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Читать книгу: «El zorro y los sabuesos», страница 3

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—Me refiero a que posee usted una estupenda memoria fotográfica acompañada de imaginación del tipo artística. —Secó con el dedo una lágrima que brotaba de su ojo herido—. Vea, inspector: ya le he dicho antes que he dedicado un considerable tiempo al estudio de este caso, y no tengo ninguna duda de que usted es capaz de experimentar el punto de vista de otra persona, sin que importe si eso lo asusta o no. Ese es un don que no todos poseen, pero puede ser un don peligroso, ¿sabe?

—Veo que existe química entre ustedes —intervino el sargento con cinismo mal disimulado—. Todo indica que la doctora Robinson es una admiradora del inspector Ramírez, lo cual resulta muy conveniente ya que trabajarán juntos en el homicidio del 25 Mirage. Necesitamos ya mismo el perfil del asesino, así que es hora de trabajar. Ahora los dejo para que se pongan al día. Alex, recuerda que quiero un informe esta misma tarde sobre todo lo que tienes hasta el momento.

—¿Qué puede decirme de este caso? —preguntó Robinson en cuanto ella y Alex quedaron a solas.

—Poco. Un disparo a distancia le quitó la vida al guardia de seguridad de un edificio, no hay móvil aparente.

—Siempre existe un móvil detrás de un crimen —aclaró ella.

Alex le contó lo que habían descubierto hasta el momento. La doctora escuchó con atención y, después de que el inspector concluyera, reflexionó durante unos segundos antes de hablar.

—Entonces, a nosotros nos toca pensar igual que el criminal si queremos atraparlo antes de que cometa otro crimen o, si tenemos suerte, el del Mirage fue el único.

—Quien mata una vez, si no es atrapado, con certeza volverá a hacerlo —respondió Ramírez.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque eso lo convierte en Dios. ¿Usted renunciaría a ello?

Ella lo observó sin responder la pregunta. Los ojos del inspector acusaban cansancio y su aspecto desaliñado, según le pareció a la doctora, le daba la apariencia de un depredador en caza.

—Ahora voy a mi casa a descansar unas horas antes de escribir el informe —explicó él—. No se preocupe, le traeré una copia a usted y partiremos desde ese punto, si está de acuerdo.

—No tiene que hacerlo —se apresuró a aclarar ella—. Aquí tiene mi tarjeta con mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico. Envíeme el informe por email y así se evita el viaje.

Alex tomó la tarjeta y sin mirarla la metió en el bolsillo trasero de sus jeans. Después dio media vuelta y se fue.

Al día siguiente, el inspector Ramírez entró al estudio del técnico forense que desde la tarde anterior trabajaba con las imágenes recuperadas de la cámara de seguridad de la tienda de herramientas. En los monitores se mostraban fórmulas aritméticas y complejos diagramas geométricos con modelos animados. Alex quiso saber qué significaba todo aquello y el especialista le explicó que tenía una estimación de la altura y peso del presunto asesino.

—¿Estimación, dice usted?

Con una serie de datos que Alex no llegó a comprender, el especialista le explicó en qué consistía la fotogrametría.

—No he entendido nada —dijo él sin disimular la turbación que le producía tanta verborrea—. Si como dice, es una técnica tan especializada y efectiva, ¿por qué solo han logrado estimar la «posible altura y peso» del sujeto que buscamos?

—Es que no me ha permitido usted concluir mi explicación —se defendió el otro, y Ramírez dio un respingo—. En este caso intentamos determinar la altura exacta y peso del sujeto, pero para que nuestra fotogrametría nos dé el resultado que esperamos, debemos proporcionarle los datos correctos. A ver, inspector, porque creo que de esta manera nos vamos a entender mejor. Para calcular la altura del sujeto, necesito su imagen en posición vertical. No tenemos ninguna así de nuestro personaje y eso entorpece el proceso de medición.

—¿Entonces no nos sirven de nada las imágenes obtenidas de la cámara de vigilancia? —dijo el investigador con desánimo.

—No sea usted absolutista, señor mío —replicó el técnico—. A mí me encantan los retos, y este caso es uno de esos.

—Explíquese, por favor. —Alex tomó asiento, se reclinó y cruzó los brazos sobre el pecho.

El técnico rodeó la mesa y presionó las teclas de un computador.

