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El marco de referencia temporal de la acción violenta

Cada uno de los tipos de violencia se encuadra en un marco temporal diferente: unos pueden responder a sombras del pasado, otros al presente y un tercero a representaciones y metas proyectadas hacia el futuro. En el exceso policial, la actuación está circunscrita al presente y, la mayoría de las veces, a la instantaneidad de un presente; es en los minutos en los cuales ocurre el encuentro cuando se responde en el presente al presente mismo. En el abuso policial, el marco temporal de actuación es el pasado: lo que se hace en el presente responde a una historia individual pasada que conduce al resentimiento; es un odio personal pretérito el que desencadenará la violencia. En el caso de la corporación policial, la violencia también responde a una situación pasada. Unas veces pueden ser identitarias, como cuando se trata de darle un castigo a quien agravió a algún miembro de ese grupo y, de ese modo, ofendió al colectivo. Otras son más mercantiles y pueden ocurrir cuando los actores de los negocios ilícitos les dejan de pagar lo acordado a los funcionarios para que no actúen contra sus negocios. En cualquier caso, en las dos situaciones descritas, el marco temporal de la acción se ubica en el pasado. Algo totalmente diferente ocurre cuando se trata de la violencia del Estado, pues en ese caso el marco temporal de la acción no es ni el pasado ni el presente, sino el futuro. Son actos violentos que se ejecutan buscando un resultado futuro que garantice el sometimiento al poder y al orden, al dominio que se quiere imponer o defender. Los actos presentes, que se ordenan y ejecutan en el presente, tienen como propósito un resultado futuro, son actos políticos destinados a la conservación del poder en el porvenir.

Racionalidad de la acción

Las racionalidades que en cada caso se aplican, en el sentido weberiano, son también diferentes. En la violencia resultado del exceso policial, la razón que justifica la aplicación de la fuerza es pública, pero el exceso es privado. El policía está autorizado por el Estado para usar ciertos procedimientos para su defensa y para hacer cumplir la ley, pero el exceso en la aplicación de la fuerza es una decisión personal, del momento, y que se puede originar en las fallas en su entrenamiento o en sus actitudes individuales, como agresividad o racismo. En el caso del abuso policial no hay razón pública, no se corresponde con los deberes que debe cumplir o con los privilegios que se le han otorgado para el ejercicio de su función; se trata de una deformación de esos deberes y privilegios para realizar una acción fuera de la ley y que tiene su origen en sus intereses privados.

La racionalidad de la violencia de los cuerpos policiales responde a una lógica corporativa, lo cual al final es una racionalidad privada, pero no individual sino colectiva de esa organización que, aunque tiene funciones públicas, estas en ese momento se pervierten para darle paso una actuación violenta privada, sea para conseguir objetivos delictivos o sea para excederse en la aplicación de la ley al tomar la justicia por sus propias manos. En el caso de la violencia del Estado la racionalidad es pública, se hace para preservar un dominio y un orden político y social; lo singular es que se aplica con los fines públicos, pero no se usan los medios legales establecidos en el Estado de derecho, sino que se aplica la fuerza de la ley sin la ley. No es la violencia legítima del Estado, sino la violencia desnuda del poder de facto, sin legalidad ni legitimidad.

Las explicaciones de las diferencias entre los tres tipos de violencia policial

Las relaciones entre las policías y la sociedad son muy complejas (Bayley, 1985; Kappeler & Schaefer, 2018) y la explicación para los distintos tipos de violencia debe hacerse de acuerdo con los niveles sociales en los cuales se ejecuta y que hemos trabajado: el individuo, el grupo y el Estado.

En el exceso policial hay dos circunstancias que deben considerarse de manera conjunta: la primera es el policía como individuo, como persona, con sus rasgos singulares, que son determinantes desde el momento mismo de su escogencia profesional hasta su actuación diaria; y la segunda es el entrenamiento que recibe para el desempeño de su labor. A nivel del individuo, los rasgos psicológicos personales se combinan con unos patrones aprendidos en esa sociedad, unos estereotipos negativos de las personas con las cuales interactúa y que lo llevan a un comportamiento sesgado hacia otros, sea por su nacionalidad —pues son extranjeros—; por su etnicidad —son árabes o gitanos—; por su color de piel —son negros o chinos—; por su vestimenta —son raros—; por su estrato social —son pobres—.

