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Capítulo 2
África, el continente desconocido

Karl paseaba en la proa del barco, observando el mar, cuando el capitán lo vio, se acercó y le dijo:

–Estimado pastor, lo invito a mi puente de comando. El mar está muy calmo, no hay barcos cerca, es probable que sea una jornada tranquila. Tal vez me puede contar un poco acerca de sus planes en la selva; me atraen sus convicciones y su valor para seguirlas. Me fascina saber que todo lo hace solo para trasmitir a estos nativos de la selva la esperanza del cristianismo, de un Salvador que los ama y que vendrá a rescatarlos.

Y luego agregó, como para ofrecer algo a cambio, como contraprestación a sus preguntas:

–Por mi parte, si le parece bien, yo puedo mostrarle el puesto de comando y cómo se conduce esta nave.

“Esto sí que es una buena oportunidad”, pensó Karl. Ya había tenido varias ocasiones para conversar con este capitán, pero siempre en un grupo grande de personas. Aquellas charlas, ante la presencia de tantos, eran siempre superficiales y de asuntos generales. Ahora podría tener un intercambio más personal con el capitán. Karl también pensó que no podría detallar demasiado sobre su misión, ya que ni siquiera él sabía muy bien lo que le esperaba en Liberia. Sin embargo, podría hablar sobre su vocación, sus convicciones y su fe. De alguna manera, el joven sentía un afecto especial por este marino bronceado, quien tenía ojos azules honestos, una muy cuidada y recortada barba y buenos modales. Le impresionaba la conducta estoica con que llevaba la enorme responsabilidad por este barco. En silencio, Karl lo admiraba.

–Por supuesto; con mucho gusto, capitán –respondió, finalmente. Y agregó:

–Me resulta un privilegio especial.

Karl siguió al uniformado mientras ambos subían por la estrecha escalera de hierro hacia el puente. Luego, inició el diálogo apenas entraron a la sala desde donde se comandaba el barco:

–Honestamente, yo mismo tengo curiosidad de saber todo lo que me espera en Liberia.

Más tarde, dio algunas de las pocas precisiones que tenía sobre sus planes en el país africano:

–De acuerdo con los informes que tengo, una vez de­sem­barcados, seguiremos directamente con una caravana de hombres de carga por 40 kilómetros al interior, hasta la estación misionera. Dos de mis colegas han iniciado esta misión recién hace ocho meses en plena selva virgen. La estación se llama Palmberg y, como dije, está en sus comienzos. A propósito, dos de mis superiores vendrán a bordo en el puerto de Freetown y me acompañarán por el resto del viaje. Me gustaría poder presentarle a los dos secretarios de Misión. Uno es inglés, proveniente de Londres, el otro entiendo que viene de Hamburgo. Yo tampoco los he conocido personalmente –añadió Karl, distendido ante el interés del capitán.

–Por supuesto; y desde ya lo invito para una cena junto con los dos caballeros –contestó el marino.

Esa fue buena noticia. Karl pensó en que a los líderes de la Misión les gustaría tener ese encuentro privado con el capitán del barco y se alegró por la invitación.

Con el correr de los días y de la navegación, el clima se había vuelto realmente cálido y el sol era implacablemente fuerte. Tanto los pasajeros como el personal sacaron la ropa blanca de sus maletas. La tripulación instaló una piscina hecha de lona en la cubierta superior. Había una cantidad de tumbonas donde se podía leer y cada tanto tomar un refrescante baño en la piscina. ¡Aquello era, simplemente, una vida fantástica! Karl había hecho ya varios amigos muy agradables, entre ellos algunos que solo hablaban inglés, lo cual lo obligaba a practicar la lengua que había estudiado en forma intensiva durante los últimos meses. Otros habían estado ya por varios períodos en África y sabían dar consejos muy útiles.

En el barco, Karl dedicaba mucho de su tiempo al estudio del idioma, sobre todo porque se imaginaba que el secretario de misiones, Read –y quizás alguna otra persona con quien le tocara trabajar–, le hablaría exclusivamente en inglés.

