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Que la producción de lo social está determinada por normas y valores preexistentes al individuo.

Que estas normas y valores son los que de alguna manera mantienen la cohesión social.

Que la interiorización de reglas y valores es lo que condiciona (y en qué medida) el comportamiento de un individuo o una asociación de ellos.

Que lo social se explique por analogías biologicistas o por teorizaciones sociales.

Que la sociedad funcione realmente como un sistema en el que cada individuo debe cumplir una función.

Que el conflicto deba considerarse una anomalía social y que la función de los sociólogos (léase, también, agentes de cambio) consista en detectar, estudiar, comprender y encontrar remedio a este tipo de manifestaciones sociales.

El funcionalismo estructural de Parsons

Talcott Parsons (1902-1979), al igual que el positivismo de Comte y el funcionalismo de Durkheim, vino a proponer una teoría sobre la sociedad concebida como un todo, una unicidad. En su obra The Structure of Social Action (1961/1937), este sociólogo argumenta en contra de las propuestas de acción social utilitarias y voluntaristas de los sociólogos estadounidenses de principios de siglo XX y propone en su lugar la idea de la integración social fincada alrededor de normas y valores comunes, aceptados como legítimos por los miembros de una sociedad. Siguiendo las propuestas de Durkheim, Parsons es de la idea de que lo social constituye un dominio con su propia realidad y estructura, independiente de los individuos, sus motivos e intereses (Parsons, 1951; 1961/1937; 1978). Es por ello que, para Parsons, como para los sociólogos que se adscriben al funcionalismo estructural, la fundamental preocupación es comprender las cuestiones estructurales y las instituciones sociales, así como sus interrelaciones y su influencia constrictora en los actores. De ahí que para esta corriente de pensamiento sea esencial comprender cómo una sociedad motiva a las personas, por medio del poder, el prestigio y el dinero, para que éstas asuman ciertos papeles o posiciones en un sistema de estratificación, que toda sociedad debe desarrollar para poder sobrevivir (Ritzer, 2002: 116 y 117).

A pesar de haber mantenido una relación epistolar con Sigmund Freud y de estar al tanto de las ideas de éste en relación con la naturaleza represiva de la cultura, Parsons, al igual que Comte y Durkheim, consideró que existía una armonía fundamental entre la persona y el sistema social. En este sentido, mientras que Freud consideraba al proceso de socialización como profundamente problemático y represor, Parsons lo definía como un proceso armónico e integrador de experiencias de aprendizaje, así como de internalización de valores dominantes. En este sentido, Parsons fue un acérrimo crítico de lo que él consideraba propuestas deterministas de Marx, sobre la inevitabilidad del conflicto entre clases sociales antagónicas. Para él la solución al desorden social se encontraba en el fortalecimiento de valores morales que podían aglutinar a los miembros de una sociedad. Un punto a su favor fue que, a pesar de su fundamento determinista, este autor considerara la necesidad de que los individuos actuaran y produjeran las condiciones necesarias para la resolución de conflictos, fortaleciendo con ello la cohesión social (Swingewood, 2000).

El funcionalismo estructural de Parsons fue tan influyente en las décadas de 1950 a 1970 que llegó a considerarse como un sinónimo de la sociología (Davis, 1959, citado en Ritzer, 2002: 115) y, de hecho, continúa siéndolo en gran parte de la sociología estadounidense. No obstante, los críticos del funcionalismo consideran que está muy lejos de constituir una metodología objetiva neutral para las ciencias sociales y lo ven más bien como una expresión de una ideología conservadora en la que se tiende a favorecer la preservación de privilegios del statu quo.

Una deficiencia del funcionalismo estructural es que, al tratar de explicar y justificar la necesidad de estabilidad y orden social, no provee de elementos necesarios para comprender el cambio y el conflicto sociales. Aparejado a lo anterior, este enfoque presenta una ausencia total de elementos que permitan considerar asuntos relacionados con el poder y, si bien no era la intención inicial, el agente humano pierde toda posibilidad de creatividad y termina siendo sometido a los designios de un marco estructuralista.

