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Todo esto constituía el «acto de contrición» que nunca olvidaría el pecador. Gordon Wenham, estudioso del Antiguo Testamento, ha descrito esos sacrificios detalladamente (¡y exhaustivamente!) en sus comentarios sobre el Levítico y los Números. Al final, concluye: «Cada lector del Antiguo Testamente que use la imaginación comprenderá enseguida que aquellos antiguos sacrificios eran acontecimientos muy emocionantes. En comparación, hacen que los modernos servicios en las iglesias resulten sosos y aburridos. El fiel antiguo no se limitaba a escuchar al sacerdote y entonar unos pocos himnos: se implicaba activamente en el culto. Había elegido un animal sin tacha de entre su propio rebaño, lo había llevado al santuario, lo había matado y despedazado con sus propias manos, y luego, con sus propios ojos, lo veía ascender en humo»[5].

El Sacrificio penitencial en la Antigua Alianza era un asunto profundamente personal, pero era también un asunto público; era, además, humillante y caro. Tenías que sacrificar ganado, y en una cultura agraria, eso es crucial: es el poder económico. No cabe duda: Dios inspiró en su pueblo el piadoso arrepentimiento del pecado y el auténtico sacrificio personal.

¿Con qué frecuencia tenían que llevar esto a cabo los israelitas? El pueblo llano confesaba sus pecados al menos una vez al año durante la Pascua; los sacerdotes lo hacían el Día de la Expiación[6].

ROMPER EN LAMENTOS

A lo largo del tiempo, el pueblo de Dios elaboró un variado vocabulario para la contrición, la confesión y la penitencia por medio de palabras y de himnos, pero también con actos y gestos. Antes como ahora, la confesión no era exactamente un tema espiritual; era algo que expresaba el pecador; algo que llevaba en su carne; el signo exterior de una realidad interior. Era un sacramento de la Antigua Alianza. Esto no significa que fuera un simple rito. Los pecadores mostraban su dolor y su amor, no exactamente con palabras dulces sino con hechos trabajosos y sangrientos; y sus hechos, a cambio, contribuían a profundizar en su dolor y en su humildad.

Repito, esas confesiones no eran meros ejercicios mentales: se plasmaban de modo elocuente. No eran simplemente privados; tenían lugar en presencia de la Iglesia, la asamblea de Israel, o de sus delegados, los sacerdotes.

«Cuando Acab hubo oído las palabras de Elías, rasgó sus vestiduras, se vistió de saco, y ayunó; dormía con saco y caminaba humildemente» (1 Reyes 21, 27).

«Entonces David y los ancianos, vestidos de saco, cayeron sobre sus rostros. Y David dijo a Dios, “¿No soy yo el que he mandado hacer el censo del pueblo? Yo soy quien ha pecado y hecho el mal”» (1, Par 21, 16-17).

«Luego... se reunieron los hijos de Israel en ayuno, vestidos de saco y cubiertos de polvo. Ya la estirpe de Israel se había apartado de todos los extranjeros, y puestos en pie confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres» (Neh 9, 1-2).

Saco y cenizas, llanto, caer postrado en el suelo: esas eran las muestras habituales de duelo en el mundo antiguo. Los israelitas las empleaban con toda espontaneidad, para expresar el dolor por los pecados. Y la metáfora es perfecta, porque el pecado causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más mortal que cualquier muerte física. Los pecadores, pues, tienen buenas razones para lamentarse.

Nosotros, los pecadores modernos, podemos aprender mucho de nuestros antepasados, como hicieron, ciertamente, los primeros cristianos[7].

[1] Cf. J. Klawans, Impurity and Sin in Ancient Judaism, New York, Oxford University Press, 2000; E. Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer; Collegeville, Minn, Liturgical Press, 1995, p. 7; S. Lyonnet y L. Sabourin, Sin, Redention and Sacrifice: A Biblical and Patristic Study, Roma, Biblical Institute Press, 1970; S. Porubcan, Sin in the Old Testament: A soteriological Study, Roma, Herder, 1963; B. F. Minchin, Covenant and Sacrifice, New York, Longman, Green and Co., 1958.

