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Capítulo 5
El primer día de integración

Cuando leí por primera vez sobre los animales de poder, siempre me identifiqué especialmente con el lobo. Su naturaleza solitaria, astuta, inteligente, observadora y majestuosa me hizo creer que manteníamos una especie de vínculo sagrado. Lo extraño de lo sucedido la noche anterior me demostró lo equivocado que estaba. Un tigre negro y un tigre blanco, el ying y el yang de un felino poderoso, la luz y la oscuridad revelados por virtud de la fuerza.

La luz del sol empezaba a penetrar tímidamente entre las hojas y abrí los ojos interrumpiendo mis cavilaciones con el cuerpo dolorido por las horas durmiendo sobre el suelo de madera. No sé exactamente cuánto estuve allí, ni qué hora era, pero estaba empapado en sudor, notando cómo mis sentidos permanecían aún agudizados. Me levanté sin dificultad y, tras ponerme las botas, regresé a mi sencillo hogar en medio de esa espesura de vida.

Las plantas y los árboles lucían más brillantes que nunca y sus vívidos colores resplandecían al sol. Los sonidos de la selva expresaban un hermoso estado de felicidad y armonía ante el nuevo día. No había quejas, ni dolor, ni pesar, solo alegría y agradecimiento que, poco a poco, me envolvió en un intenso gozo. Paré y respiré profundamente al tiempo que una plenitud inexplicable me llenó por dentro. Sonriente, proseguí mi trayecto hasta que un fuerte olor pútrido y agrio rompió mi armonía en mil pedazos, mi estómago se agitó y el pelo se me erizó ante aquella desagradable sensación en las fosas nasales.

—¡Dios, a qué huele esto! —exclamé al llegar delante de mi palapa. Decidido, y con la nariz tapada, empecé a investigar por el tambo atentamente ya que ese nauseabundo olor provenía de algo de allí. El colchón, la ropa, la mochila… Todo lo que yo había usado me producía un punzante rechazo.

Era yo, mi olor humano, del que había escuchado en documentales huía la mayoría de animales salvajes con solo percibirlo. Me desnudé rápidamente, observando que en la mesa habían dejado hojas para limpiarme y la jarra, esta vez llena de un líquido rojizo. Amontoné como pude todo aquello, excepto el colchón, en una de las esquinas y lo introduje en una bolsa grande de basura que por suerte recordé llevar en uno de los bolsillos de la mochila. El olor de la sustancia del aeropuerto era completamente horrible y tuve que hacer varios intentos antes de poder tocarla, era como si estuviera rodeada de un escudo de fuerza pestilente al cual era incapaz de acercarme sin vomitar en el intento. Finalmente, por suerte, lo logré.

Le hice un fuerte nudo para sellar su hedor, agarré las hojas, el traje blanco, y me alejé rápidamente de allí, todavía con la nariz tapada.

Desnudo, recorrí un camino que torcía hacia la izquierda del más visible, donde a lo lejos se oía la corriente de un riachuelo. No era muy grande, de unos cuatro metros de ancho por un palmo de profundidad. El agua estaba sorprendentemente fría y era uno de los pocos sitios donde había un claro por donde el sol mostraba su majestuosa fuerza.

Cuidadosamente caminé por las piedras resbaladizas llegando a un punto que parecía algo más profundo, donde podría estirarme. Observé un buen rato con mucha atención antes de sentarme ya que estaba en el Amazonas y no ver nada, no significa que no lo hubiera y más estando desnudo, donde cualquier orificio podía ser escondrijo perfecto para algún pez osado, como recordaba también de algún reportaje.

Dispuse las hojas en una piedra alta, al igual que el traje, y me relajé sintiendo el agua fresca acariciar mi sensible cuerpo, mientras esta me balbuceaba al oído hipnóticas palabras en lengua extraña. Entre ensoñaciones, un ruido que fui incapaz de identificar me devolvió a la realidad. Había perdido de nuevo la noción del tiempo porque la piel de mis manos estaba ya muy arrugada, así como la de mis pies. Empecé a frotar con fuerza las hojas por todo el cuerpo, impregnándome de un dulce olor anisado al igual que de un tono verdoso. El pelo, la cara, los brazos… concienciado en librarme de toda mi desagradable marca urbanita. Sentía que mi ser se desprendía al mismo tiempo de algo que no logré identificar, y ello me liberaba de un peso, haciéndome más ligero. Enjuagué igualmente el traje que ahora ya no era blanco, sino más bien verde claro, pero prefería teñirlo antes de que mantuviera cualquier rastro del hediondo olor. Tendí la ropa en unas ramas y me estiré libre al sol, sobre una gran piedra plana absorbiendo la maravillosa energía que brindaba a mi cuerpo. Todo era tan simple, tan puro, que mi mente, plenamente anclada al presente, olvidó por momentos la naturaleza del mundo de donde provenía para sumergirse, en cuerpo y alma, en ese rincón de planeta.

