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Este énfasis en la expresividad y en la creatividad es también una de las piedras de toque del auge neoliberal que he tratado anteriormente: en el marco de las industrias culturales y la economía creativa propias del capitalismo postfordista, los artistas que salen de nuestras facultades están llamados a convertirse en la masa de obreros menores en esta fábrica inmaterial de nuevo cuño, o en los magos que pertrechen de mercancías únicas a un mercado del arte globalizado a las órdenes del capital transnacional, nutriendo además las políticas urbanísticas y la competencia entre ciudades por convertirse en imanes de turismo, recursos e inversiones, mediante barrios creativos, museos, etc. Esto ayuda a entender también, por ejemplo, el interés por la promoción de campus de la creatividad en algunas universidades, esperando que sean punta de lanza para asaltar los supuestos nuevos mercados que han abierto las economías creativas.

Finalmente, no quisiera dejar de mencionar otro elemento al que no se da suficiente importancia y que es el resentimiento hacia la educación que atraviesan nuestras facultades de arte. No es solo que no existan casi asignaturas dedicadas a prácticas pedagógicas, colaborativas, comunitarias, etc., sino que se trata de un antagonismo fundacional que se manifiesta incluso en la negación de la posibilidad de la institución “facultad de arte” misma, como demuestra el hecho de que en su seno encontremos a docentes que afirmen que no es posible formar a artistas (afirmación que, de ser cierta, debería hacernos considerar la necesidad de retirarnos de tal práctica “imposible”). Que haya algunas líneas laterales u optativas relacionadas con las pedagogías o las prácticas colaborativas, de nuevo, no cuestiona la posición hegemónica de la negación de la educación, sino que solo la refuerza por cuanto son consideradas manifestaciones del “fracaso” de quienes se dedican a ellas, a manera de aviso para todos los demás. Esta negación, entre otros factores, contribuye al fuerte ensimismamiento de estas instituciones, que forman artistas para nutrir un mercado cerrado sobre sí mismo, como demuestra el hecho de que el público de exposiciones y museos de arte contemporáneo se componga principalmente de individuos pertenecientes o cercanos al mismo gremio (además de blancos, de clase media, con formación superior, etc.).

La situación se debate entre la resistencia a las presiones del mercado laboral, y la necesidad de cambiar modelos anclados en una idea anacrónica de universidad. Los estudios artísticos deben responder al momento en que vivimos y, a la vez, seguir desempeñando la función radicalmente crítica que los ha hecho valiosos y significativos. Y no nos engañemos: no es posible formar a un sujeto que sea crítico y simultáneamente adaptable a las necesidades del mercado.

Difícil dilema éste. Nadie quiere formar a futuros desempleados. Así que normalmente lo que acabamos haciendo como docentes es familiarizar a los y las estudiantes con los sistemas dominantes de producción, distribución y consumo propios del arte, pero aún más con sus críticas y disidencias, con la esperanza de que sean capaces de poner en cuestión las opciones que se encontrarán al salir de la universidad en las industrias culturales o educativas, y de situarse en un lugar en el que la contradicción les sea soportable personalmente. O bien que sean capaces de crear sus propias oportunidades y proyectos alternativos, alineándose, al fin y al cabo, con los imperativos de la emprendeduría y las economías de la creatividad. Y sabiendo, en todo caso, que siempre deberán negociar con fuerzas económicas más poderosas que ellos.

Me permito hacer aquí una pausa a manera de pie de página, pero para mí fundamental, para matizar este cuadro algo desalentador. Si bien libros de referencia como Art School. Proposals for the 21st century (2009) confirman en buena medida este diagnóstico, es verdad que se centran en el contexto estadounidense y británico (asimilables sin duda a muchos otros países europeos y del resto del mundo), donde las presiones del mercado hace tiempo que hacen sentir su influencia en los procesos de formación. Pero es importante señalar que en otros contextos existen programas que contemplan dimensiones como las políticas de la práctica artística y cultural, los procesos culturales comunitarios, las prácticas educativas, o el retorno social de la universidad. Y en relación con estas experiencias deberíamos tomar muchas lecciones de Latinoamérica.