Esta propuesta de Parsons, conocida como teoría voluntarista de la acción, se fundamenta en los procesos por los cuales los actores sociales asumen la legitimidad de ciertos valores y normas, mismos que regulan sus prácticas y acciones sociales. Estos procesos no son considerados externos, dado que son interiorizados por los actores mediante un proceso de socialización (Swingewood, 2000: 162).

La principal preocupación de Parsons fue comprender la estructura ordenada de la sociedad. Esto lo distanció del entendimiento del cambio social. Si bien las críticas a su “orientación estática” lo llevaron, en el periodo final de su vida, a dar más atención al cambio social, su obra no dejó de ser por demás estática y estructurada. En relación con la producción de lo social, si bien Parsons concibió al “sistema social” como un sistema de interacción, éste no consideró a la interacción como fundamental en la comprensión de lo social, recurriendo a los conceptos de status y rol como unidad básica para esta comprensión. En este sentido, Parsons no considera a los actores sociales en función de sus pensamientos y acciones, sino de una forma más relacional, determinada por un conjunto de status y roles. Más aún, para él los actores eran realmente receptores pasivos con muy poca creatividad. Así, mediante el proceso de socialización, similar al descrito por Durkheim, los seres humanos aprenden a actuar, internalizando las normas, los valores y la moralidad de la sociedad. Para Parsons es esta socialización la que induce a cierto conformismo y a la estabilidad de lo social. Este autor admite cierta variación en el comportamiento de los seres humanos, variación que en ciertos casos pudiera llegar a desafiar al sistema social establecido, debiendo entonces recurrir al control social. Así, la socialización y el control social son los procesos sociales mediante los cuales una sociedad se puede mantener en equilibrio (Ritzer, 2002: 123, 125). En relación con la producción de lo social, a Parsons le preocupa comprender el sistema en su conjunto y deja de lado al actor dentro del sistema. En otras palabras, estudia cómo el sistema controla al actor y no cómo el actor produce y sostiene lo social (Ritzer, 2002: 126).

La reconfiguración del funcionalismo de Robert Merton

La disquisición sobre el funcionalismo estructural en relación con la comprensión de la producción de lo social sería incompleta si no consideráramos las ideas de Robert Merton, discípulo de Talcott Parsons, quien ciertamente tomó una posición crítica sobre planteamientos centrales de Parsons. Con respecto al tema de este libro, Parsons planteó en uno de sus postulados la “unidad funcional de la sociedad”, que implicaba que todas las creencias, mitos, ritos, así como las prácticas sociales y formas de lograr el sustento eran funcionales para todos los individuos pertenecientes a una sociedad. Para Merton, sin embargo, si bien este postulado pudiera ser relativamente válido en el caso de pequeñas sociedades “primitivas”, no era aplicable a sociedades más grandes y complejas, como las existentes en la mayor parte del mundo (Ritzer, 2002: 133).

Otro postulado que fue criticado por Merton propone que todas las formas y estructuras sociales y culturales institucionalizadas cumplen funciones positivas y son indispensables para el buen funcionamiento de una sociedad en su conjunto, cuando es por demás evidente, por lo observable en el mundo real, que muchas de ellas son totalmente disfuncionales9 y negativas para la sociedad, como es el caso de las monarquías y las dictaduras, o de las corporaciones transnacionales o de los controles monopólicos de los mercados, y que bien haría una sociedad que padece de esas lacras en liberarse de ellas para funcionar mejor (Ritzer, 2002: 133).

