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1. El método de la crítica: Theodor W. Adorno y la vida social de los conceptos

Introducción

¿Qué es un concepto? Cuando pensamos en conceptos, comúnmente lo hacemos en referencia a entidades abstractas, separadas del mundo de los hechos y de las cosas materiales. Estamos acostumbrados a concebirlos como productos refinados del intelecto humano que nos ayudan, entre otras cosas, a situar, representar, clasificar y ordenar a los objetos empíricos de modo generalizado. Al realizar trabajo científico nos preocupan mucho los conceptos. La situación puede variar entre distintas disciplinas, pero lo cierto es que constantemente recurrimos a ellos como herramientas indispensables para operacionalizar y hacer comprensible el conocimiento. En virtud de la centralidad que les otorgamos al momento de establecer las distinciones que guían nuestras observaciones, no contar con definiciones claras para los conceptos que uno utiliza es, por lo general, objeto de críticas y visto como un defecto metodológico imperdonable. No es de extrañar que para muchos académicos, especialmente en las ciencias sociales, la primera regla del método sea: ¡define tus conceptos!

Obviamente, sería absurdo negar el valor epistemológico de contar con conceptos bien elaborados para llevar a cabo la investigación empírica y la comunicación científica. Pero el deseo por definir las cosas de forma inequívoca –lo que habitualmente es considerado como el mayor signo de rigor intelectual– alimenta un sentido de autoridad y seguridad inevitablemente seductor: permite determinar lo que es ajeno al pensamiento según las reglas del pensamiento. Cuando es llevada al extremo, esta forma de trabajar con los conceptos como actos de definición soberanos, conduce a dos resultados problemáticos. Por un lado, se subsume la particularidad de los objetos bajo un orden de sentido universalizante y, por el otro, se propicia la autorreferencia de las definiciones conceptuales al punto de volver irrelevantes las experiencias no conceptuales.

Al ubicar la pregunta de qué es un concepto como el hilo conductor de mi reflexión en este capítulo, no deseo añadir otra definición más a un catálogo sobrepoblado por filósofos analíticos, psicólogos experimentales y lingüistas. Me interesa, más bien, la productividad del problema en sí mismo, en tanto la pregunta conlleva la duda acerca de la existencia misma de una alternativa rígida entre el pensamiento lógico abstracto o la realidad social empírica, como si estas fueran regiones ontológicamente distintas del mundo. Para desarrollar esta reflexión, exploraré el particular sendero dialéctico y materialista abierto por Theodor W. Adorno para cambiar la dirección dada a la conceptualidad tanto en el trabajo filosófico como en la investigación sociológica. Pues mientras el primero pretende tener acceso a la verdad a través de la autonomía del pensamiento racional y el poder sintético de conceptos producidos lógicamente, la segunda acepta como autoevidente «la idea de que el mundo de los hechos, al que estamos sujetos [...] deba ser lo último en nuestra existencia» (Adorno 2013: 217).

Hacer de los conceptos el tema central u objeto primario de estudio en las ciencias sociales es, por decir lo menos, complejo, particularmente debido a la persistente sospecha de que el trabajo conceptual inevitablemente nos desvía de la realidad concreta. Una indagación sobre los conceptos, se suele insinuar, nos acerca más a la especulación filosófica pura que a la observación empírica del mundo tal como es. Y aun cuando se dice que los conceptos juegan un rol central en el estudio de la vida social, lo que en realidad se señala es la necesidad de usarlos para dar «claridad» y «precisión» a los análisis sociológicos «empíricos» por medio de la construcción de «definiciones útiles» (Swedberg 2020). Dentro de este marco, los conceptos terminan siendo igualados a productos intelectuales y reducidos a dispositivos metodológicos, lo cual dificulta entenderlos como objetos de estudio por derecho propio.

