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2. Ambiente de montaña

Como fue explicado, este trabajo se originó en ese deseo de adentrarse en las circunstancias que rodearon a los accidentes sucedidos a colegas montañistas durante el transcurso de sus actividades. Lo que, dado el léxico involucrado, debería implicar que se está hablando de eventos sucedidos en montaña. ¿Cierto?

No. Bueno... no del todo. En realidad... depende. De qué se entienda por “montaña”. O sea, de nuevo, el mencionado problema de las definiciones.

Está claro que la mayoría de las personas no tendría dificultades en entender el significado de tal palabra, “montaña”, pero si tuvieran que ponerlo por escrito más formalmente, y sin usar el viejo recurso de emplear sinónimos (tales como decir que es un cerro o monte), se las verían en aprietos para cubrir todas las posibilidades. Un enredo del cual ni siquiera la Real Academia Española (RAE) está libre, tal y como se constata al observar su definición actual para “montaña”:

1. Gran elevación natural de terreno.

2. Territorio cubierto y erizado de montes.

Estas acepciones son razonables pero abren nuevos frentes para la discusión. ¿Qué se entiende por “gran elevación”? ¿Cuándo un terreno deja de ser “no-grande” y pasa a ser “grande”? O bien, ¿a partir de qué punto un lugar con desniveles promedio pasa a ser considerado como uno “erizado de montes”?

Preguntas que no son para nada retóricas. Inciden directamente en determinar cómo han de tratarse los numerosos eventos de accidentes fatales que han sucedido en zonas de transición geográfica. Entre ellos, los de aquellos montañistas fallecidos al regresar de sus actividades, como por ejemplo Iván Caviedes en 1973 (perdido en los bosques circundantes del volcán Osorno tras realizar su ascenso) o Giuseppe Bortoluzzi en 1981 (ahogado en el río Portillo después de intentar el cerro Alto de los Arrieros).

Existe otro factor que hace las cosas más complicadas todavía. A medida que el montañismo se fue desarrollando y expandiéndose por el mundo, comenzó a manifestarse de formas más diversas, algunas de las cuales lo sacaron de lo que era su contexto original (las montañas); como la escalada en roca (que se puede practicar incluso a orillas del mar) o las travesías polares (que transcurren sobre extensiones planas de nieve, hielo o agua congelada). Expresiones en las que se producen regularmente fatalidades que también deberían ser evaluadas por este estudio para determinar si corresponde incluirlas; como el caso del escalador Máximo Bombardiere (fallecido haciendo boulder en la playa de Punta de Tralca en el 2001) o el de los 3 miembros del programa antártico británico que invernaban en la base Faraday (desaparecidos en 1982 tras salir de la isla Petermann).

Sin profundizar por el momento en la tangencial cuestión sobre si es correcto que estas últimas acciones sean consideradas parte del montañismo, las elaboraciones realizadas permiten entender que definiciones como las de la RAE (o similares) son inadecuadas para esta investigación, porque descartan de raíz situaciones como las descritas a pesar de que algunas de ellas históricamente han sido vistas como parte del fenómeno de la accidentabilidad que aquí se desea estudiar. Por lo tanto, para resolver este dilema se necesita usar otro criterio que, en vez de enfocarse en el ente físico en sí (las montañas), lo haga en los desafíos que plantean las características que allí normalmente se dan. Un concepto al cual a partir de ahora este trabajo denominará “ambiente de montaña” y cuyo planteamiento formal es el siguiente:

Ambiente de montaña es una región sólida y no controlada de la superficie terrestre, cuyos principales rasgos topográficos, climáticos, ecológicos y culturales plantean dificultades semejantes a las existentes en las montañas; tales como difícil desplazamiento, terreno abrupto, relevante altitud, apreciable desnivel, temperaturas extremas, abundante precipitación, fuertes vientos, intensa radiación, acentuado aislamiento u otras similares.