No tardé en coger el traje ya casi seco y regresar por donde había venido ante la increíble potencia del astro rey. El olor era todavía evidente pero soportable y, animado, decidí trasladar la bolsa sobre un montículo donde yacía una enorme piedra que estaba a unos diez metros de mi cama, importándome bien poco lo que sucediera con todo ello mientras su corrupción estuviera a razonable distancia de mí. Froté aplicadamente con algunas hojas sobrantes el colchón de dormir, que aún mantenía algún rastro de la primera noche. No sé si por causa de ese olor, sentía el estómago completamente cerrado y la sensación de hambre era completamente nula.

La mañana fue transcurriendo sin prisa mientras fui bebiendo el amargo mejunje rojo.

Las sombras empezaron a estirarse, mi cuerpo chorreando de pegajosa humedad reclinado sobre la hamaca, mientras reflexionaba sobre lo sucedido los dos días anteriores, sin saber muy bien cómo explicarlo.

Una extraña sensación me invadió al escuchar el sonido del cuerno, según tenía entendido, hoy era día de integración y no de trabajo. Qué raro, pensé, incorporándome para vestirme con mi nuevo atuendo verde camuflaje, quizá don Pedro quiere comunicarnos algo y por ello nos reúne.

Al llegar a la Gran Palapa observé delante de donde cada uno se sentaba un trozo de piedra grande similar al carbón. Todos fueron llegando y mostrando la misma cara de sorpresa, incluida Isabel, que me miró tiernamente con una dulce sonrisa. Don Pedro estaba en su sitio habitual, pero no tenía nada distribuido encima del colorido tapete. Observé atentamente el trozo de mineral sin tocarlo. Era de color negro brillante, de forma hexagonal y parecía ajeno a este planeta, rodeado por cientos de largas estrías como pequeños canales. Me vino a la cabeza la imagen de los cuarzos blancos que había en la cueva de Superman, aunque oscuros aquí.

—Bienvenidos de nuevo —dijo don Pedro con su característico tono serio—, que hoy sea día de integración no significa que vuestro proceso de crecimiento y evolución tenga que detenerse, y aunque se sale de la norma de mis trabajos, creo que por la energía que desprende el grupo, podemos ir un poco más lejos. Este mineral que tenéis delante se llama turmalina y sirve para que vuestro ser enraíce con la Madre Tierra. Conectaremos vuestro primer chacra con el núcleo de la tierra para unificaros con la esencia de la vida y aquello que cada uno de nosotros hace aquí. Os ayudará a limpiar vuestras energías negativas fortaleciendo vuestro campo magnético, protegiéndoos de cualquier ataque psíquico u oscuro. Hoy el trabajo será exclusivamente a través de la meditación con la turmalina.

Mientras nos comentaba esto, Raúl, el chico que lo ayudaba, entró con un cuenco tibetano cobrizo del tamaño de una ensaladera. Todos estábamos algo extrañados por la fusión de conceptos, más budistas o nepalíes que amazónicos, pero, evidentemente, don Pedro era hombre de mundo y recursos.

Me senté cómodamente con la turmalina entre las manos y cerré los ojos. Su tacto era suave, aristado y frío en un inicio. El sonido agudo del cuenco empezó a fluir por todo el espacio, notando cómo la turmalina respondía a esa vibración con un ligero cosquilleo que me fue subiendo por los brazos hacia la cabeza, para posteriormente descender por la columna a las caderas, rodillas, tobillos y pies. Un zumbido muy suave y agradable empezó a resonar dentro de mí con lo que poco a poco me fui relajando aún más, sintiendo cómo mis pies en contacto con la madera del suelo literalmente se enraizaban en ella.