El propósito de este capítulo es explorar un método de análisis y crítica del mundo social que toma a los conceptos como su punto de referencia, no para definirlos, sino que para trabajar a través de ellos, esto es: para entender la «vida» que habita en los conceptos y el trabajo que los mismos conceptos realizan en la vida social. Para avanzar en esta dirección, no basta con explorar el uso y las definiciones de ciertas «palabras» dentro de los límites de un léxico establecido. Debemos reinsertar los conceptos como órganos vivientes de la realidad social y observar su trabajo dentro de procesos históricos y sitios sociales específicos. Esto requiere avanzar en un tratamiento de los conceptos que, en vez de emplearlos como artefactos para mantener control cognitivo sobre el mundo social, los utilice como puntos de entrada concretos para sumergirnos en la operación y las contradicciones de la sociedad. Este es precisamente el corazón de la «utopía cognitiva» que subyace al entendimiento que tiene Adorno de la dialéctica como un método crítico, a saber: buscar «penetrar con conceptos lo que no es conceptual» (Adorno 1984: 18). Las preguntas relevantes aquí son: ¿Qué tipo de trabajo es necesario desarrollar para utilizar a los conceptos de modo de ir más allá de los conceptos? ¿Qué tipo de conocimiento produce la crítica cuando procede de esta manera? ¿Con qué propósito lo hace?

En lo que sigue, mi plan es explorar esta pretensión «utópica», reconstruyendo tres líneas de pensamiento en torno a los conceptos que Adorno enuncia en su curso Introducción a la dialéctica. La primera se relaciona con la idea de que una exploración dialéctica de los conceptos posee un «efecto pedagógico», no porque enseñe a las personas lo que deben saber, sino porque se despliega como una autorreflexión crítica que desafía los hábitos de pensamiento y formas de conocer. La segunda línea interroga la pretensión de que los conceptos deban ser definidos en aras de la precisión científica y de que su valor deba verificarse con «hechos»; ya que para la dialéctica los conceptos son en sí mismos organismos vivientes de una realidad social contradictoria y, en consecuencia, deben ser explorados como un «campo de fuerzas». Por último, el tercer aspecto consiste en satisfacer la demanda ética de «hacer justicia» a aquellos elementos y experiencias particulares presentes en la sociedad que, estando mediados por conceptos, no se agotan en ellos. Ello requiere el desarrollo y puesta en práctica de una actitud etnográfica que Adorno caracteriza como un método «micrológico» de exploración de la realidad social.

Al poner en relación cuestiones de «pedagogía», «vida» y «método», concluiré reflexionando acerca de las relaciones entre utopía y justicia para desde allí ubicar el alcance de la crítica de los conceptos como un momento ineludible de la crítica de la sociedad.

La pedagogía de los conceptos

Al retornar a Alemania desde su exilio en los Estados Unidos, Adorno retomó casi inmediatamente sus actividades académicas en el semestre de invierno de 1949-1950. A lo largo de los más de treinta cursos que dictó en Frankfurt, su trabajo docente sobresale por su notable dinamismo: se desplaza desde la filosofía a la sociología, de cuestiones estéticas a asuntos históricos, desde los problemas de la teoría a los problemas del método, de cursos introductorios a análisis en profundidad de un autor o texto particular (Bobka y Braunstein 2015).

El curso de 1958, Introducción a la dialéctica, parece a primera vista ser igual a cualquier otro programa convencional de filosofía. Como su título sugiere, el curso invita a sus estudiantes a explorar las principales características y objetos de la «dialéctica» como un método de pensamiento cuyo largo linaje filosófico va de Platón a Marx, pasando por Kant y Hegel. Sin embargo, esta larga revisión no está pensada como una historia de la filosofía, sino como una forma de aproximación crítica a nuestros hábitos de pensamiento y maneras de abordar el estudio de la realidad social. El núcleo de la invitación de Adorno se sustenta en la tesis de que la dialéctica se habría vuelto irrelevante en la Alemania de posguerra producto de una constelación de corrientes intelectuales. Primero, la transformación de la dialéctica en un método filosófico rígido, «una simple doctrina del procedimiento del pensar» (Adorno 2013: 39), divorciada de procesos históricos y dinámicas sociales concretas. Segundo, la hostilidad de parte de los conservadores hacia la dialéctica por haber liberado «una suerte de relativismo universal» que nos despoja de cualquier base firme para acceder a la verdad (Adorno 2013: 60). Y tercero, la resistencia positivista a la dialéctica debido a su asociación con una «intelectualización entera del mundo» que solo busca «desplegar la realidad efectiva puramente a partir del concepto» (Adorno 2013: 91, 152). Lo que todas estas tendencias comparten, a juicio de Adorno, es el supuesto implícito, pero en la práctica muy influyente, de que la dialéctica es «un pensar alejado de las cosas» (Adorno 2013: 31).

