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Notas al pie

1 Referencia irónica a Micky Mouse, el famoso ratoncito de los dibujos animados y a Wotan-Odin, dios nórdico que creó el mundo. La leyenda dice que Wotan se sacrificó durante nueve días y nueve noches colgándose del árbol Ygdrasil, situación durante la cual alcanzó la iluminación e inventó las runas. Wotan es simultáneamente un dios amable y bueno, pero también cruel, ya que representa la naturaleza humana. N.T.

2 Título hereditario concedido por la corona británica. No tiene ninguna equivalencia fuera del territorio británico, no comporta nobleza ni tiene categoría de par. N.T.

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Aunque odio llenar mis páginas de confusos tecnicismos científicos e incluso de neologismos, me siento obligado a afirmar aquí, que si cualquier estudiante inteligente analizara por encima la Economía de la Abundancia, quedaría convencido de que los falsos profetas que denigran el tan necesario incremento en la liquidez de la “inflación” de nuestra circulación monetaria, basando erróneamente su paralelismo en las desgracias inflacionarias de varias naciones europeas durante el período 1919-1923, no consiguen comprender (para engañar, y quizá de modo imperdonable) la situación monetaria tan diferente que existe en Estados Unidos, debido a nuestra reserva de recursos naturales, muchísimo más extensa.

La hora cero, Berzelius Windrip.

LA MAYORÍA de los agricultores hipotecados.

La mayoría de los trabajadores no manuales que llevaban desempleados estos últimos tres, cuatro y hasta cinco años.

La mayoría de la gente que recibía ayudas del Estado y quería más.

La mayoría de los habitantes de los suburbios que no podían pagar los plazos de sus lavadoras eléctricas.

Los grandes sectores de la Legión Americana que creían que solo el senador Windrip les garantizaría y quizá les aumentaría la bonificación.

Los predicadores populares de Myrtle Boulevard o Elm Avenue que, animados por los ejemplos del obispo Prang y el padre Coughlin, creían que podían obtener una valiosa publicidad si apoyaban un programa algo raro que prometía la prosperidad sin que nadie tuviera que trabajar para conseguirla.

Los vestigios del Ku Klux Klan y los líderes de la Federación Laboral Americana, que sentían que los políticos tradicionales no les habían prometido ni cortejado adecuadamente, así como los trabajadores comunes no sindicados que sentían que no habían sido cortejados adecuadamente por la misma Federación Laboral Americana.

Los abogados clandestinos que todavía no se habían agenciado puestos de trabajo en el Gobierno.

La legión perdida de la Liga Anti-Saloon, pues se sabía que, aunque bebía mucho, el senador Windrip también elogiaba mucho la abstinencia, mientras que su rival Walt Trowbridge, aunque bebía muy poco, no decía nada a favor de los mesías de la Ley Seca. Últimamente, a estos mesías la moralidad profesional ya no les parecía rentable, pues los Rockefeller y Wanamaker ya no rezaban con ellos ni les pagaban.

Además de estos necesitados demandantes, un número bastante considerable de burgueses que, aunque eran millonarios, sostenían que los diabólicos banqueros habían frenado en gran medida su prosperidad al limitar sus créditos.

Estos eran los seguidores que esperaban que Berzelius Windrip desempeñara el papel de iniciado divino y les alimentara con generosidad cuando fuera elegido presidente. De entre ellos surgirían la mayoría de los fervientes oradores que hicieron campaña a su favor en septiembre y octubre.

Colándose entre esta turba de exagerados seguidores que identificaban la virtud política con el dinero para el alquiler, llegó en bandada una brigada que no padecía hambre, sino que se veía afectada por demasiado idealismo: intelectuales, reformistas e incluso individualistas inquebrantables que, a pesar de su carácter fraudulento y bufonesco, veían en Windrip un vigor atrevido que prometía un rejuvenecimiento del tullido y senil sistema capitalista.

