Читать книгу: «Cuba sin ti», страница 2

Шрифт:

La hora del búfalo

Le habían tomado el gusto a quererse entre los árboles, a pesar de que tuvieron que hacerlo por necesidad, después de que el gobierno obligara a los amantes a registrar sus fotografías, nombres y apellidos, estado civil, dirección y centro de trabajo en las casas de cita particulares y en las posadas públicas. Pero encontraron lugar en la floresta y hasta nombre le pusieron: “Hotel Yerbita”.

Hacían el amor en cualquier oportunidad que pudieran robarle a sus labores como médicos, y a sus matrimonios, pues ambos eran casados. Pero preferían las primeras horas de la noche, en especial de la noche cubana que había descubierto José Martí en el monte de Oriente al volver a Cuba después de haber vivido, errante y enfermo, quince ininterrumpidos años de exilio.

La noche bella no deja dormir. Silba el grillo, el lagartijo quiquiquea, y el coro le responde: aún se ve, la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y empinada; vuelan despacio en torno las animitas; e los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima —es la mirada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas?, ¿qué violín diminuto, y oleada de violines, sacan son, y alma, a las hojas?, ¿qué danza de almas de hojas?

Así la describió Martí en su Diario, acampando en Palmarito, 31 días antes de que lo mataran, entre los ríos Cauto y Contramaestre, de un balazo en el cuello, uno en un muslo y otro en el esternón. El doctor español Pablo Valencia le hizo la autopsia: “… estatura regular, delgado, pelo castaño oscuro y rizado, ojos claros, bigote fino y poco poblado (se lo había afeitado totalmente el 3 de marzo en Haití), nariz aguileña, orejas pequeñas y rostro ovalado…”.

“Temperamento bilioso”, dictaminó Valencia, una forma de decir apasionado, que así era la persona más querida por los cubanos en el último siglo y que padecía perturbaciones gástricas y cardiacas, anemia, tuberculosis crónica, una fístula inguinal que nunca le cerraba, un testículo varias veces mal operado… un hombre pobre y menguado, que vivía gracias a una energía colosal y obsesiva: el amor a Cuba.

Al anochecer, los amantes avisaban a sus casas de una guardia imprevista, una operación urgente. Y escapaban en el coche de ella, un Fiat que le vendiera el gobierno como premio por haber prestado colaboración internacionalista en Belice. Se iban a los bosques cercanos a la ciudad: en el abra de las tierras bajas del sur, donde el gobierno había soltado una manada de búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro en agradecimiento a tantos años de solidaridad y alianza política.

Una noche el hechizo se rompió, por culpa de los búfalos: uno, grande y negro, estaba plantado en medio de la carretera y ella debió detener el coche en una maniobra de último segundo para no estrellarse contra la masa de 800 kilogramos, el peso que alcanzan los machos adultos de la especie introducida en Cuba, bubalus bubalis o búfalo asiático.

Estaba oscuro, pero la pelambre del búfalo relumbraba, como platinada, porque todo el brillo de la luna parecía caer sólo sobre su lomo. Las luces del Fiat chocaban contra sus ojos y a éstos daban un aspecto siniestro. El animal avanzó hacia el coche y ella intentó conectar la marcha atrás, pero no pudo: sólo escuchó un mugido prehistórico mientras veía dos cuernos curvos que arrancaban de cuajo el capó.

Antes de que se iniciara otro ataque, ella logró controlar el carro y huyeron. Luego supieron que su historia era común y que, además, tuvieron suerte. Una semana atrás, una pareja de búfalos había arremetido —y producido múltiples e irreparables abolladuras— a una guagua de transporte escolar que, felizmente, iba sin estudiantes. El chofer escapó de milagro. Los primeros búfalos habían llegado el 27 de julio de 1987.

Eran 24 hembras y dos machos de la especie de río. En 1991 vinieron 460 de pantano, 60 de ellos machos, pero fueron escapando de las granjas y reproduciéndose en estado salvaje hasta sumar unos ocho mil ejemplares, que se convirtieron en el espanto de campesinos, choferes y alumnos de las escuelas en el campo: en su incontenible avance en busca de alimentos, arrasaban con cercados y cosechas, machacaban vehículos y dañaban casas, mataban perros y caballos, embestían a los monteros.