Con base en sus observaciones empíricas, que contradecían muchas de las ideas de Parsons, Merton comprendió la inoperancia de derivar conjeturas a partir de sistemas teóricos abstractos, así como la pertinencia de indagar siempre en el mundo real con el fin de verificar empíricamente los supuestos teóricos de cualquier índole. Por ello, Merton destaca la relevancia de estudiar lo observable en sus distintos “niveles de análisis funcional” –grupos sociales, organizaciones, instituciones– y no limitarse a tratar de comprender el funcionamiento de la sociedad en su conjunto (Ritzer, 2002: 135). El estudio de las funciones de las estructuras sociales al interior de una sociedad llevó a este autor a considerar que había funciones intencionadas, a veces explícitas, a las que llamó “funciones manifiestas”, y otras que eran observables pero que no eran intencionadas o incluso eran inconscientes para la propia estructura, a las que denominó “funciones latentes” (Ritzer, 2002: 135). Estos conceptos se relacionan con otros del mismo autor, que se refieren a las consecuencias de llevar a cabo estas funciones, algunas de las cuales podrían considerarse como “previstas”, pudiendo incluso estar predichas en los documentos y discursos de las instancias estructurales, mientras que otras, las “imprevistas”, por lo general se mantenían subyacentes a lo observable, por lo que era necesario indagar, investigar lo social, con el fin de evidenciarlas.

Abundando sobre esta propuesta para comprender la producción de lo social, en toda sociedad siempre hay cuestiones estructurales que pueden ser disfuncionales para el conjunto y que, sin embargo, se sostienen por ser consideradas como funcionales para ciertos actores sociales. Tal es el caso de la discriminación racial, que puede ser considerada como adecuada para los pobladores de raza blanca… o negra, o la de género, que en muchas sociedades pareciera ser funcional para los hombres, a pesar de que en ciertas cuestiones estas mismas discriminaciones entorpezcan el buen funcionamiento de la sociedad en su conjunto.

El neofuncionalismo estructural

Jeffrey Alexander (1985: 10), junto con Paul Colomy (1990), en su intento por refuncionalizar al funcionalismo estructural, han enumerado acertadamente varias de sus limitaciones: su antiindividualismo, su oposición al cambio, su conservadurismo, su idealismo y su sesgo antiempírico.

En su propuesta del neofuncionalismo estructural, estos autores proponen generar un modelo descriptivo de la sociedad en el cual ésta se considera conformada por diferentes dominios, que en interacción producen una determinada configuración social (Ritzer, 2002: 145). De esta manera, Alexander y Colomy (1990) rechazan los determinismos monocausales y apuestan hacia una comprensión plural de la producción de lo social, en donde la acción y el orden social sean tomados en cuenta en la misma dimensión. Esta reformulación sigue interesándose por la integración social, pero a diferencia del funcionalismo no la toma como una situación presente, sino como una posibilidad social.

Si bien el neofuncionalismo estructural para la comprensión de lo social sostiene la relevancia de la personalidad, la cultura y el sistema social dada por Durkheim, esta relectura enfatiza el cambio social y los procesos de diferenciación en la producción de lo social, en donde la desviación y el control social deben considerarse intrínsecos a las sociedades.

A pesar de los esfuerzos de estos autores por distanciarse de una gran teoría englobadora, como lo trata de ser el funcionalismo estructural, su perspectiva, si bien está más fincada en la empiria y en estudios concretos, no deja de pretender considerar a lo social como un todo.

Esta propuesta, sin embargo, se fue esfumando del escenario de las ciencias sociales debido a que sus principales proponentes terminaron por transitar hacia otros enfoques que, en el caso de Alexander, resultaban más adecuados para comprender a la sociedad civil, tema al que desplazó su interés y que estaba fuera del ámbito del neofuncionalismo.

Críticas al funcionalismo

En relación con la totalidad de lo social, los funcionalistas estructurales parten de la idea de que se puede lograr dilucidar una teoría o un conjunto de conceptos que permitan estudiar y comprender todas las sociedades que ha habido en el largo periplo del ser humano por la Tierra.