Cuanto más se iban alejando de Europa, tanto más exóticos resultaban los puertos y su población. La pregunta que crecía cada vez más en su mente era: “¿En qué forma se podría trasmitir a estos nativos el evangelio de Cristo si tienen una cultura tan diferente?” Ni el seminario de Marienhöhe, ni el Instituto Tropical de Hamburgo le habían dado la más mínima orientación en este sentido.

El mundo de estos aborígenes, su enfoque de la vida, su pensamiento y comprensión se movían en un nivel totalmente diferente al de su mentalidad europea. Poco a poco tomó consciencia de que este sería un obstáculo de no poca envergadura.

Una mañana, el SS-Wadai llegó a la altura de Freetown. Aquí debían subir a bordo los secretarios de la Misión. El sol era abrazador y brillaba verticalmente desde el cenit; el aire era denso y sofocante. Al no existir instalaciones portuarias, el barco había echado anclas lejos de tierra firme. En la bruma se divisaba, a la distancia, la costa y se dibujaban los contornos de una ciudad. Un tanto ansioso, Karl se aproximó a la barandilla y trató de identificar la barcaza que debía traer a sus dos colegas. Con sabia precaución había anotado en Hamburgo los nombres de ambos. Los dos caballeros estaban completando un viaje administrativo, visitando varias instituciones de la Iglesia Adventista en África. No muy lejos de Freetown estaba la estación misionera “Waterloo”. La Misión Adventista operaba allí una escuela de comercio, que gozaba de envidiable popularidad. Un matrimonio de Dinamarca, ambos enfermeros del Sanatorio Skodsborg, de Copenhague, y el profesor Henricksen dirigían aquella organización educativa. Read debía visitar la estación misionera, entregar los saludos de la patria, motivar a los misioneros para sus tareas y consolidar las buenas relaciones con el Gobierno de Sierra Leona. Estas visitas de los secretarios de Misión solían ser una experiencia refrescante para los misioneros entre los retornos a sus bases europeas. Un aire a patria y de civilización propia recorría entonces sus cabañas rodeadas de selva y daba una inyección de motivación para seguir adelante en medio de los desafíos diarios.

El clima, las condiciones sanitarias y las enfermedades tropicales pedían mucho sacrificio a los misioneros. África cobraba su tributo de vidas humanas, ya sea entre los comerciantes, empleados de gobierno o los clérigos. Paludismo, fiebre amarilla, la fiebre de las “aguas negras”, el cólera, disentería amebiana y el constante calor acompañado por una alimentación desequilibrada debilitaban la salud de los extranjeros. Aquello explicaba las licencias regulares a sus países de origen en intervalos prefijados.

El mar estaba tranquilo, apenas se veía alguna ola. Abajo, al pie de la nave, un enjambre de canoas, botes a remo y algunas barcazas más grandes competían entre sí. Mientras los primeros trataban de ofrecer a los gritos sus mercancías, las barcazas traían provisiones y equipaje para los grandes barcos. También había barcazas que llevaban hacia SS-Wadai a pasajeros bien vestidos, quienes debían abordar la nave. Algunos de ellos exhibían ropas de múltiples colores: estos eran los africanos. Los otros, con vestidos y trajes blancos, eran los extranjeros.

Al comienzo mismo del viaje, el capitán había prevenido a sus pasajeros de los ladrones en los puertos. De hecho, muchachos de estos, ágiles, intentaban subir a las cubiertas superiores por sitios casi inaccesibles en el casco de la nave. Esto ameritaba mucho cuidado por parte de los tripulantes en medio del tumultuoso espectáculo que se desarrollaba alrededor del barco.

–¡Allí! –dijo Karl, quien había quedado absorto observando el caos, al punto que había olvidado seguir buscando a los secretarios de la Misión que debían sumarse al barco–. ¡Tienen que ser ellos! –exclamó al divisar a dos hombres vestidos de blanco y con cascos tropicales que estaban parados en la popa de una barcaza.

