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Читать книгу: «El testamento de don Juan», страница 2

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Unos trovadores situados al fondo interpretaban una musiquilla con varios instrumentos, no más de tres, tocando unas melodías que se me antojaban exóticas y festivas. ¿Qué era este sitio? Me santigüé varias veces y pensé que ya había visto suficiente. Pedí a Dios que cuidara de mí hasta que llegara a mi dormitorium. Sin embargo, antes de marcharme, la puerta se abrió de nuevo. No pude reaccionar. Quizás el miedo me paralizó. Una joven morena de cabellos rizados con camisón de color hueso, al abrir la portezuela, me sonrió al verme allí pasmado. Aún recuerdo aquella sonrisa blanca como destellos de mil estrellas, y el olor indescriptible que desprendía aquel lugar la hacía aún más hermosa. La joven me invitó a pasar. Dudé por unos segundos, tenía que marcharme, no podía quedarme allí y esperar a ser devorado por algún ser maléfico. Di un par de pasos para atrás mientras seguía absorto. La joven se quedó extrañada:

—¿Qué hacéis, caballero, ahí fuera en esta fría noche? —No contesté, me quedé observándola con mirada embebida—. ¿Por qué no entráis? —De nuevo no reaccioné y di otros dos pasos atrás mientras me agarraba a mi pequeño rosario—. De acuerdo —añadió la joven con el ceño fruncido—, dejaré la puerta entreabierta por si os animáis a pasar.

Si debió tratarse de algún tipo de hechizo lo desconocía en aquel momento, pero sin saber por qué avancé hasta la puerta, despacio. La imagen de aquella muchacha estaba fija en mi mirada, aunque ya no estuviera allí. Mi mano, apartándose del rosario, alcanzó el pomo de la puerta. No pude resistirme.

Nadie se fijó en mi presencia cuando crucé la puerta. Parecía como si estuvieran acostumbrados al devenir de las gentes. Observé todo cuanto pude a mi alrededor. La sala era muy amplia y estaba llena de gente. Alfombras de Oriente vestían el suelo, las paredes de color ocre amarillento estaban adornadas con sugerentes pinturas, las mesas de madera oscura llenas de copas y canapés invitaban a los asistentes a no dejar aquel lugar. Permanecí allí de pie mientras multitud de preguntas iban empapando mis pensamientos. La música comenzaba con la famosa Canzone napoletana, de origen popular, pero parecía aderezada con sonidos de flauta, tamboril y otros extraños sonidos que no pude identificar, como si tuviera notas de algún otro lugar, quizás de algún lugar del Oriente.

Observé con detenimiento a los asistentes, debía de haber en torno a quince o más personas en aquel salón. La música se detuvo y la luz se volvió más tenue. Algunas mujeres bailaban agarradas a otras, acariciándose el rostro de forma pecaminosa y, en ocasiones, vertían el contenido de sus copas sobre sus pechos. Los hombres, por su parte, alzaban sus vasos y, algunos, quizás esperando algún hijo, besaba el vientre de alguna de ellas.

De a poco empecé a sentirme mal, mareado, como si hubiera bebido algún extraño brebaje. Una camarera algo mayor, mientras los demás seguían con aquel extraño ritual, con un andar algo torpe se me acercó y, acariciándome el cabello, empezó a hablarme.

—Sois nuevo por aquí…, se nota en vuestra mirada, pero no temáis, aquí nadie va a comeros… —dijo aquella mujer, que mostraba sin tapujos sus grotescos ademanes—. Hoy estamos de celebración, muchacho. ¿Veis esos hombres? —añadió la camarera con voz susurrante mientras se acercaba a mi oído—. Son los mejores amantes de Italia y han venido hasta aquí, digamos, para reencontrarse con… Aún no ha llegado. Vos sois joven y apuesto, ¡disfrutad de la noche!

No sabía qué contestar y simplemente esbocé una leve sonrisa. Mi estado de desorientación seguía empeorando, estaba horrorizado. Volví a dirigir mi mirada al centro del salón. Los asistentes parecían realizar una especie de ritual, un pentáculo en el suelo, unos cuerpos desnudos realizaban actos carnales.