El funcionalismo estructural considera que las acciones humanas, su forma de organizarse y sus instituciones obedecen a una teleología de acuerdo con la cual todo obedece a propósitos o fines, y no a causas y efectos. Así, para lograr una meta la sociedad crea actividades, formas de organizarse e instituciones ad hoc. De esta forma, la familia heterosexual sería producto de la necesidad social de la procreación y la crítica a las uniones del mismo sexo y los valores morales que ello implica estarían fincados en su imposibilidad de procrear, cuando muy probablemente el variopinto de asociaciones humanas puede atribuir a la familia toda una diversidad de manifestaciones y muchos otras características y funciones, además de la procreación.

El funcionalismo estructural, en su afán por comprender las relaciones armoniosas a través de la cultura, las normas y los valores de una sociedad, ha desdeñado las cuestiones históricas y no se ha enfocado en tratar de comprender el cambio social e incluso ha considerado a este último, sobre todo cuando ha provenido del conflicto, como una patología social por demás destructiva, y que todo el esfuerzo social debe tratar de mantener la armonía social por medio del consenso social. Es en este sentido que esta corriente de pensamiento ha sido considerada como conservadora (Gouldner, 1970: 290).

El funcionalismo estructural no considera que los actores sociales posean atributos dinámicos y creativos, sino que, por el contrario, los ve como entes pasivos, constreñidos y determinados por factores sociales y culturales. En su propuesta inicial, para Durkheim estos factores eran producto de la interrelación entre los dominios del mundo de lo social, sin embargo, este autor con el tiempo fue transitando hacia un enfoque cuasi monocausal, al subordinar esa interrelación a la preponderancia de un determinismo cultural (Ritzer, 2002: 142-144).

El funcionalismo estructural, intencional o inintencionalmente, ha estado a favor de mantener el statu quo de una sociedad y ha servido a los intereses de las clases dominantes (Ritzer, 2002: 142). Así, las normas de una sociedad son consideradas producto de esa sociedad en su conjunto, sin tomar en cuenta que, de hecho, éstas son elaboradas de acuerdo con los intereses de las élites políticas, sociales y económicas, que son las que ejercen una poderosa influencia sobre el resto de la sociedad al imponer una ideología hegemónica, a partir de la cual se elaboran e institucionalizan dichas normas por medio de leyes, acuerdos, convenios y demás.

Qué nos deja el funcionalismo estructural en relación con la producción de lo social

Cabe aquí repensar las propuestas de Parsons, Merton y los neofuncionalistas estructurales con respecto a cómo se produce lo social, así como reflexionar sobre las concepciones, estrategias y prácticas de los agentes de cambio que inciden en lo social.

Un aspecto central en las propuestas de Parsons, Merton y los neofuncionalistas, al igual que en las de Comte, Durkheim y Marx, es la idea de la unicidad y la totalidad de lo social. Es por lo tanto pertinente preguntarse si esa es la concepción que tenemos de lo social.

Una propuesta ya tratada anteriormente es el papel que se atribuye a las normas y leyes como aglutinante que permite la integración social: ¿tenemos nosotros otra idea sobre lo que mantiene la cohesión social en las distintas asociaciones humanas?, o por el contrario, si compartimos estas propuestas sobre el papel de las reglas y leyes, entonces, ante tal determinismo externo a los actores sociales, ¿cuál es el papel que debiéramos jugar como agentes de cambio?

Otro aspecto que es nodal y ya ha sido tratado es el papel de la cultura en la producción de lo social, ya que mientras que pensadores como Freud la consideran represora y coercitiva de las prácticas de los individuos, para Parsons y sus seguidores, al igual que para Comte y Durkheim, constituye un factor central en el proceso de socialización de los individuos y, por tanto, en la armonización de la vida social y en el devenir social hacia la modernidad, entendida esta última como el modelo empresarial capitalista.

Sobre el papel de los agentes en los procesos de cambio de los actores sociales, cabe reflexionar sobre la relevancia del conflicto en la producción de lo social y, por el contrario, la necesidad de intervenir para evitar el desorden social, fortaleciendo los valores morales en los actores sociales con el fin de mantener y reforzar la cohesión social por medio de la acción de estos actores.