Un médico veterinario había provocado el pánico al advertirles en la televisión a los matarifes clandestinos que abundaban en los campos cubanos, que los búfalos llevaban en la sangre de manera natural brucelosis y tuberculosis vacuna, enfermedades que se transmitían a los humanos aún cocinando o congelando la carne y cuyos microbios sólo se podían destruir con un producto industrial, imposible de reproducir en las cocinas domésticas.

Sin embargo, Fidel Castro estaba contento con el regalo de los vietnamitas y en un discurso había asegurado: “Pueden desarrollarse perfectamente en los lugares bajos y ser productores de carne y de leche de muy alta calidad, al extremo que algunas marcas famosas de quesos en el mundo se producen con leche de búfala”.

Castro también había tenido gestos de bondad con Vietnam. El 19 de junio de 2007, el periódico oficial Juventud Rebelde contó la historia de un agente secreto cubano que atravesó el mundo varias veces para llevarle al patriarca Ho Chi Minh unos botes de helado cubano marca Coppelia que el gobernante caribeño le mandaba al líder comunista.

Había varias vías aéreas para llegar desde La Habana a Hanói y todas duraban casi dos días, con muchas escalas, en una especie de ruta no de la seda, sino del helado y de las ranas toro, pues Fidel Castro, a quien le preocupaba la alimentación de los soldados vietnamitas que luchaban contra las tropas estadunidenses, también les envió ranas toro vivas, convencido de que esos batracios tenían un gran valor proteico y eran capaces de adaptarse fácilmente en Vietnam, donde abundaban las lagunas y los arroyos.

“No sé si las ranas toro las llevó el mismo compañero del helado, pero luego nos enteramos que quien lo hizo pasó las de Caín. En Moscú tuvo que meterlas en la bañadera del hotel, para luego pescarlas una a una y seguir viaje”, reveló en la misma edición de Juventud Rebelde la periodista Rosa Miriam Elizalde, quien trabajaba en la Oficina de Información del Consejo de Estado.

Fue después de aquello que el jefe de la Revolución cubana recibió los búfalos, con la idea de que constituyeran el futuro de la ganadería de la isla, debido a su bajo índice de mortalidad y a que las hembras parían un becerro cada año a lo largo de dos décadas. Además, no había que procurarles pienso, pues se alimentaban de lo que encontraban y se podrían usar algún día como transporte de carga, al ser capaces de mover seis veces su peso vivo de 800 kilos los machos y 600 las hembras. Pero no sólo comían lo que hallaban: también destruían. Un maestro de un preuniversitario en el campo había visto llegar un día a la escuela a una campesina cargada de hijos pequeños gritando que un búfalo despedazaba su bohío de pencas de palma. Un grupo de profesores corrió hasta las cercanías de la choza y vio al animal.

“Era una bestia. Cogía impulso y atravesaba la casita de tablas de un lado a otro. Luego se revolcaba un rato en un fanguero cercano para refrescarse y otra vez se tiraba contra el bahareque aquel. Parecía un monstruo encabronado”, recordaba Sixto Carlos Pérez, un técnico de computación de la escuela, quien conservaba fotos tomadas al búfalo con su teléfono celular.

En abril de 2008, el gobierno había autorizado el uso de telefonía móvil. Los contratos costaban 120 cuc, que era más de seis veces lo que ganaba un empleado público promedio, sin incluir el precio del aparato ni el de las tarjetas para hacer y recibir llamadas. El de Sixto lo costeaban sus familiares exiliados: un abuelo en Nicaragua y un tío en Miami.

Algunos afirmaban que los búfalos eran almas de Dios, como el montero Pedro Luis Acosta, jefe de la Lechería Número Ocho, en la occidental provincia de Pinar del Río. “En estado salvaje son ariscos, pero se amansan más rápido que un toro cebú, a la semana te paseas entre ellos. Un alambrito con electricidad basta para mantenerlos a raya. Claro, antes hay que capturarlos uno a uno por montes y pantanos”. Pedro Luis sólo les veía un problema: “No hay cerca sin electrificar que los pare, andan en manadas que salen de noche y acaban con todos los sembrados que encuentran a su paso y, aun con sus tarros jorobados, no fallan al pinchar, ninguno busca a las personas para atacarlas, pero si los acorralan son peligrosos, más si son hembras paridas”.