Juan Pablo II subraya la necesidad de recuperar un verdadero sentido del pecado inspirándose en la Escritura: «Hay buenas razones para esperar que florezca de nuevo un saludable sentido del pecado... Será iluminado por la teología bíblica de la alianza...». Para conocer la naturaleza y el método de la teología bíblica, cf. A. Cardinal Bea, «Progress in the Interpretation of Sacred Scripture», Teology Digest 1.2 (primavera de 1953), p. 71.

[2] Cf. G. A. Anderson, «Punishment and Penance for Adam and Eve», en The Genesis of perfection, Louisville, Westminster John Knox, 2001, pp. 135-154.

[3] Cf. H. Maccoby, The Ritual Purity System and its Place in Judaism, New York, Cambridge U. P., 1999, p. 192. «Ya que la función de ofrecer sacrificios por los pecados (correctamente así llamada), es (...) expiar el pecado del que ofrece. Porque la culminación de la ofrenda es la declaración... “y él será perdonado”». Cf. J. Milgrom, Leviticus, 1-16, New York, Doubleday, 1991; N. Kiuchi, The Purification Offering in the Priestly Literature, JSOT, 1981.

[4] Cf. San Josemaría Escrivá, Camino, Madrid, Rialp, 80.ª ed. 2004, n. 933.

[5] G. J. Wenham, The Book of Leviticus, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1979, pp. 52-55. Cf. G. J. Wenham, Numbers: An Introduction and Commentary, Inter-Varsity Press, 1981, pp. 26-30. Cf. también: A. I. Baumgarten (ed.), Sacrifice and Religious Experience, Leiden, E. J. Brill, 2002; S. Sykes, Sacrifice and Redemption, New York, Cambridge University Press, 1991. Sobre el modo en que el antiguo Israel consideraba la culpabilidad y la inocencia, el sufrimiento y la penitencia, cf. G. Kwakkel, According to my Righteousness, Leiden, E. J. Brill, 2002; F. Lindstrom, Suffering and Sin, Estocolmo, Almqvist & Wiksell, 1994.

[6] Cf. J. Bonsirven, Palestinian Judaism in the Time of Jesus, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1964, p. 116: «La penitencia incluye varios actos. Primero habría una confesión de los pecados, que debería preceder a alguna ofrenda. Es también aconsejable confesar una vez al año, en el Día de la Expiación, junto al sumo sacerdote, y alguna vez más durante la vida de uno (Tos. Yom. Hakkippurim, v. 14). Para que fuera sincera, debería incluir una detallada admisión de todas las faltas de las que uno fuera culpable, y la promesa de no volver a pecar. Si estas dos condiciones no se cumplen, es falsa penitencia, y no puede obtener el perdón divino (Tos. Taan, 1, 8). Además, si has hecho el mal a alguien, debes reparar el daño y reconciliarte con él».

[7] Para una reciente y fructífera aplicación de la «teoría de palabras que actúan» a la confesión de los pecados y a la absolución (como «palabras que realizan»), cf. R. S. Briggs, Words in Action. Speech act Theory and Biblical Interpretation, New York, T&T Clark, 2001, pp. 217-255.

III.

UN NUEVO ORDEN EN EL TRIBUNAL: EL FLORECIMIENTO PLENO DEL SACRAMENTO

LOS ACTOS DE CONTRICIÓN DE Israel eran profundos y personales. Indudablemente, eran memorables y tienen que haber producido un efecto duradero en las vidas de muchas personas. Así, cuando encontramos a Jesús y a sus apóstoles hablando de confesión y de perdón, debíamos tener presente lo que esas palabras significaban para ellos, y debíamos tener presente, con toda claridad, los hechos que esas palabras significaban.

