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Redacción del Manuscrito «B»

El origen de este escrito es el siguiente: su hermana mayor está enterada de que la joven sor Teresa expone a las novicias, sobre todo a algunas de ellas en particular, unas ideas originales. Las denomina una «pequeña doctrina» novedosa. Le pide que, durante el retiro espiritual que va a hacer en la primera quincena del mes de septiembre, le prepare, por escrito, un resumen de estas enseñanzas. Sor Teresa se dispone a complacerla. Y de aquí nacen estas páginas, unas de las más profundas y bellas de la espiritualidad cristiana. La parte principal de este escrito está dirigida a Jesús, en forma de plegaria. Va precedida de una carta de introducción para explicar a su hermana cómo ve a Dios y cómo se siente ella ante él y qué cree que él quiere y espera de ella. Dios no le pide grandes cosas. Nada más que abandono y gratitud. Solamente eso. No todos comprenden el amor que Dios les profesa, la obra maravillosa que proyecta realizar en ellos. No se fían y huyen de él.

La nueva doctrina, que ella enseña, no es una quimera. Está avalada por la Biblia. Por tanto, está asegurada, goza de toda garantía. Esa es la verdadera revelación de Dios (MsB 1rº).

En la plegaria dirigida a Jesús afirma que ella ha comprendido a Dios tal como es en realidad. Quisiera que esta comprensión fuera contagiosa. ¡Cuántas gracias ha recibido ella durante este año a partir del mes de abril! «Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas..., ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cumbre de la montaña del amor» (MsB 1vº).

Ha descubierto con toda claridad su vocación personal en la Iglesia. Cree tener todas las vocaciones, quisiera realizar todas las obras de los santos, pero eso es imposible. Por fin da con la vocación que puede satisfacer todas sus aspiraciones: «En el Corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor». «Mi vocación es el Amor». «Así lo seré todo..., así mi sueño se verá realizado» (MsB 3vº). No le arredra su pequeñez. Muy al contrario, le parece que es muy normal que Dios escoja a sus víctimas de amor entre los insignificantes y los débiles pues «lo propio del amor es abajarse» (MsB 3vº).

Continúa exponiendo cómo se desarrolla el proceso de intercambio de amor entre Dios y ella, entre el Dios-Amor Misericordioso y la pequeña e imperfecta, pero confiada, criatura. Termina su oración implorando a Dios que «escoja una legión de pequeñas víctimas dignas de su amor» (MsB 5vº).

La vida sigue su curso. Escribe a los misioneros. La enfermedad avanza. Llega el duro invierno. Las tinieblas espirituales se hacen más espesas. Son, se puede decir, continuas. A medida que la fe se oscurece, Dios la ilumina por otro lado. Gracias a esta luz, descubre el sentido profundo de la caridad fraterna (cf MsC 11vº-18vº).

Todavía por el mes de noviembre se hace una novena por su restablecimiento con vistas a su traslado a una comunidad de Indochina. La aparente mejoría resulta una pura ilusión. Pronto sufre una recaída fuerte, la definitiva.

La enferma continúa su labor de composición de poesías y redacción de cartas muy interesantes, llenas de admirable doctrina. Para Navidad prepara una sencilla poesía titulada «La pajarera del Niño Jesús», en la que canta la vocación de la carmelita encerrada en su convento por amor a Jesús.

Año 1897

El horizonte se va reduciendo y la enferma divisa cercana la meta de su carrera en este mundo. Se convence de que no puede vivir mucho. Ya en enero, en una carta dirigida a la M. Inés, menciona a la muerte como algo que está a la vista (cf C 186). Poco después, con otra misiva, manifiesta: «Creo que mi carrera aquí abajo no será larga» (C 187). Vuelve a repetirlo en otras cartas. Lo tiene ya asumido. La única pena que tiene para morir en plena juventud es la de tener que renunciar a la realización de sus proyectos apostólicos. ¿Podré seguir salvando almas desde el cielo?, se pregunta. En una pieza de teatro que compone y cuyo protagonista es san Estanislao de Kostka, un santo que murió muy joven, plantea este a la Virgen el mismo problema. María le asegura que podrá continuar su labor de salvar almas desde el cielo. Con esta garantía el joven acepta en paz la muerte prematura. La preocupación no fue de san Estanislao. Por lo menos, no nos consta. Es de sor Teresa. Ella se siente asegurada por el cielo. Allí proseguirá su misión de ayudar a los misioneros, de salvar almas hasta el fin de los tiempos. Lo promete con toda solemnidad unos meses más tarde, el 17 de julio (cf UC 17.7).