El derribo de alambradas y empalizadas por parte de los búfalos había ocasionado numerosos pleitos legales entre los campesinos, pues la falta de lindes territoriales propició que muchos ocuparan tierras que no eran suyas: una situación similar a los tiempos de la Colonia, cuando las concesiones de terrenos eran muy confusas en cuanto a sus límites y el radio era muy ambiguo como, por ejemplo, la distancia desde la que podía ser oído el canto de un gallo o el sonido que hacía el cencerro de una vaca.

* * *

Después del embate del búfalo prieto, a los amantes se les había “caído el palo”, que es una expresión muy cubana para referirse al acto sexual inconcluso o poco fructífero.

Si no el búfalo, habría sido otro animal introducido en Cuba por la fuerza el que les habría estropeado el palo a los amantes del Fiat: la claria, por ejemplo, una especie de pez gato caminador oriundo de Asia y de África y expandido sin control por toda la isla, pero que convertía en un niño de teta al monstruo de la laguna negra en la película de Jack Arnold en 1954. Sus nombres científicos son clarias gariepinus (la africana) y clarias macrocéfalo (la asiática). De color negro opaco, pesaban hasta 60 kilos y medían más de un metro, con una larga aleta dorsal. Sus ojos eran saltones y opacos. Sobre la boca redonda como la de una lata de leche condensada, le salían ocho hilos de bigote. Podían reptar tres días fuera del agua y se desplazaban por tierra en agonía interminable, como un soldado al que una bomba le mutilara las piernas y arrastrara el cuerpo sin sentido por el campo de batalla.

Los cubanos las habían bautizado como “pez diablo” y los brujos decían que estaban consagradas a Eshu: el diablo, en la Regla de Palo Mayombe, que era la expresión de la santería que se conservaba más pura de las traídas a Cuba por los negros esclavos y que establecía susurrarle cantos a los resguardos hechos con prendas de muertos para venerarlos, despertarlos y pedirles favores.

Las primeras clarias llegaron en julio de 1999, cuando Cuba le compró 14 millones de alevines a Malasia, con la condición de que fueran híbridos —incapaces de reproducirse— y estableció severas medidas de seguridad para evitar que escaparan de los centros acuícolas. Sin embargo, los alevines que llegaron no eran híbridos ni los planes de contingencia fueron cumplidos.

Las crecientes provocaron que las clarias se diseminaran por ríos, lagos, cuevas subterráneas y conductos albañales y se convirtieran rápidamente en amenaza para el ecosistema porque devoraban tilapias, moluscos, camarones y ranas. También salían del agua para comer aves, insectos, ratones, frutas, semillas y carroña y atacaban a puercos y chivos. Habían sido capturadas algunas con jicoteas y crías de cocodrilo en el estómago.

Según el Centro Nacional de Áreas Protegidas, su voracidad ponía en peligro de extinción a 242 especies de la fauna nacional: 75 endémicas, 29 raras o locales y 25 introducidas. Además, eran poco menos que inmortales: poseían un órgano respiratorio adicional que les permitía hundirse en el barro húmedo y sobrevivir durante meses a sequías extremas.

En una ocasión, un hombre llamado Humberto Navarro vio salir una del escusado y, antes de poder matarla de un palazo en la cabeza, él y toda su familia tuvieron que reponerse de un susto de fin del mundo para después poder perseguirla a través de habitaciones y pasillos de la casa. Navarro, quien trabajaba en la sede de las juventudes comunistas de Matanzas, estaba alarmado por el incontenible taponamiento de su retrete.

Un día hizo pasar un alambre por los tubos del desagüe hasta que del sanitario comenzaron a salir desmesuradas cantidades de agua de fosa y detritus. Hubo una pausa abrupta en el derrame y, de pronto, de la taza surgió a coletazos un bicho negro de dos kilogramos que chorreaba excrementos por la boca: ¡una claria!

Sin embargo, filetes, embutidos, perros calientes y chorizos de claria eran vendidos a la población en las tiendas gubernamentales Mercomar, y los médicos recetaban su carne a enfermos de cáncer porque aumentaba los índices de hemoglobina en la sangre. Una leyenda popular contaba que los vietnamitas les habían ganado la guerra a los americanos gracias a la fuerza que les había proporcionado comer clarias.