No podemos valorar en absoluto el Nuevo Testamento si no entendemos los sacramentos del Antiguo Testamento. Jesús no vino a sustituir algo malo por algo bueno; más bien, vino a tomar algo grande y santo —algo que el mismo Dios había comenzado ya— y lo llevó a un cumplimiento divino.

Tomemos la Pascua, por ejemplo. El banquete del antiguo Israel celebraba la noche en que cada familia del pueblo de Dios sacrificaba un cordero, y así, el ángel de la muerte libraba de ella al hijo primogénito (Ex 12). La Pascua del primogénito representa uno de los acontecimientos fundamentales en la historia de Israel, pero palidece comparada con la Pascua de Cristo, el Cordero de Dios que vino a salvar al mundo entero. La renovación de la alianza de Israel con Dios tenía lugar anualmente en la fiesta de la Pascua, pero la Pascua de Cristo —Su padecimiento, muerte y resurrección— se re-presenta diariamente en la Misa.

La Antigua Alianza no murió, agotada y exhausta, sino que adquirió vida nueva con la Nueva Alianza de Jesucristo. En su forma antigua, los sacrificios de la Antigua Alianza no fueron suficientes y siempre indicaban algo más grande que ellos. Dios los había establecido para presagiar su futuro cumplimiento, y lo hacían, por una parte, como indicio de la grandeza que se avecinaba, pero por otra, mostraban su insuficiencia.

A pesar de los sacrificios y de los antiguos sacramentos de la confesión, los hombres caían en el pecado una y otra vez; y ningún ofrecimiento podría borrar sus ofensas a un Dios infinitamente perfecto, a un Padre plenamente amoroso. La Epístola a los Hebreos dice que el Sumo Sacerdote de Jerusalén «ofrece reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados» (Heb 10, 11).

Los antiguos medios no lo hacían. Si los sacramentos debían quitar los pecados del mundo y los pecados personales, el mismo Dios tendría que administrarlos. Y eso fue lo que hizo.

EL PARALÍTICO DE DIOS

«Errar es humano, perdonar es divino». Miles de años antes de que Alexander Pope escribiera estas palabras, este proverbio era el sello de la religión de Israel. El pueblo pecaba, incluso «el justo siete veces cae y se levanta» (Prov 24, 16). Perdonar los pecados, sin embargo, era competencia exclusiva de Dios. Los sacrificios y las confesiones del hombre no implicaban el perdón de Dios. Errar era humano, pero perdonar era divino: un acto soberano de Dios.

Así, cuando Jesús declaró el perdón de los pecados, planteó un dilema al pueblo: o bien estaba usurpando una autoridad que pertenecía a Dios, o Él era Dios encarnado. En ningún lugar como en el relato del encuentro de Jesús con un paralítico —que aparece en tres de los cuatro evangelios— se demuestra esto tan dramáticamente:

Dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados son perdonados». Había allí sentados algunos de los escribas que pensaban para sí: «¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» Al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que discurrían en su interior, les dijo: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados son perdonados”, o decir: “Levántate, toma tu camilla y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra potestad para perdonar los pecados —le dice al paralítico—, a ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». (Mc 2, 5-11).

«Tus pecados están perdonados». Aquí, Jesús está atribuyéndose un poder que ni siquiera posee el Sumo Sacerdote del Templo. Al declarar la remisión total de los pecados de alguien está ejerciendo una prerrogativa divina. Para Jesús, sanar el alma era una acción divina mucho mayor que la de sanar el cuerpo. Ciertamente, llevaba a cabo la segunda para significar la primera. El hecho de sanar es un signo externo de una (más grande) realidad interior.

Este es un tema de enormes consecuencias. Los que fueron testigos de la acción de Jesús sabían que se enfrentaban a una decisión: o ponían su fe en Su divinidad o tenían que condenarle como blasfemo. Los escribas le acusaban de blasfemo en el fondo de sus corazones. La Iglesia, por su parte, le llamaba Dios.