Claramente esta definición es imperfecta, vulnerable y, en ocasiones, más que una eximia declaración pareciera ser una conveniente evasiva. No obstante, aún así, con todos sus defectos, entrega un mejor punto de partida para este trabajo, al permitir abarcar los incidentes ocurridos tanto en las montañas (y sus zonas aledañas) como aquellos otros que presentan similar problemática (por ejemplo, las áreas remotas).

3. Vinculación a Chile

A pesar de no haber sido hasta ahora señalado explícitamente, siempre se ha entendido que lo a que esta investigación le interesa analizar es aquello que está sucediendo en nuestra comunidad. Una condición que, en teoría, el concepto explicado en el capítulo anterior podría haber reflejado si se le hubiera agregado el nombre de nuestro país. Para quedar así: “los ambientes de montaña de Chile”.

Sin embargo, tal solución, una que pasa por obvia, es también una deficiente. Por una muy simple razón: de haberse usado tal criterio, el estudio no habría incluido varios atingentes e importantes accidentes fatales que sucedieron en áreas geográficas que, técnicamente, no son de nuestro país. Como Antártica.

Un territorio que no pertenece a nadie, pero sobre el que existen reclamaciones de varias naciones (Chile entre ellas), las cuales hacen esfuerzos por validar sus pretensiones en la medida de sus posibilidades; típicamente con el establecimiento de bases y/o asentamientos humanos. Método que nosotros también hemos implementado desde mediados del siglo XX, dando forma a una realidad constituida por población de Chile, en instalaciones de Chile, conectada a Chile, en un sitio que... no es de Chile. Lo que inmediatamente hace surgir la pregunta de cómo, entonces, esta investigación habría de tratar los accidentes fatales ocurridos en los ambientes de montaña que ahí existen.

Para responderlo, primero hay que estar al tanto de que, y sin entrar en las complejidades legales, diplomáticas y logísticas del Tratado Antártico (y sus convenios vinculantes), dadas las dificultades de las operaciones realizadas en Antártica, las acciones de rescate son efectuadas por quienes están en mejor pie para llevarlas a cabo; sin importar la nacionalidad de los involucrados. Lo que redunda en que, como la ubicación geográfica de Chile es una privilegiada compuerta de entrada para tal zona (junto con la de Argentina), nuestro país esté directamente involucrado en las acciones de auxilio realizadas; lo cual va desde la recepción de los accidentados para brindarles atención médica en cercanos centros urbanos, hasta el desempeño de activos roles en las emergencias mediante el uso de vehículos, aviones o barcos.

Una explicación que permite visualizar lo insuficiente que sería emplear aquí como regla de inclusión una que solo considerara los límites geopolíticos, requiriéndose en cambio utilizar un criterio más integral que vaya más allá de la situación espacial territorial e incorpore el factor de las directas consecuencias que un accidente puede causar a una comunidad.

A esta noción se le denominará “vinculación” y su participación en la componente respectiva se define de la siguiente manera:

Se dice que un ambiente de montaña está vinculado a un país cuando los eventos sucedidos en aquel tienen el potencial de provocar concretas repercusiones a este.

Declaración que a este trabajo le es útil pero que conlleva un problema: no permite cuantificar exactamente a partir de qué punto los efectos de estos eventos sucedidos fuera de nuestras fronteras (ya sean económicos, logísticos, humanos o, incluso, legales) serán lo suficientemente importantes como para justificar agregarlos a la investigación. En algunos incidentes serán mínimos o inexistentes; en otros, considerables. Lo que provoca que cada uno de ellos deba ser evaluado en su propio mérito, en un ejercicio de interpretación que indudablemente incrementa las chances de cometer errores.

Teniendo tal precaución presente, se decidió que accidentes sucedidos a connacionales en lugares distantes, tales como Himalaya o Europa, no fueran parte de la investigación porque, a pesar de que pueden provocar en Chile impactos mediáticos y emocionales, ellos no incidirán en lo que es el normal desenvolvimiento de la vida diaria. Algo así como, por ejemplo, que debido a alguna tragedia sucedida a compatriotas en un alejado continente... se prohibiera por algunos meses la práctica del montañismo en nuestras áreas silvestres protegidas.

