxi levantó una mano para llamar su atención pero éste siguió derecho sin ni siquiera desacelerar. Vio llegar otro y, con la esperanza de pararlo, enfatizó el gesto que, sin embargo, cayó en el vacío. Probó otra vez: ¡nada que hacer! Aquellos malditos coches amarillos seguían su camino, indiferentes a su drama.
¿Era posible que no hubiese un solo taxi libre?
Lo intentó una última vez, sacudiendo los brazos hasta el punto de sentirse ridícula. ¡nada! Con un suspiro se volvió y regresó donde estaba el taxista.
―Escuche… ¿cuánto tiempo necesita para acabar?
―Algunos minutos, señorita ―le respondió mientras atornillaba uno de los tornillos de la rueda.
―OK. Hagamos lo siguiente. ―Cogió algunos billetes ―si me lleva al tribunal antes de las once éste se convertirá para usted en uno de sus días más afortunados.
El hombre se paró para observar la generosa oferta de su cliente, así que volvió a trabajar con más empeño. En un par de minutos estaba de nuevo al volante con ella, sentada en el asiento posterior, que observaba la pantalla del teléfono móvil contando los segundos que pasaban.
El tráfico intenso a la altura de Hell’s Kitchen frenó la carrera del taxi hasta obligarlo casi a pararse. Ahora ya iban a paso lento. El sonido del claxon mostraba toda la impaciencia de los conductores.
―¿No hay una salida para librarse de este lío? ―preguntó Loreley.
―Lo siento, señorita. ¿No cree que si la hubiese la hubiera cogido?
―¡Me estoy jugando el puesto de trabajo!
―No sabe cuántos clientes suben aquí, cada uno con su propia historia. Algunos se quedan mudos y casi inmóviles, ignorándome durante todo el trayecto mientras que otros son tan nerviosos… como si el asiento les estuviese quemando el trasero. Y hablan mucho, como usted.
Loreley consiguió verlo sonreír desde el espejo retrovisor y se esforzó por devolverle la sonrisa, encajando la mordaz respuesta.
―Pero hay algo que todos tienen en común ―continuó él ―Una prisa infernal por llegar a su destino.
Ella respiró profundamente para calmarse.
―Ya me he excusado, ¿qué más puedo hacer?
―¡Nada! Prefiero los clientes como usted, señorita, a aquellos momificados.
Esta vez Loreley le sonrió más convencida. ¡Con todo el dinero que te he dado!, pensó apoyando a continuación la cabeza sobre el reposacabezas. El habitual dolor detrás de la nuca había disminuido, lo preciso para permitirle trabajar, pero no la había abandonado del todo.
A lo mejor ese era el momento adecuado para recurrir a un analgésico: el médico le había repetido varias veces que lo tomase cuando el dolor no fuese todavía demasiado fuerte y doblar la dosis sólo en el caso de que fuese realmente necesario. La testarudez y sus muchas obligaciones, sin embargo, la habían inducido a actuar de manera aleatoria, con el resultado de que, al cabo de unos años, se encontró con que necesitaba una dosis mayor.
Sacó del bolso la pequeña caja de plata, la abrió, cogió una pastilla y la volvió a cerrar, luego se paró a mirar las dos L de oro brillante grabadas sobre la tapa: un tiempo significaron Lorenz Lehmann, su abuelo; hoy, Loreley Lehmann.
Como temía, llegó al tribunal con retraso. A pesar de que el taxista no hubiese conseguido mantener el pacto, le dejó toda la suma que habían pactado para compensarlo por el hecho de que había debido aguantar todo su nerviosismo.
Subió a la carrera la amplia escalinata de mármol que conducía a la entrada del edificio, con la esperanza de asistir por lo menos al veredicto. Por suerte sabía a dónde ir y no debía perder más tiempo para pedir información; era fácil perderse en aquel ambiente tan vasto si no se conocía mejor que bien.
Incluso antes de entrar en la sala del tribunal comprendió que la sentencia del caso Desmond ya había sido emitida: la puerta estaba abierta y algunas personas estaban saliendo.
¡Maldita sea, demasiado tarde! Cerró la mano en un puño y la batió contra el aire.
