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Читать книгу: «El aleteo del ave Fénix»

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© Teresa Pérez Dorado

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-255-7

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De pequeña te prometí que si alguna vez escribía un libro, te lo dedicaría. Sé que ya no estás aquí para leerlo, pero una promesa es una promesa. Aquí lo tienes, abuela.

Para Marco, por enseñarme a soñar y a no rendirme.

Prólogo

El libro que tienes en tus manos es fruto de un viaje que ha durado casi diez años, cuando escribí mi primer relato y que hoy culmina en estas páginas.

Permíteme que te destripe una pequeña parte que pronto descubrirás: me encantan las historias circulares donde todo acaba en el mismo punto en el que empezó, pero con algo ligeramente distinto. Es por esta manía que he decidido terminar el libro con el primer relato completo que escribí, El abismo.

Lo escribí en un momento en que sentía que ya no podía seguir huyendo más de mí misma, que tenía que dar un salto al vacío, fueran cuales fueran las consecuencias. Sentía que en mi cabeza bullían más pensamientos por minuto de los que había tenido en todos los años previos y la única forma de ordenar los que servían de algo y eliminar los que me pesaban y me provocaban tortícolis, era vomitándolos en un folio. Perdona que sea tan gráfica, pero no hay palabra que lo defina mejor.

Y debe ser que a la vida también le gustan las historias circulares, pues en el momento en que escribo estas líneas, me vuelvo a sentir al borde del abismo, con las mismas ganas de saltar y es precisamente por eso por lo que El abismo cierra este libro, porque, ¿acaso publicar un libro no es el mayor salto al vacío que pueda experimentar una escritora?

A estas alturas te estarás preguntando el porqué del título y siento decirte que, si esperas una respuesta rebuscada y pedante, te voy a decepcionar. Acudí al recurso manido del ave fénix, no hay más, tampoco me rompí mucho la cabeza.

Es más, fue alguien que apenas me conocía el que me hizo reflexionar más de lo que yo lo había hecho. Al contarle que tenía un blog con el mismo nombre, me hizo una pregunta muy inteligente: «Pero, aleteo, ¿antes o después de convertirte en cenizas?». Aunque nunca lo había pensado, la respuesta fue inmediata: después.

Sin pretenderlo, ese compañero de la facultad de cuyo nombre quiero acordarme, pero no puedo (si me estás leyendo, lo siento y gracias), de alguna forma dio sentido a lo que yo estaba sintiendo en ese momento, pues me sentía como un montón de cenizas que poco a poco empezaban a aletear y dio sentido a la estructura de un libro que aún no sabía que escribiría.

Ante ti hay más de treinta relatos, divididos en dos partes. La primera de ellas, Cenizas, puede parecer la más pesimista, pues está llena de personajes grises, con demasiado pasado y poco futuro, pero no lo es. Simplemente son aves fénix que han olvidado que lo son o que aún no saben que pueden arder.

La segunda parte, Llamas, son personajes valientes que se han cansado de ser ceniza y luchan por empezar a arder.

Antes de dejarte con estas historias, déjame que te confiese algo: te he mentido; bueno, en realidad he hecho lo que más me gusta hacer, jugar con las palabras. Antes, cuando te hablaba de El abismo, te he dicho que es el primer relato completo que escribí, pero en ningún momento he dicho que fuera mi primer relato.

Hace unos años, haciendo limpieza y desempolvando nostalgias, encontré una libreta de cuando tenía unos 8 años con la primera frase del que hoy es el relato Las vacaciones de Clara. Solo estaba esa frase y, en homenaje a mí misma, lo quise continuar, aunque no sé si por suerte o por desgracia, ya con la mirada de una mujer adulta.

Sé que esa primera frase no está bien construida ya que, en apenas quince palabras, dos se repiten. Error que se estudia en primero de escritora, lo sé. Pero una persona muy sabia que espero esté leyendo esto me dijo una vez que hay que respetar a quienes fuimos en el pasado, así que, querida Teresa, que sepas que no he quitado una sola palabra y aunque sé que no nos ha quedado un cuento tan bonito como el que tú imaginaste entonces, he hecho lo que he podido y con todo mi amor a esa niña que una vez soñó con ser escritora… ¡Mira, pequeñaja! Lo hemos conseguido, ¡hemos publicado un libro!

He empezado este prólogo diciendo que este es el final de un viaje, pero ahora que lo pienso, puede que este no sea más que el comienzo de un viaje mucho más largo y bello. Pero esa decisión te corresponde a ti y solo a ti, mi querido lector.