El mes de abril su hermana, la M. Inés, empieza a tomar nota de las conversaciones que sostiene con la enferma. Nos ha conservado, en cuanto pudo, hasta las últimas palabras que pronunció poco antes de expirar. Un tesoro inapreciable. La enferma languidece. Poco a poco va perdiendo fuerzas, se va retirando de los oficios y de los actos de comunidad. Durante el mes de mayo escribe la preciosa poesía «Por qué te amo, ¡oh María!» (P 44). En ella expone lo que piensa acerca de la Madre del cielo y cómo se figura que fue su vida en la tierra.

Manuscrito «C»

Al principio del mes de junio, la M. María de Gonzaga, por insinuación de la M. Inés, le manda continuar la redacción de su autobiografía y le indica que exponga con más detalles sus experiencias en la vida religiosa y en el trato con las novicias. Durante un mes, aproximadamente, se dedica a redactar la última parte de la Historia de un alma, que ahora denominamos Manuscrito «C». El trabajo queda inacabado. Lo interrumpe cuando sus manos no tienen fuerzas para sostener la pluma ni el lápiz.

La comunidad hace una novena a nuestra Señora de las Victorias pidiendo su curación milagrosa. Pero Dios y la Virgen tienen otros proyectos para ella. ¿Qué pasa en su interior durante estos meses? La santa describe con realismo las oscuridades por las que está pasando, las fuertes y constantes tentaciones contra la fe, que la atormentan. Estas tentaciones la privan del gozo de la fe, pero ella trata de responder «realizando sus obras» (MsC 7rº). Se siente humillada, impotente. Constata que hasta su fe depende de un hilito, de la misericordia y bondad de Dios. Ahora comprende a los ateos. Ya no los desprecia. Se acerca a ellos, se sienta a «su mesa para comer junto con ellos el pan de la amargura y rezar a una con ellos la oración del publicano: “Señor, ten misericordia de nosotros porque somos pecadores”» (MsC 5rº-vº). Esta tentación la libera de todo residuo de autosuficiencia espiritual, de toda confianza en sí misa y en sus obras. Compone una poesía en la que describe su situación y su estado de ánimo. La titula «Mi paz y mi alegría» (P 37). A la M. Inés, a quien la dedica, le advierte: «Toda mi alma está ahí».

Escribe bellísimas páginas sobre la caridad fraterna. Ahora ha comprendido mejor que antes lo que esta virtud es y significa en la vida cristiana y en la comunidad religiosa. Confiesa con gran sinceridad las dificultades y tentaciones que ha tenido en este campo y cómo ha tratado de combatirlas. Insiste en el desprendimiento con que hay que practicar esta virtud y las sutilezas del amor propio. Hace unos análisis psicológicos admirables (cf MsC 11vº-18rº).

También es interesante lo que expone sobre el modo de tratar a las novicias y sus problemas.

Por último, toca el problema de la oración. Ella prácticamente ha pasado toda su vida religiosa en la mayor aridez. Lo recordaba en la primera parte de su autobiografía (cf MsA 75vº-76rº). En esa tónica se mantuvo hasta el final de su vida. Llama la atención su modo de orar, la dificultad que experimenta para recitar las oraciones vocales, qué entiende por oración (cf MsC 25rº-vº). Ve con gran lucidez cómo debe orar el contemplativo o en qué consiste fundamentalmente su oración. Son ideas preciosas que reflejan su manera de actuar (cf MsC 33vº-35rº).

