Читать книгу: «Las Confesiones De Una Concubina», страница 2

Шрифт:

Buscarse

Ya se había convertido en una costumbre y, desde hacía tiempo, notaba que Pietro respondía a la granizada de miradas que cada día le lanzaba.

Como una chiquilla me protegía con excusas patéticas: si nadie te ve es como si tu no buscases sus miradas, es como si no deseases que cada mañana él te diga que eres hermosa.

Y Pietro, pacífico e impertérrito, continuaba intercambiando miradas, sin hacer nada más que esbozar una sonrisa que abría sus labios dejando vislumbrar sus dientes, lo justo.

Sin embargo tenía miedo de que alguno de nuestros compañeros de trabajo notase aquel juego de miradas, que me regalaba la placentera y desconocida sensación de ser notada y apreciada por alguien.

No deseaba nada más que esto, recibir atenciones, ser notada: lo sé, puede parecer patético pero para mí era así.

La dirección del supermercado había decidido comprar un nuevo programa de contabilidad, y después de mi aborto, cada vez más a menudo me veía aliviada de las tareas manuales, pesadas, y cada vez más a menudo ayudaba a Pietro con la contabilidad.

Pietro, que había ido a un curso para el uso del nuevo programa, fue el encargado de enseñarme las nociones básicas, de manera que yo pudiese luego ayudarle con la elaboración de complicadas operaciones de contabilidad y administración.

Al saber aquello enrojecí al momento y el corazón parecía moverse como un caballo al galope.

Pietro, mientras tanto, ya había preparado dos sillas delante del ordenador.

Mientras él había comenzado a explicarme el funcionamiento de aquel nuevo programa, yo con la mirada fija en la pantalla, intentaba no sentir el aroma que provenía de su piel y el aliento cálido que con sus palabras me llegaba hasta las mejillas rojas por la vergüenza.

Dios, te lo ruego, sálvame, susurraba mi mente, para intentar distraerme de aquel hombre que estaba a pocos centímetros de mi piel.

Dios, te lo ruego, sálvame.

Pero no era Dios el que debía librarme de aquella red que estaba allí, esperándome, lo habría podido hacer yo perfectamente, y en cambio no lo hice.

Con naturalidad su mano se deslizó sobre mi rodilla apretándola ligeramente y yo me giré lentamente hacia él.

Me parecía haber recorrido aquella rotación del rostro en fotogramas, tan largo me pareció el tiempo antes de encontrarme con su mirada.

Sus ojos revisaban el espacio alrededor del escritorio que ocupábamos, luego una sonrisa apenas esbozada me hizo comprender que no había nadie más.

Y luego ocurrió.

Ocurrió, y no sé con precisión cómo, sucedió que me encontré con sus labios apoyados en los míos, en un beso apenas sugerido.

Ocurrió, y pensé que el cielo me habría caído encima si hubiese hecho algo parecido, en cambio, no ocurrió nada.

Avergonzada volví de golpe la mirada al vídeo en el que un pequeño guion parpadeaba esperando que alguien se decidiese a decirle qué hacer.

¿Cómo había podido suceder?

¿Cómo había podido permitir que ocurriese algo parecido?

¿Cómo podría volver a casa con mi marido aquella noche?

En cuanto se acabó la lección, me fui al baño y permanecí allí un buen cuarto de hora: lo pasé casi enteramente delante del espejo, mirándome, para ver si algo había cambiado en mí, si se veía que había besado a otro hombre que no era mi marido.

Me lavé con jabón los labios, restregando con fuerza, casi como si estuviesen realmente sucios, luego me fui corriendo a coger el autobús para volver a casa.

Mientras corría también mis pensamientos galopaban.

Yo era una mujer casada y también Pietro tenía una esposa, aunque nunca hablaba de ella.

¿Qué se me había pasado por la cabeza?

* * *

Filippo todavía no había llegado.

Perfecto.

Prepararía el pollo a la cazadora que tanto le gustaba para hacerme perdonar lo que él jamás sabría y para sellar mi muda promesa de que nunca lo volvería a hacer.

¿Cómo haría para besarle?