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Primera parte:

Cenizas

Un ave fénix con miedo al fuego

Yo que me creía estar envuelta en llamas, ni siquiera me di cuenta del momento en que me convertí en cenizas.

Intenté seguir como si nada, haciendo como que volaba y no era capaz de despegar, creyendo que ardía y lo más que conseguía era quemarme a lo bonzo.

Me ha costado entender que de nada sirve incendiarse si el interior sigue estando congelado. Que muchas veces echar más leña solo consigue ahogar el fuego, que a veces la única forma de que prenda es regarlo con agua.

Miro con envidia las llamas de una simple vela, añoro la luz y el calor que un día desprendí.

El problema es que llevo tanto tiempo siendo cenizas que le he cogido miedo al fuego. No soy más que un ave fénix con miedo al fuego.

Tengo miedo de arder y acabar quemándome o, lo que es peor, consumiéndome. Llevo tanto tiempo a oscuras que temo que mi propia luz me deslumbre.

Sin ti

Noto como el sol calienta mis hombros, llevo cerca de una hora mirando la puerta del bar desde la acera de enfrente. No quiero entrar, no puedo, no desde la última vez que entramos juntos y sé que nunca más lo volveremos a hacer.

Ahora está vacío, pero me basta con cerrar los ojos para recordar los detalles de la última vez: el olor a comida recién hecha o el sonido de tu risa, esa que no volveré a escuchar.

De repente, me doy cuenta de que han puesto un buzón en la esquina de la calle. Por un momento se me pasa la idea de que podría mandarte una carta, pero enseguida recuerdo que allí donde te has ido no hay dirección postal.

Me he atrevido a cruzar la acera y estoy en la puerta, pero sin atreverme a entrar. Siento un escalofrío al recordar cómo sonaba la tarima bajo tu peculiar forma de pisar.

El encargado se asoma:

—Disculpe, ¿espera usted a alguien?

—Ojalá.

Lentamente me alejo sin dejar de mirar la mesa vacía que tiempo atrás ocupamos los dos y me pregunto si alguna vez me atreveré a sentarme en ella… sin ti.

Entre los hilos

Su conciencia no podría soportarlo. Lo supo la mañana en que se descubrió desnudo sobre su cama, enredado entre los hilos de sus sábanas y sus palabras.

La había conocido la noche de antes, sentada en una mesa en penumbra, en el bar que frecuentaba con demasiada asiduidad en los últimos meses.

Estaba sola, llevaba un vestido que hacía destacar su perfecta figura, y sujetaba una copa de vino como quien sujeta un trozo de madera en medio del océano.

Hablaron largo rato hasta que en un determinado momento se atrevieron a levantar la mirada de sus copas y se miraron a los ojos.

La acompañó a su casa y ella le invitó a subir. Se rindió ante la suavidad de su piel, se entregó a ella en cuerpo y, muy a su pesar, en alma. Había estado con muchas mujeres, pero siempre había preferido dejar el alma olvidada junto a la copa de vino vacía, pero con ella no pudo.

Al observarla mientras dormía, tan bella, supo que no era como las demás, a ella la amaba. Habría deseado seguir durmiendo a su lado, mas sabía que él nunca podría amarla como ella se merecía, con el tiempo le haría daño. La besó en la frente y se fue, pues sabía que su conciencia no podría soportarlo.

¿Quién salva a Superman?

Agotado tras un duro día de trabajo, Superman llega a casa. Sin darse tiempo a llegar a la habitación, tira las brillantes botas rojas en el recibidor y la capa sobre el sofá. Llega al cuarto de baño, se quita las ajustadas e incómodas mallas y se mete bajo el chorro caliente de la ducha.

Al salir, mira las arrugas cada vez más abundantes en su rostro y su creciente abdomen, el cual cada vez le cuesta más ocultar bajo el traje de licra. «Supongo que los años no perdonan ni a los superhéroes», piensa.

Mientras termina de ponerse su viejo chándal de andar por casa, pone la televisión y como de costumbre en todos los canales solo aparece su rostro acompañado de grandes titulares: «Una mujer y su bebé salvan la vida gracias a la intervención heroica de Superman». «El valiente e incansable Superman rescata a 20 niños de un incendio». «El alcalde de la ciudad declara que es la más segura del país gracias a Superman».

Malhumorado por oír siempre las mismas noticias día tras día, apaga la televisión y se dirige a la cocina, abre el microondas y se encuentra un trozo acartonado de pizza que ya ha recalentado demasiadas veces. En el frigorífico, el panorama no es menos desalentador, está prácticamente vacío, con una caja de leche que debió caducar hace días y solo media docena de huevos.