Ya no existía separación entre ellos, y mis raíces fueron extendiéndose, reptando hasta los pilares laterales de la Palapa, en contacto con el suelo de la selva. A través de ellos empezaron a adentrarse en la tierra hasta llegar a una gran esfera oscura y brillante que entendí se encontraba en el centro de este planeta y, al tocarla, de pronto empezó a ascender por ella una sustancia densa y negruzca que subía rápidamente hacia mí. Mi primera reacción fue la de separar los pies del suelo, pero fue imposible, estaban completamente fusionados en él, surgiendo en mi interior un golpe de miedo ante aquello que se aproximaba.

«Siente», escuché dulcemente en algún lugar dentro de mí, con lo que en contra de aquello que sentía, tomé el control de mi cuerpo y, respirando hondo, intenté exhalar esa tensión en un largo y profundo suspiro.

Penetró por cada uno de los dedos de mis pies, envolviendo como un remolino todos mis tejidos, músculos y huesos como si de una momia se tratara. No conseguía identificar qué era aquello hasta que ascendió por mi boca, nariz, ojos y frente a un sabor a tierra húmeda que me invadió completamente. Una tierra oscura que vibraba en una especie de latido al son del cuenco tibetano. La oscuridad me había envuelto completamente, aunque era una oscuridad cálida y llena de vida. No era la de la muerte que todos imaginamos, sino algo lleno de cariño y amor. Era una oscuridad completa y plena que me hizo comprender por qué los árboles y las plantas buscan enraizarse en lo más profundo de ese mundo, encontrando el cariño, la energía y bondad de la Madre Tierra.

Yo también era hijo de ese mundo y era querido igualmente. No había distinción entre seres ni formas, todos éramos parte del mismo mundo y el amor de la tierra que nos ha visto nacer siempre nos acompaña, por ser las chispas esenciales de ella misma, pues del polvo nacemos y en polvo nos convertimos al morir. Sencillamente me desintegré en la profundidad de esa negrura que todo lo completaba, al tiempo que los sonidos de la selva cambiaron para adentrarse conmigo en la oscuridad de esa inmensa noche.

Capítulo 6
Noche en compañía

Ya no quedaba nadie en la palapa cuando desperté. Era de noche y solo algunos velones del círculo que colocó Raúl aún iluminaban en medio de la oscuridad.

Decidí que para regresar lo haría con una de aquellas velas; a oscuras, sería un total despropósito con alta probabilidad de final trágico. Intentando orientarme cuidadosamente, despacio, fui recorriendo el caminito embarrado de regreso a mis aposentos por llamarlos de alguna forma. Lo cierto es que no había duda de la proximidad de mi mochila en la bolsa de ropa; más que ver el trayecto con los ojos, lo olía como un sabueso hacia el lugar al que la podredumbre me llevaba. Por suerte, no tardé mucho en llegar porque varias veces me invadió la sensación de que alguien o algo me observaba, produciéndome un estado de intranquilidad y presteza por ubicarme en una zona más elevada del suelo.

Dispuse el velón encima de la mesa y busqué la bolsita en la que tenía la pequeña linterna frontal que compré justo antes del viaje, imaginando alguna situación como aquella. Regulé nuevamente la goma y me la puse recordando que tenía dos posiciones, una con luz blanca y otra con luz roja. Me era francamente cómoda y útil. Me desnudé en un intento de sentirme un poco más fresco, incluso de noche la humedad es terriblemente insoportable y pegajosa.

Estaba seguro de que ya era muy tarde y a pesar de no saber la hora, los grillos, chicharras, ranas, titís y monos aulladores, acompañados por algunos destellos de luz de luna filtrado entre la arboleda, me indicaban que ya no faltaba mucho para que amaneciera. Era momento de acostarme y, reclinándome, enfoqué sin querer parte del techo de hojas de la palapa que me cubría encima de mi cabeza. Al moverse la luz por ellas, unos destellos brillantes surgían de la nada, cambiando su tonalidad al cambiar yo de luz blanca a roja. Mirara por donde mirara, aparecían por decenas como si de una decoración navideña se tratara y sorprendido me acerqué a contemplar con atención qué era aquello.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al percatarme de que eran enormes arañas a las que les brillaban los ojos por efecto de la luz. A simple vista pude deducir rápidamente que encima de mi cabeza habría unas cien tirando muy pero que muy corto. Eran peludas y negras, de unos diez centímetros de diámetro, que asomaban en medio de las hojas sobrepuestas como techo.