En cuanto al entrenamiento recibido, en teoría al candidato a funcionario policial se le realizan unas pruebas psicológicas que deben condicionar su aceptación, pruebas similares o más estrictas que el examen psicológico que se les exige a los ciudadanos que solicitan un porte de armas. Con la interpretación de los resultados de estas pruebas hay, sin embargo, una dimensión conflictiva, porque la agresividad o la osadía que muestre un candidato a policía puede ser un buen atributo para el ejercicio del oficio; es difícil pensar que se seleccione como policía a un candidato tímido y miedoso o con aversión a la violencia, pues se requieren individuos capaces de enfrentar situaciones estresantes y potencialmente peligrosas. Lo que se supone es que el entrenamiento debe moldear esos rasgos y enseñárseles a diferenciar las situaciones en las cuales es posible aplicar la fuerza y en cuáles no, y la manera proporcional como deben usarla al interpretar los riesgos de cada situación.

En el abuso policial la dimensión es estrictamente cultural: depende de los valores del individuo, de su manera de resolver conflictos personales, de su sentido de la norma y de su obligación de someterse a la ley. En estos casos no importa cuán buenos hayan sido los entrenamientos ni la perspicacia personal para saber dimensionar los riesgos, ni tampoco los conocimientos que tenga del reglamento sobre el uso proporcional de la fuerza. En estos casos se imponen las valoraciones individuales y la aceptación de las normas culturales de su medio social. El hombre policía que considera una humillación a su honor personal y familiar la seducción de su hija por un joven picaflor y decide que debe matarlo para lavar la afrenta y para ello se vale de su condición de policía lo hace a conciencia, anteponiendo a la ley su valoración cultural del honor.

En la violencia policial corporativa son otros factores grupales los que actúan como determinantes. En los cuerpos policiales las normas de las rutinas de actuación tienen una versión formal y oficial y otra práctica e informal que no necesariamente se corresponde con las leyes ni los reglamentos, pero que, como en todo grupo social, tiene una fuerza muy poderosa sobre los comportamientos (Chan,1996; Fassin, 2011). En el cumplimiento de su trabajo el funcionario policial se mueve entre dos tensiones, pues su actuación será juzgada por dos pautas diferentes: por un lado, por las leyes y los reglamentos, que son representados por sus supervisores o por los jueces penales; y, por el otro, por los códigos implícitos de comportamiento que hay entre los funcionarios policiales y que rigen al grupo en lo interno. En definitiva, la fuerza del grupo termina imponiéndose, pues representa la búsqueda de su supervivencia.

La cultura informal del grupo policial se forma y trasmite entre los “compañeros” de trabajo (Pruvost, 2007b; Paoline, 2003). En la casi totalidad de las operaciones, los policías deben actuar en grupo; de hecho, por lo regular les prohíben actuar en solitario, las rutinas de vigilancia son en parejas, las respuestas a los eventos son en grupos y, por lo tanto, la seguridad y la vida misma del policía dependen del apoyo y auxilio de su compañero. De allí la relevancia de su lealtad al grupo y a las reglas de solidaridad que se establezcan, que son de apoyo mutuo y que pueden derivar también en complicidad.

La manera como se construye esa complicidad es diversa y forma parte de los mecanismos de socialización informal. En los tipos de organización policial que responden a un modelo militar y donde los funcionarios deben estar días acuartelados y, por lo tanto, pernoctar en las dependencias oficiales, tiende a desarrollarse un tipo de fraternidades más propensas a la violencia o a la ilegalidad que cuando regresan a sus casas a dormir luego de las jornadas laborales, pues en los dormitorios se forman grupos de amigos que se convierten en cofradías y pueden derivar en bandas internas.

