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Libro segundo

Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de la unidad, que eres tú, me desvanecí en muchas cosas.

Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con varios y sombríos amores, y se marchito mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.

Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitas para que buscara así el gozo sin contrariedades y, cuando yo lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti. Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de la edad de mi carne, cuando la locura de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes, tomó el bastón de mando sobre mí y yo me rendí totalmente a ella! Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue sólo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando estaba de regreso en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un vecino muy modesto de Tagaste.

Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué hago esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe?

¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se ocupaban tanto de sus hijos.

Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel desertus potius a cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen Señor de tu campo: mi corazón.

Pero en aquel decimosexto año se impuso un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me vio que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a contárselo a mi madre; alegre por la embriaguez con que el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.

Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro.

¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?

Ella quería –y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese adulterio con una mujer casada. Pero estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella; por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio.

Pero yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas no sólo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de ser más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto.

Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que tolere con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al que es empujado por la pobreza. Y yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la pobreza, sino por penuria y fastidio de justicia y por abundancia de iniquidad. Pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.

Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. Unos cuantos jóvenes viciosos nos encaminamos a él, a hora intempestiva de la noche –pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre–, con ánimo de sacudirle y cosecharle. Y llevamos de él grandes cargas, no para saciarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido.

He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo gratuitamente y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo por medio de la ignominia, sino la ignominia misma.

Porque la soberanía imita la altura, mas tú eres el único que estás sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie, en ningún tiempo, ni lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las caricias de los desenfrenados buscan ser amadas; pero nada hay más cariñoso que tu caridad, ni que se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece tratar de alcanzar el cultivo de la ciencia, siendo tú quien conoce en sumo grado todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y la estupidez se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué más inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La flojera desea hacerse pasar por descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo desea ser llamado saciedad y abundancia; pero tú solo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad. El derroche se oculta bajo el aspecto de generosidad; pero sólo tú eres el verdadero y generosísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia compite por la excelencia; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo o repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.

Así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Torcidamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde uno se aparte de modo absoluto de ti.

Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel huerto o en qué imité, siquiera viciosa y torcidamente, a mi Señor?

¿Acaso fue el deleitarme actuando engañosamente contra la ley, realizando impunemente lo que estaba prohibido, para que yo, cautivo de una libertad defectuosa, imitara una imagen oscurecida de tu omnipotencia, ya que que no podía con mi poder?

He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra. ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?

¿Qué daré en retorno al Señor por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefastas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?

Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su debilidad, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, . para por ello amarte menos, como si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?

Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido sanado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése mismo le libró a él de caer en ellas.

(...) Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de indigencia.

Libro tercero

Llegué a Cartago, y por todas partes chisporroteaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar amando amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí hambre del alimento interior, de d mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre yo no la sentía; más bien estaba sin apetito alguno de los alimentos incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía. Y por eso mi alma no se hallaba bien, y, herida, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían ciertamente dignas de amor. Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.

Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuan bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.

Aquellos estudios que se llaman honestos tenían por objetivo las contiendas del foro, para hacer sobresalir en ellas, en las que, entre más se engaña, más se es alabado. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de su misma ceguera se glorian! Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de retórica y me gozaba de ello soberbiamente y me hinchaba de orgullo.

Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más calmado que los demás y totalmente ajeno a las perversiones de los trastornados —nombre siniestro y diabólico que ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad—, y entre los cuales vivía con impúdico pudor, por no ser como uno de ellos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las revueltas con que impúdicamente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de trastornados o perversores, por ser ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los demás.

Entonces, en tan frágil edad, entre estos tales, yo estudiaba los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su contenido. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensia. Tal libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con el increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para suplir el estilo —que es lo que parecía que yo debía comprar con los dineros de mi madre en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.

¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo desde las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están indicados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y piadoso [Pablo]: "Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad". Mas entonces —tú lo sabes bien, luz de mi corazón—, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma, dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.

En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo algo no hecho para los soberbios ni clara para los pequeños, sino en la entrada baja y sublime en su interior y velada por los misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o agachar la cabeza a su ingreso. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón rechazaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me negaba a ser pequeño e, hinchado de soberbia, me creía grande.

De este modo vine a dar con unos hombres delirantes de soberbia, carnales y charlatanes, en cuya boca hay lazos diabólicos y una mezcla viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo demás su corazón estaba vacío de toda verdad. Decían: «¡Verdad! ¡Verdad!», y me lo decían muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; más bien decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres verdaderamente la Verdad, sino también de los elementos de este mundo, creación tuya, a partir de los que debí sobrepasar incluso lo verdadero que dicen los filósofos, por amor a ti, ¡oh Padre mío sumamente bueno y hermosura de todas las hermosuras!