Remeros musculosos empujaban aquel bote. El hombre del timón dirigió hábilmente su embarcación para que esta bordeara la pared del barco y llegara hasta una larga escalera que colgaba por la borda y cuyos peldaños bajaban hasta tocar el agua. El último escalón era algo más ancho. En esta plataforma se habían ubicado dos marineros fornidos con el propósito de ayudar a los que iban a saltar desde la barcaza.

A pesar del mar aparentemente tranquilo, el suave oleaje hacía bajar y subir el bote unos dos metros. Era imprescindible aguardar el momento oportuno para dar el salto desde el borde de la barcaza a la plataforma de la escalera. O esta maniobra resultaba con éxito o el pasajero terminaba en el agua. Titubeos no eran bienvenidos.

Los dos hombres vestidos de blanco se ubicaron en el borde de su bote, donde uno de los remeros los sostenía de las caderas. En la plataforma de la escalera del barco esperaban atentos los dos marineros. Para el caso de que la maniobra fallase y el nuevo tripulante cayese al agua, se le dio a cada uno de ellos una soga que, en su otro extremo, estaba atada a la escalera.

“Este traslado tiene un sistema aceitado, y necesitan ser muy metódicos”, pensó Karl mientras notaba cómo una sensación incómoda se instalaba en la boca del estómago. Claro, la idea de su desembarco próximo en Monrovia había comenzado a rondar por su mente.

Una, dos, tres veces... La barcaza subía paulatinamente, para hundirse inmediatamente, otra vez, dos metros debajo de la plataforma. Varias veces se escucharon órdenes de los marineros, pero los hombres no saltaban. Hasta que llegó el momento oportuno y, con un rápido movimiento, el primero de ellos logró subirse a la escalera.

“¡Qué alivio!”, pensó Karl, quien luego contempló cómo la maniobra se repetía con el segundo de los nuevos tripulantes. Aquella práctica, acaso tan rutinaria en los viajes del barco, le pareció toda una hazaña y una práctica riesgosa. Una que, no obstante, funcionó.

Karl había presenciado toda esta maniobra junto a la escalera, desde donde esperaba con la vista hacia abajo. Estaba vestido de blanco al igual que sus dos superiores: casco tropical blanco, camisa blanca, pantalón blanco, zapatos blancos. Aquella claridad solo contrastaba con el bronceado que el sol de varios días en altamar había dejado en su piel.

El primero de sus superiores llegó escalera arriba. Karl estimó que tendría unos cincuenta años. Lucía robusto, pulcramente afeitado y con una cautivante sonrisa en el rostro.

–¡Bienvenido, Mr. Read! –saludó, enérgico, Karl.

¡Aquí estamos! –se escuchó la alegre respuesta del experimentado pastor. Detrás de él subía su colega alemán: delgado y alto, alrededor de 45 años, con barba rubia y ojos azules.

–Bienvenido, señor Ising! –dijo Karl a su compatriota.

–¿Eres el misionero Karl Noltze? –preguntó quien acababa de subirse al barco.

–Sí señor, lo soy. Estoy contento de que hayan llegado y me alegro de que todo haya ido bien.

Aquella experiencia, aunque simple, resultó grandiosa para un Karl que comenzaba a experimentar, aún sin haber llegado a Liberia, los primeros niveles de desarraigo. Aquel saludo, el cual comenzó con un apretón de manos propio de europeos, pero que siguió con un espontáneo y caluroso abrazo, le dio a Karl una sensación de protección. De repente, ya no estaba solo. ¡Qué momento tranquilizador, incluso tan lejos de casa!

Karl lo había sospechado. La conversación fue totalmente en inglés. Eso sí que significó para él esforzarse al máximo. Qué sabio le parecía ahora haber utilizado cada minuto libre durante el viaje para mejorar su nivel en la lengua anglosajona.

Una y otra vez, el misionero había practicado en su cabina en voz alta y había buscado el contacto con pasajeros de habla inglesa. Pero ahora enfrentaba una prueba de fuego en la materia. Read no entendía ni una sola palabra en alemán y le pareció totalmente natural conversar en inglés. Tampoco daba la impresión de que estuviera haciendo esfuerzo alguno para hablar algo más lento.