—Valiéndome de la altura estándar de la valla por donde entró el sospechoso y del ancho, también estándar, del portón de dicha valla, he creado un modelo tridimensional con una exactitud del noventa y siete por ciento —explicó el hombre mostrando distintas imágenes en la pantalla del monitor—. El tipo de valla utilizado en esa obra tiene una altura de siete pies y el portón un ancho de cuatro pies, en cada una de sus dos hojas. Nuestro sujeto mantuvo todo el tiempo una inclinación no mayor a los sesenta grados respecto a la horizontal, y un ángulo de inclinación de las rodillas de treinta grados. Con estos datos, mi modelo tridimensional fue capaz de calcular la altura del individuo. Recuerde que tenemos un margen de error de tres por ciento.

—¡Acabáramos! —suspiró el detective—. ¿Entonces cuál es la altura del dichoso hombre?

—El sistema estima una altura de 1.8288 metros.

—1.8288: seis pies de estatura —calculó Alex—. ¿Y el peso?

—El peso es más inexacto, debido a la ropa que usaba y a las sombras por la mala iluminación. El modelo calcula que debe oscilar entre ciento sesenta y ciento ochenta libras.

—Muchas gracias —dijo el investigador, con alivio en la voz—. Ha sido una conversación muy instructiva; creo que ya tengo todo cuanto necesitaba, así que debo seguir con mi trabajo. Por favor, envíe ese informe lo antes posible a mi oficina.

Veinte minutos más tarde, Carter y Alex entraban al salón de reuniones donde ya se encontraba una docena de policías. El sargento hizo un breve recuento del caso del Mirage y dejó que el inspector Ramírez pusiera a todos al tanto de los datos recientes en la investigación.

—Buscamos a un hombre de seis pies de estatura, que calza del número diez y medio y se encuentra entre ciento sesenta y ciento ochenta libras de peso. Por el análisis de las imágenes que tenemos, los del laboratorio aseguran que la motocicleta que conduce nuestro personaje es una Ducati Monster 696 de color negro, que la noche del crimen no llevaba placa. Fue visto por última vez a las 5:40 AM del sábado pasado, al salir del edificio en construcción que se ubica en la calle 29 y la primera avenida del Noreste. Es un sujeto peligroso, capaz de acertar en un blanco a doscientas yardas. Yo me inclino por pensar en alguien solitario, sin mucha actividad social y con gran control emocional, difícil de exasperar.

—Ya escucharon a Ramírez —intervino Carter—. Ahora, a la calle, a apresar a ese asesino de una buena vez.

Cuando todos los agentes salieron del salón, el sargento le preguntó a Alex si ya había comenzado a trabajar con la doctora Robinson. Este respondió que su último contacto con la inglesa había consistido en enviarle una copia del informe preliminar el día anterior.

—Ve a verla cuanto antes —le sugirió Carter—. Estos loqueros ven las cosas desde otra perspectiva y no sabemos en qué momento puedan darnos algo que nos acorte el camino.

—Sabes que prefiero trabajar solo —protestó Alex—. No puedo pensar con claridad si tengo mucha gente alrededor.

—Escucha bien, muchacho —le dijo el sargento, sentándose en el borde del escritorio y quitándole peso a su pierna lisiada—. Sabes que me juego el pellejo al dejarte trabajar sin compañero. No, no…No digas nada, no vamos a hablar de ese asunto ahora —dijo mostrando la palma de la mano—. Aunque debes saber que no voy a permitir que por tus malas pulgas la cagues en este caso, ¿entendido? No puedes confiar siempre en tus instintos, no podrás atraparlos a todos tú solo. Hasta el momento has tenido suerte o lo que sea que tengas, pero no siempre será así. Es mejor que cuentes con ayuda alguna vez, y así nos cuidamos las espaldas los dos. Además, para tu tranquilidad, Robinson no hará trabajo de campo contigo; no obstante, van a trabajar juntos en el perfil psicológico del asesino, lo quieras o no. Este caso nos va a dar dolores de cabeza, Alex. No podemos darnos el lujo de cometer errores.