UN PODER NUEVO

La fe en el poder de Cristo para perdonar pecados es una señal del creyente. Por otra parte, hemos de reconocer que ha elegido ejercitar ese poder de un modo peculiar. El día que resucitó de la muerte, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: «La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío yo». Luego hizo algo curioso. Compartió con ellos —los primeros sacerdotes de la Nueva Alianza— Su propia vida y Su propio poder. «Dicho esto, sopló sobre ellos, y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados, a quienes se los retengáis, les son retenidos”» (Jn 20, 22-23).

Estaba nombrándoles sacerdotes para administrar un sacramento, pero también jueces que juzgaran la actuación de los creyentes. Por tanto, les otorgaba un poder que superaba al que tuvieron antiguamente los sacerdotes de Israel. Los rabinos se referían a este antiguo poder sacerdotal como «el de atar y desatar», y Jesús emplea idénticas palabras para describir el que estaba otorgando a sus discípulos[1]. Para los rabinos, atar o desatar significaba juzgar si alguien estaba en comunión con el pueblo elegido, o fuera de la vida y el culto del grupo. Según los rabinos, los sacerdotes tenían el poder de reconciliar y de excomulgar.

Sin embargo, Jesús no estaba transfiriendo meramente su autoridad. Al llevar esta antigua función a su cumplimiento, le añadía una nueva dimensión. En adelante, las autoridades no podrían pronunciar una sentencia meramente terrenal. La Iglesia compartía el poder de Dios encarnado, y su poder se extendía tan lejos como el poder de Dios. «Os lo aseguro, todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18, 18).

Antes de que los apóstoles pudieran ejercer este poder sobre las almas, necesitaban oír las confesiones en voz alta (o denunciadas públicamente). En caso contrario, no sabrían lo que podrían atar o desatar.

UNA BASE COMÚN

Jesús era un judío, un hijo fiel de Israel, así como sus apóstoles. Como judíos, compartían una herencia común, recuerdos comunes, y un lenguaje común de experiencia religiosa. Cuando Jesús hablaba de confesión y penitencia, recurría a aquellos recuerdos, a aquel lenguaje, y a aquella experiencia, sabiendo muy bien lo que sus palabras significarían para los judíos que le escuchaban.

Cuando los apóstoles oían a Jesús hablar de perdón y de confesión, le comprendían gracias a lo que ya conocían: los sacramentos de la Antigua Alianza, estudiados en el capítulo anterior. Una vez más, Jesús no vino a abolir la Antigua Alianza: la llevó a su cumplimiento. La revistió del boato de la Antigua Alianza con mayores cualidades. De un modo misterioso, la Antigua Alianza se cierra —y se incluye— en la Nueva Alianza.

Con este dato in mente, debíamos retroceder y releer lo que los apóstoles dijeron sobre este tema, intentar comprender sus términos tal y como ellos debieron entenderlos, y compartir su vocabulario y los recuerdos de lo que vivieron con Jesús.

«Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia» (Jn 1, 9). San Pablo va más allá, aclarando que la confesión es algo que haces «con la boca», no sólo con el corazón y la mente (Rom 10, 10).

¿Con quién, entonces, hemos de confesarnos? Con Dios, por supuesto, pero del modo en que Él lo ha establecido a través de Jesucristo: con un sacerdote. Santiago dedica al tema de la confesión el final de su capítulo sobre los deberes sacramentales del clero. El término que usa para los sacerdotes es el griego presbíteros, que significa literalmente «ancianos»[2], pero que es la raíz de la palabra inglesa priest:

¿Enferma alguien entre vosotros? Llame a los ancianos [presbíteros] de la Iglesia para que oren por él, al tiempo que le ungen con óleo en nombre del Señor. Y la oración hecha con fe salvará al enfermo, y el Señor le curará; y si ha cometido pecado, le será perdonado. Por tanto, confesaos mutuamente los pecados, y orad unos por otros para que seáis salvos (Sant 5, 14-16).