Lo anterior trae a colación la intención inicial de Parsons de reconocer la posibilidad de estos actores para responder y crear alternativas ante los designios estructuralistas, para al final terminar sometiendo a los actores a tales designios, dejándoles casi un nulo espacio para crear sus propias propuestas en distintos escenarios.

Es relevante también reflexionar sobre el conflicto y las relaciones de poder, debido a que en la totalidad de los escenarios de intervención estos asuntos se manifiestan a flor de piel y, por tanto, los agentes de cambio que inciden en estos escenarios parecieran no obtener apoyo alguno en la comprensión y manejo de estas cuestiones desde el enfoque funcionalista estructural. Esta situación da pie para abordar la propuesta marxista, que se centra precisamente en esta carencia u omisión –al parecer, voluntaria– de Parsons, así como del funcionalismo estructural.

El marxismo

La propuesta marxista tiene entre sus antecedentes el trabajo de Saint Simon (1760-1825) y sus discípulos, entre ellos Barthélemy Prosper Enfantin (1796-1864), Saint Amand Bazard (1791-1832) y Pierre Leroux (1797-1871). Éstos, en su propuesta de “socialismo utópico”, planteaban que la producción debería ser organizada socialmente y dirigida por los mismos trabajadores, no por las clases burguesas parasíticas e improductivas. Es relevante también el trabajo de Adam Ferguson (1723-1816), de la escuela de la Ilustración escocesa, que enfatizaba el papel del conflicto en la producción de lo social. Este autor planteaba que “sin conflictos no hay sociedad, no hay estructura, no hay progreso” y concebía como central, en el cambio social, la naturaleza activa del agente humano y su motivación para mejorar su calidad de vida. Así, Ferguson concibe el cambio social como un proceso que involucra una estructura objetiva (el modo de producción) y un sujeto activo: el ser humano (Ferguson, A., 1966/1782; Kettler, 1965).

Karl Heinrich Marx (1818-1883) concibió “lo social” como producto de las formas de explotación económica. Este militante e intelectual veía la existencia de conflictos como propia de toda sociedad, fincando en ellos el motor de la historia, es decir, como un factor primordial para el progreso. Marx concebía el cambio social como derivado del cambio del sistema socioeconómico de una sociedad y producto de la confrontación entre clases sociales antagónicas (explotada y explotadora), generadas en y por el mismo sistema. La acción social –revueltas, movimientos, revoluciones– para Marx tenían como origen el afán de la clase dominante por perpetuar su dominio, por satisfacer sus intereses económicos, sociales, políticos y culturales, y la lucha de las clases oprimidas por liberarse de esa dominación, opresión y explotación. De acuerdo con este autor, el enfrentamiento era inevitable y en gran medida independiente de las voluntades individuales, y era consecuencia de aspectos sociales, que respondían más bien al desarrollo técnico y económico alcanzado en cada momento histórico de la sociedad.

Según Marx, todas las formas de dominio y explotación en la historia habían tenido como fundamento la apropiación privada y para eliminarla era necesario transitar hacia un “modo de producción”10 en el que no existiera dicha propiedad. A este modo de producción él lo denominó como el socialismo y, su fase superior, el comunismo.11

A pesar de que las propuestas sobre la producción de lo social del marxismo son radicalmente distintas de las del positivismo de Comte y el funcionalismo de Durkheim y de Parsons, éste también plantea un modelo social de unicidad y totalidad. Así, para Marx la sociedad es un sistema estructurado por medio de “leyes del desarrollo” específicas y objetivas. A diferencia de Comte, Marx no propone una “gran teoría” construida alrededor de abstracciones y leyes ahistóricas; el centro de su pensamiento sociológico yace en el principio de la especificidad histórica. Así, en las “Tesis sobre Feuerbach” (1962),12 por ejemplo, sobre las leyes del desarrollo, Marx rechaza la noción ahistórica de una naturaleza o esencia humana, argumentando que los humanos se hacen a ellos mismos por medio de su trabajo, dentro de contextos sociales específicos y de las relaciones que establecen con otros. En este sentido, concibe a la historia como la transformación continua de la naturaleza humana, la producción del individuo por medio del trabajo.