Capítulo 6

Miami, época actual

A las seis de la mañana, con zapatillas de correr y ropa de maratonista, Rachel Robinson estiró sus extremidades todo cuanto pudo y emprendió el trote por la calle 14. Cruzó la segunda avenida y, al llegar a Biscayne Boulevard, se demoró durante unos segundos antes de decidir qué dirección tomar. Por fin eligió la ruta del sur y partió con paso acelerado. Entró en Bayfront Park y corrió por la rampa hasta la fuente de agua en el centro de la explanada. Después se detuvo a estirar las piernas sobre la baranda metálica. La brisa del mar le acarició el rostro y la obligó a mirar hacia la bahía donde se asomaba el sol. Entonces bebió un poco de agua de la botellita que traía sujeta a su cinturón de runner, se secó el sudor del cuello con la palma de las manos y reanudó la carrera de regreso a casa.

Vivía en un apartamento en el noroeste, en la esquina de la calle 14 y Miami Avenue, a solo seis minutos en coche del cuartel general del MPD y a veinte minutos andando. Era una pieza de un dormitorio que le acomodaba muy bien por encontrarse en el centro de la ciudad, cerca de varias conexiones de autopistas que le permitían acceder sin dificultad a casi cualquier zona de la extensa área que abarca el Gran Miami. Desde su balcón se veía la autopista 395 con su interminable río de autos desplazándose en ambas direcciones y, al fondo de esta, el imponente centro neurálgico de la ciudad, presidido por el Paramount Tower. Hacia el este se encontraba el canal del puerto y, enseguida, los rascacielos de la playa. En la dirección contraria, la 395 desaparecía confundida en una madeja de autopistas sobre techos planos. Un poco más al oeste resaltaba el Distrito de Salud y después, el aeropuerto.

Un avión sobrevolaba los rascacielos del Downtown, a través de un cielo despejado y de color azul intenso, cuando llamaron a la puerta. La doctora Robinson miró su reloj: eran las ocho y treinta. Antes de que el visitante tuviese necesidad de repetir el llamado, abrió.

—Tiene usted puntualidad inglesa —dijo—. Pase, por favor.

—Tuve suerte con el tráfico —respondió él mientras echaba una ojeada al interior del apartamento.

Pasó a una sala clara, con un sofá de tela blanca y una silla del mismo color. Por la puerta del balcón entreabierta se colaba el aire con un ligero olor a mar, acompañado por el rumor de la ciudad efervescente en plena jornada matutina. Las paredes desnudas y las dos o tres cajas que se amontonaban en los rincones semejaban más un depósito comercial que un hogar. Alex concluyó que allí no había nada que pudiera anclar a alguien o que fuera imprescindible, en caso de que tuviese que abandonarlo con urgencia. Al instante se sacudió de la cabeza aquella idea tonta.

—Está usted en lo cierto —interrumpió sus cavilaciones la doctora—. El flat es cualquier cosa menos un hogar, imagino que es eso lo que pensaba. Hace pocos días que me instalé y, como puede ver, no poseo gran cosa. Ya lo haré más acogedor. ¿Le puedo ofrecer una taza de té, o prefiere café?

—Café, por favor —respondió él sin dejar de mirar a su alrededor con ese indomable instinto de investigador.

—Por supuesto. Tome asiento, por favor.

—¿Tuvo oportunidad de revisar el informe que le envié? —preguntó él sentándose en una esquina del sofá.

—Ya lo creo, y debo decirle que sus observaciones me resultan muy interesantes. Como le dije antes, usted posee la extraña habilidad de ver desde el punto de vista de otra persona.

—No creo que sea tan así —respondió él con evasión mientras reparaba en las formas y maneras de aquella mujer:

Era esbelta, aunque descalza no lucía tan alta como creyó al conocerla. Llevaba el pelo teñido de un color miel y con un estilo que destacaba una cara estrecha, de expresión amistosa. La camiseta deportiva y los leggings ponían en evidencia un cuerpo de extremidades atléticas, espalda robusta, hombros anchos y brazos propios de quien se ejercita con regularidad. Sin embargo, en contraste con aquel cuerpo fornido, la doctora Robinson no perdía feminidad y mostraba modales delicados y elegancia refinada.

—Aquí tiene su café. ¿Crema, leche o azúcar?

—Así está bien, gracias. No suelo ponerle nada.

—Como guste —dijo ella tomando asiento en la silla frente al sofá—. Dígame, inspector, ¿qué necesita de mí?

—Necesito un perfil —respondió Alex. Enseguida puso la taza de café en el piso y encendió la tablet que traía con él—. Hasta el momento no hemos identificado un móvil y el modus operandi no coincide con ninguno de los casos en nuestra base de datos —explicó mientras leía las notas en el dispositivo electrónico—. Las evidencias físicas sugieren que el asesino es un hombre ágil, de seis pies de estatura, que ronda las ciento setenta libras y que sabe disparar un arma de largo alcance. En principio sospeché que fuera un cazador. Después de pensarlo mejor creo que podemos estar en presencia de alguien con entrenamiento militar.