Y en cuanto a la mencionada situación de Antártica, no se añadieron al estudio episodios como el de la desaparición del científico Carl Disch en 1965 en la base Byrd (al interior de la costa Bakutis), o la fatal caída a una grieta del noruego Jostein Helgestad en 1993 (en la Tierra de Coats); ambos por no haber vinculación efectiva de tales ambientes de montaña con nuestra nación. Que es distinto a lo que habitualmente sucede en el eje geográfico conformado por la Península Antártica, la Cordillera Centinela y el Polo Sur; un área de operaciones más natural a Chile y que explica por qué se incluyeron accidentes como el fallecimiento del francés Jean Gryzka en 1997 en el Macizo del Vinson (se desbarrancó junto a su trineo por sobre un sérac) o la caída del Capitán de Corbeta Pedro González en 1961 en la isla Greenwich, Península Antártica (mientras hacía observaciones glaciológicas en los alrededores del Pico López).

Esta regla, la de la “vinculación” de un ambiente de montaña a un país, también sirve para abordar otro caso especial: las zonas que rodean a los cerros Torre y Fitz Roy. Las cuales (y sin entrar en la discusión de qué pertenece a quién) deben ser vistas como áreas controladas por Argentina porque el acceso por Chile solo es posible vía el cruce de glaciares. Es decir, cualquier persona que desee visitar estos lugares ha de viajar, aprovisionarse, registrarse, contratar servicios y, en suma, permanecer una no despreciable cantidad de tiempo en Argentina. No siendo el fenómeno de la accidentabilidad una excepción a esta hegemonía, ya que en los hechos es esta nación la que se encarga de tal tema, sin que importe la soberanía que el mapa le asigna al punto donde pueda suceder una tragedia. Por lo tanto, no es un despropósito afirmar que tales sitios no están vinculados a nosotros y, como consecuencia, este estudio no incorpora a ninguna de las numerosas fatalidades que allí se han producido (Toni Egger, Horacio Bresba, Fabio Stedile, Bernardo Collares, Ched Kellog, Bryn Norman, Iñaki Cousirrat, Darío Möckli, Fabricio Amaral, Leandro Ianotta, Pascal Nähring, Fabio Giacomelli y tantos otros).

Por último, señalar que este criterio también permite darle un tratamiento más formal al problema que plantea el trazado de los límites de Chile. Un porcentaje apreciable del cual pasa directamente por extensos ambientes de montaña, instaurándose sobre ellos un dominio geopolítico compartido que, al ocurrir accidentes, causa dinámicas cruzadas entre los países involucrados. Por ejemplo, cuando uno de ellos solicita ayuda al otro para abordar las emergencias; o bien, cuando las personas deben realizar cruces de fronteras como parte propia de la actividad. Situaciones donde en ocasiones se establece suficiente conexión con nuestra comunidad como para justificar agregarlas al estudio; tales como el rescate de Malli Babu en el 2015 en el Tres Cruces (cuyo ascenso, a pesar de haberse desarrollado por la vertiente trasandina, desencadenó operativos de ayuda binacionales), o lo sucedido a Luis De Carlo en el 2006 en el volcán Lanín (una persona con vínculos, preparación y movilización por Chile pero que, incidentalmente, tuvo que cruzar a Argentina para encarar la ruta normal de este limítrofe cerro).

4. Interacción riesgosa

Esta noción no solo es la más complicada de explicar, sino que también, de seguro, la más controversial. Planteada coloquialmente, trata de lo siguiente: si el capítulo anterior se abocaba a contestar la pregunta del “¿Dónde?”, aquí es al “¿Haciendo qué?”.

Cuestión a la que, dadas las reflexiones realizadas en un comienzo, sería natural responder “¡montañismo!”. Lamentablemente, no es tan fácil como eso.