¡Oh verdad, verdad!, cuan íntimamente suspiraba entonces por ti desde las médulas de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío frecuentemente y de muchos modos, si bien sólo de palabras y en sus muchos y voluminosos libros. Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú mismo, y ni aun siquiera de las principales. Porque más excelentes son tus obras espirituales que estas corporales, aunque luminosas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas primeras, sino de ti misma, ¡oh Verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad momentánea!

Y continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas espléndidos fantasmas, respecto de los cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos verdadero a la vista, que no aquellas falsedades que por los ojos del cuerpo engañaban al alma. Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me sabían a ti —que no eras aquellos vanos fantasmas— ni me nutría con ellas, más bien me sentía cada vez más extenuado. Y es que el alimento que se toma en sueños, no obstante ser muy semejante al que se toma despierto, no alimenta a los que duermen, porque están dormidos. Pero aquéllos no eran semejantes a ti en ningún aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran fantasmas corpóreos o falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos cuerpos verdaderos que vemos con los ojos de la carne —sean celestes o terrenos— tal como las bestias y aves.

Vemos estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos, y a su vez, cuando las imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos otras mayores e infinitas, que en modo alguno existen. Con tales quimeras yo me apacentaba entonces y por eso no me nutría. Mas tú, amor mío, en quien desfallezco para ser fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque sea en el cielo, ni los otros que no vemos allí, porque tú eres el Creador de todos éstos, sin que los tengas por las más altas creaciones de tu mano.

¡Oh, cuan lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios, fantasmas de cuerpos que no han existido jamás, en cuya comparación son más reales las imágenes de los cuerpos existentes; y más aún que aquéllas, éstos, los cuales, sin embargo, no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que da vida a los cuerpos —y como vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos—, sino que tú eres la vida de las almas, la vida de las vidas, que vives por ti misma y no te cambias: la vida de mi alma.

Porque los versos y la poesía los puedo yo convertir en vianda sabrosa; y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y si gustaba de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí. ¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío —a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba—, todo por buscarte no con la inteligencia —con la que quisiste que yo aventajase a las bestias—, sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más alto que lo más sumo mío.

No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas? Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo demás, no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la Escritura imagen de Dios.

No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos que son alabadas por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o, finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual.

Tales son los que se indignan cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, pasado su momento no lo es; y que lo que en una parte se permite, justamente se prohibe y castiga en otra.

¿Diremos por esto que la justicia es variable y cambiante? Lo que pasa es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por afronta o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha prosperado y teme se le iguale o le pesa de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el espectador de juegos de gladiadores; o el que se ríe y burla de los demás. Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar, ver o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.

Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres corrupción? ¿O qué crímenes pueden cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer daño? Pero lo que tú castigas es lo que los hombres cometen contra sí, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a si misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que has hecho y ordenado tú–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza. También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y de palabra se enfurecen contra ti y dan golpes contra el aguijón, o cuando, rotos los límites de la convivencia humana, se alegran, audaces, con uniones o desuniones privadas, según que fuere de su agrado o disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú, fuente de vida, único y verdadero Creador y Rector del universo, y con soberbia privada se ama en la parte una falsa unidad.

Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es como tú nos purificas de las malas costumbres, y te muestras propicio con los pecados de los que te confiesan, y escuchas los gemidos de los cautivos, y nos libras de los vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal que no levantemos contra ti los cuernos de una falsa libertad, ya sea arrastrados por el ansia de poseer más, o por el temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien de todos. Desconocedor yo de estas cosas, me reía de aquellos tus santos siervos y profetas. Pero ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que tú te rieses de mí, dejándome caer insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces hasta que llegara a creer que el higo, cuando se le arranca, llora lágrimas de leche juntamente con su madre el árbol, y que si algún santo de la secta comía dicho higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas, después, gimiendo y eructando, exhalaba ángeles en la oración y aún partículas de Dios. Aquellas partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre a aquel fruto de no ser libertadas por el diente y vientre del santo Electo. También creí, miserable, que se debía tener más misericordia con los frutos de la tierra que con los hombres, por los que han sido creados; porque si alguno estando hambriento, que no fuese maniqueo, me los hubiera pedido, me parecía que el dárselos era como condenar a pena de muerte aquel bocado.

Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque ella veía mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las blasfemias de mi error?

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