—¿Lo dice por el arma homicida y la distancia del blanco?

—No solo por eso —respondió el inspector con una mueca que denotaba fastidio—. El tipo de arma con que se comete un crimen no nos dice mucho del asesino. Como están las cosas en este país, cualquiera puede tener hasta un tanque de guerra en el patio de su casa. Mientras la política se compre con el dinero de la NRA y se manipule al electorado con la Segunda Enmienda, las cosas no cambiarán.

—Interesante lo que dice. Me sorprende que piense así.

—En cuanto a la distancia, bien podría ser un cazador —continuó él sin ahondar en el tema. Discutir de política le resultaba repugnante, aunque en ocasiones se le escapaba algún comentario que delataba sus opiniones—. Doscientas yardas no presuponen un blanco demasiado difícil de alcanzar en una noche despejada y con luna —agregó.

—¿Entonces qué le hace pensar en alguien con entrenamiento militar?

—Analicemos los hechos: el disparo se produjo a las 5:30 AM, y en apenas quince minutos el presunto asesino desarmó el rifle, lo enfundó y descendió doce pisos por las escaleras —explicó él—. Además, la ubicación que eligió provee un estupendo control del entorno y un ángulo perfecto en la ejecución de un disparo de ese tipo. Todo eso me dice que se trata de alguien con entrenamiento militar.

—¿Ha considerado la posibilidad de que sea un imitador? —preguntó Robinson.

—¿Por qué lo dice?

—El imitador busca un predecesor o mentor a quien imitar e intenta no cometer los errores que llevaron a este a la cárcel.

—Por supuesto que se lo que es un copycat. Lo que pregunto es a quién cree que querría imitar.

—El francotirador de Virginia dio de qué hablar en US y este caso tiene elementos similares. Puede que estemos frente a un admirador.

—El sargento Carter sugirió la misma hipótesis —dijo Ramírez—. Yo no lo creo. En el caso de Virginia, los blancos eran seleccionados al azar y con cierto descuido. Recuerde que el disparo se producía en un horario cualquiera y desde un auto estacionado. Aquellos crímenes eran causados por una mente perturbada y psicótica; este caso es otra cosa. No sé explicarlo aún, pero presiento que estamos frente a alguien más sofisticado que John Allen Mohamed.

—En eso lleva razón, detective. Todo indica que nuestro hombre no es desorganizado ni psicótico, como bien dice. Es un planificador minucioso que no presenta problemas mentales.

—Eso lo convierte en imputable —aseguró Alex.

—Si logra atraparlo, sí —dijo la doctora lanzándole una sonrisita retadora—. De todas maneras, me inclino por un hombre de mediana edad que, a diferencia de lo que usted sugiere en su informe, inspector, creo que mantiene una vida social activa. Repito que es un homicida del tipo organizado; estos suelen ser inteligentes, metódicos y planificadores, que controlan muy bien la escena del crimen, como ya se ha podido comprobar. Durante mis años como perfiladora de serial killers en la Metropolitana, tuve oportunidad de estudiar a algunos asesinos del tipo organizado y le aseguro que con frecuencia son sociables y, en muchas ocasiones, hasta con esposa e hijos. —Hizo una pausa esperando ver alguna reacción en el detective, pero este se limitó a releer sus notas en silencio—. Creo que podría tratarse de alguien entre cincuenta y cincuenta y cinco años —prosiguió la doctora—; lo digo por la paciencia que demostró tener al llevar a cabo el homicidio. No desestimaría la posibilidad de algún retirado del ejército, como bien usted dice, aunque le recomendaría que no limite la búsqueda a ese círculo. Investigue si Murphy tenía alguna relación con armas de fuego y, de ser así, indague a ver si descubre alguna conexión con el asesino. También busque en las iglesias y en los cultos religiosos.

—¿Por qué dice eso? —quiso saber el inspector.

—En caso de que se demuestre que la nota en la pared desde donde se produjo el disparo haya sido escrita por el asesino —explicó ella— «Anger cannot be dishonest» se trata de una cita de un filósofo romano. Sin embargo, si como sospechamos, la escribió el asesino, entonces me suena a sentencia religiosa. No sé qué opina usted. ¿Ya lograron acceder a los registros del teléfono de la víctima?