Juventud Rebelde, en su edición del nueve de julio de 2008, llamaba a la población a consumirlas con buen diente: “No lo dude y seleccione claria para llevarlo a su mesa, pues resulta fácil de hacer, bien sea frito, en filetes, empanado, enchilado o rebosado, su familia se lo agradecerá”. Y adjuntaba declaraciones de un científico, Julio Baisre, acerca de que el pez era cultivado en estanques cerrados y bajo estrictos controles de seguridad biológica, alimentados con pienso y desechos de la pesca.

Una nota, en el mismo diario, contaba:

La licenciada en Biología, Doris Millares Dorado, jefa del tema de la claria en el Centro de Preparación Acuícola Mampostón (cpam), habla de estas criaturas con una pasión sobresaliente. En unos estanques contiguos al departamento de Alevinaje miles de criaturas nos recuerdan los renacuajos que habitan los charcos de cualquier paraje. Los técnicos que allí laboran se ven afanados en suministrarles agua suficientemente oxigenada a las criaturas, y están atentos a cada exigencia de los recién nacidos.

Pero las “criaturas” del periódico oficialista se podían ver a todo color comiendo ratones en el documental Revolución azul, del mexicano Diego Fabián Anchondo, aprendiz de una escuela internacional de cine que dirigía el escritor Gabriel García Márquez, en San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana. El filme mostraba a un criador particular de clarias en Matanzas, un miembro del Ministerio del Interior llamado Macario Toledo, quien aseguraba abastecer de carne no sólo sus necesidades hogareñas, sino también las de comedores obreros y algunas pescaderías de Hershey, el pueblito donde vivía y que había tomado su nombre de un ingenio fundado en 1918 por Milton Hershey, inventor de los chocolates que llevan su apellido, para proveer de azúcar su fábrica de Pensilvania.

La cinta, de diez minutos de duración, también incluía declaraciones de un biólogo marino, Guillermo García: “La claria es la mayor amenaza para el ecosistema cubano en esta época. Se comen las tilapias, se comen ellas mismas, las tencas, un pollo, una ranita, cualquier animal, cualquier cosa que se mueva fuera del control de los humanos’’.

Y parecía tener razón, pues el Ministerio de la Industria Pesquera había emitido en 2006 una resolución para fijar una estrategia de seguridad biológica en el país y “revertir episodios desfavorables como el de la claria o pez gato caminador’’.

La médica veterinaria Mercedes Montenegro, de la Empresa Pesquera de Matanzas, resultó más precisa: “Las clarias rompieron nuestro equilibrio ecológico”. De hecho, en esa provincia cundía el temor, pues en el santuario natural de Ciénaga de Zapata, amenazaban la existencia de peces endémicos como el antiguo manjuarí y la biajaca criolla, y les mordían las patas a los flamencos y los patos cuando éstos se posaban en los humedales. El Centro Nacional de Seguridad Biológica terminó por aceptar el fracaso irremediable del experimento: “La claria forma parte del medio ambiente cubano, ya no se puede sacar y lo que se impone ahora es plantear medidas para su control”.

Era, en rigor, una invasión a los ecosistemas cubanos —no sólo contra su conservación, sino también contra su disfrute— con búfalos asoladores y peces exterminadores en un monte en el que el mejor observador de todos los cubanos, José Martí, lo más peligroso que vio —en un lúcido deslumbre de 19 días— fueron unos camaleones cantores y, a fin de cuentas, se equivocó, pues estaba probado científicamente que esos animales son incapaces de emitir sonidos.

Una penetración que pasaba por ocupación y acabó siendo plaga, ante lo cual se había paralizado la proverbial capacidad de los cubanos para reírse de todo.

Olvidadas quedaron la creatividad y la gracia de los primeros tiempos de la inacabable crisis económica que siguió al desmoronamiento del bloque comunista internacional en 1989, cuando, a falta de los tintes de pelo profesionales que antes venían desde la Unión Soviética, una muchacha morena de Camagüey inventó un mejunje de tantas yerbas y pócimas que la receta se le extravió en los meandros de la memoria y terminó siendo rubia oxigenada para siempre.