Se sienta en la destartalada mesa de la cocina tirando al suelo el montón de facturas atrasadas aún sin abrir. Tras fregar los platos sucios, antes de irse a la cama decide asomarse a la ventana, desde allí la ciudad parece que duerme tranquila, pero si presta atención puede oír como decenas de voces gritan su nombre pidiendo ayuda. Aunque puede ser agotador, los entiende, en noches como esta, él también siente la necesidad de gritar.

Antes de meterse en la cama mira la fotografía de su amada Lois, lo único que le queda de ella después de que una mañana decidiera hacer las maletas e irse de casa, cansada de vivir siempre con la angustia de no saber si su marido volvería sano y salvo casa. Harta de esperarle cada noche a que llegara después de salvar el mundo sin percatarse de que el suyo propio se desmoronaba por momentos y teniendo la certeza de que Lex Luthor antes o después daría con ellos y los mataría. Lo cierto es que no la culpa de que decidiera irse. Ya metido en la cama y antes de caer rendido, una pregunta invade su cabeza:

—¿Quién salva a Superman?

Tarde en blanco y negro

Llueve. Llueve a cántaros. Hace apenas unos minutos, un sol de justicia caía sobre su cabeza y la mía. Pero ahora estoy solo en esta plaza y el agua me empapa hasta el alma. Parece que el tiempo se ríe de mí en la cara.

Habíamos quedado quince minutos antes en esta plaza, después de recibir un mensaje en que me decía esas tres temidas palabras: «Tenemos que hablar». En ese momento, había mucha gente paseando y sentada en las terrazas, se respiraba vida. De fondo, bajo los soportales, se oía cómo un violinista tocaba una animada canción, lo hacía con tanta pasión que parecía que las cuerdas fueran a salir disparadas en cualquier momento.

Ella llegó puntual, su semblante era serio y ni siquiera me dio un beso al llegar. Le pregunté si quería tomar algo, pero se negó. Fue breve; «Se acabó», me dijo. A continuación, encadenó varias frases en forma de disculpa para acabar con un «He conocido a alguien».

Hace apenas cinco minutos que se ha dado la vuelta y se ha ido, dejándome plantado en medio de la plaza. Y ha empezado a llover. Todo el mundo corre a refugiarse bajo los soportales, la plaza se queda vacía. Yo también me resguardo de la lluvia, me siento en el suelo junto a la funda vacía del violinista. Algo de música animada me vendrá bien, pero el violinista me mira con ojos tristes y empieza a tocar la canción más bella y triste que he oído jamás. Parece que el violinista también se está riendo de mí.

En cuestión de minutos nos hemos quedado solos el violinista y yo, este deja de tocar. Me levanto y me dirijo de nuevo al centro de la plaza, completamente vacía.

Llueve. Llueve a cántaros. Hace apenas unos minutos, un sol de justicia caía sobre su cabeza y la mía. Pero ahora estoy solo en esta plaza y el agua me empapa hasta el alma. Me da igual, de lejos veo como el violinista empieza a tocar de nuevo una canción triste. Un hombre pasa por su lado y le saca una fotografía. Me la imagino en blanco y negro, apagada, triste y melancólica. Como su canción, como el cielo plomizo. Como yo.

Cuando acabe la guerra

La cálida mañana del 2 de septiembre, el anciano se levantó muy temprano, como cada día desde hacía seis años. Sin mediar palabra con sus compañeros, se sentó en el sillón de siempre, junto a la ventana, y se dispuso a leer la prensa diaria... De 1945. Hacía ya muchas décadas que su cabello se había teñido de blanco, pero en los últimos años, sus recuerdos volvieron a estar junto al sonido de las bombas y los gritos de los heridos de metralla en el improvisado hospital de campaña.

Siempre había sido un hombre muy reservado, distante, no le gustaba hablar de sí mismo y muchísimo menos de la guerra en la que participó cuando tan solo tenía dieciocho años. A pesar de ello, siempre había tenido una buena relación con su familia, se desvivía por sus hijos y nietos. Hasta que una mañana, seis años atrás, su hija se lo encontró sentado en la cama con los ojos fijos en un punto inexistente y murmurando repetidamente: «Cuando acabe la guerra». Desde entonces su cabeza dejó de ser la que era, se volvió huraño y dejó de ocuparse de todo, incluso de su higiene personal y ante el más mínimo ruido, le invadían ataques de pánico cada vez más difíciles de controlar. La situación empeoró hasta el punto de tener que ingresarle en una residencia.

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9788411142557
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