—Sí —respondió Alex—. La última llamada se recibió desde un móvil prepago que ya no tiene señal. Es muy probable que después de la llamada inhabilitaran la tarjeta SIM. Ningún otro dato en ese teléfono resulta interesante.

—¿Cree que el asesino conocía a la víctima?

—En principio esa hipótesis me hizo pensar en un ajuste de cuentas —explicó Alex—. Aunque debemos tener cuidado porque eso es algo demasiado evidente, y no hay nada que distraiga más una investigación criminal que los hechos evidentes. No obstante, todavía creo que no estamos en presencia de un homicida ocasional. Esto es algo premeditado con cautela. Es por ello que la idea de que el asesino y la víctima se conocieran no puede ser descartada.

—En mi opinión, debe centrar la investigación en el perfil que hemos creado —insistió ella—. Busque a alguien con las características que establecimos antes y que frecuente los mismos sitios que frecuentaba Murphy. Recuerde tener en cuenta las iglesias y los bares.

—Muchas gracias, doctora Robinson —dijo Alex—. Ha sido de mucha ayuda. Ahora me marcho para que pueda salir a trotar de una vez. Creo que mi visita de esta mañana interrumpió su rutina de ejercicios.

—Las cosas no siempre son lo que aparentan —dijo ella, segura de haber burlado el olfato del inspector—. Mi carrera matutina la realicé mucho antes de que usted llegara, por eso puse a ventilar los zapatos de correr en aquella esquina del balcón. Después de ducharme volví a vestir ropa deportiva porque planeo hacer un poco de yoga dentro de un rato. Es evidente que usted vinculó mi vestuario y los zapatos en el balcón y creyó que iría a trotar.

—En tal caso, le deseo una excelente sesión de yoga —dijo él levantándose de su asiento para dirigirse hacia la puerta de salida—. A propósito, no deje de trotar por Biscayne, es más seguro. Jamás lo haga en dirección oeste; no creo que a esas horas ese barrio ofrezca la seguridad de Bayfront Park —concluyó mientras se dirigía al elevador con el aire de quien nunca pierde.

Cuando a la mañana siguiente la doctora atravesó la puerta abierta de la oficina del inspector Ramírez, se lo encontró con los ojos clavados en un mapa pegado en una pared y con fotos y anotaciones entrelazadas por líneas rojas. Sobre el escritorio se apilaban varios expedientes y otro tanto en el piso. En otra de las paredes, un corcho mostraba fotografías de diversos casos, algunos ya resueltos y cruzados por líneas negras, y otros circulados con tinta roja. Era la primera vez que Rachel entraba a la oficina de Alex y le bastó una rápida ojeada para darse cuenta de la dedicación del investigador. No existía allí nada que no estuviera relacionado con su profesión: ni un póster de su equipo favorito, ni un trofeo personal, ni una fotografía familiar, ni siquiera el acostumbrado mini aro de baloncesto que ella creía tan común entre los oficiales de Estados Unidos. La oficina del inspector Ramírez era, en todos los sentidos, un templo de investigación criminal.

—Buenos días —saludó ella.

—Buenos días —respondió el inspector, que giró sobre sus talones.

—El sargento Carter ordena que nos presentemos de inmediato en su oficina. Tiene un especial interés en el caso del Mirage y quiere estar al tanto de cada detalle de la investigación.

—Pues no lo hagamos esperar.

—Un momento —lo detuvo ella tomándolo por el brazo—. Necesito aclarar algo muy importante.

—¿De qué se trata?

—¿Qué fue lo que pasó en mi flat ayer? ¿Por qué fingió que pensaba que iría a trotar si sabía que no era cierto? ¿Me ha estado espiando?

—Creo que son demasiadas preguntas —respondió él en tono de burla—. Mire, doctora Robinson, usted y yo no nos conocemos en absoluto y tenemos muy poca referencia el uno del otro; sin embargo, yo dependo de usted para conformar el perfil psicológico del asesino. —Hizo una pausa y dejó que la doctora asimilara la seriedad de sus palabras—. Como comprenderá, no puedo basar mi investigación en el criterio de alguien en quien no confío. No es que desconfíe, no es eso. Es solo que, si debemos trabajar juntos en este caso, necesito estar seguro de que siempre me dirá la verdad. Llámelo como quiera, pero me gusta saber dónde piso.