O las aventuras de los trabajadores del zoológico capitalino, quienes le salvaron la vida a la elefanta Tana después de que, de un día para otro, dejaron de aterrizar en La Habana los numerosos aviones que arribaban a toda hora procedentes de África y en los cuales siempre había espacio para transportar las variedades de yerbas, hojas, frutas, corteza y plantas acuáticas que comían allá los elefantes. Tana se convirtió en el primer paquidermo de la historia de la zoología en alimentarse de tortilla de huevo: un trabajador se disfrazaba de planta africana y, cuando la elefanta se lo iba a comer, otro trabajador aprovechaba, en un diestro movimiento de baloncestista, y le encestaba en la boca abierta una torta del tamaño de una rueda de coche.

García Márquez pensó en escribir un libro sobre aquellas pequeñas cosas que constituían las grandes hazañas o tragicomedias de la vida cotidiana en la isla, pero consideró que sería una incorrección política para su compromiso militante con la Cuba comunista, a la que solía disfrutar con delirio en los viajes que hacía desde su casa de la calle Fuego 144 en el Pedregal de San Ángel, una colonia de gente muy rica construida sobre piedra volcánica en el sur de la ciudad de México.

Pero ahora nada había de comedia y, en cambio, sí mucho de tragedia. Eran, aquéllos, los días de la claria y la hora del búfalo, un tiempo lúgubre y desdichado en el que uno llegaba a casa y abría La peste y leía una y otra vez que “la estupidez insiste siempre”. Y hacía del libro de Camus una almohada y se acostaba atormentado por ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.

La justicia de la Revolución

Silvio Rodríguez conducía su jeep azul de modelo reciente con rumbo a una recepción que ofrecía Fidel Castro en el Palacio de la Revolución, cuando, diez minutos después de haber salido de su mansión de colores pasteles, en el exclusivo reparto habanero de Siboney, un policía de tránsito le impuso una multa por manejar a exceso de velocidad.

El agente era un blanconazo aindiado, emigrado a la capital desde la empobrecida zona oriental del país que, además de haber sido la cuna de las guerras de independencia contra España y de la revolución de 1959, era mirada como tierra de gente de pocas luces por parte de los habaneros, quienes siempre se habían creído el ombligo del mundo.

Había un chiste en La Habana sobre un policía oriental que estaba apostado frente al Acuario de 1ª y 60, en Miramar, y registraba su posición por radio a la jefatura: “Aquí, capitán, reportándome desde el zoológico de los pescaos”.

Silvio Rodríguez tomó la infracción y siguió para Palacio, donde Fidel Castro lo acogió con el cariño que solía prodigarle a quien, además de ser el cantante favorito del sistema, se desempeñaba como fiel diputado que nunca votaba en contra, o siquiera se abstenía, en las discusiones de la Asamblea Nacional en las que se decidían condenas de 20 años de prisión a amigos suyos de juventud que habían escogido la disidencia, como el poeta Raúl Rivero.

El autor de El necio gustaba de contar la anécdota como un ejemplo de la justicia de la Revolución: “Un policía me multa y Fidel me abraza”. Pero sólo se trataba de una distracción de Silvio Rodríguez porque, en lo absoluto, aquello tenía algo qué ver con la justicia de la Revolución. Existían, en cambio, ejemplos que sí lo eran, como el del segunda base de los Industriales, Rey Vicente Anglada, el pelotero más espectacular de Cuba a finales de los años 70 y principios de los 80 y que, de manera abrupta, como se desploma un helicóptero sobre un conjunto de edificios, fue expulsado del deporte, borrado de los libros de récords y encarcelado durante dos años y ocho meses por vender partidos dentro de una presunta red de apuestas clandestinas.

Una noche de enero de 1982, minutos antes de que a las ocho y treinta arrancara una velada del campeonato nacional Playa Girón de boxeo, un comentarista deportivo de voz impostada y que usaba bastones para caminar, leyó una lista de 17 peloteros que habían sido sancionados por registrar una actitud antideportiva: “Jorge Beltrán Lafferté, Rey Vicente Anglada Ferrer…”.

Yo estaba sentado frente al televisor, en la salita de la casa de una sola habitación en la que vivíamos entonces mis padres y sus cuatro hijos frente al estadio de Pinar del Río, y fui incapaz de seguir escuchando, porque el hecho de que Anglada no pudiera jugar pelota significaba la muerte de uno de los más grandes regocijos de mi adolescencia: verlo llegar al cajón de bateo, apoyarse el bate a la cadera, sacarse del bolsillo de atrás del pantalón una guantilla y ponérsela en la mano izquierda, meterse por dentro de la camisola una cadena de oro que llevaba al cuello y observar por unos instantes la posición de los jugadores de cuadro.