De partida, porque esta disciplina no es una monolítica expresión deportiva, sino más bien un superconjunto de diversas actividades que, sí, comparten importantes similitudes (siendo la más relevante su aproximación al concepto del riesgo), pero que también obedecen a diferentes dinámicas que generan múltiples estéticas. Dándole una característica de heterogeneidad que le es intrínseca y que se mantiene con cualquiera de las clásicas definiciones que se desee utilizar para describirla (las de los manuales de instrucción, las federaciones deportivas, la RAE, etcétera). Todo lo cual últimamente explica la existencia en el montañismo de una característica que le es fundamental: el límite de lo que abarca es difuso.

Elaboraciones que están lejos de ser retórica inútil. Por el contrario, explican acertadamente varios inconvenientes con los que se deben lidiar aquí. Por ejemplo, cuando se ha de evaluar un evento y no se puede estar seguro si este trata de actos propios del montañismo o... excursionismo.

Por supuesto, si se usan caricaturas no hay tal dilema, porque cualquier persona podría identificar las diferencias entre un individuo que cruza encordado un campo de grietas en medio de una tormenta (montañista), y aquel que pasea en un bosque vistiendo ropa liviana acompañado de sus hijos (excursionista). No obstante, al aproximarse a la línea que separa ambos arquetipos, ya no es tan evidente determinar qué es qué. No sirve usar como regla de decisión el objetivo (no es raro que los trekkings incluyan el ascenso de miradores o cumbres); tampoco el nivel de compromiso (los ambientes de montaña son cambiantes y pueden transformar cualquier actividad que se dé en ellos en una de tipo mortal); ni la altitud, el terreno o la dificultad técnica (hay escaladas a nivel del mar, excursiones en glaciares por sobre los 5 mil metros y algunas caminatas son más difíciles que muchos ascensos). Por no agregar las tantas otras variables que se podrían continuar citando y que, tras breves reflexiones, se revelarían como igual de fútiles (logística empleada, número de participantes, cantidad de días, etcétera).

Subir el cerro La Parva en verano, ¿es montañismo? ¿Y el Pochoco? ¿O el San Cristóbal? ¿Cómo se habría de catalogar una caminata en Himalaya que incluya ascender un pináculo de 5 mil metros de altitud y 300 de desnivel? Y no es necesario ir a las antípodas para encontrar un ejemplo tan extremo como este; en el mismo norte de Chile existen numerosos cerros “altos”, algunos por sobre los 6 mil metros, con rutas normales que se pueden intentar como si fueran excursiones por el día (Lascar, Sairecabur, Toco, Pili y otros). O bien, si se desea visualizar la problemática en términos más concretos, ¿cómo habría de clasificarse la muerte de los 3 “excursionistas” sorprendidos por una tormenta en 1947 en el cerro Guanaqueros? ¿O los decesos de Miguel Zuccar en el 2010 y Noam Rubinstein en el 2014? El primero tras un súbito desmayo en el área del Portezuelo Franciscano cuando regresaba de ascender el Pintor; la segunda fallecida por hipotermia en el Parque Nacional Cerro Castillo tras llegar al mirador del Morro Negro en medio de viento, nieve y bajas temperaturas.

Un tipo de problema (cómo distinguir disciplinas relacionadas) que no solo es exclusivo del montañismo y excursionismo. También se da entre estas y el mundo del esquí. Donde se repite la misma situación anterior: diferencias notorias al usar imágenes promedio (el snowboardista en Valle Nevado, un individuo en randonés en el Marmolejo)... que se diluyen cuando se ha de precisar la línea que las divide (como el caso de un joven con mochila saliendo de un centro de esquí, para ejecutar un fuera de pista desde una cumbre no cercana).