Al leer el curso sobre la dialéctica debemos ser cautelosos de no tomarlo como una presentación acabada del proyecto filosófico de Adorno. Las veinte lecciones que lo componen constituyen más bien un esfuerzo tentativo de «autoaclaración metodológica»1 que, al mismo tiempo, revela una genuina determinación por revitalizar a la dialéctica como un método crítico para pensar el presente. Pero esta determinación viene acompañada de la difícil condicionante de abstenerse de definir el «concepto» de dialéctica como tal y evitar así caer en la seductora trampa de hacerlo un método coherente. La aproximación del propio Adorno consiste en moverse a través del concepto de dialéctica: explorando los supuestos que moviliza, las ansiedades que produce, las resistencias que provoca, las contradicciones que encarna y las posibilidades que abre. Al proceder de esta manera, Adorno quiere demostrar a sus estudiantes que la dialéctica no nos aleja del mundo, sino que, por el contrario, nos acerca aún más a la realidad de las cosas. Su esfuerzo consiste en familiarizar a sus estudiantes con un estilo de pensamiento que

lucha contra la cosificación del mundo [no] en nombre de algún tipo de principio [...] sino que intenta vencer la cosificación entendiéndola en su propia necesidad; es decir, que los fenómenos [...] de esclerosis de las instituciones [se derivan] del concepto histórico, del «movimiento del concepto» en la configuración material del mundo social (Adorno 2013: 48-49).

Comparadas con textos como Tres estudios sobre Hegel y Dialéctica negativa, las clases de Adorno fueron ideadas con una explícita intención pedagógica, dirigidas a estudiantes que deseaban dedicarse a la filosofía, y también como parte de un esfuerzo más amplio de autoexaminación pública del cual Adorno se sentía partícipe2. El problema de la pedagogía estaba al centro de los esfuerzos de posguerra por confrontar los horrores del nacionalsocialismo y la persistencia de tendencias fascistas en la sociedad alemana. En este contexto, para Adorno la tarea educativa en general y de la educación filosófica en particular consistía en nada menos que revertir «la alienación de las personas respecto de la democracia» (Adorno 2005a: 93)3. Dicho de otra forma, el trabajo pedagógico debía estar dirigido a crear condiciones sociales para la promoción de la «autonomía» y la «autorreflexión crítica», y a fortalecer el compromiso moral con la libertad y la no dominación, de modo que un evento como «Auschwitz no ocurra nuevamente» (Adorno 2005b: 191).

Adorno sabía que la pedagogía requería algo más que una suma de actos de buena voluntad, pues en sociedades postotalitarias el reto del trabajo pedagógico radica precisamente en la ausencia de una jerarquía estable de sentido que permita ordenar la realidad y orientar la acción. El efecto más interesante de tal condición de contingencia radical no es que desencadene el relativismo y la indeterminación, sino que, paradójicamente, refuerza las formas rígidas de pensamiento y el deseo de encontrar confort cognitivo y seguridades normativas en la definición conceptual de nuevos principios. Por ello, Adorno, siempre reacio a dar orientaciones sobre lo que hay que hacer, sostiene que «la educación debe tomar en serio una idea que no es en absoluto desconocida para la filosofía: que la ansiedad no debe ser reprimida» (Adorno 2013: 198). Esta afirmación no es una receta para producir mejores instituciones educativas, sino que una advertencia contra la naturalización de aquellos hábitos de pensamiento que engendran estructuras y prácticas autoritarias. Por un lado, la actitud de tratar a los estudiantes «pedagógicamente», como receptores de verdades ya establecidas y sujetos susceptibles a la «influencia calculada» de las técnicas de enseñanza (Adorno 2005c: 181-182); y, por otro, la fe ideológica en el orden social existente que alimenta el deseo de las personas por ajustarse a los valores dominantes en aras de mayor seguridad (Adorno 2005d: 27).