Una inexplicable y agobiante sensación me atrapó la garganta y empecé a sudar. Me arrepentía de haber entrado, ¿qué fuerza pudo seducir a un alma bien cultivada en la fe cristiana como la mía? Visiones lujuriosas llegaron hasta mis ojos y golpeaban mi mente, que luchaba por mantenerse firme. La atmósfera era cada vez más densa. Fui dando pasos atrás hacia la puerta. Agarré mi rosario, que descansaba en mi bolsillo. Mientras, la mujer me observaba con desdén y extrañeza, pero al poco desapareció entre la multitud. ¡Tenía que salir de allí o pronto me descubrirían! La puerta no estaba lejos, tenía que escapar y volver a la sacristía.

Pero antes de que pudiera agarrar el pomo de la puerta algo me sujetó la camisa. Instintivamente giré la cabeza. La joven que me había hablado en la entrada hizo que me detuviera susurrándome con voz cálida:

—¿Ya os marcháis, caballero? Quedaos aquí un poco más para acabar esta reunión festiva… —Su seductora voz no iba a engañarme, estaba decidido a marcharme—. Por favor, quedaos…

—¡Basta!, dejadme en paz, ¿no lo entendéis? —finalmente hablé y lo hice de forma brusca.

—¿Quién sois?, ¿por qué habéis venido? —En aquel momento, en aquellos pocos segundos su voz parecía contrastar con aquel infierno que estaba surgiendo a pocos pies de nosotros.

—So… soy… Te… tengo que volver, ¡dejadme! —Nunca había hablado a una mujer así. Mis años de infancia y juventud siempre fueron entre varones. Estaba pasmado ante aquella muchacha morena, delgada, de piel pálida, con cabellos negros y ondulados. Sus ojos, grandes y expresivos, buscaban dentro de mí una respuesta, una afirmación que no pude articular con mi voz. Bastaron unos segundos, quizás menos, para que naciera y brotara en mí un sentimiento, una avalancha de sensaciones imparables como cientos de truenos golpeando mi corazón. La joven, viéndome allí sin casi poder hablar, temblando, muerto de miedo, frunció el ceño y, dándome la espalda, se mezcló de nuevo con la muchedumbre. Yo permanecí quieto unos instantes, reflexionando.

Tras cerrar la puerta y dar unos pocos pasos ya en dirección calle arriba, empecé a hundirme en mis pensamientos. Intentaba olvidar, no con mucha fortuna, lo que había visto y sentido allá adentro, incluido aquel olor embriagador y aquella joven que trabó mi aliento con su mirada. Me santigüé decenas de veces.

A pesar de estar ensimismado en aquellos pensamientos, pude percibir que alguien me seguía. En un instante una gota de sudor frío que hizo detener mi camino me obligó a girar mi cuerpo. Quizás se trataba del demonio. Alguien me habló mientras su figura oscura se iba descubriendo en la penumbra.

—A una mujer hermosa se la despide con un beso en su mano mientras se la mira a los ojos. —La voz era algo rota, pero de profunda serenidad.

Sabía que no podía correr, tenía demasiado miedo, así que si era el demonio debía enfrentarme a él.

—¡Si sois el demonio, no os acerquéis, estoy armado! —dije mientras sacaba la pequeña navaja de mi bolsillo.

—¿Demonio? Sí, así me han llamado a veces.

—¡En nombre de Jesucristo, atrás!

El miedo, el terror no me iban a detener, quizás mi insensatez había subestimado las palabras del viejo párroco. Sin embargo, antes de que pudiera realizar cualquier movimiento, aquel ser oscuro que tenía a escasos metros de donde me encontraba empezó a avanzar hacia el resplandor rojizo que la posada desprendía. El ser que había allí delante no era el demonio con alas puntiagudas ni cuernos, sino un viejo caballero apoyado en un bastón. Apenas podía ver su rostro. Aquel anciano, a pesar de su avanzada edad, parecía esbelto, con cierta elegancia casi victoriana. Vestía un largo abrigo oscuro, no pude ver detalles, botas negras, unos guantes de piel y, cayendo por sus hombros, una brillante melena de pelo blanco. El hombre avanzó algo más y me puse en guardia.