Pero, aun así, Karl estuvo a la altura. “¡Funciona! Me entienden y yo los entiendo a ellos”, dijo para sí mismo. Y aquello, también, lo llenó de alivio: la barrera lingüística estaba siendo vencida. Y la sensación le resultó sublime: “¡Hablo inglés!”, gritó en su interior mientras su rostro lucía una sonrisa de indisimulable satisfacción.

Los dos caballeros tenían un trato agradable y sencillo. De todos modos, Karl se manejaba de manera formal y muy respetuosa con ellos: al fin y al cabo, se trataba de sus jefes.

“Estos dos eran hombres con experiencia, tenían cargos de alta responsabilidad. Estaban llamados a representar los intereses de la iglesia en el extranjero”, reflexionaba Karl. Al mismo tiempo era consciente de que, como joven principiante, era observado por sus superiores, quienes analizarían sus convicciones, su fidelidad para con la iglesia y su capacidad de enfrentar problemas.

Después de un paseo juntos por la cubierta siguió la prometida cena con el capitán y su primer oficial. Una que, más tarde, Karl calificaría como “todo un éxito”.

Entre tanto, el barco ya había levado anclas y se encontraba navegando otra vez en altamar. Apenas se divisaba la costa a la luz de la luna.

Tras la cena, los tres hombres hicieron un recorrido más por la cubierta. La fresca brisa de la noche les resultaba por demás agradable. Ising se esmeró en explicar a Karl cómo se imaginaba el resto del viaje hasta Palmberg.


Misioneros: E. Flammer, R. Helbig, K.Noltze. Secretario de misiones: J. Read.

Con semanas de anticipación, los secretarios de la Misión habían enviado por correo postal un mensaje al pastor Helbig, quien se encontraba en Palmberg, pidiendo que contratara, para la fecha de su arribo a Monrovia, una barcaza con un equipo de remeros que les permitiera seguir con el viaje a lo largo de la costa hasta Grand Bassa.

–Esperamos que nuestros mensajes hayan llegado y todo pueda hacerse como está previsto –comentó Ising.

–Helbig nos recogerá directamente del barco y entonces continuaremos el viaje de inmediato, sin tocar tierra. En un previamente acordado sector de la costa de Grand Bassa nos esperará una caravana de hombres de carga de la estación misionera Palmberg. Allí iremos a tierra. Los 40 kilómetros restantes al interior tendremos que hacerlos a pie –completó. Luego, ambos secretarios se despidieron con un apretón de manos y se marcharon hacia sus cabinas.

Karl permaneció durante un buen tiempo más en la barandilla, mirando al mar y repasando en su mente todo lo que había vivido durante aquel largo día. Solo el rítmico golpe de las olas contra el casco del barco interrumpía el silencio de esa estrellada noche tropical.

Monrovia

El triple sonido ronco de la bocina lo hizo sobresaltar de su profundo sueño. Era la señal de llegada del SS-Wadai a Liberia. Lejos de la costa, en aguas profundas, habían lanzado las anclas. A unos 5 kilómetros de distancia, recostada sobre una bahía, se encontraba la ciudad Monrovia.

No existían instalaciones portuarias. Como los grandes barcos de ultramar no se atrevían a entrar en las aguas rocosas y sembradas de bancos de arena de la bahía, se anclaba a gran distancia. El transporte de personas y mercancías se efectuaba con embarcaciones especialmente diseñadas.

El triple aviso de la bocina del barco era la forma habitual con que los vapores informaban de su llegada. Todo el mundo distinguía aquella señal. Y eso solía desencadenar de inmediato una dinámica actividad en las habitualmente somnolientas calles de la ciudad. Aquella mañana no fue la excepción.

Karl había solicitado al camarero que lo despertara, porque no quería perderse por nada el momento de la llegada. De todos modos, no hubiese sido necesario: el traqueteo de las cadenas del ancla al caer y la sirena de niebla lo habían sacudido lo suficiente. Se encontraba en la cubierta superior, solo y muy contento de que nadie más intentara compartir ese momento con él.