Parada en el umbral de la puerta, dio una ojeada rápida al interior: la luz que se filtraba desde las persianas era débil pero suficiente para vislumbrar sobre los rostros de la gente la tensión que aún no había desaparecido; público y jurado estaban dejando sus puestos, de la misma manera que el juez Sanders, una mujer anciana y menuda, que se metió por la puerta del fondo de la sala del tribunal.
Loreley entró, entre el murmullo creciente, para buscar a su colega Ethan Morris. Lo encontró aún de pie al lado de la imputada, Leen Soraya Desmond.
Como si se hubiese dado cuenta de su llegada Ethan se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa forzada. Unos segundos después también Leen se dio la vuelta y sus ojos de forma oriental se contrajeron.
―¡Esto no acabará así, Lehmann! ―le gritó ―¡Antes o después, me vengaré! ―Mientras dos agentes de uniforme se la llevaban, dirigió su atención hacia un hombre moreno que, un poco más allá, estaba observando la escena ―Mi padre no te olvidará y tampoco lo que me has hecho…. ¡Nunca!
―¡Tampoco yo lo olvidaré, Leen! Puedes estar segura ―le respondió él con voz fuerte y determinada.
Realmente intrigada Loreley examinó el objeto, o mejor dicho el sujeto, de tanta acritud y en cuanto lo reconoció se puso tensa, mirándolo fijamente como si estuviese en trance. En su mente, los instantes de la vieja película volvieron a mostrarse de manera fluida, esta vez vívidos, veloces, sin interrupciones.
¡Oh, Dios mío, es él!
―¿Qué te ocurre? ¿Es debido a lo que te ha dicho mi cliente? ―le preguntó Ethan acercándose.
Ella se desabotonó la adherente chaquetita azul que en ese momento le impedía respirar hasta que el pecho se hinchó para dejar entrar el aire en los pulmones.
―No exactamente. Sólo estoy un poco cansada.
El abogado le sonrió, asintiendo.
―Imagino que ayer ha sido una especie de maratón.
―Sí. Y ver hace un momento a esa mujer… ―Miró la puerta por donde Leen acababa de salir ―Bueno… no ha sido en realidad un placer. Además, no he conseguido llegar a tiempo.
―Tranquila. No diré nada a Kilmer de tu retraso, ni a él ni a Sarah. Si vienes a comer conmigo te contaré todo lo que se dijo, de esta manera, en caso de que te sometiese al tercer grado sabrás qué responderle.
―Te lo agradezco. Que sepas que, sin embargo, no he llegado tarde a propósito: el taxi ha tenido un pinchazo.
―Kilmer no te creería pero yo te conozco mejor que él. Ahora vamos a comer: es el único placer que me queda.
El hombre moreno que había tenido un intercambio de palabras con la imputada llegó hasta ellos y los paró en cuanto atravesaron el umbral de la puerta. Loreley aferró el asa del bolso hasta casi clavarse las uñas en la palma de la mano.
―Abogado Morris, le felicito por la óptima defensa pero soy feliz porque no ha sido suficiente para que ganase ―dijo el recién llegado antes de sonreírles mientras ella, por discreción, daba un paso atrás.
―Puedo entenderle, míster Marshall. ―Ethan parecía incómodo.
―Que tenga un buen día, abogado ―dijo el otro, luego posó su mirada en Loreley ―Hasta luego, Lory.
La observó fijamente durante un instante como si quisiese hablar pero todavía no supiese qué decir.
Desbordada por sensaciones y pensamientos contradictorios abrió la boca para responder al saludo: no consiguió pronunciar ni una palabra.
Él le sonrió aunque los ojos de un color parecido al ámbar aparecían serios.
―La próxima vez preferiría que nos viésemos lejos de este lugar ―concluyó. Se volvió de espaldas y se alejó.
Ethan se rascó la nuca afeitada a cero.
―¿Qué te pasa Loreley? Ni siquiera lo has saludado.
―Perdóname… no sé lo que me ha ocurrido.
Lo vio mover la cabeza mientras los ojos expresaban confusión.
―Bueno, está bien, vamos: esta mañana no he desayunado por la tensión y ahora que todo ha acabado me ha vuelto el hambre.