La represión de la ansiedad probablemente es uno de los pecados originales que la filosofía comete al querer ubicarse a sí misma como proveedora de fundamentos universales del conocimiento verdadero. Pero también cuando ella presume que una reflexión sobre los conceptos, solo puede tener sentido real si tiene lugar dentro de los límites del territorio y lenguaje filosóficos. La ironía de esta actitud es que si aquello que más importa es el trabajo que nosotros hacemos con los conceptos, como si estuviésemos diseñándolos en un laboratorio de experimentos mentales, es muy probable que el orden de nuestros conceptos termine imponiéndose como el parámetro para tratar con el desorden del mundo. Esta es la razón del porqué, para Hegel –el filósofo del concepto por excelencia–, «no hay peor inicio para una filosofía que hacerlo con una definición», porque ello no hace más que indicar que «la filosofía se inicia con la filosofía misma» (Hegel 1989: 26). Interpretado en este sentido hegeliano, el deseo mismo de alcanzar definiciones unívocas resulta revelador: expresa el reconocimiento de que un concepto siempre señala la existencia de cosas más allá de sí mismo; es decir, de cosas que eluden la pretendida claridad de las definiciones conceptuales.

En este contexto, Adorno dice a sus estudiantes:

me parece [que es] tarea de la formación filosófica inmunizar a aquellos que la buscan en serio contra los innumerables eslóganes aparentemente filosóficos y contra los conceptos acuñados y fijados que circulan por el mundo y en los que se imagina uno haber encontrado una «imagen rectora» o una norma o una razón de ser, sin asumir el esfuerzo ni el trabajo de pensar estos conceptos por uno mismo y, en lo posible, examinarlos críticamente (Adorno 2013: 63).

El planteamiento de Adorno expresa algunos rasgos distintivos del papel pedagógico que puede desempeñar la filosofía en la sociedad. En un nivel, la filosofía se ocupa de aumentar la reflexividad acerca de nuestras prácticas de conocimiento y los errores epistémicos producidos por formas conceptuales que estabilizan modos específicos de ver y entender el mundo. Más concretamente, el horizonte pedagógico de la filosofía dialéctica se traza en torno a la idea de que «para el pensamiento no hay otra regla que la siguiente: que tenga libertad hacia el objeto» (Adorno 2013: 269). Esta libertad de pensamiento para «constantemente esta[r] en busca de algún tipo de ligazón con el objeto», no significa recurrir a «la arbitrariedad de la mera ocurrencia y contingencia». Se trata más bien de cultivar un modo de pensar que, en vez de guiarse por un método rígido, «se mide» constantemente en contra y a través del mundo exterior a la filosofía (Adorno 2013: 269). El objetivo de esta «disciplina del pensamiento» es precisamente revelar y rebelarse en contra de la «pedantería del pensamiento»; es decir, la compulsión por agrupar todo lo que es particular bajo una categoría estable.

En otro nivel, la filosofía dialéctica apunta a reconocer la fuerza ideológica de los conceptos y desafiar sus efectos coercitivos sobre las relaciones sociales cotidianas. Ello porque los conceptos no solo permiten sancionar jerarquías de conocimiento y definir los parámetros de lo que cuenta como verdad, sino que también proporcionan principios, guiones y marcos moralmente vinculantes que dan forma a las prácticas sociales y a los modos de autocomprensión de lo que es significativo y valioso en la sociedad. El punto decisivo para Adorno consiste en reconocer que hay «elementos conceptuales dentro de la constitución de la realidad» y que «en el acontecer básico de la sociedad, ya hay algo conceptual presente» (Adorno 2013: 155). En tal escenario, el objetivo de la filosofía dialéctica no es enseñarnos el camino recto hacia los misterios del Ser (es decir, el concepto Absoluto), sino que explorar los complejos procesos de devenir histórico de lo que aparece como dado.