—Solo alguien muy cercano a la fe cristiana se comporta de esa manera ante un lugar oscuro e «infame» como este, ¿quiénes sois? —El viejo me hablaba con voz tranquila, una voz segura de sí misma y con un tono extraño, casi de otro tiempo.

—¿Por qué he de contestaros? —respondí fríamente intentando, a duras penas, sosegar mi aliento.

—No lo hagáis, joven caballero, pero seguid mi consejo, pues será mejor que volváis a vuestra sacristía, este no es lugar para religiosos. —Aquel hombre hizo una pausa como si supiera a través de un sexto sentido que había captado toda mi atención—. Para ellos este es un lugar maldito y pestilente, como muy bien os habrán dicho. —El anciano prosiguió dando un paso al frente—. Pero ¿y esa joven de cabellos rizados? Tan joven, tan hermosa… Es obra del demonio, ¿verdad? ¿Y vos? Joven y estúpido, sin valor para mirarla a sus hermosos y profundos ojos.

Aquellas palabras punzantes y vehementes despertaron en mí una gran rabia interior, pues sabía que mi comportamiento ante aquella joven no fue muy afortunado. Así que no pude evitar cierta rabia que empezaba a brotarme de la garganta

—¡Ya basta! ¿Cómo sabéis todo eso?, ¡¿quién sois?!

El viejo sonrió e hizo una marcada pausa y una frase, como una flecha de fuego lanzada desde el infierno, inundó el aire que había entre ambos.

—Mi nombre es don Juan.

III

Los días otoñales, desde muy joven, siempre fueron mis favoritos por el sugestivo color ocre de las hojas, por el horizonte gris de la mañana, que se fundía con el mar allá a lo lejos en la bahía, por el fresco olor de los atardeceres y por qué no, por los platos de vísperas que preparaba el hermano Enzo con setas de temporada. Sin embargo, aquel otoño percibía que los días pasaban despacio, quizás demasiado despacio, como si el tiempo avanzara con densa pesadumbre.

En el ambiente se sentía cierta melancolía, o quizás yo estaba más receptivo a ella. Fue un tiempo de más lecturas, de más silencios y de rezos más largos y profundos. La exánime concurrencia de bautizos y bodas tampoco ayudaba a animar la actividad de la iglesia. Tras acabar las tareas cotidianas de limpieza de la mañana, y siempre después de la oración de Nonas, permanecía dentro de la capilla antes de volver al trabajo un poco más de tiempo que el resto. No mucho más porque a don Giuliano le incomodaba que sus bachilleres estuvieran intentando escaquearse de las tareas, pues debido al estado del protomonasterio, siempre había mucho que hacer.

Allí en la soledad, en la que el silencio ensordecía, observaba cómo la luz se filtraba por las vidrieras. Las vidrieras de la iglesia de Santa Clara recorrían los muros este y norte, eran altas y largas, con una anchura de más de tres palmos. Sus colores cobraban gran viveza al ser atravesadas por la luz del sol de la temprana tarde, provocando que las imágenes cobraran vida. Poco a poco la luz de la tarde otoñal iba apagando lentamente los colores y formas dando paso a la silenciosa noche. En aquellos instantes logré apreciar matices que en otra época habrían pasado desapercibidos. Sabía que los responsables directos fueron aquellas melodías y olores, aquella joven muchacha y el encuentro con aquel misterioso personaje llamado don Juan.

En la iglesia de Santa Clara todos teníamos nuestras responsabilidades diarias. El hermano Alessandro en el jardín llevando la poda, abonado y cuidado de las plantas, flores y árboles, así como el huerto del protomonasterio; el hermano Darío en la limpieza de la capilla y retablo y los hermanos Claudio y Umberto que, junto a mí, nos encargábamos de mantener en orden todas y cada una de las estancias del protomonasterio, incluida la parte antigua y en ruinas. Por su parte, el huraño y malhumorado don Pietro parecía vivir en la biblioteca, para que nada faltase en ella.