¿Sería lo mismo o algo había cambiado aquella tarde?

Llegó cuando ya era de noche y dándome un beso desganado sobre la frente me sacó del aprieto de descubrir si habría sentido el sabor de Pietro sobre mis labios.

***

Una confesión.

La primera.

Las palabras salen gota a gota, excavando en los acontecimientos recientes, demasiado recientes para que todavía no puedan hacer daño.

Debo plasmar mi voluntad.

«Perdóname, padre porque he pecado».

Perdóname.

Te perdono.

«Deseo al hombre de otra mujer».

Perdóname, oh, padre.

El confesionario está a oscuras, desde la reja vislumbro una figura ocupada en escucharme, la cabeza inclinada.

«Hija mía, la carne es débil».

Perdóname, oh, padre.

«Mi carne no es débil, yo quiero su alma, quiero sus palabras, quiero sólo un poco de dulzura, un poco de afecto, un poco de amor».

Perdóname, oh, padre, y dime qué puedo hacer: mi existencia oscura ha encontrado esta brecha que da a cada cosa su color pero no me puede pertenecer y yo no puedo pertenecerle.

«Hija mía, lo sé, es difícil».

Perdóname, oh, padre, pero no puedo evitar tenerlo en mis pensamientos todos los segundos de todos los minutos de todos los días.

«Perdóname, oh, padre».

Las rodillas comienzan a dolerme, como si la madera sobre la que están apoyadas se hubiesen convertido en algo lleno de asperezas.

Acto de Contrición… me arrepiento y lloro.. por mis pecados… prometo que con tu santa ayuda… y huir de las oportunidades para pecar de nuevo.

No había comprendido lo que recitaba de memoria hasta ahora.

Prometo, prometo.

Prometo.

Una alforja demasiado pesada.

Y mis hombros son demasiado débiles.

A pequeños pasos

Con pequeños pasos me encaminaba hacia horizontes prohibidos aunque sólo en mi imaginación.

Todos los temores de que Filippo me descubriese se desvanecían día a día, ahogados en nuestra vida de pobres diablos, en cada una de sus miradas ausentes, en cada clic de aquel maldito mando a distancia.

Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.

Cada día que pasaba ganaba seguridad en que podría conseguir aquel poco de felicidad que me correspondía.

Pietro me acariciaba con la mirada en las largas horas de trabajo, ya estuviese entre las estanterías, ya fuese llamada a la oficina, y actuando de esta manera, inequívocamente, me daba a entender que aquel beso que nos habíamos intercambiado, pudiera tener, es más, debía tener, una continuación.

Un viernes por la tarde, estaba acabando de meter en el programa de gestión de la contabilidad, todas las facturas de los suministradores que habían llegado durante la semana. Eran muchísimas.

Todos los otros colegas se habían ido.

El director se asomó a la puerta de la oficina para despedirse de mí.

Pietro se estaba poniendo la chaqueta para irse a continuación.

«Señorita Misia, ¿está acabando de meter todas las facturas? Perfecto, así podré trabajar con ellas mañana por la mañana… Pietro, ¿quiere esperar a que Misia termine? No me gusta que se quede sola aquí dentro. Yo debo irme corriendo. Pasad una buena noche, muchachos».

Pietro asintió con la cabeza mientras se sacaba otra vez la chaqueta.

La puerta estaba cerrada.

Estábamos solos.

Ante aquel pensamiento me asaltó el pánico.

Por mucho que intentaba concentrarme en el trabajo tenía la cabeza ardiendo y las manos temblorosas.

Él se había sentado delante de mí, las piernas entrelazadas, los brazos cruzados, los ojos grandes y oscuros fijos en mí y los labios mostrando una sonrisa.

Estaba sin aliento y un peso me oprimía el pecho.

«Quieres besarme, ¿verdad?»

«...»

«¿Verdad?»

Ya estaba de pie con una mano apoyada en el escritorio y la otra ocupada en acariciarme bajo el mentón, la carne dócil y temblorosa.

Nariz con nariz, con los ojos fijos en los suyos, sentí sus labios amables, como un toque de alas de mariposa, acariciar los míos.

Era tan delicado, sin prisas, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo.