El efecto pedagógico de la dialéctica no proviene, por así decirlo, de haber aprendido a definir los conceptos con precisión lógica, sino que es resultado de aprender a trabajar a través de ellos; es decir, a través de una sostenida exploración crítica de los conceptos en tanto «abstracciones reales»4. El ejercicio consiste en hacer que los conceptos se vuelvan fluidos, explorando nuestra propia relación con la conceptualidad existente y la vida que habita en los conceptos (Adorno 2013: 346, 349). En este proceso, los conceptos nos enseñan algo sobre los límites de nuestros esfuerzos por comprender aquello que está más allá del pensamiento, así como de la manera en que el mundo en que vivimos produce abstracciones conceptuales. Tal y como lo expresa Adorno en sus clases, si la dialéctica es «la tentativa de llegar a descubrir la posibilidad de algo otro», entonces debe partir por «la rebelión contra la idea de que el mundo de los hechos, al que estamos sujetos y que es infinitamente absurdo, deba ser lo último en nuestra existencia» (Adorno 2013: 217). Pero ello no significa reclamar la autonomía de la reflexión conceptual para delinear los márgenes de la realidad, sino «asumir de hecho el trabajo y el esfuerzo del concepto» como algo «ya reflexionado en sí o un algo ya mediado socialmente» (Adorno 2013: 217).

Tomada en un sentido materialista, la dialéctica está ineludiblemente ligada a la tensión entre conceptos y vida, a la interacción histórica entre la vida de los conceptos (estructuras generales de significado producidas y movilizadas a lo largo del tiempo en lugares concretos) y las formas de vida (prácticas humanas compartidas, experiencias y espacios situados material y normativamente). Reconocer esta mediación mutua entre conceptos y vida, así como la brecha que existe entre ambos, es lo que hace posible el trabajo de la crítica. Ello es así puesto que, pese a los esfuerzos de poner los conceptos en armonía con la vida, una forma particular de vida nunca queda completamente subsumida bajo conceptos universales. Dicho de otra manera, aunque los actos de definición buscan conferir a los objetos y las experiencias una forma de identidad que produzca coherencia, los conceptos siempre dejan la marca de una parte que no incluyen. Este «residuo», como lo denomina Adorno, no es simplemente un elemento secundario, accidental o derivado que se deja atrás, sino una parte intrínseca de la vitalidad e incompletitud de cualquier concepto. El residuo constituye un rastro de evidencia de la imposibilidad de una identificación total, una indicación de que «el mundo no se agota simplemente en nuestros conceptos [y] que nuestros conceptos no se agotan en lo que simplemente es» (Adorno 2013: 149-150).

Existe vida en los conceptos

¡Existe vida en los conceptos! Así les recuerda Adorno a sus estudiantes insistentemente. La reiteración retórica de esta afirmación es testimonio de su incansable esfuerzo por hacerlos conscientes de algo que se tiende a olvidar con facilidad: el hecho de que los conceptos se mueven aun cuando parecen estar quietos. La noción del «movimiento» de los conceptos constituye el núcleo crítico que Adorno busca retener de la dialéctica idealista de Hegel, en tanto señala la idea de que todo proceso de cognición humana se encuentra socialmente mediado por la fuerza de los conceptos que empleamos para identificar, ordenar y describir las cosas. Esto quiere decir que el proceso de conocer «algo» no está determinado por ninguna esencia o sujeto trascendental, sino que por actividad humana temporal y socialmente situada (Adorno 2013: 165). La afirmación de que hay vida en los conceptos responde, entonces, a un esfuerzo por reconocer no solo la «voluntad de saber» que mueve al concepto, sino que también las intrincadas formas en que esta voluntad, históricamente determinada, se despliega, fijando posiciones, dejando trazos al pasar y creando conexiones.

Esto conduce a un segundo aspecto que es igualmente relevante para la preocupación de Adorno por el movimiento de los conceptos, esto es: la crítica a la idea de que los conceptos están atados al movimiento lógico del pensamiento. Ya que no somos los y las cientistas sociales, filósofos u otros trabajadores intelectuales quienes le damos vida a los conceptos, sino que es el movimiento mismo de la realidad material y social lo que los produce. En consecuencia, la vida de un concepto no debería confundirse con «la arbitrariedad de su determinación» (Adorno 2013: 356). La vida de los conceptos solo puede ser comprendida si los reinsertamos como parte de una «constelación» de relaciones sociales (Adorno 2013: 348) y, por tanto, si ubicamos su operación en espacios históricos específicos. En consonancia con ello, Adorno propone una de sus tesis centrales: entender los conceptos como verdaderos «campos de fuerza» (Adorno 2013: 353). Al emplear esta metáfora, adoptada de su amigo Walter Benjamin, Adorno busca representar a los conceptos como espacios de sentido que se forman a partir de «una yuxtaposición no totalizada de elementos cambiantes, una interacción dinámica entre atracciones y aversiones, sin un principio primario generativo o una esencia inherente» (Jay 1992: 3). Esto hace que un concepto se comporte no como unidad cerrada, sino que como un ensamblaje de energías conflictivas e impulsos contradictorios.