Volviendo a mi argumento, considero que, se resuelvan o no felizmente estas cuestiones, el hecho de convivir permanentemente con ellas contribuye a crear en parte del cuerpo docente y estudiantil de las facultades de artes una actitud reflexiva que, para mí, siempre ha sido lo más interesante y potencial de estos contextos formativos. Al conocer a fondo las trampas de estos territorios, como hacen los elementos más críticos en las facultades de artes, es posible crear resistencias o desviaciones tácticas frente a la neoliberalización global. Por otro lado, las máquinas performativas institucionales siempre tienen fugas y en las facultades de artes ocurren todo tipo de cosas constantemente que abren fisuras esperanzadoras.

Ahora bien, el cambio no ocurrirá sin responsabilidad ni decisión. Se abre una encrucijada. Ante esta situación podemos colocarnos por lo menos en tres posiciones (digo tres por simplificar, pero podríamos imaginar muchos matices intermedios): 1) podemos adaptarnos voluntariamente intentando encajar todo lo posible y más en el imperativo neoliberal; 2) podemos producir una resistencia inconsciente al intentar encajar -o no hacer nada para resistirnos- pero no lograrlo; o 3) podemos resistirnos conscientemente haciendo de esta imposibilidad de encajar un arma de crítica y transformación institucional y social.

Por ejemplo, podemos tomar todas las limitaciones de los marcos teóricos y pedagógicos del ámbito de las artes que he descrito y comprender lo subversiva que es la acción de aquellos y aquellas que las cuestionan en sus propios contextos docentes y estudiantiles. Que no nos engañe el efecto óptico: aunque los modelos dominantes sean los descritos, hay una multitud de termitas institucionales socavando y a la vez construyendo alternativas, experiencias que a veces son como marcas de agua, solo perceptibles cuando sabemos mirar el sistema al trasluz. Que algunos sectores del profesorado y el alumnado de las facultades de artes tengan que llevar a cabo sus proyectos usando estrategias de ocultación, mímesis, parodia y contrabando, les dota sin duda de una panoplia de armas muy valiosa en esta batalla que debemos librar.

En el ámbito de la investigación artística, la situación es muy similar. Estos campos de conocimiento y de práctica han tenido que asimilar sus modos de producción de saber a los de las ciencias humanas o incluso naturales, y todos ellos juntos han tenido que someterse a su vez a los imperativos de la productividad económica, directa o indirecta (Hernández 2010). La investigación artística puede intentar plegarse a los modelos dominantes, adoptando teorías homologables, aplicando metodologías transparentes, produciendo datos objetivos y fiables, y publicando en forma de textos académicos en revistas indexadas. Pero esto conduce al absurdo, puesto que obliga a contradecir esencialmente las premisas y objetivos de tal investigación. Otra posibilidad que algunas están intentando llevar adelante es la de partir de la resistencia para cuestionar los parámetros de evaluación de la investigación en general. Ciertamente esta tampoco es una posición segura, puesto que no es fácil remar a contracorriente, evitando tanto el academicismo de torre de marfil como el utilitarismo neoliberal, y realizar a la vez la investigación que responsablemente creemos que debemos llevar a cabo. Pero este es, de nuevo, el lugar precario desde el que se pueden trenzar laboriosamente esas líneas de fuga que buscamos.

Para pensar qué otros saberes, sujetos y realidades serían posibles en la universidad y fuera de ella existen muchas vías y es una exploración que precisaría de volúmenes enteros que aún no se han escrito. Por el momento, compartiré algunas reflexiones acerca de apenas tres ámbitos de crítica, con las que concluiré este texto. Responden, por así decirlo, a tres escalas: una más amplia que la universidad, una relativa a la propia institución académica, y una referida a la posición de los sujetos dentro de la universidad. Aunque los dos últimos ámbitos no se abordan desde una perspectiva exclusiva de las artes, como he intentado argumentar a lo largo de mi discusión, ellas están especialmente familiarizadas con dichos debates por lo que pueden tener un papel fundamental en los mismos.