El júbilo era, para mí, aquel rito de Anglada. Yo tenía 18 años y la decepción por el fin de su carrera como pelotero me duró hasta los 45, porque jamás volví a disfrutar un juego de pelota hasta que una tarde de domingo, en la ciudad de México, agarré una banderita cubana que tenía colgada de un palillo de dientes en mi librero y me fui con mi hijo Santino al partido Cuba-Sudáfrica de una eliminatoria del Clásico Mundial que se jugó en el estadio del Foro Sol. Ganó Cuba 14-2 y, ya cuando nos íbamos, Santino, que en ese tiempo tenía seis años, me tomó una fotografía con la banderita, que es la foto de autor de mi libro Cuba, Cuba.

Anglada fue encarcelado en la flor de su talento, a los 29 años de edad. Cuando salió del talego trabajó como chofer en la empresa Tecnitiendas y después encontró una oportunidad como entrenador de niños en el estadio que estaba frente a la antigua fábrica de la Coca-Cola, en el municipio habanero de El Cerro.

Hasta allí lo fui a ver una mañana del invierno de 1990. Mi amigo Aurelio Prieto, quien después se convirtió en el mejor cronista deportivo de la televisión cubana, sabía de mi antigua idolatría por Anglada y consiguió una grabadora prestada, una Sanyo japonesa, y me llevó para que lo entrevistara. Un tipo que iba con Aurelio, un mulato que tenía puesto un collarín ortopédico, tomó las fotos con una prehistórica cámara Praktica Reflex de 35 mm., hecha en la Alemania comunista.

Anglada lucía una camisa hawaiana azul, de dibujos oscu- ros, a las que en Cuba se les conocía como “manhattan”. Estaba dolido porque sus alumnos, de la categoría 11-12 años, habían clasificado para los Juegos Escolares Nacionales, pero a él le impidieron acompañarlos, pues el gobierno lo consideraba un mal ejemplo para la niñez y la juventud.

Nos contó que, poco tiempo después de salir de la cárcel, una noche fue a ver un juego de los Industriales al estadio Latinoamericano de La Habana, teatro de sus grandes atrapadas y robos de base. Iba con un amigo al que apodaban El Gordo. Un aficionado lo reconoció entre el público y empezó a aplaudir. Otro lo imitó. Y otro más… hasta que el aplauso de 60 mil personas se convirtió en una ovación.

—¿Qué hiciste? —le pregunté.

—Le dije al Gordo: “Gordo, vámonos, Gordo, vámonos”.

—¿Por qué?

—Me asusté.

—¿De qué te asustaste?

—No sé. Me asusté.

Durante dos horas de entrevista, Anglada había revelado una mezcla de enojo y tristeza por el trato que había recibido de las autoridades, antes y después de ser encarcelado. Porque, por encima de todo, se consideraba inocente:

—Me niego a aceptar lo que no hice. Nunca aceptaré que vendí un juego de pelota. Yo era de los que, si perdía un partido, ni siquiera me comía la merienda. Y sabes por qué, por vergüenza, chico, por vergüenza. Para más injusticia, yo supe de mi sanción a través del televisor. Esa mañana había ido al estadio y nadie me dijo nada. Sólo hasta la noche me desayuné con la noticia por la televisión.

—¿Qué sientes?

—Que me arrancaron parte de mi cuerpo. Mira, si tú haces algo malo, tienes que pagar por eso, pero no era el caso mío. Me dolió mucho tener que abandonar lo que había sido mi vida, con sólo 29 años, cuando mejor estaba jugando. Es algo que no le deseo a nadie.

Anglada también incubaba la sospecha de que las autorida- des lo habían inculpado en represalia por su amistad con otro buen jugador, su compañero en el infielder de los Industriales y amigo desde los Juegos Escolares, Bárbaro Garbey, quien abandonó Cuba por el puente marítimo de El Mariel en 1980, cuando el gobierno comunista permitió la emigración masiva de 125 mil personas, con especiales facilidades para presidiarios, elementos marginales, homosexuales, enfermos mentales, delincuentes y desafectos al sistema.