Upton Sinclair escribió sobre Buzz y habló a su favor, al igual que en 1917 había defendido la entrada incondicional de Estados Unidos en la Gran Guerra (aunque fuera un pacifista inflexible), pues preveía que acabaría, sin lugar a dudas, con el militarismo alemán y, por tanto, con todas las guerras para siempre. Aunque la mayoría de los empresarios piratas se estremecían un poco al tener que relacionarse con Upton Sinclair, también entendían que, independientemente de los ingresos que tuvieran que sacrificar, solo Windrip podía iniciar la recuperación de los negocios. El obispo Manning, de la ciudad de Nueva York, resaltó que Windrip siempre hablaba de la Iglesia y sus pastores con veneración, mientras que Walt Trowbridge salía a pasear a caballo todos los domingos por la mañana y no se conocía ninguna ocasión en que hubiera telegrafiado a un familiar del sexo femenino en el Día de la Madre.

Por otra parte, el Saturday Evening Post enfureció a los pequeños comerciantes tras tildar a Windrip de demagogo y el Times neoyorquino, en su día demócrata independiente, era claramente anti-Windrip. Aun así, casi todas las publicaciones religiosas afirmaban que, con un santo como el obispo Prang como partidario, Windrip debía haber sido inspirado por Dios.

Incluso Europa participó en el espectáculo.

Con una simpatía de lo más pudorosa, explicando que no deseaban inmiscuirse en la política nacional estadounidense, sino únicamente expresar su admiración personal por Berzelius Windrip (ese gran defensor occidental de la paz y la prosperidad), llegaron representantes de varias potencias extranjeras a dar conferencias por todo el país: el general Balbo, muy popular por haber liderado el vuelo de Italia a Chicago en 1933; el Dr. Ernst (Putzi) Hanfstängl, un erudito que, aunque ahora vivía en Alemania y constituía una fuente de inspiración para todos los líderes patrióticos de la Recuperación Alemana, se había licenciado en la Universidad de Harvard y había sido el pianista más popular de su promoción; y el león de la diplomacia británica, el Gladstone de la década de 1930, el apuesto y refinado lord Lossiemouth, quien, como primer ministro, había sido conocido como el honorable Ramsay MacDonald, miembro del comité asesor del monarca.

Las esposas de los empresarios les agasajaban a los tres por todo lo alto. Además, consiguieron convencer a numerosos millonarios (quienes, con todo el refinamiento que les otorgaba su riqueza, consideraban vulgar a Buzz) de que, en realidad, constituía la única esperanza en el mundo para un eficaz comercio internacional.

El padre Coughlin echó una mirada a todos los candidatos y se retiró indignado a su celda.

La Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, que sin duda habría escrito a los amigos que hizo en la cena del Rotary Club de Fort Beulah, si tan solo se acordara del nombre de la localidad, era un personaje bastante importante en la campaña. Se encargaba de explicarles a las votantes lo amable que había sido el senador Windrip al dejarles seguir votando (al menos por ahora); y cantaba “Berzelius Windrip fue a Wash”1 una media de once veces al día.

Aunque su principal tarea consistía en llegar a millones de personas a través de la radio, el mismísimo Buzz, el obispo Prang, el senador Porkwood (intrépido liberal y amigo de los trabajadores y los agricultores) y el director de un periódico y coronel Osceola Luthorne, también viajaron 27.000 millas en un periplo ferroviario de cuarenta días por todos los estados de la Unión, montados en el aerodinámico Vagón Especial de los Hombres Olvidados (de aluminio y color escarlata y plateado, con paneles de madera de ébano, aire acondicionado y motor diésel, tapizado con seda y acolchado con goma).

Además, albergaba un bar privado que nadie olvidaba, excepto el obispo.

Los precios de los billetes fueron el generoso obsequio de la unión de ferrocarriles.

Se pronunciaron más de seiscientos discursos, que abarcaban desde saludos de ocho minutos ante las multitudes que se congregaban en las estaciones, hasta diatribas de dos horas en auditorios y recintos feriales. Buzz estaba presente en todos, normalmente como protagonista; pero, a veces, padecía tal ronquera que solo podía saludar con la mano y graznar “¿qué tal estáis?” mientras le traducían Prang, Porkwood, el coronel Luthorne y tantos voluntarios (de entre su regimiento de secretarios, asesores y especialistas doctorados en historia y economía, cocineros, camareros y barberos) como pudieran engatusar para que dejaran de jugar a los dados con los periodistas, fotógrafos, ingenieros de sonido y locutores que les acompañaban. Tieffer, de la agencia de noticias United Press, calculó que Buzz apareció así, en persona, ante más de dos millones de personas.