En otoño todo se ensuciaba más por lo que el trabajo era intenso y arduo, por lo que nuestras ganas de conversar y participar en el coro se hacían patentes.

Los lunes y miércoles y siempre tras acabar mis obligaciones, era mi turno para los estudios, pues aparte de los trabajos físicos que requerían la iglesia y el protomonasterio, debíamos cultivar nuestro intelecto y buscar la temática de nuestra tesis, el trabajo que nos posibilitaría la tan anhelada ordenación. Don Giuliano solía decir al respecto: «Cultivar vuestra mente cristiana, nutrir vuestro mundo intelectual os hará más sabios y el mundo que os rodea tendrá mayor sentido. Dios así lo quiere».

En aquellas frías tardes en la biblioteca, cuyo único punto de calor era nuestra lamparita de aceite, tenía que leer diversos libros de teología e interpretación de los Evangelios, así como tratar de memorizar muchos pasajes litúrgicos habituales en nuestra iglesia, en especial aquellos prefacios de Adviento, Dominicales, Comunes y Cuaresma.

A la biblioteca, situada en el sótano de la iglesia donde antiguamente existían mazmorras, se accedía desde el pasillo principal de la sacristía, que era grande y rectangular y desprendía un peculiar olor a papel viejo y a tinta seca. La puerta que daba al recinto bibliotecario estaba vigilada por don Pietro, un napolitano jorobado, con un marcado estrabismo en sus oscuros ojos que prohibía, con amenaza de un buen palo de madera, a aquel que osara llevarse un libro o documento sin permiso del párroco. De don Pietro se decía que en su juventud hacía las veces de comediante polichinela, que en Nápoles cada cierto tiempo acudían a las plazas más singulares de la ciudad para representar farsas y pantomimas, debido a ese aspecto jorobado y por la compañía inseparable de su garrote. Sin embargo, lo mejor de todo era que la biblioteca estaba bien nutrida de libros: multitud de enciclopedias ilustradas que tanto se escribieron el pasado siglo, libros clásicos y ensayos de infinidad de autores cristianos. Aprovechar toda aquella información bien podría ayudarme a esbozar mi tesis. Pero ¿de qué hablar?, ¿de qué trataría mi estudio? De repente, la imagen de aquellos paganos en aquel lugar se apoderó de mi mente. No podía ser, me negaba a ello. Impulsado por una curiosidad que me carcomía las entrañas empecé a buscar ensayos filosóficos, libros, comentarios o lo que fuera sobre paganismo. Sin embargo, pese a mi empeño, mi búsqueda fue baldía. Miré en cada balda, ojeé cada libro, pero nada parecía haber sobre herejía. ¡Nada de lo que veía me servía!

—Almacena todo lo de la entrada antes de que regrese el párroco. Se os ve cansado… ¿Dormís bien, hermano? Sé que ocultáis algo, Verona… —La voz que escuché a mi espalda con tono sarcástico era la del sacerdote de la parroquia, el hermano Fabrizio, e instintivamente oculté el manuscrito bajo mis ropas.

—Estoy ocupado, hermano… Estoy…

—Sí… —interrumpió el sacerdote—, estáis leyendo un libro que os llevasteis de la biblioteca sin que don Pietro os viera… Sabéis que está prohibido sacar libros de la biblioteca.

—Es para mi tesis, sabéis que voy con retraso —le dije antes de que acabara la frase, dándome la vuelta de forma casi violenta—, os suplico que no le digáis nada a don Giuliano.

Se hizo un marcado y casi infinito silencio entre los dos. Aunque las tareas de don Fabrizio en aquellos momentos era la de realizar bautizos y entierros cuando don Giuliano se encontraba enfermo o ausente por cualquier motivo, su labor distaba mucho de ser ardua y exigente. No era santo de la devoción del párroco y en numerosas ocasiones los oía discutir. Su familia era rica y tenía relación con la banca y el comercio con las indias y esas influencias se extendían a la diócesis de Nápoles. Y poco más se sabía de él.