«¿También tú lo deseabas, pequeña, verdad? Lo he sentido, ¿lo sabes?»

No conseguía decir palabra.

Ahora estábamos de pie y me tenía entre los brazos, con el rostro presionando su pecho.

En silencio me acariciaba los cabellos, me besaba en la nuca, me hacía sentir en el centro del universo.

Y me daban ganas de llorar.

Estaba estrechada entre los brazos del hombre que siempre habría deseado tener.

Y no lo tenía.

Nunca podría ser mío.

A no ser una pequeñísima parte.

Pero en aquel momento no me incomodaba: lo único importante era tener a Pietro a pocos centímetros de mí.

Me ayudó a acabar de introducir las facturas y en la puerta de la oficina nos despedimos.

Con las mejillas rojas de excitación corrí feliz hacia el autobús que me esperaba bajo la farola de la explanada destinada al estacionamiento.

Como si estuviese en trance me senté en el asiento sintiendo todavía su contacto.

En las manos me había quedado su olor: la carretera corría veloz y yo cerré los ojos y lo respiré en las palmas de mis manos.

El cuaderno escarlata

Quizás una parte de mí habría querido que Filippo descubriese mi relación con Pietro.

Habría querido herir su indiferencia, reducirla a harapos, y responder con los hechos a las continuas declaraciones ofensivas, cuando decía que no valía para nada, para por lo menos ver una emoción socavar su rostro.

Pensar en lo que estaba haciendo me hacía sentir mal, reconocía que era una hipócrita pero, mirando la cosa desde mi punto de vista, no podía evitar buscar un poco de aprecio.

Con una sonrisa amarga, recordé cuando acompañaba a mi padre a las reuniones con los profesores y, después de haber escuchado los elogios que ellos decían de mí, él concluía, invariablemente, aconsejándoles que me pidiesen más. Justificaba la vergüenza y la desilusión de nunca haber tenido un reconocimiento, con la convicción de que, actuando de esa manera, me empujaban a hacer siempre lo mejor. Y, en cambio, me doy cuenta de que todo mi deseo de reconocimiento quizás deriva de la carestía que había vivido hasta ahora.

El director, que ahora ya me asignaba más obligaciones en administración, me había mandado a la papelería para comprar algo de material para la oficina.

Entre las estanterías desfilaban paquetes de clips, resmas de papel, cuadernos para apuntes, papel rayado, cuando mi atención fue capturada por un cuaderno con la cubierta rígida, de color rojo escarlata.

Lo cogí, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que haría con esto: fue imposible no comprarlo, como si aquel objeto hubiese tenido voluntad propia, como si quisiese venirse conmigo.

Estrechándolo fuerte entre las manos me vino a la mente el recuerdo de mi abuela y de los cuadernos en los que anotaba sus recetas y las frases que le llamaban la atención, y que usaba también para hacer secar las margaritas que a veces le recogía durante el recreo, en la escuela.

Volví a la oficina con dos bolsas de cosas de la papelería y mi cuaderno en el bolso.

Pietro me salió al paso en la puerta, cogió una de las bolsas y me ayudó a colocar todo lo que había comprado.

Mientras le pasaba un paquete de papeles me dijo:

«Debemos buscar un sitio para nosotros, un puesto sólo para nosotros donde podernos ver sin problemas».

«Pero Pietro, ¿estás loco? ¿Qué quieres hacer, alquilar una habitación en un hotel por horas? ¿Y, además, dónde, en esta ciudad de provincias, donde todos saben todo de todos?»

«No te preocupes, pequeña, lo importante es que tú me quieres. Podemos tomar un tren y alejarnos un poco y encontrar algún lugar cerca de la estación».

Yo no quería alejarme un poco y encontrar un lugar cerca de la estación. Temía que ese momento llegaría pronto, temía que Pietro me pidiese más. A mí podía bastarme su mirada puesta sobre mí, sus palabras, de eso tenía una desesperada necesidad.

A mí me podía bastar pero a él no.

***

Había puesto sobre el fuego las cacerolas con la comida para el día siguiente y con el estofado para la cena, cuando saqué del bolso el cuaderno y lo abrí, apoyándolo sobre la mesa de la cocina.