Mientras tanto, volando casi a diario entre Washington y el lugar donde estuviera Buzz, Lee Sarason supervisaba a docenas de telefonistas y cantidad de taquígrafas que contestaban al día miles de llamadas, cartas, telegramas y cables (y a veces también abrían alguna caja con caramelos envenenados). El mismísimo Buzz estableció como norma que todas estas chicas debían ser guapas y razonables, estar absolutamente cualificadas y relacionadas con gente que tuviera influencia política.

Cabe destacar que, en este prostíbulo de “relaciones públicas”, Sarason no utilizó ni una sola vez “contactar” como verbo transitivo.

El honorable Perley Beecroft, candidato a la vicepresidencia, estaba especializado en las convenciones de órdenes fraternales, confesiones religiosas, agentes de seguros y viajantes.

El coronel Dewey Haik, que había presentado la candidatura de Buzz en Cleveland, tenía una función única en el mundo de las campañas políticas (constituía una de las invenciones más ingeniosas de Sarason). Haik no hablaba a favor de Windrip en los lugares más frecuentados y obvios, sino en marcos tan peculiares que su aparición salía en la prensa; Sarason y Haik se encargaban de que hubiera hábiles cronistas presentes para redactar la noticia. Tras volar en su propio avión, que recorría miles de millas a diario, soltaba sus discursos frente a nueve mineros estupefactos a los que alcanzó en una mina de cobre situada una milla por debajo de la superficie, mientras treinta y nueve fotógrafos les disparaban con sus cámaras; desde una lancha motora a una flota pesquera parada durante una niebla en el puerto de Gloucester; desde la escalinata del edificio de Depósito de los fondos federales, en Wall Street, al mediodía; a los aviadores y el personal de tierra del aeropuerto de Shushan, en Nueva Orleans (los pilotos solo se reían de él durante los primeros cinco minutos, hasta que empezaba a describir los valientes pero cómicos esfuerzos de Buzz Windrip por aprender a volar); a policías estatales, coleccionistas de sellos, jugadores de ajedrez en clubes secretos y constructores de elevados edificios en pleno trabajo; así como en cervecerías, hospitales, redacciones de revistas, catedrales, diminutas iglesias en cruces de carreteras, cárceles, manicomios y locales nocturnos, hasta que los directores artísticos empezaron a enviar a los fotógrafos notas internas del tipo: “¡Por el amor de Dios! ¡No más fotos del coronel Haik soltando el rollo en instalaciones deportivas ni en la trena!”

Pero, aun así, seguían usando las fotos.

Pues, el coronel Dewey Haik era un personaje con una luz casi tan intensa como la del mismísimo Buzz Windrip. Hijo de una familia de Tennessee venida a menos, con un abuelo general confederado y el otro, un Dewey de Vermont, había recogido algodón, se había convertido en un joven operador telegráfico, había conseguido acabar trabajosamente sus estudios en la Universidad de Arkansas y la facultad de derecho de la Universidad de Missouri, se había asentado como abogado en un pueblo de Wyoming y luego en Oregón y, durante la guerra (en 1936, cuando solo tenía cuarenta y cuatro años) había servido en Francia como capitán de infantería con honores. Tras regresar a Estados Unidos, fue elegido congresista y se convirtió en coronel de la milicia. Estudió historia militar, aprendió esgrima, a volar y a boxear; era un personaje estirado, pero poseía una sonrisa bastante afable; y gustaba por igual a los disciplinarios oficiales de alto rango del ejército y a matones como el Sr. Shad Ledue, el Calibán de Doremus Jessup2.

Haik devolvió al redil de Buzz a los filibusteros que más se habían burlado de la solemnidad del obispo Prang.