Probablemente habrá consenso en la afirmación que Matilda Rapaport no falleció el 2016 realizando “montañismo” en el sector del valle Parraguirre (involucrada ella en un descenso extremo que contaba con soporte aéreo); mientras que Carl Fransson y Jean Auclair en el cerro San Lorenzo en el 2014, sí (quienes se propusieron algo similar pero inserto en una expedición en un remoto lugar que no consideraba el uso de helicópteros). Sin embargo, entre ambos extremos la situación ya no es tan evidente; como lo demuestran los accidentes de Helmuth Setz en 1936 (fallecido en la sierra de Ramón practicando esquí), Erich Hirschberg en 1947 (cuyos restos mortales aparecieron seis meses después de hacer una excursión en El Colorado), o Ernest Brossel en 1995 (caído a una grieta mientras hacía bajadas en el volcán Villarrica).

Hay complejidades adicionales (tales como determinar la situación de la escalada), pero no es necesario entrar en ellas todavía para ir entendiendo que modelar conceptualmente el montañismo, sus actividades conexas y la forma como se relacionan, es un asunto no trivial. Por eso es que, y entendiendo que eventualmente se podría haber arribado a algún conjunto de especificaciones, al final se optó por seguir un camino distinto. Uno que nace de la siguiente reflexión: quizás la razón por la que es tan difícil distinguir las diferencias entre las mencionadas disciplinas, es porque tal vez sus divergencias son menos importantes que sus similitudes (al menos en cuanto a lo que es el fenómeno de la accidentabilidad). Por lo tanto, no sería un despropósito incluir todas ellas en esta recopilación: montañismo, excursionismo, escalada en roca, travesías, esquí, senderismo, escalada en hielo, trekking, exploraciones, snowboard, etcétera.

Ampliación de lo que era el foco original de este trabajo que trae varias ventajas, dentro de las cuales conviene mencionar tres.

Primero, que, como se comprobará más adelante, mover la frontera de lo que abarca el estudio un poco más “allá” (para incluir otras acciones), coloca el nuevo límite en una posición donde se hacen algo más patentes las diferencias existentes a ambos lados de la línea divisoria.

Segundo, que así se aborda la falta de estudios o estadísticas que, al igual como sucede con el montañismo, también aqueja a las actividades recién indicadas (de hecho, tampoco se sabe cuántos esquiadores o excursionistas han fallecido en Chile). Con ello entregando a la comunidad un conjunto de antecedentes fiables que podrían incentivar la generación de nuevas investigaciones en tales campos de acción.

Y, tercero, que permite hacer comparaciones. Un punto sumamente importante, porque contar con información de múltiples expresiones similares da un contexto que mejora la comprensión integral de lo que se analiza. Lo que definitivamente ayuda a combatir injustos tratamientos y acciones punitivas que un grupo específico de la población puede recibir por parte de la sociedad. Por ejemplo, si hipotéticamente en una temporada 10 esquiadores pierden la vida debido a las avalanchas, eso no necesariamente implica que este deporte esté, en términos de gestión de riesgos, fuera de control. Habría que ver. Entre otras cosas, no solo cuántos de sus ejecutantes han muerto por la misma causa en los años previos (que no da lo mismo si el promedio anual para una década es 50 o 5), sino que también cómo estos peligros (los aludes) han actuado sobre expresiones cercanas (que no es equivalente a si, en igual período de tiempo, los montañistas o excursionistas fallecidos hayan sido 100 o 3).2

Elaboraciones de carácter introductorio que, ahora sí, dejan finalmente el terreno listo para poder formalizar la regla que implementa la componente de la que trata este capítulo.

Para ello, se parte advirtiendo que no se trata de incorporar en el estudio a cualquier tipo de evento fatal acaecido en un ambiente de montaña vinculado a Chile, porque sobre el mismo escenario geográfico también actúan otras expresiones que en principio no tienen nada que ver con lo que es el objetivo de este análisis (como las de la minería, ferrocarriles, centrales, autopistas, etcétera). Tampoco el criterio puede ser acerca de las motivaciones de las víctimas, puesto que estas lo hacen por una variedad de diferentes razones y no solo, como podría pensarse, por motivos lúdicos; también están los pecuniarios (propios de, por ejemplo, los instructores o guías de montaña). Y así. Hasta que, si se continuara reflexionando y evaluando las posibles variables, se acabaría por dilucidar que el aspecto central aquí es la forma como un protagonista interactúa con su entorno. O sea, el “cómo”.