Cada vez que encuentres la expresión por tanto en la Escritura, te preguntarás para qué aparece ahí. En este pasaje, Santiago sitúa la práctica de la confesión en conexión con la fuerza sanante del ministerio sacerdotal. Porque los sacerdotes son sanadores: los llamamos para que unjan nuestros cuerpos cuando estamos enfermos; y, por tanto, aún más ávidamente acudimos a ellos en busca de la fuerza sanante del sacramento del perdón cuando nuestras almas están enfermas por el pecado.

Advirtamos que Santiago no exhorta a su congregación a que confiese sus pecados solamente a Jesús, ni les dice que confiesen sus pecados silenciosamente, en sus corazones. Pueden hacer todas esas cosas, y todas son meritorias, pero aún no serán fieles a la palabra de Dios predicada por Santiago, no hasta que confiesen sus pecados «a otro» en voz alta, y concretamente a un presbítero, un sacerdote. La figura del padre está siempre presente.

Desde los días de Adán, Dios había guiado a su pueblo para que hiciera sus confesiones de un modo seguro y eficaz. Ahora, en la plenitud de los tiempos, en la era de la Iglesia de Jesucristo, podrían hacerlo.

PRIMERAS CONFESIONES

En este punto, podría sernos útil corregir un malentendido sobre las primeras generaciones de la Iglesia. Muchas personas cometen hoy el error de creer que el cristianismo representó un brusco abandono del pensamiento y las prácticas del antiguo Israel: un hecho tan completamente nuevo que difícilmente hubieran aceptado los contemporáneos de Jesús.

No obstante, la verdad es absolutamente la contraria. De hecho, los primeros cristianos seguían firmemente adheridos a muchas prácticas del antiguo judaísmo, revestidas ahora de un nuevo poder. Los cristianos edificaban sus propias sinagogas y, hasta el 70 d.C. frecuentaban el templo de Jerusalén. Algunos observaban el tradicional descanso del Sabbath en sábado, así como el Día del Señor en domingo. Para el culto, empleaban muchas de las oraciones, bendiciones y formas litúrgicas del judaísmo. Recientemente, los expertos han mostrado un interés renovado por «las raíces judías de la liturgia cristiana», y muchos destacados eruditos han trabajado para demostrar que las comidas rituales y los sacrificios de Israel se desarrollan en la comida ritual y en el sacrificio que es el núcleo de la vida cristiana: la Misa[3].

Esto es también cierto en lo que la Iglesia llama hoy el sacramento de la confesión, el sacramento de la penitencia, el sacramento del perdón o el sacramento de la reconciliación. El Israel renovado, la Iglesia Católica, no abandonó la impactante práctica de sus antepasados. Así, encontramos a cristianos confesando en la primera generación y en cada generación posterior.

La idea de la confesión aparece dos veces en el documento judeo-cristiano más antiguo, aparte de la Biblia: la Didaché o Enseñanza de los Apóstoles, que es un compendio de instrucciones morales, doctrinales y litúrgicas. Algunos eruditos modernos afirman que esos pasajes fueron redactados en Palestina o en Antioquía en torno al año 48 d.C.[4].

«En la iglesia (asamblea) confiesa tus pecados, ordena la Didaché, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (4, 14). Este pasaje aparece al final de una extensa lista de mandatos morales y de instrucciones para la penitencia.

Un capítulo posterior habla de la importancia de la confesión antes de recibir la Eucaristía: «Los días del Señor reuníos para la partición del pan y la acción de gracias (eucaristía en griego), después de haber confesado vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio» (14, 1).

A finales del siglo I, probablemente entre el 70 y el 80 d.C., aparece la Epístola de Bernabé, en la que se repite, literalmente, el mandato de la Didaché: «En la iglesia confiesa tus pecados, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (19).