En medio de esas oscuridades y arideces en su vida de oración, mantiene unas relaciones íntimas y confiadas con Dios. No se cree ni se siente desechada por Él. Muy al contrario. Le dirige una petición audaz, que parece llena de engreimiento espiritual. Se apropia las palabras con las que Jesús aborda a su Padre después de la Última Cena. Ella quisiera exclamar como Él: «He consumado la obra que me encomendasteis. He dado a conocer vuestro nombre a los que me disteis... Padre, deseo que donde yo esté, estén también los que me disteis» (MsC 34). Esta petición puede parecer pretenciosa. Ella se explica añadiendo que no piensa que no pueda estar nadie más cerca de Dios que ella. Pero tiene una íntima convicción: «¡Oh, Jesús mío! Tal vez sea una ilusión, pero creo que no podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado a la mía. Por eso, me atrevo a pediros que améis a los que me disteis como me habéis amado a mí» (MsC 35rº). Esta frase manifiesta cómo, en este estado de oscuridad, de sufrimiento del cuerpo y del alma, se siente, se cree, en pura fe, amada, muy amada por Dios.

La mayor parte de las dos últimas páginas del Manuscrito las escribe a lápiz. Sus fuerzas físicas ceden, pero no la energía de su fe y de su confianza en Jesús. Piensa que apoyándose en Dios puede mover la tierra. Posee para ello la palanca de la oración y del amor. Así es como procedieron los santos que ya están en el cielo y siguen actuando los que aún viven en la tierra (cf MsC 36vº).

Toma el evangelio y descubre en él las huellas de Jesús. Ya sabe «por qué lado ha de correr... Repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta al corazón de Jesús, seduce al mío» (MsC 36vº). Lo más admirable, lo más seductor, que encuentra en ella, es su «amorosa audacia» a pesar de haber sido una gran pecadora. Ella, preservada del pecado mortal por la «misericordia preveniente» de Dios, no se apoya en esta inocencia para acercarse confiadamente a Dios. «Aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse» se llegaría al Dios-Amor Misericordioso con la misma confianza, pues sabe qué recibimiento hace «al hijo pródigo que vuelve a él» (MsC 36vº).

La enfermedad sigue haciendo estragos en su joven organismo. El 8 de julio la bajan a la enfermería. El 30 del mismo mes le administran la unción de los enfermos. La pobre enferma continúa haciendo lo que puede. Escribe sus cartas de despedida a los parientes y a los dos misioneros. La última, al abate Bellière, el 10 de agosto. En ella le comunica: «Estoy ya a punto de partir. He recibido el pasaporte para el cielo». Refiriéndose a la comprensión con que juzgaría sus faltas en el cielo le advierte: «¿Olvidáis, pues, que participaré también de la misericordia infinita de Dios?... Creo que los bienaventurados tienen una gran compasión de nuestras miserias» (C 235).

Los días siguientes son de grandes sufrimientos. Hasta le viene la tentación de suicidarse (cf UC 22.9.6).

El 19 de agosto recibe la eucaristía por última vez. Su estado de salud no le permitirá recibirla más. Pero no se desanima. Piensa que Dios no está condicionado por ningún medio ni siquiera por los sacramentos. Ya había dicho: «Sin duda, es una gracia grande recibir los sacramentos; pero cuando Dios no lo permite, también está bien, todo es gracia» (UC 5.6.4).

El 8 de septiembre, séptimo aniversario de su profesión, traza sus últimas palabras autógrafas en el dorso de la estampa de la Virgen. Dicen así: «¡Oh, María!, si yo fuera la Reina del cielo y vos fueseis Teresa, quisiera ser Teresa a fin de que vos fueseis la Reina del cielo».

La muerte de amor

Teresa, inteligente y fiel discípula de san Juan de la Cruz, piensa que la muerte de amor debe ser el término normal de un alma consagrada como víctima al Amor misericordioso de Dios. Ha de ser el amor el que consuma su existencia en la tierra. Manifiesta esta aspiración desde el año 1895 (cf P 17; 18 y 22), y unos meses más tarde en el «Acto de ofrenda al Amor misericordioso» muestra la misma aspiración. En adelante va a constituir en ella una verdadera obsesión. Así lo evidencian estos textos: «No tengo ya grandes deseos si no es el de amar hasta morir de amor» (MsC 7vº). Y un poco más adelante: «La única gracia que espero es la de que un día mi vida sea rota por el amor» (MsC 8rº).