Todavía era de noche, pero en el horizonte se notaban los primeros rayos del amanecer. El cielo sin nubes hacía suponer que sería un día más tropical y caluroso que los anteriores. Todavía a esta hora temprana se notaba una leve brisa que soplaba desde el mar. De cualquier manera, el aire era denso y húmedo, y el termómetro subiría paulatinamente hasta alcanzar los 35º e incluso los 40º centígrados. Karl liberó sus pensamientos mientras sus ojos distinguían, cada vez más de cerca, los contornos de la costa.

Algo más tarde aparecieron los dos secretarios de la Misión, quienes se sumaron a Karl en la contemplación del espectáculo desde la barandilla. Tostados por el sol y vestidos de impecable blanco, los tres hombres daban un cuadro espléndido. Una imagen que se condecía con su buen humor.

Los tres eran los únicos pasajeros que figuraban en la lista de desembarque del oficial de turno.

Hacia la costa se veía una multitud de pequeños puntos negros. Eran las múltiples embarcaciones que venían en dirección a la nave. Algunos de los botes ya estaban llegando al barco. El cuadro se había animado poco a poco. Karl sentía latir su pulso hasta el cuello: estaba nervioso. Se esforzó para dar la impresión de calma y serenidad. No era un momento para preguntas innecesarias o comentarios inapropiados. Al contrario, la tensión flotaba en el aire.

“Por favor, Señor, haz que esto vaya bien...”, musitó en silencio una oración. “Hasta aquí me has guiado, ¡pero ahora esto se pone serio!”, agregó para sí. Finalmente, se dijo con seguridad: “De alguna manera tendré que salir bien de esta”.

Sus dos secretarios observaban concentrados a la pequeña armada de botes para detectar la embarcación que esperaban. Conscientes de que en África los relojes marchan un tanto diferentes, estaban ansiosos de saber si lo planeado con tanto detalle se iba a cumplir y si podrían seguir el viaje todavía esa mañana.

“¿Habían llegado los correos? ¿Había podido arrendar Helbig la barcaza, tal como se le había indicado? ¿Habrá sido posible contratar una tripulación experimentada de remeros?” Las preguntas se sucedían en la mente de los líderes.

Mientras seguían mirando tensos, Ising comentó a Karl, en alemán:

–También hubiese sido posible tomar el camino por tierra, a través de la selva. No estamos en época de lluvia. Pero, por seguridad, hemos preferido hacer el trayecto por el mar.

Inmediatamente, se explicó:

–Sabemos que traes mucho equipaje con equipamiento necesario para la misión y es muy difícil encontrar en Monrovia hombres honestos para las cargas. En un trayecto largo, de varios días de caminata por la selva, desaparecería más de una carga junto con sus encargados de transportarlas. Será tanto más sencillo y relajado con los hombres que vendrán a buscarnos desde Palmberg.

A la luz de aquel contexto, parecía una decisión sensata. Los marineros bajaron la ya conocida escalera de cuerdas por el casco de estribor. El mar seguía sorprendentemente tranquilo y la superficie del agua se mantenía casi lisa. Entre tanto, había salido el sol y estaba ya bastante alto en el horizonte. Los tres miraban concentrados el hormiguero humano que se había formado al nivel del agua.

–¡Allí!

Los tres misioneros reaccionaron casi al mismo tiempo. Habían divisado entre la maraña de embarcaciones una barcaza algo más grande. Del lado de la popa podía verse a un hombre de pie, delgado y que definidamente se diferenciaba por su vestimenta blanca y el casco tropical de los morenos remeros. Con gafas que lo protegían contra el sol brillante, recorría las cubiertas del barco en busca de los hombres que debía recoger. A su lado estaba el timonel de la embarcación, buscando un camino hacía el barco. Con voz alta de comando, que se escuchaba hasta la cubierta, ordenó replegar los remos y, aprovechando el empuje de la velocidad, hizo deslizar el bote a lo largo del casco directamente hasta la escalera. “Aquí sí que hay una mezcla de habilidad y práctica”, pensó Karl.

El hombre blanco en la barcaza había reconocido ahora también a sus colegas misioneros en la barandilla y agitaba su casco tropical como saludo:

–¡Hola! ¡Hola...!