En sintonía con la tendencia de la época de proponer una secuencia de estadios del desarrollo histórico de las sociedades humanas, Marx plantea que las sociedades se desarrollan a lo largo de distintas etapas o modos de producción: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo y, por venir, socialismo y comunismo (Marx, 1976-1980).

Para este autor el desarrollo social ocurre por medio del conflicto y de la lucha y, más precisamente, por las contradicciones existentes entre las fuerzas productivas de cualquier sociedad y sus relaciones sociales. Lo anterior es debido al desarrollo de las fuerzas productivas y a las contradicciones que este desarrollo genera con las relaciones sociales y, por ende, el creciente conflicto que se produce entre las clases sociales, lo que finalmente encuentra una solución temporal en el cambio del modo de producción (Marx, 1971/1859).

En este “etapismo” denominado “materialismo histórico”, al igual que los autores positivistas y funcionalistas ya mencionados, hay un patrón, una idea implícita de progreso, evidenciada en la necesidad de los modos de producción de desarrollarse hacia formaciones sociales superiores, estando en el pináculo del desarrollo social el socialismo y su última fase, el comunismo (Marx, 1971/1859).

En Grundrisse13 (1973) y El Capital (1999), Marx propone una sociedad definida como un sistema estructurado por la acción de “leyes del desarrollo” específicas y objetivas. En este modelo materialista de la sociedad, Marx asume una conexión entre las fuerzas y las relaciones de producción, sirviendo a los intereses de la producción como un todo y subordinando por completo la voluntad del individuo. De esta manera, plantea que las relaciones de producción son objetivas y existen independientemente de los individuos (las relaciones entre el trabajo asalariado y el capital, por ejemplo). De ahí el pronunciamiento de Marx: “el molino manual da a la sociedad a un señor feudal; el molino de vapor da a la sociedad a un industrial capitalista” (Marx, 1970/1847: 126).

Este problema es ejemplificado en el modelo de sociedad de Marx, consistente de una base material o infraestructura, que necesariamente genera una superestructura o formas específicas de pensamiento. Así, de acuerdo con esto último, la sociedad es explicada no por medio de las ideas, sino que las ideas se explican por medio de la sociedad; en esta interpretación, las ideas no se entienden sino como elementos de la sociedad y la historia.

Esta forma de comprender la ideología, por lo tanto, asume una relación de correspondencia entre la estructura social y los sistemas de pensamiento, donde las ideas parecieran ser solamente reflexiones pasivas de un orden económico externo. En este sentido, el conocimiento es considerado un producto más de intereses sociales objetivos y, por lo tanto, incapaz de ejercer un papel activo en la sociedad y en el cambio social. De acuerdo con esta formulación, las ideas son simples “reflejos o ecos” de la existencia humana (Swingewood, 2000: 39). Cito:

Los fantasmas formados en el cerebro humano son […] sublimados de […] procesos de vida materiales. La moral, religión, metafísica y el resto de la ideología y sus correspondientes formas de conciencia, por lo tanto, no retienen más que su apariencia de independencia. Ellas no tienen historia, desarrollo; los hombres [sic], desarrollando su producción material y sus relaciones materiales, alteran a lo largo de su existencia real, su pensamiento y los productos de su pensamiento. La vida no es determinada por la conciencia sino la conciencia por la vida (Marx y Engels, 1964/1846: 37-38).

En la Contribución a la crítica de la economía política, Marx elabora más sobre esta relación causal entre la infraestructura o base económica y la superestructura ideológica, enfatizando que el modo de producción de la vida material condiciona el proceso general de la vida social, política e intelectual (Marx, 1971/1859: 20-21). En esencia, esta propuesta asume que las ideas corresponden directamente con la estructura económica y los intereses de clase.