Mientras tanto, Hector Macgoblin, el culto doctor, corpulento aficionado al boxeo y coautor junto con Sarason del himno de la campaña, “Sacad el mosquete de antaño”, se estaba especializando en inspirar a profesores universitarios, asociaciones de maestros de institutos, equipos profesionales de béisbol, campos de entrenamiento de boxeadores, congresos de medicina, escuelas de verano donde conocidos autores enseñaban el arte de la escritura literaria a concienzudos aspirantes que nunca podrían aprender a escribir, campeonatos de golf y todos los eventos culturales de este tipo.

Sin embargo, el pugilístico Dr. Macgoblin se acercó más al peligro que cualquier otro miembro de la campaña. Durante un mitin en Alabama, donde había demostrado de manera satisfactoria que ningún negro con menos de un 25% de “sangre blanca” podía ascender al nivel cultural de un representante de medicinas sin receta, la reunión fue asaltada, más bien, la sección blanca rica de la reunión fue asaltada, por un grupo de gente de color, liderado por un negro que había sido cabo en el frente occidental en 1918. La elocuencia de un clérigo de su misma raza consiguió salvar a Macgoblin y a la localidad.

Verdaderamente, como decía el obispo Prang, los apóstoles del senador Windrip estaban predicando su mensaje a todo tipo de hombres, incluso a los infieles.

Pero lo único que Doremus Jessup dijo a Buck Titus y al padre Perefixe fue:

“Esta es la revolución de los rotarios.”

Notas al pie

1 Nuevamente el juego de palabras. “Berzelius Windrip fue a Washington, o fue a lavar”. N.T.

2 Calibán, personaje de “La tempestad” de Shakespeare, un salvaje primitivo, esclavizado por el protagonista, que representa los aspectos más materiales e instintivos del ser humano.

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En mi infancia tuve una maestra solterona que solía decirme: “Buzz, eres el burro más estúpido de toda la escuela”. Pero yo noté que me lo repetía con mucha más frecuencia de lo que decía a los otros niños lo listos que eran. Así, llegué a ser el alumno del que más se hablaba en todo el municipio. El Senado de los Estados Unidos no es muy diferente. Por tanto, quisiera agradecer a muchos de esos estirados, sus comentarios sobre un servidor.

La hora cero, Berzelius Windrip.

SIN EMBARGO, había algunos infieles que no hacían caso a aquellos mensajeros (Prang, Windrip, Haik y el Dr. Macgoblin).

Walt Trowbridge dirigió su campaña con tanta tranquilidad como si estuviera seguro de ganar. No fue muy exigente consigo mismo, pero tampoco se quejó de los Hombres Olvidados (había sido uno de ellos de joven y no pensaba que fuera algo tan malo) ni se convirtió en un histérico en el bar privado de un tren especial, escarlata y plateado. Tranquila y tenazmente, hablando en la radio y en algunas grandes salas, explicó que defendía una distribución de la riqueza muchísimo mejor, pero que debía lograrse cavando con constancia y no con dinamita, que destruye más que excava. No era especialmente emocionante. La economía rara vez lo es, excepto cuando la ha dramatizado un obispo, la ha puesto en escena e iluminado un Sarason y la ha representado apasionadamente un Buzz Windrip, con estoque y mallas azules de raso.

Para la campaña, los comunistas habían presentado hábilmente a sus candidatos expiatorios; de hecho, lo hicieron los siete partidos comunistas existentes. Si se hubieran mantenido unidos, habrían conseguido 900.000 votos, por lo que decidieron evitar esa ordinariez burguesa mediante escisiones entusiastas. Entre sus credos se incluían ahora: el Partido, el Partido de la Mayoría, el Partido Izquierdista, el Partido Trotskista, el Partido Comunista Cristiano, el Partido de los Trabajadores y, con un nombre menos simple, una amalgama llamada, Partido Comunista Americano Nacionalista Patriótico Cooperativo Fabiano y Postmarxista (aunque sonara a la realeza, no tenía nada que ver con la monarquía).

Sin embargo, estas incursiones radicales no resultaban muy significativas si se comparaban con el nuevo partido jeffersoniano, creado repentinamente por Franklin D. Roosevelt.

Cuarenta y ocho horas después del nombramiento de Windrip, en Cleveland, el presidente Roosevelt hizo público su desafío.