Rápidamente abrí la mosquitera tirándome en el colchón aún húmedo y maloliente, procurando que ninguna parte de mí estuviera en contacto con la fina tela blanca que me separaba del exterior. Nunca he tenido miedo a arañas e insectos, pero aquello era excesivo teniendo en cuenta las circunstancias y el lugar donde me encontraba. Me acurruqué como una bola mientras el colchón se molestaba en recordarme con cada inhalación mi naturaleza humana.

Intentando no pensar en nada de todo aquello, con cierto miedo, asco y temor, acabé cayendo en una especie de sueño intranquilo que me alejó de allí.

Capítulo 7
La segunda ceremonia de ayahuasca

Los gritos de un grupo de monos que parecían estar dentro de mi cabeza me despertaron súbitamente. Por la intensidad de la luz pude deducir que ya era pleno día y, a pesar de ello, seguía estando aún en posición fetal. Como buenamente me fue posible, con medio cuerpo dormido y el otro medio dolorido, conseguí salir de la mosquitera. Sin darme cuenta, en un acto casi inconsciente, observé si mis compañeros de habitación seguían por allí. Parece ser que por el día prefieren la parte superior de las hojas y suspiré algo aliviado. Noté que mi olor había perdido frescor por contacto del colchón y decidí regresar al riachuelo a lavarme de nuevo.

Hoy celebraríamos la segunda ceremonia de ayahuasca y tenía que estar centrado en el trabajo. Había un nuevo manojo de hojas en la mesa y al cogerlas me di cuenta de que eran diferentes. Estas eran alargadas, de un tono verde apagado, con un aroma mucho más fuerte. Bebí un poco del brebaje rojo, que parecía gritarme de impaciencia, deslizándose por mi garganta con sorprendente ligereza a pesar de ser muy poco agradable. Entendí que mi cuerpo estaba completamente vacío y cualquier ingesta era gratamente recibida. Lo sorprendente era que, a pesar de esta sensación, cada día desde la llegada había tenido que visitar el agujero negro para aliviar mis intestinos.

Desnudo y descalzo, pisando con cuidado, regresé por el caminito hacia el fresco arroyo. Me sitúe en el mismo lugar del día anterior, frotándome con fuerza las hojas en la piel; el olor era mucho más agudo, con unos tonos muy fuertes a raíz y tierra. Esta vez mi cuerpo pareció absorber esas esencias apreciando una especie de armonía con todo el entorno. Centrado en restregarme bien las quebradizas hojas, un fuerte zumbido se me acercó por la espalda. Sorprendido y asustado, me giré bruscamente encontrándome cara a cara con un hermoso colibrí azul brillante que revoloteaba de un lado a otro a velocidad asombrosa. Fascinado por la increíble belleza de ese admirable ser, me entretuve un buen rato con sus maniobras aéreas y su delicadeza al sorber el néctar de unas coloridas flores que asomaban al borde del agua. Estiré mi mano con la vana esperanza de que se acercara, pero en dos zigzagueos desapareció entre la vegetación, tan rápido como había aparecido.

Sentí que la selva me mandaba un guiño de confianza al ofrecerme ese espectáculo.

Regresé, aunque justo dos minutos después de salir del agua ya estaba de nuevo húmedo y sudoroso. La luz solar iba y venía, aumentando súbitamente y apagándose, al igual que los golpes de bochorno. Era evidente que estaba nublado y que sin duda iba a llover. El trabajo de la noche sería duro y decidí, temeroso por lo que pudiera pasar, guardar fuerzas estirado en la hamaca donde, balanceándome, quedé traspuesto entre calores.

Desperté súbitamente cuando mi corazón me zarandeó de forma brusca al escuchar el sonido del cuerno. Recogí el verde traje del improvisado tendedero de ramas, lo examiné bien no fuera el caso que tuviera algún habitante inesperado, me lo puse y recorrí nuevamente entre dudas el trayecto a la casa de las ceremonias. Estaba completamente nublado y más temprano que tarde llovería.

Me senté en los dos escalones de la entrada para sacudirme los pies mientras algunos de los participantes iban entrando. Nuestros saludos eran fugaces al igual que nuestras miradas, creo porque era mejor evitar mucha complicidad en un proceso como ese. Me coloqué en el que ya parecía por asignación ser mi sitio observando que faltaban otros dos asistentes.