Recién entonces los tres misioneros que observaban desde la barandilla del SS-Wadai comenzaron a moverse: aquel movimiento con el casco era la señal pautada. Esa era su embarcación. Ese era su hombre. El encuentro había resultado. La tranquilidad los embargó. Y, espontáneamente, se abrazaron entre ellos, con la seguridad de que aquel hombre de blanco era el misionero Helbig, quien venía a buscarlos.

Con mucho cuidado, cruzaron la barandilla y bajaron por la escalera. Primero bajó el mayor del grupo, el inglés, Read, mientras que Karl fue el último.

Al bajar, recordaron una lección que era recurrente en la vida: muchas cosas dependen de la perspectiva desde la cual se las mire. Es que lo que desde arriba aparentaba ser sencillo se convirtió en algo desagradable al comenzar a bajar: la escalera de cuerda se balanceaba de un lado al otro a lo largo del casco. Karl se dio cuenta de que era muy fácil que sus pies zafasen de alguno de esos débiles peldaños. Se sujetaba desesperadamente firme de la soga que hacía de barandilla, y registraba con preocupación cuántos peldaños faltaban todavía hasta llagar a la plataforma. Finalmente, los tres lograron llegar a la plataforma.

“El balanceo del barco es casi imperceptible hoy, no debiera ser tan difícil saltar a la barcaza”, pensó Karl. Esta vez, a diferencia de lo que había presenciado en Freetown, la maniobra fue rápida y, con la ayuda de los musculosos brazos de los marineros, pronto estuvo dentro de la barcaza.

–¡Lo hemos logrado! –se le escapó con evidente alivio.

Apenas después de que subieron al bote, comenzaron a llegar sus pertenencias. Sobre sus cabezas, con la grúa del barco, bajaba una gran red con parte de su equipaje. La misma descendió hasta ser delicadamente depositada junto a ellos, en el medio del bote. Luego, siguieron otras tandas. Maletas de acero, baúles, cajones y bolsas de lona; una carga tras otra bajaban sin contratiempo alguno. Esto también era un motivo para agradecer: no habría sido la primera vez que la carga completa de una red terminara en el agua. Sin embargo, un recuento rápido comprobó que la carga estaba completa. Acto seguido, los remeros guardaron y aseguraron cada una de las piezas en diferentes sectores del gran bote.

Ahora podían relejarse. Una nueva etapa había sido completada y los suspiros de alivio volvieron a escucharse.

Recién entonces comenzaron los saludos, los abrazos y las presentaciones. Karl no conocía a Rudi Helbig.

–Así que tú eres Karl. Te hemos estado esperando ansiosamente. Ernst me ha contado mucho sobre ti –dijo el misionero que los había esperado en Liberia.

–Es genial que todo haya funcionado tan bien y que hayas conseguido esta barcaza. Puedes imaginarte con cuánta curiosidad estoy esperando el encuentro con ustedes dos en Palmberg –respondió Karl.

–¿Has podido traer todas las cosas que habíamos pedido?

–Pienso que sí, ya ves que todo llegó bien.

Rudi y su esposa, Elisabeth, habían llegado apenas ocho meses antes a Liberia. Todavía, muchos aspectos del mundo en suelo africano le resultaban nuevos. Recién más adelante, durante la travesía a Grand Bassa, querría hablar sobre el curso dramático de sus primeros meses en África.

–Estamos listos –le dijo Rudi al timonel.

Los remeros tomaron sus posiciones, y el ritmo constante de los remos surcando el agua comenzó a oírse. La barcaza tomó velocidad y el gran barco donde Karl había pasado sus últimas tres semanas comenzaba a quedar lejano.

El joven dio una última mirada al SS-Wadai, sus pasajeros en las cubiertas y los pañuelos que se agitaban en despedida. Con más de uno de ellos Karl había logrado una sentida amistad. “¿Volveremos a vernos?”, se preguntó. Luego, realizó un nostálgico saludo con las manos y una silenciosa oración: “Eterno Dios, gracias por el largo viaje en barco sin ningún incidente negativo. Sigue acompañándonos ahora, por favor, en esta pequeña barcaza”.

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