—El día antes de su salida, Bárbaro vino a verme para decirme que se iba y le deseé todo lo bueno que se le podía desear a un amigo.

Pero resultó quizá el beso del diablo, pues Anglada jamás volvió a integrar el equipo Cuba en los dos años que le quedaban como pelotero activo. En cambio, Garbey se contrató de 1984 a 1988 en las Grandes Ligas, primero con los Tigres de Detroit y luego con los Rangers de Texas. En 626 veces al bate produjo para .267 con 167 hits, 11 jonrones, 28 dobles y dos triples. Después jugó con notable éxito en las ligas profesionales de Venezuela y México. A su retiro, montó una empresa de venta de indumentaria beisbolera en Florida y viajaba a México con frecuencia por razones de negocios. En 1997 lo entrevisté en una suite del Hotel Lisboa, en la avenida Cuauhtémoc, en el Distrito Federal, y le pregunté si, en aquella despedida, había sonsacado a Anglada para que se quedara en un posterior viaje al extranjero. Garbey estaba sentado en la orilla de la cama de su habitación y jugueteaba con un bate de madera de la marca Louisville Slugger.

—Nunca —contestó—. Si Rey se hubiera querido ir de Cuba lo habría hecho conmigo por El Mariel. Así no habría perdido tiempo. Vaya, esa idea de desertar ni le pasó por la cabeza.

La pequeña historia que se aireó siempre en las calles de La Habana contaba con dos versiones. Una de ellas refería que Anglada, quien se había criado en Carraguao, una barriada habanera de alientos delincuenciales, sí vendía juegos y corría las apuestas con un tipo blanco al que apodaban El Negro y residía en la Calzada de El Cerro, propietario de un Chevrolet del 56; así como con Goyo El Uriapapa, quien vivía por El Canal, detrás de la antigua Quinta Covadonga, un hospital fundado por la comunidad asturiana de Cuba en 1886 y al que luego el sistema comunista le cambiaría el nombre por el de Salvador Allende. En esa época, cualquiera te decía: “¿Tú quieres saber cuánto van a perder hoy los Industriales? Párate en Infanta y Zequeira”. Se interpretaba que en esa intersección de calles funcionaba la correduría clandestina.

La otra exégesis relataba que uno de los apostadores capturados señaló a la policía que había dado dinero al outfielder Jorge Beltrán Lafferté, al pitcher Leonardo Alemán Hernández y al tercera base Dagoberto Echemendía Pineda y que este último, apremiado en los interrogatorios, incriminó injustamente al resto de los 14 sancionados, incluido Anglada.

Finalmente, a todos les fue aplicada la Ley de Peligrosidad, una prescripción coercitiva que tenía origen en los tiempos de la dictadura del general Francisco Franco, en España, y que planteaba que quien tuviera relaciones con personas potencialmente peligrosas para el orden social, económico y político del Estado sería objeto de penas de uno a cuatro años de cárcel, en prevención de que incurriera en actividades socialmente peligrosas o delictivas.

Días después de haber conversado con Anglada en el estadio de la Coca-Cola, fui a una conferencia de prensa que daba el todopoderoso político Carlos Aldana y, al final, en un aparte, le comenté que tenía una entrevista con el ex pelotero.

Aldana era entonces el tercer hombre del gobierno cubano, sólo por detrás de Fidel y Raúl Castro. La prensa occidental llegó a llamarlo el Gorbachov del Trópico, por su apariencia de político renovador y su buen manejo de medios internacionales, lo cual fue su fatalidad porque en 1992 fue sometido a una de las recurrentes purgas de corte estalinista: acusado de malversador, fue convertido en una no persona.

Después de su caída, lo volví a ver: yo iba caminando una mañana por el barrio residencial de Nuevo Vedado con el periodista Mayito Rodríguez, hijo de Mario Rodríguez Romay, ex presidente del Banco Nacional de Cuba y exembajador en Italia, y Aldana estaba arrodillado en el borde de la acera, sujetando una bicicleta, con las manos y las rodillas manchadas de grasa, porque se le había zafado la cadena de una Forever china en la que se veía obligado a transportarse tras su derrumbe político.

399
525,72 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
290 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9786078564453
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
181