Tomemos brevemente el caso de la política moderna. Hoy en día, nadie negaría que la política, como alguna vez dijo Max Weber, es una actividad sostenida por una suerte de «fe» en algunos conceptos fundamentales. Sin nociones como las de «progreso», «libertad» y «democracia», la política sería una actividad sin alma, vaciada de textura humana, ya que los objetivos que persiguen los actores políticos están cognitiva y éticamente vinculados con ideales conceptuales. Sea esto en la forma de una «convicción» perseguida con independencia de los resultados, o de una elección «responsable» tomada a la luz de sus posibles consecuencias. Sin embargo, la política moderna también es un espacio donde se anida un realismo que eleva los «hechos» a la categoría de fundamento último de todo conocimiento genuino y estándar desde el cual deben ser juzgadas las acciones. Estimulado por la creciente influencia de los expertos y la racionalidad legal, este realismo político degrada los conceptos al lugar de representaciones funcionales dentro de un «frívolo juego intelectual» practicado por aquellos que afirman saber más que el resto (el soberano, el líder, el político profesional, o el diseñador de políticas públicas), mientras que la mayor parte de las y los ciudadanos debe «someterse a una proletarización espiritual» (Weber 1994: 365). Esta mistificación de los hechos va de la mano de una actitud antiintelectual que eleva los actos de decisión basados en «evidencia» al valor político más alto. Pero el culto a la facticidad es contradictorio en su seno. La presunta transparencia de los hechos empíricos, para que pueda existir, debe ser conceptualmente reinscrita en la realidad política una y otra vez, en la medida en que lo que se entiende como «factual» se torna en un objeto de contestación y disputa5.

Dichos actos de inscripción conceptual operan como formas de marcar el sentido, principios de visión y división del mundo que permiten que una serie de cosas puedan ser dichas y vistas mientras otras queden suprimidas. La operación de esos principios en el funcionamiento cotidiano del mundo social se manifiesta con especial fuerza cuando se pone en cuestión su legitimidad práctica. Por ejemplo, ¿quién es un «ciudadano» en una comunidad política? ¿Qué constituye la «vida» para la ciencia? ¿Cómo se aplica lo «legal» en la sociedad?

Estas preguntas en sí mismas carecen de sentido si no son ubicadas en contextos de problematización específicos; por ejemplo: un debate parlamentario o protestas callejeras contra la migración; una comisión que discute políticas para afrontar el cambio climático o la inteligencia artificial; el proceso judicial en un caso de violencia policial en contra de minorías raciales. En cada una de estas situaciones, lo que las preguntas en cuestión traen a la palestra son experiencias concretas que, eventualmente, contradicen la coherencia de las definiciones establecidas, revelan sus fallos epistémicos y hacen visible lo que ellas sistemáticamente omiten. Pero estas preguntas –cuando se plantean con una intención crítica y no simplemente descriptiva– también llevan a considerar los supuestos metafísicos, altamente abstractos, que subyacen a la estructura de las relaciones sociales, pero que son ellos mismos un resultado histórico de esas relaciones. Así, lo que vemos es que conceptos como «ciudadano», «vida» y «legal» no existen en un espacio lógico de ideas abstractas; la pretensión de que sea así es ideológica. Tales conceptos operan más bien como campos de fuerza constituidos por una densa red de prácticas y luchas sociales.

Entender los conceptos de esta manera, como explica Adorno, significa que

cuando operamos en lo general con conceptos, [eso que] se nos aparece en estos conceptos como vago horizonte de asociaciones, […] no es completamente algo casual y meramente constituido a partir del sujeto, sino que es algo que siempre está presente dentro del concepto mismo –sin dudas, no unívocamente presente, sin dudas presente con la posibilidad de la aberración, con la posibilidad de todos los tipos de malentendidos y de interpretaciones subjetivas–, pero es un error nominalista creer que cada concepto que usamos es una tabula rasa que, solo gracias a nuestras definiciones, se transforma entonces en una mesa bien cargada (Adorno 2013: 347-348).