El senador Windrip, afirmaba, no había sido elegido “por los cerebros y corazones de los auténticos demócratas, sino por sus emociones enloquecidas temporalmente”. Aunque fuera un demócrata, no apoyaría más a Windrip de lo que apoyaría a Jimmy Walker.

Aun así, decía, no podía votar al partido republicano, el “partido de los privilegios arraigados”, por más que hubiera apreciado la lealtad, la honestidad y la inteligencia del senador Walt Trowbridge en los últimos tres años.

Roosevelt dejó claro que su facción jeffersoniana (o de la verdadera democracia) no constituía un “tercer partido”, es decir, que no sería permanente. Desaparecería en cuanto los hombres honestos que piensan con serenidad volvieran a tomar el control de la antigua organización. Buzz Windrip provocó un gran regocijo al llamarlo el “partido del Ratón con Complejo de Toro”, pero al presidente Roosevelt se le unieron casi todos los miembros liberales del Congreso (demócratas o republicanos) que no habían seguido a Walt Trowbridge, al igual que Norman Thomas y los socialistas que no se habían vuelto comunistas, los Gobernadores Floyd Olson y Olin Johnston y el alcalde La Guardia.

El defecto más notable del partido jeffersoniano, como el del senador Trowbridge, era que representaba la integridad y la razón en un año en que el electorado estaba ansioso por emociones vívidas y sensaciones ardientes, asociadas normalmente, no con los sistemas monetarios ni los índices fiscales, sino con el bautismo por inmersión en un arroyo, el amor juvenil bajo los olmos, el whisky solo, las orquestas angelicales que se oyen bajo la luna llena, el miedo a la muerte cuando un automóvil se tambalea en lo alto de un cañón o saciar la sed en un desierto con agua de un manantial; es decir, todas las sensaciones primitivas que creían encontrar en los alaridos de Buzz Windrip.

Lejos de las salas de baile de cálida iluminación, donde todos estos directores de banda con chaquetas rojas se peleaban con voces chillonas para decidir quién dirigiría, por el momento, el tremendo entusiasmo espiritual, muy lejos, en las frescas colinas, un pequeño hombre llamado Doremus Jessup, un simple director de un diario que ni siquiera tocaba el bombo, se preguntaba, confundido, qué debería hacer para salvarse.

Quería seguir a Roosevelt y al partido jeffersoniano, en parte porque admiraba a ese gran hombre y en parte por el placer de escandalizar al anquilosado republicanismo de Vermont. Pero no podía creer que los jeffersonianos tuvieran ninguna posibilidad; lo que sí creía era que, a pesar del olor a naftalina de muchos de sus correligionarios, Walt Trowbridge era un hombre valiente y competente, por lo que, día y noche, Doremus se dedicaba a recorrer el valle de Beulah haciendo campaña a su favor.

Debido a su confusión, en su escritura surgió un pulso firme y desesperado que sorprendió a los lectores habituales del Informer. Por una vez, no era gracioso ni tolerante. Aunque nunca dijo nada peor del partido jeffersoniano que “es demasiado adelantado para su época”, fue a por Buzz Windrip y su panda con látigos, gasolina y escándalos, tanto en los editoriales como en los artículos periodísticos.

En persona, se pasaba todas las mañanas entrando y saliendo de tiendas y casas, discutiendo con los votantes y recabando pequeñas entrevistas.

Esperaba que en Vermont, tradicionalmente republicana, predicar el evangelio de Trowbridge le resultaría una tarea fácil e incluso demasiado monótona. Lo que descubrió fue una desalentadora preferencia por Buzz Windrip, en teoría demócrata. Además, se percató de que dicha preferencia ni siquiera estaba basada en una patética confianza en las promesas de Windrip sobre una felicidad utópica para todo el mundo en general. Se trataba, sobre todo, de una confianza en que el votante y su familia obtendrían más dinero.

De entre todos los factores de la campaña, la mayoría solo se fijó en lo que consideraba el humor de Windrip y en tres puntales de su programa: el cinco, que prometía aumentar los impuestos a los ricos; el diez, que condenaba a los negros, pues nada resulta tan edificante para un agricultor despojado de sus bienes o para un obrero que recibe ayudas del Estado que tener una raza, cualquier raza, a la que poder menospreciar, y, sobre todo, el punto once, que anunciaba, o parecía anunciar, que el trabajador medio recibiría inmediatamente 5.000$ al año. (Y, cada vez más tertulianos de pacotilla explicaban que realmente serían 10.000$. ¡Anda que no! ¡Iban a recibir cada centavo que había ofrecido el Dr. Townsend y todo lo que habían previsto el resto: el fallecido Huey Long, Upton Sinclair y los utópicos!)