Sin pensarlo, sin saber a dónde me llevaría la pluma, comencé a escribir.

Si amar es una culpa

entonces soy culpable.

Atadme los pulmones

y sofocad el canto

que sale impúdico

a molestar el sueño de los justos.

Si amar es un defecto

entonces, soy imperfecta,

indigna.

Arrancadme jirones del corazón

y ponedlos sobre la fría bandeja

de lo correcto.

Si amar es inoportuno

cuando el camino se tuerce,

perdedme.

Nada hay más peligroso

que una chispa encendida

cuando alrededor se amontonan

ramas secas.

Pero si amar es inevitable

oportuno,

merecido,

si es aliento,

luz,

magnificencia del alma,

recorrido,

descubrimiento,

juventud,

rescate,

cambio,

motivo,

por todo esto, amo,

pero sobre todo porque en mí

la estrella del coraje

todavía no se ha perdido.

Me paré, apoyé la pluma en la mesa, temblando por la emoción y sorprendida por mis mismas palabras.

Era la primera vez que atrapaba las palabras con la tinta.

Era el momento de apagar los fuegos y comenzar a esperar que Filippo volviese a casa.

Mi mente vagaba libre en los sueños, imaginando que desde esa puerta entrase Pietro, con su sonrisa, con su amor fresco.

El teléfono suena y me devuelve bruscamente a la realidad.

«¿Diga?»

«Hola, pequeña, ¿puedes hablar?»

«Sí, pero ¿cómo es posible que tengas el número de teléfono de mi casa? ¿Y por qué...?»

«El número lo cogí de tu ficha, en la oficina… sólo quería decirte que te amo y te deseo con locura».

Mi mano derecha apretaba fuerte el auricular del teléfono mientras la puerta del piso se abrió dejando entrar a mi marido.

Colgué inmediatamente, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina y, continuando dando la espalda a mi marido, me puse a mover cacerolas y cucharones.

Me temblaban las manos.

Él estaba hablando por el radiotransmisor con un compañero, para nada cansado de doce horas de servicio.

«¿Está lista la cena?»

Bocados amargos, dulces migajas

Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.

Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.

Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.

Sólo estaba cansada.

Cansada en mi interior.

Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.

* * *

Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.

Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.

No había oído a Pietro acercarse.

«He encontrado un lugar».

Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.

«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».

En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.

Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.

¿Qué debía hacer?

Razona.

Razona.

Me importaba un rábano razonar en aquel momento.

Razona, haz funcionar la cabeza.

¿Qué debo hacer?

¿Desciendo?

No, no desciendo.

¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?

No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.

Desciendo.

No.

No lo sé.

Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.

Estaba oscuro.

¿Y si Pietro no había bajado?

¿Y si me había gastado una broma pesada?

En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.

Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.

Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.

Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.

«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.

Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.

Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.

Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.

Me puse rígida.

Y él lo advirtió.

«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».

Sus gestos se volvieron apremiantes.

Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.

Fue él quien capituló.

«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».

Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.

Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.

* * *

Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.

Inmóvil.

Pensando en él.

Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.

Increíble.

Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.

Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.

Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.

Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.

Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.

El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.

O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.

Este será mi secreto.

Nuestro secreto.

El pequeño gozo de todos los días.

El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.

Escribo.

Y me pierdo pensando en ti,

tiernamente serena,

inconclusa

como todas las horas

que me separan de ti.

Y me adapto, soñolienta,

en tu sueño que me sigue,

indeleble es la adhesión

que me desgarra.

Y te abrazo con recuerdos que llegan

sin descanso

para verte diez, cien, mil veces.

En cualquier sitio donde esté tu aliento.

Descubrimientos

Secretos nunca dichos

palabras acalladas

detrás de

tiernos comportamientos

sombríos pensamientos.

Largas horas

persiguiendo

momentos esquivos

de contacto superficial

ávidos

de increíbles pensamientos.

Pensamientos prohibidos.

Boca seca.

El cuaderno escarlata cada vez más a menudo se encontraba con mi pluma.

Aléjate

aléjate de mí

vete lejos de mi corazón

corazón palpitante de emociones

recuerdos indecibles.