En primer lugar, haré una reflexión extra-académica general y me referiré al muy discutido papel social del arte y de la cultura. Sobre esta cuestión sugeriría que mantuviésemos una visión amplia y compleja de lo que suponen las prácticas culturales, puesto que los artistas sin duda tienen responsabilidades sociales, pero no tienen por qué ser reformadores sociales (del mismo modo que el carácter de bien público de la universidad no vendría dado por acomodar sus saberes a fines sociales instrumentales inmediatos).

Las prácticas artísticas muestran una diversidad indomesticable, y está bien que así sea. La creencia de que es necesario el compromiso de múltiples ámbitos de acción humana -entre ellos el arte y la cultura- para enfrentar un estado de cosas que consideramos preocupante es un objetivo loable, pero no debería determinar las formas de creación consideradas correctas. Porque, al hablar de transformación, ¿dónde está la fina línea que separa efecto, utilidad e instrumentalización? Es más, ¿quién es capaz de prever los efectos que puede producir el arte? De paso, también convendría dejar de hablar del arte y la cultura como una medicina que todo el mundo debería tomar para volverse más cívico y tolerante, ser más inteligente, tener mejores sentimientos o ser más productivo. La cuestión de la capacidad transformadora de la cultura es algo bastante más indirecto y complejo.

En este sentido, la cuestión no es solo si hay que hacer ópera clásica o arte comunitario, o si las obras de arte presentan perspectivas críticas o no (aunque esto también sea importante), sino que se trata de que toda propuesta cultural se interrogue reflexivamente acerca de su papel en el marco de economías y políticas más amplias; de si en todas sus fases y dimensiones se respeta a los implicados, se establecen relaciones justas con ellos y con el contexto social, si se perjudica o beneficia a alguien, si se remunera adecuadamente el trabajo, etc. Atender a estas cuestiones seguramente ya supondría una notable transformación social, motivo por el cual este tipo de reflexiones deberían formar parte fundamental no solo de las políticas culturales, sino también de la formación e investigación universitaria, donde suelen brillar por su ausencia.

En segundo lugar, mencionaré la necesidad de desafiar la división dentro-fuera de las instituciones. La universidad neoliberal ha leído esta conexión de los centros educativos con la sociedad exclusivamente en los términos del mercado, abriendo las puertas de la academia para dejarlo entrar como un vendaval. La respuesta a esto no puede ser la de volver a una universidad torre de marfil ni creer que afuera encontraremos lugares impolutos ajenos a las fuerzas dominantes. Lo que existe es un complejo y no homogéneo entramado de modalidades de institucionalidad (o de organización, si se prefiere) que interactúan y establecen relaciones de poder y regulación/desregulación variables y relativas.

Siguiendo las propuestas de la crítica institucional -especialmente de la 3ª ola que señala Brian Holmes (2007)-, deberíamos plantearnos cómo las prácticas y las instituciones artísticas pueden transversalizarse con otras prácticas e instituciones, con otras luchas, en definitiva, puesto que solo saliendo del ensimismamiento es posible operar algún cambio de la escala e importancia que nos preocupa. Desde el arte solamente no es posible. Pero también debemos tener presente que las instituciones críticas están bajo asedio y que en su lugar se impone la institución-empresa (caso de la universidad) o la institución-espectáculo (caso del museo). O, más sibilinamente, vemos cómo la crítica puede asumirse como contenido temático, pero no como cuestionamiento radical de las propias organizaciones y contenidos institucionales.