Cientos de ancianos del valle de Beulah se lo tragaron de tal manera que entraron sonrientes a la ferretería de Raymond Pridewell para encargar nuevos hornos de cocina, sartenes de aluminio y mobiliarios completos para el baño, a pagar el día después de la toma de posesión. El Sr. Pridewell, un antiguo republicano seguidor de Henry Cabot Lodge y lleno de telarañas, perdió la mitad de su jornada laboral echando a estos felices herederos de fabulosas fortunas, pero ellos siguieron soñando, y Doremus, acosándoles, descubrió que las simples cifras no tienen nada que hacer ante los sueños..., incluso ante el sueño de conseguir nuevos Plymouths, latas de salchichas ilimitadas, cámaras cinematográficas y la perspectiva de no tener que despertarse antes de las 7:30 de la mañana nunca más.

Así respondió Alfred Tizra, apodado “Snake” (serpiente) y amigo de Shad Ledue, jardinero de Doremus. Snake era un camionero duro como el acero y tenía un taxi; había cumplido varias penas por agresión y transporte de alcohol de contrabando. En una época se ganó la vida cazando serpientes de cascabel y víboras cobrizas en el sur de Nueva Inglaterra. Bajo el presidente Windrip, le aseguró burlonamente a Doremus, tendría suficiente dinero para empezar una cadena de bares de carretera en todas las comunidades secas de Vermont.

Aunque a Ed Howland (uno de los tenderos menos importantes de Fort Beulah) y Charley Betts (propietario de una tienda de muebles y un negocio de pompas fúnebres) les molestaba que cualquiera comprara alimentos y muebles (o incluso contratara un entierro) a crédito de Windrip, también estaban totalmente a favor de que la población comprara a crédito otros artículos.

Aras Dilley, un lechero que ocupaba una desvencijada y sucia cabaña en lo alto del monte Terror, junto con su esposa desdentada y siete niños sucios, le gruñó a Doremus (quien con frecuencia le había llevado cestas de comida, cajas de cartuchos para escopeta y montones de cigarrillos): “Bueno, quiero decirle que, cuando el Sr. Windrip salga elegido presidente, ¡nosotros, los granjeros, vamos a fijar los precios de nuestras propias cosechas! ¡Se os acabó el chollo a vosotros, los listillos de la ciudad!”

Doremus no podía culparle. Si Buck Titus, con cincuenta años, parecía un treintañero, Aras, de treinta y cuatro, parecía un cincuentón.

El socio especialmente desagradable de Lorinda Pike en la taberna del Valle de Beulah, un tal Sr. Nipper, al que esperaba perder de vista pronto, combinaba el jactarse de lo rico que era con el regodeo de lo mucho más que se iba a enriquecer bajo el régimen de Windrip. El “profesor” Staubmeyer citaba cosas agradables que Windrip había dicho sobre el aumento de los salarios para los maestros. Para demostrar que al menos su corazón no era judío, Louis Rotenstern se volvió más lírico que cualquiera de ellos. Incluso, Frank Tasbrough (las canteras), Medary Cole (el molino y las grandes inmobiliarias) y R. C. Crowley (el banco), a quienes, es de suponer, no les hacía gracia los planes de introducir impuestos sobre la renta más elevados, sonreían felinamente y daban a entender que Windrip era “un tipo mucho más sensato” de lo que imaginaba la gente.

Sin embargo, en Fort Beulah no había un defensor más activo de Buzz Windrip que Shad Ledue.