En esta concepción Marx otorga una relevancia superlativa a la base económica, proponiendo que ésta determina los aspectos políticos, sociales, culturales, religiosos e ideológicos de una sociedad. Esta propuesta de Marx ha recibido muchas críticas, llegando a ser considerada como un determinismo económico o economicismo. Si bien este economicismo fue vulgarizado y retomado de forma esencialista por algunos de sus seguidores, como Karl Kautsky (1989/1899), es el mismo Marx quien en otros de sus escritos modifica en varios momentos su posición al plantear una relación menos simétrica entre la infraestructura y la superestructura, tomando distancia de este tipo de modelos funcionalistas y enfatizando que en la producción y reproducción social, la cultura, la religión y las ideas juegan un papel fundamental. Así, en El Capital hace notar que “el protestantismo, al cambiar casi todas las fiestas tradicionales en días de trabajo, juega un papel relevante en el génesis del capital”14 (Marx, 1976-1980/1867: 276).

Es esta relación entre los aspectos ideales y materiales de la sociedad la que presenta problemas para la sociología de Marx, ya que en su acepción pro-materialista este autor se refiere primero a los elementos sociales y económicos que condicionan y establecen límites al alcance de la acción y práctica humana, mientras que en su acepción idealista argumenta que todas las formas de producción necesariamente conllevan ideas, conocimiento, destrezas, capacidades y, por lo tanto, implican relaciones entre los individuos involucrados. El pensamiento sociológico de Marx, por lo tanto, en forma a veces complementaria y a veces contradictoria considera dimensiones tanto ideales como materiales de la vida social (McLellan, 1980a).

Así, en la producción de lo social, Marx propone tanto la preeminencia de la base económica y la subordinación a ella de la superestructura y de las ideas, como la relevancia del papel activo de las ideas y de su realización en un agente imaginativo y creativo asociado, como clase social. A pesar de ello, al rechazar el dualismo entre la idea y el materialismo, y por extensión, el dualismo entre agencia y estructura, Marx no logra integrar este punto de vista dentro de su amplia teoría social, dando como resultado la existencia, probablemente en apariencia, de dos Marx contradictorios: uno que resalta la autonomía parcial de las ideas y otro que considera las ideas como reflexión de fuerzas materiales externas (Swingewood, 2000: 38).

En este sentido, sobre el cambio social este autor aclara que el desarrollo social no está preestablecido por los engranajes de las leyes económicas, debido a que las leyes históricas existen solamente a partir de los individuos, por medio de la acción humana colectiva. Aquí, cabe mencionar que, si bien Marx llegó a pronosticar que el capitalismo terminaría por desmoronarse por sus propias contradicciones intrínsecas, consideró necesaria la acción de las clases sociales explotadas para lograr ese desmoronamiento y poder transitar hacia modos de producción donde no existiera explotación de cualquier tipo entre los seres humanos.

Así, el papel activo y creativo de los agentes permanece en el corazón de sus teorías de formación, conflicto y conciencia de clase. A diferencia del positivismo sociológico de Comte, Marx representa a la humanidad como el productor activo que transforma el mundo externo, al tiempo que ésta se transforma, no como colección de individuos aislados o de deseos individuales, sino como asociaciones, es decir, clases sociales:

La naturaleza no construye máquinas, locomotoras, líneas férreas… éstas son producto de la industria humana; material natural transformado en órganos de la voluntad humana sobre la naturaleza, o de la participación humana en la naturaleza. Ellos son órganos del cerebro humano, creados por la mano humana; el poder del conocimiento objetificado (Marx, 1973/1857-1858: 706).

Igualmente, en la teoría del cambio social, Marx plantea, en sintonía con las propuestas fincadas en la creatividad humana de Ferguson y las producidas posteriormente por la sociología cultural de Simmel y Weber, que el nivel de la acción social se centra en las capacidades de los individuos de establecer prácticas reflexivas, concientizadoras, innovadoras y propositivas (Gouldner, 1980; Swingewood, 2000).

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9786078781072
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