Un vínculo, entre el individuo y el escenario, que se puede entender como la combinación de dos factores: la acción (generado por el primero) y la exposición (producto del segundo). Tal y como el siguiente diagrama ilustra:


Con esta estructura a vista, es posible apreciar más claramente cuán similares en realidad son el montañismo, el excursionismo, el esquí y las otras disciplinas afines. Porque, con respecto a la primera variable, la acción, si hay un rasgo que resalta en todas ellas, es que sus practicantes tratan de usar su propia energía para desplazarse y subsistir en el terreno; y en cuanto al segundo aspecto, la exposición, las semejanzas se mantienen, ya que los peligros que plantea el ambiente de montaña (incluyendo su clima) se transmiten a sus ejecutantes de una manera tan directa e inmediata que condicionan completamente todo lo que involucra la actividad (objetivo, logística, riesgo, estrategia, rendimiento...).

Características que, en suma, se reúnen bajo el concepto “interacción riesgosa”; uno que definitivamente les da a las mencionadas expresiones el aire de aventura y compromiso con el que normalmente se las identifica (o debiera identificárselas) y que, en términos formales, se expresa de la siguiente manera:

Interacción riesgosa es aquella resultante de combinar una exposición al entorno de directa y no atenuada relación causa-efecto, con un actuar determinado por una fuente de energía de rango y potencia equivalente al biológico.

De acuerdo, no se entiende.

La razón de tal complejidad se debe a que se espera de esta definición que no solo aglutine a las expresiones recién señaladas, sino que también a otras menos evidentes que aún no han sido mencionadas. Por todo lo cual, tanto en lo que queda de este capítulo como en los siguientes, se hace el ejercicio de explicar en mayor detalle sus alcances, comenzando ahora mismo con dos situaciones en particular que, dada su importancia, es conveniente introducir inmediatamente.

La primera de ellas se refiere a los individuos que la sociedad denomina como “arrieros”; aunque es habitual que tal rótulo sea usado genéricamente para comprender a todos quienes se relacionan con animales de transporte y carga en un ámbito rural (baqueanos, muleros, porteadores, campesinos, etcétera). Sobre cuyos accidentes no existe ningún motivo para descartar del estudio si es que los afectados se estaban desplazando por sus propios medios (típicamente caminando), pero no así cuando se encontraban arriba de un tractor, auto o camión (que serían actos de presencia en terreno sin mediar esfuerzo físico). Sin embargo, hay otra posibilidad: cuando el fallecimiento sucede al hallarse estas personas montando un animal; escenarios evidentemente intermedios, de evaluación fina y resultado nunca satisfactorio, pero ante los cuales se optó por seguir un camino inclusivo. Es decir, también agregarlos a la recopilación (lo que, dicho sea de paso, explica por qué en la definición de interacción riesgosa está aquello de “fuente de energía de rango y potencia equivalente al biológico”).

La razón principal de esta decisión obedece a que, si bien aquí la acción estaría influenciada por el uso de un principio motor externo a la víctima (uno que ciertamente da opciones), la ayuda que entrega nunca será tan radical como la que ofrece un vehículo mecánico. Los animales también tienen miedo, pasan hambre, sienten frío y se cansan; además de ser igual de frágiles que los hombres ante la mayoría de los peligros topográficos-climáticos del ambiente (grietas, barrancos, avalanchas, mal tiempo...). Tal y como lo demuestran los numerosos casos de arrieros que han perecido producto de ellos; como Ramiro Cortés en 1980 en la zona de Salamanca (caído en una quebrada junto a los animales que arriaba cuando se movía en medio de condiciones climáticas adversas), José Ramírez en el 2006 en el Valle de la Engorda (por golpe en la cabeza al caer su caballo de regreso tras portear equipo a unos montañistas), aquellos 3 que murieron en 1982 en el Paso Maipo (sepultados por una avalancha mientras buscaban animales extraviados), los 13 fallecidos en 1929 en el Paso Piuquenes (por una tormenta mientras regresaban a Argentina), etcétera.