El último en entrar fue don Pedro que iba acompañado del joven nativo Raúl, cargado de objetos para realizar el trabajo. Cruzaron en silencio y sentándose, extendieron un paño naranja donde fueron disponiendo encima los enseres en unas posiciones que parecían ya predeterminadas. Cuando estuvo todo preparado, en un acto casi reflejo, levanté la mano. Don Pedro me miró e indicó que hablara.

—He estado reflexionando y quería ante todo pedir disculpas por lo sucedido en el anterior trabajo de ayahuasca. Abrumado por un poder que desconocía me dejé llevar por él, molestando con mi egoísmo al conjunto del grupo. Lamento profundamente cualquier mala sensación que ello os haya provocado, así como espero y deseo me perdonéis por mi ignorancia y falta de respeto. Sinceramente, os pido perdón.

A pesar de no estar seguro de que me hubieran entendido con toda la claridad que deseaba, por mi limitado inglés, la mayoría asintió con la cabeza en actitud de satisfacción y agrado.

No tardó don Pedro en iniciar sus icaros, al tiempo que se abría la ceremonia. Con su pacheco y el vasito dorado, fuimos bebiendo por orden el líquido sagrado. Esta vez el sabor era mucho más pronunciado y con solo tragarlo mi cuerpo de nuevo se estremeció en un frío espasmo que me recorrió de pies a cabeza. Intenté desesperadamente producir un poco de saliva para poder tragar los restos en mi boca y abandonar cuanto antes ese vomitivo sabor, percibiendo cómo su textura descendía arrastrándose por mi esófago hasta el estómago. Angustiado, me fui relajando, inhalando y exhalando con suavidad mi respiración, centrándome en deshacer toda mala sensación que me invadiera.

Poco a poco, los silbidos de don Pedro fueron tomando protagonismo y forma en el aire, envolviendo todo el espacio de colores esencialmente musicales. De nuevo, mágicamente, las notas empezaron a atravesarme, como si mi cuerpo estuviera compuesto de éter. Esta vez, reconociendo el proceso me dejé llevar más intensamente por él. Mi parte material y mental se desvanecieron convirtiéndome por unos instantes en una esencia básicamente musical que vibraba con cada una de esas notas. Cada uno de los silbidos que me atravesaban me extasiaba en su propia pureza, bañándose mi alma entre vibraciones como si fuera una guitarra a la que don Pedro tocaba con intensa maestría y cariño.

Mi espíritu inmaterial se mostraba para que descubriera mi naturaleza más esencial, entendiendo que nuestra esencia va mucho más allá de este mundo físico construido de materia.

Don Pedro agregó al ritmo el sonido de unas maracas que indujeron al unísono los vómitos de la mayoría. Multitud de emociones atrapadas en esos frágiles cuerpos que se veían arrancadas y hundidas en las profundidades de los cubos.

Raúl, a la orden de don Pedro, fue disponiendo y encendiendo las velas ante la caída de la noche.

Plácidamente sumergido en mi sensación me dejé llevar agradablemente, ignorando el entorno hasta que me pareció escuchar un susurro a mi derecha. Me dijo algo que no comprendí. Abrí los ojos y miré, pero no había nadie y todos parecían estar en su sitio. Arrastrado por la música, suavemente cerré los ojos y me dejé llevar de nuevo hasta que otro susurro me hizo regresar de mi estado para volver a prestar atención. Todos estaban sumergidos en sus procesos cuando, observando alrededor, pude ver un ligero destello en la parte exterior del gran tambo.

Repasé el susurro mentalmente deduciendo finalmente que decía algo así como:

«Ven».

Cuidadosamente y en sigilo, procurando no molestar, me levanté para dirigirme intrigado hacia fuera.

Al pisar la tierra húmeda con ambos pies noté cómo desde el suelo ascendió a través de mí un calor que, como si de un imán se tratara, me obligó a postrarme de rodillas al suelo. Esa sensación se enredó por mis piernas hacia el estómago, llegando a mi garganta, incitándome a un potente espasmo que fue acompañado de un fuerte vómito. Con la mirada al suelo, en plena oscuridad, puede contemplar cómo de mis restos surgían pequeños escarabajos de un rojo brillante que corrían a sumergirse bajo tierra. Al desplazar mi vista a los laterales, pude ver con perfecta claridad una hilera de hormigas que por allí transitaba. Su color era amarillento brillante. Al levantar la mirada quedé asombrado, los árboles brillaban, así como plantas y flores. Todas estaban acompañadas por una especie de halo brillante que rápidamente identifiqué como energía o aura.