***
Transcurrió una semana durante la cual Loreley se sintió más tranquila y consiguió no pensar demasiado en el problema en que se había metido. Las pocas veces que sucedía, sobre todo cuando estaba sola en la cama, rechazaba aquellos recuerdos, cogía un libro al azar y leía hasta que los ojos se enrojecían por el cansancio y se caía dormida; o miraba documentales de todo tipo en la televisión. Cualquier cosa era buena con tal de concentrar su atención en otra parte.
No recordaba mucho de las horas transcurridas con el amante improvisado de una noche pero, por el contrario, comenzaba a recordar qué había sucedido antes de subir a la habitación con aquel hombre.
Sentada a la mesa de un gran restaurante junto con otros invitados a la boda Loreley estaba picoteando un trozo de tarta de bodas cuando él, con una copa de champán en una mano y una silla en la otra, se había colocado al lado de su amigo Steve, enfrente de ella.
―Todas las personas de esta mesa han encontrado su propia mitad: incluso Hans y Ester lo han conseguido. Quedo yo solo ―había dicho acompañando aquella última frase con un sorbo de champán, como si quisiese felicitarse consigo mismo.
―Te aconsejo que permanezcas soltero todavía por un tiempo ―había sido la respuesta divertida de Steve.
―También yo me lo aconsejo, ¿sabes? Cada día, para no olvidarlo. ¡Nada de compromisos sentimentales en los próximos años: ya he tenido demasiados!
Loreley había sentido una cierta desazón y había bajado los ojos hacia plato, intuyendo que aquel hombre estaba todavía sufriendo por Ester que, sin embargo, parecía una novia muy feliz por su decisión. Durante todo el día él no había dejado traslucir ninguna turbación pero, luego, el champán debió hacerle bajar la guardia.
―Realmente no eres el único soltero sentado en esta mesa… ¿o yo no soy un buen ejemplo? ―le había corregido Lucy, una muchacha rubia con curvas explosivas. ―A diferencia de ti, sin embargo, yo continuó por mi camino, a pesar de todo…
Había remarcado las últimas palabras, como para hacer comprender a qué, o mejor a quién, se refería con aquel a pesar de todo.
―Lo imagino, ¡nunca lo he dudado! ―le había respondido con ironía el hombre.
Una mueca de disgusto había aparecido en el rostro de la joven:
―¡Siempre es mejor que estar lamentándose!
Loreley contuvo con esfuerzo una risita. Aquella Lucy se divertía pinchándolo cada vez que tenía ocasión y él le respondía como podía, considerando que habitualmente no era del tipo que mantenía una actitud irreverente con las mujeres. Por algún motivo la muchacha transformaba sus encuentros en escaramuzas. Ahora ya se había convertido en un ritual, el único modo de comunicación entre ellos, de tal manera que, si hubiesen cambiado esta costumbre, Loreley se hubiera asombrado y a lo mejor incluso desilusionado.
Cuando vio a Lucy alejarse de la mesa para sumergirse en el baile, la atención del hombre había recaído en ella que, después, le había hecho compañía con un par de copas en la sobremesa, olvidándose de no tomar los analgésicos con poca separación de las bebidas alcohólicas.
En aquellos últimos y frenéticos días transcurridos ayudando a Ester en los preparativos de la boda y en discutir con su jefe el caso Desmond, el dolor de la nuca no la había dejado en paz. La guinda del pastel había sucedido dos días antes de la ceremonia: su novio la había telefoneado desde Los Angeles para decirle, como si no tuviese importancia, que no podría estar con ella en la boda. La discusión que se había desencadenado por esto le había acentuado la migraña obligándola a recurrir varias veces a las medicinas.
Todavía había en su mente un vacío, entre el tiempo transcurrido desde que los novios se habían ido del restaurante, seguidos por las aclamaciones festivas de buenos augurios, a cuando se había despertado en plena noche en una habitación en los pisos altos del hotel. Un agujero donde sólo existían unos flashes en los cuales se veía desnuda y aferrada a un hombre de piel bronceada que, con el peso de su cuerpo, la aplastaba contra la cama mientras la acariciaba y la besaba.
Después, la oscuridad absoluta.
De nuevo él que, rodando sobre si mismo, la ponía encima de él, a horcajadas. Recordaba sus ojos felinos que le comunicaban pasión y los labios con una sonrisa socarrona que la invitaban a dejarse llevar por cualquier deseo oculto.
Y otra vez la oscuridad total, seguida de un despertar confuso… y de una inconfesable realidad.