—Hermano Paolo, siempre tan correcto en vuestras formas y tan sumiso, como Dios quiere que seáis, no comprendo cómo habéis osado incumplir esa norma. ¿Alguna otra más escondéis, hermano? —Al decir eso, sostuvimos la mirada. El sacerdote tenía los ojos pequeños pero atentos, el ceño fruncido y sus labios escuálidos se movían nerviosos. Pero yo acabé apartando mis ojos de los suyos en señal de respeto. Fabrizio se sonrió y dio media vuelta. Yo me quedé allí observando cómo desaparecía, con paso taimado, por el largo pasillo.

Recuerdo que una noche, de nuevo tras la oración de completas, cuando todos marcharon a dormir después de un duro día de trabajo y estudio, decidí permanecer en la capilla un tiempo más orando en soledad. Pensé en avisar a don Giuliano para confesarme. Pero si lo hacía, si me confesaba abiertamente, perdería mi lugar en Santa Clara, el lugar donde era feliz.

El oratorio de la capilla era acogedor. Estaba situado en la nave derecha. Allí se encontraba la misteriosa imagen inacabada. La figura era de mármol sin pintar, por su aspecto, aunque yo no era un experto en arte, no parecía ser una reliquia, quizás no tenía más de treinta o cuarenta años a juzgar por su buen estado. Su cabeza estaba ligeramente inclinada hacia la derecha, pero sus ojos miraban hacia delante. Sin embargo, había algo en aquella bella estatua que no acababa de encajar, he de decir que nunca, en mis cinco años en la parroquia de Santa Clara, había reparado en ella con la debida atención, por lo que decidí aproximarme al acabar mis oraciones. Parecía de tamaño real, quizás daba la sensación de mayor tamaño debido al manto de flores que la cubría y que a la vez disimulaba algunas cosas sorprendentes, cosas que me dejaron muy extrañado. En esta hermosa imagen en ningún momento mostraba una posición orante, ni sujetando nada, parecía simplemente un posado.

La iluminación a aquellas horas era muy escasa, pero la luz de las velas me dejaba ver que la imagen vestía un manto y sobre él, centenares de flores trenzadas. Sus ojos eran pura poesía, hermosos, grandes, perfilados y el pelo que asomaba bajo el manto que la cubría era ondulado y largo. Sus manos eran delgadas. La mano izquierda se situaba bajo el pecho y la otra, descansando sobre su muslo derecho. He de decir que era de gran belleza. Una belleza sugerente e hipnotizante, serena y a la vez grave, joven, pero fuerte y segura. Me acerqué hasta sus pies, pasé mi mano por ellos y los besé, estaban fríos, pero su tallado era tan real que emocionaba. Traté de buscar el nombre del artista o alguna referencia. Desgraciadamente, solo encontré un nombre borroso o desgastado por lo que me resultó imposible saber quién hizo la escultura. En el mármol había grabada en letras de oro una oración, que parecía haber sido añadida hacía poco tiempo: «Gloriosa, a Ti te encomiendo mis hijos. Sé que los he recibido de Dios y que a Dios les pertenecen; por tanto, te ruego me concedas la gracia de aceptar lo que su Divina Providencia disponga para ellos. Bendíceles y tómalos bajo tu protección. Amén». «¿A quién representa esta imagen?», añadí desconcertado.

Volví a sentarme para seguir contemplándola serenamente. Un ruido tras de mí me sobresaltó, como una puerta que se cerraba de golpe que hizo reverberar el aire extendiéndose por las naves de la iglesia. Se escucharon pasos y me levanté con avidez del banco de madera en el que me encontraba.

—Paolo, ¿qué hacéis despierto aún?… ¡Sabéis que los horarios son obligatorios! ¡Ya no sois un chiquillo! —Noté a don Giuliano muy enojado y nervioso, como si masticase un dardo envenenado.