Tanto la Didaché como Bernabé pueden implicar que los cristianos confesaban sus pecados públicamente, porque «en la Iglesia» puede traducirse también por «en la asamblea». Sabemos que, en muchos lugares, la Iglesia administraba de este modo la penitencia. Esta práctica se abandonó siglos más tarde por razones pastorales fáciles de adivinar: evitar la violencia del penitente, la vergüenza de las víctimas, y por un tema de delicadeza. De este modo la Iglesia aplicaba su misericordia de un modo aún más compasivo.

Nuestro siguiente testigo aparece a la vuelta del siglo I, alrededor del 107 d.C.: San Ignacio, obispo de Antioquía, desarrolla la idea de la penitencia al servicio de la comunión, como escribe a los fieles de Filadelfia, en Asia Menor: «El Señor garantiza su perdón a todos los que se arrepienten, si, a través de la penitencia, vuelven a la unidad de Dios y a la comunión con el obispo» (Carta a los fieles de Filadelfia 8, 1). El sello del cristiano que persevera, según San Ignacio, es la fidelidad a la confesión. «Así como muchos son de Dios y de Jesucristo, están también con el obispo. Y así como muchos, gracias al ejercicio de la penitencia, volverán a la unidad de la Iglesia, también pertenecerán a Dios, y podrán vivir según Jesucristo» (Carta a los fieles de Filadelfia 3, 2).

Para los Padres de la Iglesia la alternativa a la confesión es clara y escalofriante. En el año 96 d.C., el Papa Clemente de Roma dijo: «Es bueno para un hombre confesar sus transgresiones en vez de endurecer su corazón» (Carta a los Corintios 51, 3).

EL DESARROLLO EN EL TRANSCURSO DEL TIEMPO

Aunque el sacramento ha estado con nosotros desde el día de la Resurrección de Jesucristo, los cristianos lo han recibido de muy diversos modos. También la doctrina de la Iglesia sobre la penitencia se ha desarrollado a lo largo del tiempo. En resumen: el sacramento continúa siendo el mismo, pero en ciertos aspectos podría parecer distinto de una época a otra.

Por ejemplo, antiguamente, en algunos lugares el obispo enseñaba que determinados pecados —como el asesinato, el adulterio y la apostasía— deberían confesarse, pero la absolución no se conseguía en esta vida. Los cristianos que cometían esos pecados no volverían a recibir la comunión, aunque podían esperar la misericordia de Dios a la hora de la muerte. En otros lugares, los obispos perdonaban esos mismos pecados, pero sólo después de que el pecador llevaba a cabo unas duras penitencias cuyo cumplimiento le exigía años de difícil esfuerzo diario. Con el paso del tiempo, la Iglesia modificó dichas prácticas para hacerlas menos gravosas, y ayudar a los cristianos a buscar fuerza en la Eucaristía para evitar el pecado y que los pecadores arrepentidos cayeran en la desesperación.

No todos los cristianos estaban dispuestos a admitir a los pecadores de vuelta al redil. Algunos argumentaban que la Iglesia estaba mejor sin semejantes personas débiles e inadaptadas. El asunto alcanzó su punto crítico en el Norte de África cuando un hombre llamado Cipriano era el obispo de Cartago (248258 d.C.). Fue la época de las persecuciones; algunos cristianos se enfrentaban valerosamente a la muerte, mientras otros, da pena decirlo, renunciaban a Cristo ante la amenaza de las torturas o de la muerte. Más tarde, algunos de los que habían «fallado» en su fe lamentaban su decisión y solicitaban la readmisión en la Iglesia, pero se encontraban con la oposición de otros cristianos que habían sobrevivido al suplicio sin renunciar a Cristo.