—¿Entonces se atrevió usted a investigarme?

—No sucedió así —respondió él suavizando el tono—. Recuerde que mi trabajo es saber cosas, y resulta que el portero de su edificio es un hombre conversador. Bastó con que le preguntase por usted para que me contara los horarios de sus rutinas matutinas. Por cierto, el hombre se ha formado muy buena impresión suya. No me extraña, es usted una mujer inteligente.

—«En cierta ocasión un empadronador intentó ponerme a prueba. Me comí su hígado acompañado de habas y un buen Chianti» —citó ella—. Esta vez ha tenido usted suerte —concluyó.

—¿Suerte de que usted no es Hannibal Lecter? —preguntó Alex después de reconocer la frase del psiquiatra caníbal.

—Tiene suerte de que yo sea vegetariana —respondió Rachel sin que desapareciera la expresión rígida de su rostro—. Aunque nunca se sabe, uno de estos días podría cambiar la dieta.

Salieron de la oficina, y dos minutos más tarde se encontraban sentados en sendas sillas frente al sargento Carter, a quien expusieron un resumen detallado de la investigación del caso a su cargo. Alex dijo que ninguno de los arrestos llevados a cabo en la zona se había podido vincular con el homicidio. Agregó que sus soplones tampoco habían ayudado.

—La historia de Murphy no es nada relevante —explicó Ramírez—. Se desempeñó como conductor de autobuses escolares durante varios años y más tarde se hizo guardia de seguridad. En enero del año pasado lo asignaron al 25 Mirage. No tenía más familia que una hermana menor con la que no mantenía comunicación desde hacía varios años. La hermana vive en Saint Luis, Missouri, y es dueña de un restaurante. Ya nos hemos comunicado con los de SLMPD para que le hagan una visita a ver qué sacan.

—Muy bien. ¿Qué más tienen?

—Murphy visitaba un campo de tiro una o dos veces al mes —continuó el inspector, que leía las notas en su tablet—. Allí no se obtuvo ninguna información que arrojara luz sobre el caso. De todas formas, continuaremos con las indagaciones porque esa es una de las líneas de investigación que recomendó la doctora Robinson.

—¿En que se basa usted para ello? —preguntó el sargento dirigiéndose a Rachel.

—Creí que es una buena idea buscar conexiones con armas de fuego —respondió ella—. Si el homicida sabe manejar un arma de largo alcance, y si la víctima tenía relación directa o indirecta con ese tipo de armas o con personas que se relacionasen con ellas, tal vez tendríamos un cabo del cual tirar.

—Podría ser —dijo Carter poco convencido.

—Hasta el momento, el dato más curioso lo hemos encontrado en la casa de Murphy —dijo Alex. Al escucharlo Robinson giró sobre su silla con expresión de sorpresa—. No le había dicho nada de esto a la doctora porque el registro se efectuó ayer a la tarde y sabía que nos veríamos esta mañana. En fin, sobre la mesa del comedor se encontró un sobre y una tarjeta con el número 1. En la basura se encontraron otras dos con los números 2 y 3 respectivamente. En las tres tarjetas está escrito el mismo mensaje: «Anger cannot be dishonest», sin nombre del remitente, dirección o destinatario. Tanto en los sobres como en las tarjetas se han encontrado solo huellas de Murphy.

—¿Se ha podido comprobar que el autor de las tarjetas es la misma persona que escribió en la pared del edificio? —preguntó el sargento.

—Así es —dijo Alex—. Se cotejó el resultado del análisis de grafología efectuado en la nota de la pared con el de los mensajes en las tarjetas. Todo indica que se trata de la misma persona.

—Le había sugerido al inspector que, además de lo relacionado con las armas, buscara conexiones con iglesias —interrumpió la doctora tamborileando sobre la rodilla de la pierna que cruzaba sobre la otra—. Pienso que este hombre podría tener algún tipo de obsesión religiosa.

—¿Por qué lo cree?

—La sospecha surgió a partir de la nota en la pared. Como ya le he dicho al inspector Ramírez, se trata de una cita de Marcus Aurelius, un emperador y filósofo romano. No obstante, tratándose de un asesino, yo lo veo como un tipo de mensaje religioso. Podría equivocarme, pero creo que o estamos en presencia de un erudito o de un fanático.