En la violencia corporativa algunos autores sostienen que se hace un bypass de la legalidad, y esto es cierto: la ley formal se deja a un lado; lo que ocurre es que hay normas de la institucionalidad informal que ocupan su lugar y que son tan o más importantes que la ley (Assis, 2020).

Esta violencia corporativa puede ser incentivada por políticas del Estado que tienden a favorecer los actos violentos. Las metas que a veces establecen los gobiernos para realizar detenciones o eliminar a delincuentes considerados peligrosos o molestos, o las premiaciones que hacen en los cuerpos policiales por realizar actos de “bravura” —como ocurrió en Brasil, donde además se establecían recompensas pecuniarias por tales comportamientos letales de los funcionarios— sin duda fomentan la violencia policial corporativa (Governo do Estado do Rio de Janeiro, 1995).

El último tipo de violencia policial responde a la lógica del Estado y al modelo de gobierno que exista. Esto es, al nivel de sometimiento que tenga ese gobierno al Estado de derecho o a su capacidad para violentarlo, incumplirlo y a su disposición o capacidad para instaurar una institucionalidad paralela al Estado de derecho establecido en esa república, o a desvirtuar la ley y convertirla en apenas una forma moldeable a voluntad de los gobernantes.

Conclusión

La muerte de George Floyd encaja claramente en la violencia individual resultante de un exceso cometido por el funcionario, y así fue establecido por los tribunales que prontamente lo condenaron a casi dos décadas de prisión. La evidencia de una grabación que mostraba el momento de la acción letal del policía, la existencia de medios de comunicación independientes que permitieron su amplia difusión, la indignación que esa muerte causó en la población que protestó y la existencia de una democracia con separación de poderes y unos tribunales autónomos impidieron la impunidad. La muerte de Wilmer Yánez y de los otros cuatro jóvenes es una violencia del Estado, que fue el que ordenó tanto el operativo policial como la aplicación de las políticas que la fiscal general destituida por la Asamblea Nacional Constituyente llamó en su informe “de exterminio” (Ministerio Público, 2017). La impunidad y el silencio se mantienen en ese caso, como en los miles más de ejecuciones extrajudiciales que han ocurrido desde el año 2015, pues, aunque hay voces que denuncian y hay protestas que reclaman por justicia y castigo, no hay tribunales independientes, ni separación de poderes, ni democracia que aseguren el castigo. Y al final los culpables no serán los funcionarios que aquella noche actuaron como sicarios, sino el gobierno con sus políticas; será responsabilidad de acción y omisión del Estado, tal como lo estableció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en uno de los casos juzgados (CIDH, 2021).

A pesar de que la clasificación tipológica de la violencia policial que hemos construido es bastante amplia e inclusiva, hay casos confusos o donde se superponen las violencias. Cuando, en medio de una operación de violencia ordenada por el Estado, unos policías toman iniciativas propias y se aprovechan de la acción pública para cometer crímenes privados, se dan los dos tipos: el Estado permitió la ocasión y otros la aprovecharon privadamente. Hay casos que fueron reportados como formando parte de los operativos del Estado llamados OLP —Operaciones de Liberación del Pueblo—, que luego se supo que realmente fueron acciones de violencia corporativa, o hasta individual, de abuso para resolver problemas privados. El reconocimiento a los atos de bravura y la premiación pecuniaria establecidos en Brasil eran una política de Estado, pero su expresión fue corporativa y estimuló la violencia, pues el incentivo ofrecido les permitía a los funcionarios duplicar sus ingresos mensuales (Governo do estado do Rio de Janeiro, 1995). Hay una responsabilidad de los funcionarios que actuaron, así como del organismo policial que la avaló, pero la hay sobre todo del Estado que instauró, ordenó y legitimó la política que hizo posibles las acciones extrajudiciales de la violencia policial.

El propósito de este libro se centra en la violencia policial como una política del Estado, no como un exceso, no como un abuso, no como una acción corporativa, sino como una acción planificada y ordenada por el gobierno, que cumple con un patrón de actuación que se repite sistemáticamente y que constituye una violación flagrante de los derechos humanos de la población venezolana: son sicariatos de Estado ejecutados por homicianos.

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