Además, incorporarlos es una determinación que contribuye a compensar los efectos de la asimetría histórico-cultural que nuestra sociedad mantiene al respecto con ellos; en el sentido que cuando un arriero fallece en un ambiente de montaña, no causa igual conmoción pública que aquel acaecido en el mismo sitio a un montañista, esquiador, escalador o excursionista. Un acto que es discriminatorio e injusto, porque ellos también son actores principales, también se realizan en nuestras cordilleras y también sufren cuando sus cercanos son golpeados por las desgracias.

La segunda situación relevante que esta definición de interacción riesgosa produce y que debe ser comentada ahora, es que obliga a incluir algunos de los accidentes acaecidos a trabajadores de mineras, centrales hidroeléctricas, ferrocarriles u otras faenas similares. Lo que probablemente cause extrañeza.

Por supuesto, no se trata de incorporar en el estudio a todos los decesos ocurridos en las instalaciones que estas industrias mantienen en sitios de cordillera (por ejemplo, en una remota meseta a 4.500 metros de altitud); ya que, como estos regularmente poseen ambientes regulados, controlados, protegidos, climatizados y con una funcionalidad semejante a la que se encuentra en un contexto urbano (baños, comedores, clínicas, gimnasios, etcétera), su personal estará a resguardo de buena parte de los peligros del medio ambiente. Circunstancias en las que, entonces, la relación causa-efecto mencionada en la declaración de interacción riesgosa no se manifestará directamente sino que atenuada y, por lo tanto, fallándose en el cumplimiento del criterio rector.

O, dicho de otro modo, es un error catalogar los incidentes acontecidos en una infraestructura como la descrita como de “montaña”, solo porque el respectivo recinto se ubica en “montaña”. O sea, si una viga cae sobre la cabeza de un operario en un sitio como el descrito, este es un evento que ha de entenderse como un accidente del trabajo; uno que podría haber ocurrido perfectamente en una refinería de petróleo a nivel del mar (o en un garaje en Santiago) y, por ende, sin relación con lo que comprende esta investigación. Mismo predicamento que se aplica a los incendios, explosiones, atropellos, aplastamientos, envenenamientos y todo ese tipo de percances que pueden suceder en un ambiente laboral. Por eso es que no aparecen en el Listado Central decesos como los de Juan Muñoz en el 2007 por descarga eléctrica en una subestación, o el de Juan Cruz en el 2018 por caída en altura en un pique (ambos, en la mina Andina).

Situación que es muy distinta a cuando, por alguna razón, un trabajador se desplaza a pie por el ambiente de montaña y fallece debido a cualquiera de sus peligros (el impacto de una avalancha, la caída a una quebrada, perdido en la obscuridad, etcétera); los cuales, por lo argumentado, sí ameritan ser incluidos. Eventos como el de Bernardino Reinoso en 1905 en El Teniente (golpeado por una piedra), los hermanos Luis y Arturo Chaparro en 1951 en la Disputada de las Condes (atrapados por mal tiempo cuando se dirigían a reparar un andarivel), o el de los obreros Osvaldo Otarola y Juan Tapia en 1982 en Los Libertadores (víctimas de una avalancha mientras despejaban la vía del Ferrocarril Trasandino).

El resto de las explicaciones para entender el concepto de la interacción riesgosa se localiza más adelante, en el capítulo I.B.6 (Implicancias).

2En el fondo, el error estando aquí en que la gente juzgaría basándose en datos presentados en términos absolutos, cuando lo apropiado sería hacerlo en términos relativos.

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9789560950611
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