Al constatar que en ella, sumergida como está en la oscuridad y asediada por tentaciones contra la fe, no aparecen los transportes de amor que san Juan de la Cruz afirma que acompañan a la muerte de amor, comprende que existe otro género de muerte de amor. Este modo es menos brillante pero, tal vez, más frecuente, y no tiene por qué ser de inferior calidad. Su excelencia está garantizada, pues es la que el Padre preparó para Jesús en la cruz. La muerte del Hijo amado no se produjo entre transportes gozosos de amor sino en la oscuridad y el abandono. Sor Teresa entiende que algo semejante está sucediendo en ella. «No os apenéis, hermanitas mías, si sufro mucho y no veis en mí..., ninguna señal de bienaventuranza en el momento de mi muerte. Nuestro Señor Jesucristo murió ciertamente víctima de amor, y ya veis cuál fue su agonía. Todo eso no significa nada» (UC 4.6.1). «Nuestro Señor murió en la cruz, entre angustias, y sin embargo, fue la suya la más bella muerte de amor... Os confieso francamente: eso es lo que me parece que experimento yo misma» (UC 4.7.2).

Su muerte

En los últimos meses, a pesar de su debilidad, no deja de preocuparse de los misioneros y de las novicias encomendadas a ella. Son interesantes los recuerdos o consejos que les deja. Más que consejos son pensamientos suyos, que desea que sus dirigidos asimilen.

Al abate Bellière le envía una estampa con esta frase: «Yo no puedo temer a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí..., porque no es más que amor y misericordia». Y a una de sus novicias le deja este pensamiento: «Que vuestra vida sea toda de humildad y de amor a fin de que pronto vengáis a donde yo voy: a los brazos de Jesús» (C 237).

Por fin, llega la hora decisiva. Al cabo de una enfermedad bastante larga y muy penosa con sufrimientos de todo género, que afectan al cuerpo y al alma. Sobre todo, le afligen las tentaciones contra la fe. Sor Teresa soporta todo entre sonrisas, actos de caridad y, en algunos momentos, angustiosos gemidos. Llega a la meta el día 30 de septiembre, hacia las 7,20 de la tarde. Tenía veinticuatro años y nueve meses. Sus últimas palabras inteligibles fueron: «¡Dios mío, os amo!». Se le pueden aplicar muy bien las palabras del libro de la Sabiduría: «Maduró en pocos años, cumplió mucho tiempo» (Sab 4,13).

La muerte de la gran santa fue un acontecimiento casi exclusivamente conventual. No tuvo repercusión alguna fuera de la comunidad religiosa y el estrecho círculo de familiares. A su entierro, el 4 de octubre, asistieron unas treinta personas, un «cortejo muy reducido». Lo formaban algunos clérigos, Leonia, que presidía el duelo, y unos pocos familiares más.

Así terminó sin ruido, sin brillantez, la vida de esta monjita, a la que Dios había hecho comprender que su «gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales» (MsA 32rº). Siempre había pretendido ser y parecer pequeña, una rosa que debía ser deshojada a los pies de Jesús. El 19 de mayo cantaba:

«Hay muchas rosas frescas

que gustan de brillar en los altares

y se entregan a ti.

Mas yo anhelo otra cosa: deshojarme...» (P 43).

Así desaparece de este mundo, como una rosa que se deshoja y cuyos pétalos se lleva el viento o son pisoteados en el suelo.

Su fama después de la muerte

Teresa creyó que la «verdadera gloria es la que ha de durar eternamente». Pero su gloria del cielo va a tener un reflejo en la tierra.