Cipriano insistía en que los pecadores arrepentidos deberían ser admitidos a la Eucaristía tras cumplir las penitencias impuestas por la Iglesia. Rogaba a los pecadores, grandes o pequeños, que aprovecharan el sacramento de la confesión, porque, en tiempos de persecución, no sabían el día ni la hora en que serían llamados. (Ciertamente, en cualquier época, nosotros tampoco sabemos el día ni la hora en que tendremos que enfrentarnos con nuestro juicio definitivo). San Cipriano decía:

Os lo suplico, hermanos queridos, que cada uno confiese su propio pecado, mientras el que ha pecado todavía esté en este mundo, mientras pueda hacer su confesión, mientras la satisfacción y la remisión impuesta por los sacerdotes sea agradable al Señor. Volvamos al Señor de todo corazón y, manifestando nuestro arrepentimiento por los pecados con auténtico dolor, supliquemos la misericordia de Dios... Él mismo nos dice el modo en que debemos pedir: «Volved a mí, nos dice, con todo vuestro corazón, con ayuno, con lágrimas y con duelo; y rasgad vuestros corazones y no vuestras vestiduras» (Jl 2, 12)[5].

Cipriano podría hacer eco al profeta Joel exhortando a los «gentiles» a confesar sus pecados. ¿Por qué? Porque el profeta, el Salvador y el santo compartían el mismo criterio sobre la confesión, la conversión y la alianza. Desde el mismo Cristo, la misión de la Iglesia fue proclamar el conocimiento del Evangelio como la buena nueva: «y en su nombre había de predicarse la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes, empezando desde Jerusalén» (Lc 24, 47).

Leyendo a los Padres de la Iglesia, encontramos que las personas de cualquier lugar que seguían a Cristo, confesaban sus pecados a los sacerdotes de la Iglesia. Esto lo vemos en los escritos de San Ireneo de Lyon, que ejerció su ministerio en Francia desde el 177 al 200 d.C. Lo encontramos en Tertuliano, en África del Norte, alrededor del 203 d.C.; y en San Hipólito de Roma, alrededor del 215 d.C. Orígenes, el erudito egipcio, en torno al 250 d.C. escribió sobre «el perdón de los pecados a través de la penitencia... cuando el pecador... no se avergüenza de dar a conocer sus pecados al sacerdote del Señor y busca la curación según el que dice: “Te confesé mi pecado y no oculté mi iniquidad; dije: ‘Confesaré a Yahvé mi pecado’ y tú perdonaste la culpa de mi pecado”» (Sal 32, 5)[6].

EL MEJOR ASIENTO DE LA CASA

Todo viene junto. Dios desea nuestra confesión porque es una condición previa para Su misericordia. Éste es Su constante mensaje desde los días de Adán y de Caín a lo largo de todas las generaciones de la Iglesia de Jesucristo. Era misericordioso desde el principio, pero esa misericordia se fue revelando gradualmente a lo largo del tiempo. Así, en el Antiguo Testamento, ordenó a los israelitas que construyeran un «trono de misericordia» —el Trono del mismo Dios— y colocarlo en el Santo de los Santos sobre el Arca de la Alianza. Allí, el trono era inaccesible para todo el mundo excepto para el Sumo Sacerdote, aunque él sólo podía acercarse una vez al año, el día de la Expiación, cuando rociaba la sangre de un sacrificio por los pecados del pueblo.

En la Antigua Alianza, el trono de la misericordia era inaccesible y estaba vacío. En la Nueva Alianza el trono está ocupado, por fin, por un Sumo Sacerdote, Jesucristo, que es capaz de compadecerse de los débiles (Heb 4, 15). Además, este Sumo Sacerdote no desea que estemos lejos temblando y llenos de temor, sino que nos adelantemos. «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de conseguir misericordia y hallar la gracia para el auxilio oportuno» (Heb 4, 16).