—Ah, padre, es usted, me había asustado… Lo siento mucho…, he venido a orar esta noche, he visto que…

—No, Paolo, id inmediatamente a vuestra alcoba, ¡vamos!, no es hora de estar curioseando. —El anciano apenas me dejó acabar la frase—. ¡Vamos, bachiller!

No tuve más remedio que agachar la cabeza, darme la vuelta y marcharme al dormitorium. Al avanzar hacia la sacristía, percibí que el párroco no seguía mis pasos. Me di la vuelta antes de entrar en el vestíbulo y pensé que don Giuliano seguiría en la capilla. Avancé despacio y sin hacer ruido. Al intentar distinguirle en la oscuridad de la iglesia, un sudor frío me recorrió la espalda, pues observé con estupor a aquel anciano que permanecía de rodillas en el suelo mientras sollozaba serenamente junto a la imagen.

IV

El otoño pasó y llegó el invierno. Quizás fue el paso del tiempo y mi paulatina recuperación lo que provocó cierta mejoría en mí. Empecé a dormir mejor, a comer más y a implicarme con mayor ahínco en mis labores en la iglesia.

En aquellas fechas, en las que las nubes grises coronaban el cielo de Nápoles y las nieblas turbaban las calles y los muros de la iglesia con su misterioso velo vaporoso, mis pensamientos, por su parte, iban despejándose.

—Paolo, hermano, os veo mejor últimamente.

—Gracias, hermano —contesté mientras acicalaba una de las mesas de la parroquia. Era Marco, uno de los bachilleres que ayudaba en las labores de limpieza del campanario.

—Hacéis bien vuestro trabajo aquí… El párroco lo valora, hermano —replicó Marco—. ¿Sabéis, Paolo? Pronto marcharé a la Toscana, a casa de mis tíos, a cuidar de sus viñas.

Marco di Val Sole era un año menor que yo, de estatura media pero corpulento y músculos tersos por sus labores limpieza del campanario y la torre. Marco era ideal para trabajos duros, pero su apariencia ruda escondía a un joven sensible preocupado por su parroquia. Algunas veces, debido al aislamiento dentro de los muros de la iglesia, lágrimas enormes caían de sus ojos. Quizás esa sensibilidad que no se correspondía con su cuerpo le hacía sufrir. En el fondo se sentía enjaulado como un lobo extirpado de su bosque.

Marco provenía de una familia de raíces vinícolas del norte de Italia. Según decían las gentes del sur sus bisabuelos, o quizás antes, tenían muchos acres de tierras, pero que la filoxera de aquel entonces arrasó sus viñas y se arruinaron. Fueron las generaciones venideras de los di Val Sole los que lograron continuar con la tradición familiar y conseguir buen vino. Marco, que se crio entre los viñedos de sus tíos al morir sus padres de tuberculosis, pretendía seguir con la costumbre de sus ascendientes y hacer, como él decía muchas veces, «el Viñas di Val Sole, el mejor vino de Italia». He de decir a esto que Marco acabó abandonando su vida eclesiástica para dedicarse a hacer buen vino y sé de buena mano que así fue en los años venideros. El Viñas di Val Sole se colocó como un vino apreciado durante varias décadas en Italia.

Sabía que muy pronto no volvería a verle, pero sin saber por qué me alegré de escuchar sus palabras aquel día. La vida en el campo sería mejor para él. La iglesia no era su espacio. Su naturaleza no estaba entre aquellas paredes frías y oscuras. El sol curtiría su piel, sus manos y quizás aquel calor de la región sienesa evaporaría las lágrimas que de vez en cuando brotaban de su rostro.

Después del invierno vino la primavera, que fue más calurosa de lo normal. En aquellas fechas, en la parroquia de Santa Clara iban rotando las tareas. Por desgracia, otros dos bachilleres abandonaron la iglesia, por lo que vimos duplicado nuestro trabajo. Por decisión del párroco tuve que encargarme de la cocina y del jardín.