—Recapitulemos entonces —dijo el sargento. Después fue hasta una pizarra donde escribió con un plumón a medida que enumeraba los puntos—: tenemos a un hombre de seis pies de estatura, que calza del diez y medio y pesa unas ciento setenta libras. Dispara a la perfección con un arma de largo alcance y conduce una motocicleta Ducati. Puede que conociera a la víctima, o al menos se tomó el tiempo en averiguar dónde trabajaba, sus horarios y hasta el número de su teléfono. Si se comprueba que las tarjetas fueron llevadas o enviadas a la casa de Murphy, entonces el asesino también conocía su dirección. Eso nos sugiere que no eligió a la víctima al azar, sino que fue algo premeditado y planificado, aunque no sepamos el motivo.

—Hay algo más —intervino Rachel y descruzó las piernas después de que el sargento y Alex se quedaran mirándola—. Tengamos en cuenta que atormentó a su víctima, por eso las notas enumeradas. Este hombre no tiene prisa a la hora de matar, se toma su tiempo y disfruta de los preliminares del crimen. Todo eso lo describe como alguien organizado. Los asesinos con ese perfil son más difíciles de atrapar a causa de su fachada de vida social, además de ser muy inteligentes y cometer pocos errores.

—Yo no me arriesgaría a enmarcarlo en ningún grupo todavía—interrumpió Alex—. Este homicida puso distancia entre él y su víctima, con lo cual evitó el contacto físico. Además, no tenemos ni la más remota idea del móvil, por lo que se me ocurren mil suposiciones en este momento. No creo que debamos encapsularlo en un tipo específico.

—Puede que tenga razón, inspector. Puede que esto sea un ajuste de cuentas por alguna razón que aún desconocemos, y con el peso suficiente para que este hombre se tome tantas molestias. Sin embargo, también puede que estemos en presencia de un serial con una mente brillante. Durante mis años en la Metropolitana vi varios de esos. No nos permitamos el error de menospreciar su inteligencia o podríamos vernos envueltos en una madeja en la que no encontraríamos jamás un hilo del que tirar.

—¡No quiero que esa palabra se mencione en esta oficina! —rugió el sargento—. Nada de asesinos en serie. ¡Por Dios, doctora!, esto es Miami. Aquí tenemos drogas, carreras de autos, adolescentes alcoholizados, accidentes de botes, tráfico de inmigrantes, robos y fraudes al sistema de salud federal. Pero no tenemos asesinos en serie, y lo último que necesito es que la prensa empiece a decir que hay uno de esos suelto en la ciudad. Salgan a agarrar a este hijo de puta de una vez y dejen de especular. Este tipo vive aquí, entre nosotros, y no puede tragárselo la tierra. Atrápalo, Alex, atrápalo de una vez y todos dormiremos más tranquilos.

Capítulo 7

Dania Beach, 1986

—¿Vamos al cine esta noche?

—¿No tienes que trabajar hoy?

—Solo media jornada. A tu regreso de la escuela podríamos ir a comer una pizza y después ir a ver una película. La que tú elijas. ¿Qué me dices?

—¿La que yo quiera?

—Sí, señorita.

—¿Estás segura de eso, mamá?

—Bueno, hoy es tu cumpleaños y ese será tu regalo.

—Entonces quiero ver The Hitcher.

—Esa es muy fuerte. Creo que esa no es una película para una niña de diez años.

—Tú prometiste que yo escogería. Ahora no puedes echarte atrás.

—Bueno, está bien —la tranquilizó la madre—. No tienes por qué alterarte. De todas formas, piensa en otra opción, no sea que después de todo no te dejen entrar a verla.

La niña recapacitó por unos segundos con la barbilla apoyada en una mano y la mirada clavada en el techo, asumiendo una expresión que desmentía su edad.

—Siempre dices que por mi altura parezco de trece o catorce —dijo—, no creo que tengamos problemas en entrar a ver la película que quiero. Pero si sucede lo contrario, entonces veremos Big Trouble.

—No sé cuál es esa —reflexionó la madre.

—No te preocupes, esa es de risa y sí me dejarán verla.

—Pues no se hable más —le dijo su madre—; te recogeré a las tres en el colegio y pasaremos por la casa a cambiarnos de ropa antes de irnos a nuestra cita —agregó guiñándole un ojo—. Ahora apúrate con ese desayuno o no llegarás a tiempo a la escuela.

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ISBN:
9788411141468
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