Doremus ya sabía que Shad tenía talento para expresar su punto de vista y lucirse; sabía que una vez había convencido al viejo Sr. Pridewell para que le confiara un rifle del calibre 22, valorado en veintitrés dólares; que, fuera del ámbito compuesto por las carboneras y los monos manchados de grasa, había cantado una vez “Rollicky Bill the Sailor” en una reunión masculina de la Antigua Orden Independiente de los Rams; y que estaba dotado de la suficiente memoria para citar los editoriales de los periódicos de Hearst como si se trataran de sus propias reflexiones profundas. Pero, a pesar de conocer todo ese potencial que poseía para una carrera política (no muy por debajo del de Buzz Windrip), Doremus se sorprendió al encontrarse a Shad soltándoles a los trabajadores de la cantera un discurso improvisado a favor de Windrip y, más tarde, como presidente de un mitin en el salón Oddfellows. Shad hablaba poco, pero se burlaba despiadadamente de los seguidores de Trowbridge y Roosevelt.

En los encuentros donde no hablaba, Shad era un guardián incomparable y, gracias a esa apreciada cualidad, fue requerido en mítines a favor de Windrip en lugares tan lejanos como Burlington. Fue él quien, vestido con un uniforme de la milicia y montando hábilmente un gran caballo blanco de tiro, encabezó el último desfile a favor de Windrip, en Rutland..., e importantes hombres de negocios, incluso distribuidores mayoristas de artículos de confección, le llamaban con cariño “Shad”.

Doremus estaba pasmado y se sintió un poco arrepentido por no haber sabido apreciar a este ejemplar recién descubierto; sentado en el salón de la Legión Americana, escuchaba a Shad mientras este bramaba: “No pretendo ser otra cosa que un simple currante, pero existen cuarenta millones de trabajadores como yo. Y todos sabemos que el senador Windrip es el primer estadista en años que piensa en lo que necesita la gente como nosotros, antes de pensar en cualquier maldito asunto político. ¡Venga, tíos! ¡Los ricachones os piden que no seáis egoístas! ¡Walt Trowbridge os pide que no seáis egoístas! ¡Pues sed egoístas y votad al único hombre que está dispuesto a daros algo y que no se limitará a sacaros cada centavo y cada hora de trabajo que pueda!”

Doremus gimió en su fuero interno: “¡Dios mío, Shad! ¡Y pensar que haces esto cuando deberías estar trabajando para mí!”

Sissy Jessup se sentó en el estribo de su coupé (suyo por derecho de ocupante) con Julian Falck, que había venido de Amherst para el fin de semana, y Malcolm Tasbrough, apretujados a ambos lados.

“¡Oh, venga! Vamos a dejar de hablar de política. Windrip va a salir elegido, así que, ¿por qué perder el tiempo rajando cuando podríamos bajar al río y pegarnos un baño?”, se quejó Malcolm.

“No va a ganar sin que opongamos una dura resistencia. Voy a hablar con los alumnos del instituto esta noche... Intentaré convencerles para que les digan a sus padres que deben votar a Trowbridge o Roosevelt”, respondió bruscamente Julian Falck.

“¡Ja, ja, ja! ¡Y por supuesto los padres estarán encantados de hacer lo que les digas, Julian! ¡Vosotros los universitarios sois increibles! Además, ¿quieres ponerte serio con este estúpido asunto?”, Malcolm poseía la insolente seguridad en sí mismo que le proporcionaban sus músculos, su brillante pelo negro y su gran coche propio; era el líder perfecto de los Camisas Negras y miró con desprecio a Julian, quien, aunque tenía un año más, era pálido y más bien delgado. “De hecho, será bueno tener a Buzz. Acabará rápidamente con todo este radicalismo, toda esta libertad de expresión y toda esta difamación de nuestras instituciones más básicas...”

“El American de Boston, el martes pasado, página ocho”, murmuró Sissy.

“... ¡Y no me extraña que tengas miedo de él, Julian! Sin duda meterá en la trena a alguno de tus profes anarquistas preferidos de Amherst. ¡Y quizá a ti también, camarada!”

Los dos jóvenes se miraron con una furia medida. Sissy les calmó protestando: “¡Por Dios! ¿Podéis dejar de pelear?... ¡Ay, queridos, estas asquerosas elecciones! ¡Asquerosas! Parece que están dividiendo a todas las poblaciones, a todos los hogares... ¡Mi pobre padre! ¡Está muy afectado!”

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9788491140191
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