La cocina de la casa parroquial no era muy grande y en las paredes había zonas con humedades debido a la antigüedad de las tuberías. Los fogones de carbón eran grandes y se podían encender todos a la vez lo que hacía más cómodo tener varias cazuelas. Me limité a hacer lo que el anterior cocinero, el hermano Enzo, hacía en las comidas: sopas, carne rebozada y verduras con patata cocida para las cenas y, de manera excepcional en las vísperas, hacía arroz y espagueti al estilo napolitano con tomate perfumado con la albahaca de nuestro huerto. Alguna vez intenté elaborar algún plato típico como el rraù con pasta y la sfogliatella como las que se comía en las tabernas, pero su tiempo de elaboración y la cantidad de comensales hicieron que me replanteara mis aspiraciones culinarias.

Otro de los bachilleres se encargaba a diario de traerme los ingredientes que necesitaba. He de decir que no me gustaba cocinar. Me parecía un trabajo increíblemente ingrato, pues pasaba mucho tiempo elaborando los platos para en cuestión de minutos ver cómo desaparecían tras el paladar. Al menos tenía la seguridad de que iba a cambiar de tarea en los meses venideros.

Por las tardes, después de la oración de Nonas, ya cuando acababa de preparar las cenas, me ocupaba de las tareas en los jardines que rodeaban la iglesia. Estos trabajos eran algo más interesantes para mí. Al menos me permitía salir fuera de la oscuridad del protomonasterio y ver la luz del sol, observar a los transeúntes ir y venir e incluso hablar con algún anciano que mostraba interés en mis labores como jardinero. Algunos se preguntaban en voz alta, a veces indiscretamente, cómo un joven apuesto como yo desperdiciaba su vida entregándosela de esa forma a la iglesia en vez de perseguir jovenzuelas napolitanas. A las que de una forma u otra me asaltaban con preguntas de este cariz siempre les decía lo mismo: «Estaré junto a Dios hasta que él me lo permita». Algunos mostraban forzadas sonrisas y fruncían el ceño como dejando entrever su profundo desacuerdo y otros, simplemente, se encogían de hombros aceptando sin más mi respuesta.

Cuando llegaba la noche estaba exhausto. Normalmente cenaba escasamente, ya que el sueño era, en ocasiones, más fuerte que el hambre. Los rezos en la capilla fueron más breves durante aquel trimestre y prácticamente los hacía con los párpados cerrados y dando cabezadas. Algunos compañeros, mientras don Giuliano daba el officium, me codeaban para intentar mantenerme consciente. Recuerdo que aquel fue un trimestre largo y duro e incluso llegué a perder peso por el continuo ajetreo de mis labores. También participaba en las liturgias para bautizos, comuniones y bodas, que en primavera prosperaban como los mismísimos pimpollos que reventaban en flores en los jardines que yo mismo cuidaba.

Una mañana, una de las que mejor se grabaron en mi memoria, don Giuliano, tras el desayuno y antes de que me preparara para entrar en la cocina, me vociferó desde el vestíbulo:

—Paolo, hijo mío…, ¡la fuente del jardín está estropeada!

Don Giuliano era un hombre perfeccionista y por su edad exageraba la gravedad de los acontecimientos. Sea como fuere, tuve que dejar la cocina y ponerme mis ropas de faena para ver qué había sucedido. Tranquilicé al viejo párroco y salí para comprobar la fuente y cambiar la boquilla de salida del agua de la fuente del jardín principal que se había obstruido.

Era una fuente hermosa, vieja, pero muy bien tallada. En ella aparecía una cruz cristiana de mármol blanco y unos querubines en sus pies junto con varios peces jugueteando. El agua salía de entre estos objetos, pero en aquellos momentos nada salía y el agua, estancada en los vasos de la fuente, empezaba a ensuciarse de limo. Me descalcé y me arremangué lo que pude el pantalón.

Con ayuda de un palo afilado, con cuidado, fui sacando la suciedad que obstruía la salida del agua. De repente algo me sobresaltó:

—¡Eyy, hola!