Considerados en este sentido materialista, los conceptos son sedimentos de vida humana. Esto significa, en esencia, que «[ellos] siempre nos acercan algo que, de ninguna manera, somos nosotros quienes lo producimos y a lo que, por así decir, tenemos que someternos» (Adorno 2013: 348). Este sometimiento no conlleva una recepción muda o un compromiso previo con ciertas palabras cosificadas, sino que el reconocimiento de que nuestras formas de pensar y de actuar no adquieren forma a partir de nuestros propios términos, y de que existe una dinámica social que ya se encuentra en movimiento entre los términos disponibles. En consecuencia, un concepto es siempre un terreno de fricciones y un tejido de múltiples capas que produce distintos vínculos entre personas, lugares y cosas. Aunque los lazos de conexión social que producen los conceptos puedan resultar inaprensibles para los métodos de investigación empírica convencionales, la tarea de un enfoque dialéctico es justamente la de reconstruir el campo dinámico de fuerzas sobre el cual estas relaciones sociales son codificadas y reproducidas. Esta es la razón de por qué, para Adorno, si uno quiere lograr comprender experiencias y formas de vida particulares, «los conceptos universales aislados en realidad [no] pueden ser tolerados». Y esta es también la razón del porqué, si uno desea comprender y moverse más allá de la lógica de dominación social, «tampoco el pensar dialéctico puede prescindir de los conceptos abarcadores y universales» (Adorno 2013: 358-359).

El argumento de Adorno, tal como lo interpreto, «no se trata de si se pueden usar conceptos universales in abstracto», sino si acaso somos capaces de alcanzar, arrojar luces y «hacer justicia a los objetos en su complejidad» a través de un genuino análisis y crítica de los conceptos (Adorno 2013: 330, 359). En esencia, el reto consiste en observar la constitución histórica de los órdenes conceptuales que moldean la forma de las relaciones sociales, destilar la fuerza material y el poder normativo que ejercen los conceptos sobre las prácticas sociales, y revelar los supuestos ontológicos y las contradicciones sistemáticas que los conceptos inducen en nuestras formas de conocimiento y autocomprensión. Al hacerlo, el propósito de la crítica dialéctica no es el de sancionar la veracidad y adecuación de los conceptos a la realidad, sino que «desbloquear» el momento de no-identidad entre formas conceptuales y vida social.

Una sensibilidad etnográfica

El trabajo de desbloqueo, inherente a la comprensión que tiene Adorno de la crítica, supone la existencia de condiciones sociales que obstruyen ideológicamente el movimiento del pensar, de los cuerpos y de las experiencias según distinciones conceptuales específicas. Es decir, condiciones sociales que circunscriben las capacidades reflexivas de los actores ordinarios dentro de un horizonte que naturaliza el rango de lo observable, lo decible y lo esperable. El problema es que un bloqueo no es un momento particular o un punto específico que puede ser indicado con facilidad, sino que una constelación de fuerzas cuya durabilidad y sobrevida se extiende tanto semiótica como materialmente a través de una pluralidad de instituciones, prácticas, vocabularios y espacios (Celikates 2018: 167-171). Por este motivo, el trabajo de desbloqueo al cual aspira la crítica dialéctica requiere de un tipo de «método» distinto, un «método de movilidad» (Adorno 2013: 283). Siendo más preciso, lo que Adorno tiene en mente es un método que no esté constreñido ni por las reglas de las técnicas de investigación utilizadas en las ciencias sociales, ni por la apelación a la lógica de los conceptos universales de la filosofía. Puesto que si las técnicas de investigación en las ciencias sociales a menudo están embriagadas por el «espíritu del método», la reflexión filosófica no hace menos que atarse a sí misma al «método del espíritu» (Adorno 2013: 238). A lo largo de su curso, Adorno enfrenta estas tendencias desmenuzando los supuestos que ellas proyectan acríticamente sobre la realidad social: «claridad», «objetividad», «verdad», «rigor», «coherencia», «adecuación» y «completitud».

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