Esta llamada solamente podría llegar con la plenitud de la revelación divina, porque la misericordia de Dios es su mayor atributo. ¿Por qué es el mayor? No porque nos haga sentirnos mejor, o porque nos resulta más atractivo que Su poder, sabiduría y bondad. Es su mayor atributo porque es la suma y la esencia de Su poder, de Su sabiduría y de Su bondad. Podemos reconocer esos atributos que pertenecen a Su poder, a Su sabiduría y a Su bondad, pero la misericordia es algo más. Ciertamente, es la convergencia de esos tres atributos. La misericordia es poder de Dios, sabiduría y bondad manifestados en unidad. Dios enseñó a Moisés que la misericordia estaba unida a Su nombre que, para los israelitas, significa la identidad personal: «Yo haré pasar ante ti toda Mi bondad y pronunciaré ante ti Mi nombre, Yahvé, pues yo hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Ex 33, 19).

La misericordia nos ha sido revelada plenamente en Jesucristo. Sin embargo, es preciso que lo entendamos correctamente. La misericordia no es la compasión, ni es el paso libre para «pecar descaradamente» porque sabemos que, al final, podemos librarnos. Como veremos en un capítulo posterior, la misericordia no elimina el castigo, sino al contrario, asegura que cada castigo servirá de remedio misericordioso. Santo Tomás de Aquino insistía en que misericordia y justicia son inseparables. «La misericordia y la justicia están tan unidas que se atemperan la una a la otra: la justicia sin misericordia es crueldad, la misericordia sin justicia es desintegración»[7].

La Enciclopedia Católica lo expresa sucintamente: «La misericordia no anula la justicia, sino más bien la trasciende y convierte al pecador en un justo llevándole al arrepentimiento y a la apertura al Espíritu Santo»[8].

[1] El poder de atar y desatar que Cristo confirió a los doce apóstoles (Mt 18, 18) es parte integrante de «las llaves del Reino de los Cielos» que Cristo entregó a Pedro (Mt 16, 17-19); ambos se refieren al perdón de los pecados; cf. CCE, 553: «El poder de “atar y desatar” connota la autoridad para absolver los pecados...» (cf. también CCE, 979, 981, 1444).

[2] Cf. Presbyterorum Ordinis («Decree on the Ministry and Life of Priest»), en A. Flannely (ed.), Vatican Council II: The Conciliar and the Post-conciliar Documents, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1992, 863-902. Sobre el papel sacerdotal de los «elders» en Jas 5, 14-16, ver M. Miguens, Church Ministries in New Testament Times, Aarlington, Va., Christian Culture Press, 1976, pp. 78-79; cf. también A. Campbell, The Elders: Seniority Within Earliest Christianity, Edimburg, T&T Clark, 1994, p. 234.

[3] Cf. L. M. White, «The Social Origins of Christian Architecture: Architectural Adoption Among Pagans, Jews and Christians», Harvard Theological Studies, 42, Trinity Press International, 1996; G. F. Snyder, Ante Pacem: Archeological Evidence of Church Life Before Constantine, Macon, Ga. Mercer University Press, 1985.

[4] Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer, 41-42.

[5] San Cipriano de Cartago, De Lapsi, 29.

[6] Homilías sobre el Levítico, 2.4.5.

[7] Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea in Mathaeum, 5.5.

[8] P. Stravinskas (ed.), Catholic Encyclopedia, Our Sunday Visitor, 1998, p. 666. Cf. la encíclica de Juan Pablo II Dives in Misericordia, 30-11-1980, y S. Michalenko, «A Contribution to the Discusion on the Feast of Divine Mercy», en R. Stackpole (ed.), Divine Mercy: The Heart of the Gospel, John Paul II Institute of Divine Mercy, 1999, p. 128: «De acuerdo con Santo Tomás, la Misericordia es la primera causa de toda la creación, y San Bernardo declara que la Misericordia es la causa causissima causarum omnia». Sobre la incomparable grandeza de la misericordia como el mayor atrituto y el nombre más propio de Dios, cf. Ex 33, 17-23, y S. Hahn, A Father Who Keeps His Promises: God Covenant Love in Scripture, Ann Arbor, Mich., Servant Books, 1998, pp. 159-160.

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