En ese preciso instante, giré la cabeza para descubrir aquella voz sin rostro que me saludaba. Desgraciadamente, el chorro de agua se hizo enorme por la presión contenida y se abalanzó sobre mi cuerpo y, al retroceder, resbalé, caí al suelo, me golpeé la cabeza y perdí la conciencia.

Al despertar, me dolía la cabeza, no sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Al enfocar mis ojos, notaba algo rugoso en mi espalda. Alguien me había apoyado en un árbol del parque al sur de la iglesia. Me incorporé despacio y al palpar mi cuerpo, fui consciente de que no tenía heridas ni roturas, solo dolor de cabeza y un poco de desorientación. Respiré profundamente y empecé a recordar: estaba en la fuente y algo sucedió, alguien captó mi atención, resbalé por culpa del agua y… no recordaba nada más. No pude saber de quién se trataba, pero lo que sí recordaba es que era una voz joven y cálida. No era un hombre, ni don Giuliano, ni ningún hermano de la casa parroquial el que me llevó a reposar hasta aquel árbol… Tragué saliva. Una nota que yacía en el suelo, junto a mí, escrita con carboncillo y rubricada por alguien que ya hacía tiempo que había olvidado, alguien que de nuevo había despertado algo en mí, un fuego al parecer extinto que, sin embargo, aún dormía bajo las cenizas de mi joven memoria. La carta era de ella, la voz que escuché era de ella.

Querido joven señor:

Mientras paseaba hoy os he visto trabajando en la fuente del jardín de la iglesia. Mis más sinceras disculpas por el incidente… Solo pretendía saludaros. Soy la chica que también os saludó en la Casa Rossa. Vivís porque aún respiráis. Espero volver a veros en mejores circunstancias.

Elena

Instintivamente, dirigí mi aturdida mirada hacia todas partes. Di unas vueltas por el parque, una vez, y otra, y otra, y otra más. Vi la fuente funcionar perfectamente como si no hubiera pasado nada.

Volví a mirar la carta pensando que de esa forma podría verla entre las letras, entre las curvas de su rúbrica. Me llevé la carta al rostro para olerla; cerré los ojos y empecé a visualizarla tal y como la vi aquella noche. Sus grandes ojos, sus manos, su piel morena y cabellos castaños. Fueron unos segundos, pero se hicieron largos, muy largos.

De fondo, una voz conocida me sacó de mis pensamientos.

—¡Paolo, hijo mío! Virgen misericordiosa… ¿Dónde os habíais metido?

—Estoy bien, don Giuliano, solo fui a dar un paseo por el parque —y mientras contesté al párroco me guardé la carta en uno de los bolsillos.

El párroco, con ojos desorbitados, se acercó a mí y empezó a observarme de arriba abajo por si me ocurría algo grave. Después se percató con sonrisa complaciente que la fuente volvía a funcionar. Don Giuliano puso su huesuda mano sobre mi hombro como solía hacer muchas veces, acarició mi cara con sentimiento de orgullo y debió notar un cierto estado de agotamiento en mis ojos, por lo que me pidió que fuera a descansar a mi alcoba. Y así lo hice.

Subí despacio las escaleras de la parroquia. Al acercarme al distribuidor sentía un cierto desasosiego más mental que físico. Antes de descansar en mi alcoba entré en el aseo, me quité parte de mi vestimenta, coloqué una toalla en mi nuca y me refresqué con agua el rostro y poco a poco fui inclinándome hasta mojar toda mi cabeza. Así permanecí un buen rato, bajo el agua, con los ojos cerrados mientras trataba de aliviar el golpe que me propiné en la fuente. Empecé a orar mientras el agua me inundaba el rostro, pero las frases del Pater Noster iban mezclándose inevitablemente con recuerdos, con olores y sensaciones; con dulces voces, con dudas y deseos como si aquella agua que me empapaba hiciera rebosar y descubrir aquellos pensamientos que ya creía enterrados.

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270 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788411141901
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