Aléjate.

Aléjate

vete lejos de mis manos

que ya no pueden alcanzarte

acariciarte como agua templada

como brisa perfumada

al alba.

Aléjate de mí.

Lejos.

Que mis ojos

puedan sólo descubrirte

impreciso,

de manera que pueda

perseguirte,

ganar terreno,

y alcanzarte,

cerca.

Y mis encuentros con Pietro se convertían en más frecuentes.

Y todas las veces me sorprendía no sentir vergüenza por lo que estaba haciendo: había pasado del amor platónico al carnal sin ni siquiera percatarme, y con el multiplicarse de los encuentros perdía poco a poco el miedo que me había casi matado la primera vez.

Buscaba con mi mirada la de Pietro, con la esperanza de descubrir aquel ligero guiño que presagiaba un nuevo encuentro.

Me había enamorado. Irremediablemente. Sin solución.

Incluso había comprado ropa interior de encaje y , siempre, no podía esperar a mostrársela a Pietro, si bien mostrar era un eufemismo, porque en aquel sombrío sótano donde habíamos establecido la mansión de nuestros encuentros estaba casi a oscuras y hacía frío, pero yo no sentía nada de todo esto cuando me encontraba tumbada sobre los cartones que él había traído de abajo y puesto en el suelo, arrollada por el torbellino de sensaciones que me hacía sentir Pietro.

Es verdad, para mí era importante que él me prestase atención incluso al margen de nuestros tête-à-tête, pero tenía la seguridad de que para él, en cambio, era vital un contacto carnal conmigo.

Continuaba repitiéndome que jamás había sentido lo que sentía con él, que era fantástica, estupenda, hermosísima, única.

Y siempre yo salía embriagada.

Y cada vez él me quería más.

Siempre más.

«¡Quiero hacer el amor contigo, no aguanto más! Cuando estoy con mi esposa pienso en ti, creo que enloqueceré como siga así...»

Entre sus brazos todo me parecía posible pero cuando volvía a pensar en sus peticiones, cuando me encontraba a solas, no me sentía preparada, no quería que cayese también esta última barrera que había quedado entre nosotros, el último y pequeño dique contra una corriente ahora ya demasiado impetuosa.

* * *

Hacia Filippo sentía un vago sentimiento de culpa que aleteaba entre nosotros llevándome a tener arrebatos sexuales que, creo que más de una vez, lo habían sorprendido, sino anonadado. Me parecía que entregándome a él podía, en parte, acallar mis sentimientos de culpa.

Una noche, después de una relación desahogada, hecha como por obligación, se volvió hacia mí y me dijo:

«No consigues engendrar hijos, no consigues hacer que sienta un auténtico placer… por suerte, menos mal que te las apañas cocinando y limpiando la casa, en caso contrario...»

Estas eran las cosas que, cada vez más, me hacían comprender que no estaba, ni de lejos, dispuesta a renunciar a Pietro.

Con el rostro hundido en la almohada soñaba con Pietro y apretaba con fuerza los dientes para no llorar.

Filippo no estaba nunca: ausente en los momentos de alegría y en los momentos de dolor más profundo.

Ausente, no por paparruchas, es verdad, sino por trabajo.

¡Yo sirvo a la gente!

Su trabajo de guarda jurado le hacía sentirse un escalón por encima de los demás.

Para mí ya era tarde, demasiado tarde para renunciar, para desatar lazos ya apretados, para renunciar, para prescindir de Pietro.

Comencé por dolor,

por dolor en el amor,

por amor del dolor,

ahora ya no lo sé.

Escribí amor

y no me di cuenta

más que después de muchas líneas,

cuando el dolor se calmó

cansado y afligido

sobre la palma tensa del corazón.

Y amé.

Sin remordimientos ni reservas,

segura,

en la oscuridad,

de encontrar el dolor,

sólo el dolor.

Бесплатный фрагмент закончился.

399
573,60 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Дата выхода на Литрес:
26 января 2021
Объем:
160 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788835415695
Переводчик:
Правообладатель:
Tektime S.r.l.s.
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
163