Las profesoras Lila Insúa y Selina Blasco, cuando reflexionan sobre su experiencia en el que durante un tiempo se llamó Programa de Extensión de la Facultad de Bellas Artes de la universidad complutense de Madrid, utilizan el término extitucionalización, que también puede ayudarnos a pensar de otro modo este dentro/fuera de las instituciones:

Pensamos que nuestra insistencia en lo EXT. podría enlazarse con el sentido que Serres, en los inicios del uso del término extitución, daba a la lógica centrífuga que la define frente a la lógica centrípeta de la institución. A propósito del tipo de movimiento, de acción, que se puede asociar a esta lógica, es interesante subrayar que “la extitución es una ordenación social que no necesita constituir un ‘dentro’ y un ‘afuera’, sino únicamente una superficie en la que se conectan y se desconectan multitud de agentes” [...] En la medida en que los modos de extitucionalización se plantean, precisamente, como salida o alternativa que diluye lo dual en lo comunitario, se trataría de pensar detenidamente las comunidades artísticas universitarias a las que pertenecemos y a las que nos podemos/deseamos ensamblar, eligiéndolas para reformularlas desde una complejidad mucho mayor. (2016: 312-313)

Considerar cómo otros contextos, organizaciones y procesos deben contaminar e hibridar las academias de arte, y la institución arte en general, es un elemento importante de transformación. De este modo, la responsabilidad de la formación de artistas quedaría distribuida entre un mayor número de agentes sociales, y, por consiguiente, las prácticas artísticas y los artistas mismos devendrían un elemento más en el debate general, fracturando la idea de una institución formativa y un mercado del arte cerrados sobre sí mismos. Así, podríamos preguntarnos qué ocurriría si instituciones como museos y galerías, y organizaciones como asociaciones vecinales y activistas o sindicatos pasaran a ser espacios posibles para la formación de artistas en colaboración con las facultades, estableciendo comunidades más allá de los límites institucionales y disciplinares. El inmenso potencial que yace en esta posibilidad está a la par con el enorme desafío organizativo y político que supondría realizarla, puesto que es en las estructuras y formas organizativas (más que en los temas y contenidos) donde se hace fuerte la ideología dominante.

Y en tercer y último lugar me ocuparé de la creación de espacios de desobediencia/resistencia relativos (y subrayo lo de relativos), para apuntar una idea clave: no hace falta esperar a que ocurran grandes cambios estructurales o sistémicos para empezar a remover las cosas. Las instituciones no son únicamente leviatanes que nos someten a la pasividad y la impotencia. A la vez que regulan y limitan, las instituciones también nos permiten acceder a cuotas y modos determinados y relativos de poder y de recursos. La cuestión es, entonces, preguntarse cuál es nuestra responsabilidad al respecto y qué vamos a hacer con nuestra cuota de poder y de recursos en el día a día.

En términos de De Certeau (1999), podríamos decir que, frente a las estrategias del poder hegemónico, las tácticas nos permiten movernos de maneras otras bajo su campo de visión. Podemos forzar una normativa aquí, cerrar los ojos ante un plazo allá, y, un poco más allá, cambiar los contenidos a pesar de lo que digan los programas de las asignaturas… Cada una puede imaginar sus propias situaciones concretas. Esto implica asumir riesgos en todos los casos, pero su gradación es variable y debemos considerar qué es necesario o más productivo en cada ocasión: si forzar radical y ruidosamente las estructuras con el riesgo de acabar nosotras mismas “extitucionalizadas” literalmente y sin posibilidad de seguir operando desde dentro; o bien si mantener una actitud que nos mantenga justo por debajo del radar y nos permita continuar desviando las regulaciones para beneficio de quienes no caben en las categorías definidas por los modelos dominantes. La opción elegida dependerá de los casos.

Estas acciones siempre serán insuficientes puesto que no transforman las estructuras en sí, pero quién sabe: tal vez la multitud invisible de termitas saboteadoras hace caer la torre antes de que nos demos cuenta.

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