Notaba cómo toda la hierba vibraba y respiraba al igual que lo hacía yo. Decidí no moverme para relajarme y aprender de lo que estaba viendo. Al acercarme a las pequeñas flores que habitaban en el suelo justo delante de mí, estas mostraban un halo luminoso y de los pétalos se extendían unos finos pelos brillantes que parecían sentir. Si los soplaba o intentaba tocar, estos reaccionaban con mucha rapidez encogiéndose y extendiéndose como inspeccionando lo sucedido. Entendí por qué las plantas son tan sensibles y frágiles a los cambios ambientales y energéticos de su entorno. Los árboles se comunicaban entre ellos a través de esos grandes halos energéticos, así como absorbían parte de esa energía de la tierra que los alimentaba. Percibí instintivamente cómo todo lo que allí habitaba estaba perfectamente conectado y en armonía. Poco a poco las formas se fueron desvaneciendo, empezando a aparecer de ellas estructuras geométricas, convirtiéndose también el suelo en una especie de plano cuadriculado. En él, la energía se movía de lado a lado como si de un cableado eléctrico transparente se tratara. La imagen de la película Matrix resonó en mí, pero sinceramente aquello no era la plasmación de una realidad holográfica, sino la muestra de la geometría sagrada subyacente de la que toda la realidad material está formada.

Atento, consciente y plenamente despierto, a lo lejos escuché cómo algunos vómitos se asemejaban a las voces de determinados animales, identificando sin esfuerzo el chillido de un cerdo que parecía balbucear algo al igual que la risa entrecortada de una hiena. Intuí que otros estaban pasando por el camino que yo transcurrí en la anterior ceremonia reflejando sus animales de poder.

Perdí la noción del tiempo maravillado por ese espectáculo hasta que, de nuevo, un susurro atrajo mi atención hacia la entrada de la palapa. Comprendí inmediatamente que ya era hora de regresar. Con cuidado y lentamente, me levanté sacudiéndome suavemente las manos mientras seguía extasiado ante aquel paisaje geométrico tan fácilmente expresable y comprensible. Una vez me puse de pie, la oscuridad lo envolvió todo y ya solo era capaz de ver la luz que desprendían las velas en el interior de la ceremonia.

La verdad es que inconscientemente me había alejado un poco y podía ser peligroso.

Rápidamente regresé cuando, al aproximarme, el reflejo danzante de las velas me hizo surgir una tierna sensación de amor que se iba incrementando a medida que me acercaba. Justo en la entrada el susurro pronunció algo como:

«Tu hogar, la luz».

Inexplicablemente un poderoso calor me invadió la zona del pecho, provocando que cayera de nuevo de rodillas. Era el calor del amor, un amor tan inmenso, tan majestuoso, un amor de comprensión, de cariño, de bondad, de alegría, de satisfacción; un amor pleno y de plenitud, un amor que llenaba de luz y esperanza todos los poros de mi piel. Rendido ante tal experiencia, ante ese amor universal mi cabeza no pudo más que postrarse en el suelo en una clara señal de reverencia y humildad. Había estado muchos años perdido, jugando por el mundo, y la luz me había estado esperando con el mismo amor que lo hace una madre al regreso de su hijo tras un largo y difícil viaje. Empecé a llorar de gratitud al tiempo que un velo de afecto, ternura y cariño me envolvió cubriéndome completamente como lo hacen los cálidos brazos de una madre a su recién nacido.

Suavemente, me fui estirando en el suelo en un estado de profunda paz. En posición fetal, un gran universo estrellado me acunaba como si fuera su único hijo, cuidándome y protegiéndome con todo el amor que alguien es capaz de sentir. Visualicé cómo mi cuerpo retrocedía en el tiempo para convertirse en aquel bebé que un día fui, un pequeño lleno de amor y felicidad iluminado por la grandeza de la vida. De fondo, la lluvia inició sus mágicos cánticos, bendiciendo mi estado en un suave balanceo lleno de estrellas que me fue arropando cálidamente hasta quedarme dulcemente dormido.

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9788419106940
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