Algunas religiosas de su entorno habían adivinado, más que percibido, algo extraordinario en la joven carmelita. Sus escritos acabaron de descubrir lo que aquella vida, extraordinariamente sencilla y vulgar, encerraba de admirable. En su interior había un mundo, se había desarrollado una vida, que nadie había sospechado. Ni sus más íntimas confidentes como la Priora, sus hermanas, las novicias, el confesor, habían vislumbrado su calidad.

Al año del fallecimiento se publica, con muchas correcciones y mutilaciones, la Historia de un alma, un libro que había de desencadenar «el huracán de gloria». Los cuatro mil ejemplares de la primera edición desaparecen rápidamente. Un año después sale de la imprenta la segunda edición. Pronto empiezan a llegar al Carmelo las noticias de favores y milagros. Aparecen por Lisieux los primeros peregrinos que desean visitar su tumba. A los tres años de la publicación del escrito se hace la primera traducción: al inglés. Hoy la autobiografía de la pequeña carmelita se puede leer en más de cuarenta lenguas.

Empiezan las sugerencias para introducir su causa de canonización. En los primeros momentos casi nadie toma en serio el asunto. El entusiasmo de los fieles y las noticias de la prensa religiosa presionan incesantemente y, por fin, se toma la decisión de dar los primeros pasos. Pero sin confianza, con el único objetivo de dar una satisfacción a los sencillos devotos.

El romano pontífice, san Pío X, toma cartas en el asunto. Alienta y apremia a los responsables declarando que la doctrina de la carmelita le parece muy oportuna. Hasta este extremo entusiasmaron a aquel santo papa la vida y los escritos de sor Teresa.

El 15 de octubre de 1907, el obispo de Bayeux, Mons. Lemonnier, da órdenes para que se proceda a preparar la causa de canonización de la carmelita.

Sobre el Carmelo de Lisieux cae una lluvia de cartas. Son muchos miles. Sólo en 1910 llegan 9.740 de Francia y del extranjero. Entre el fervor de los devotos y el trabajo abnegado de los encargados de la empresa, todo se realiza con una rapidez inusitada. El 14 de agosto de 1921, el papa Benedicto XV expide el «Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de la Venerable Sierva de Dios». El papa siguiente, Pío XI se sentirá dichoso de poder beatificarla el 29 de abril de 1923, y la tomará como la «estrella de su pontificado».

Dos años más tarde la canoniza en un acto de solemnidad excepcional. El Santo Padre hace, por la mañana, en la Basílica de San Pedro la presentación y el elogio de la nueva santa ante cincuenta mil fieles. A la tarde, en una ceremonia más popular, se congregan nada menos que quinientas mil personas para aclamar a santa Teresa del Niño Jesús en la plaza de la Basílica. Era el 17 de mayo de 1925.

No todo termina ahí. Estos actos constituyen la confirmación oficial y popular de la vida y de la doctrina de sor Teresa. La Iglesia propone su experiencia religiosa y su interpretación y aplicación del evangelio como orientadoras a los seguidores de Jesús y su presencia en el cielo como mediadora a la que podemos recurrir. Es el comienzo de una nueva etapa en la existencia de la monjita.

En 1927 su fiesta litúrgica se extiende a toda la Iglesia, y además es proclamada Patrona principal de las misiones, igual que san Francisco Javier.

En este año que estamos celebrando el centenario de su muerte, dirijamos nuestra mirada hacia esta gran figura de la Iglesia y volvamos a leer y meditar sus escritos y analizar su vida para descubrir, con sus sugerencias, sentidos nuevos del evangelio y el modo de aplicarlo a los problemas de nuestro tiempo. Tal vez, con su ayuda, encontremos en él nuevos tesoros, que hasta ahora se nos habían escapado.

P. Francisco Ibarmia

Siglas

MsA Manuscrito «A»

MsB Manuscrito «B»

MsC Manuscrito «C»

C Cartas

P Poesías

O Oraciones

UC Últimas conversaciones

CRG Consejos y recuerdos recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz (Ed. El Monte Carmelo, Burgos).

NOTA: Las cartas, poesías y oraciones citadas en la introducción están numeradas según la edición española de las Obras Completas de Teresa de Lisieux, El Monte Carmelo, Burgos 19948.

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9788428563529
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