promo_banner

Реклама

Читать книгу: «El hipogeo escarlata», страница 2

Шрифт:

»Por eso, Vicente, en cierto modo, las cicatrices de mi espalda fueron causadas por el mismo hombre que para mí es el responsable de la muerte de tus padres. Y ese es el motivo por el cual, durante unos meses, estuviste viviendo en casa de Margarita hasta que yo salí en libertad y me pude hacer cargo de ti. Margarita, a pesar de lo pobre que era, no dudó ni un momento en acogerte en su casa junto con sus cuatro hijos.

—Después de tantos años, aún lo recuerdo con mucho cariño, Antonio. Aunque fue uno de los momentos más duros de mi vida, nunca olvidaré ese verano en casa de nuestra vecina Margarita. Sus hijos me trataban como uno más y, siempre que lloraba y preguntaba por mis padres, intentaban distraerme y consolarme de la mejor forma que podían. Esa familia me acogió durante unos meses cuando ni siquiera tenían suficientes recursos para sobrevivir. A pesar de todo, esos meses me sentí muy querido. Su marido y ella hacían mil filigranas para poder alimentar a los cinco niños que ese verano vivíamos en su casa. Recuerdo situaciones que ahora, con el paso de los años, he acabado entendiendo a la perfección. Como, por ejemplo, por qué Margarita siempre añadía un dedo de agua a la poca leche que tenía, con la intención de que todos los niños pudiéramos desayunar aunque fuera un poco de leche aguada. En ocasiones, su marido, el señor Francisco, salía a media noche y volvía a las pocas horas con higos, almendras o algún melón. En el mejor de los casos, regresaba con un par de huevos que nos repartíamos entre todos. En una ocasión, después de haber estado todo el día ayudando a descargar un enorme barco de pesca, al señor Francisco no le pagaron, y a cambio de toda una jornada de trabajo le dieron varios kilos de gamba roja. El pobre hombre, en lugar de malvenderlas para sacar algo de dinero, al llegar a casa nos llamó a todos y nos las cocinó para que, por primera vez, supiéramos lo que era degustar unas buenas gambas a la plancha.

—Bueno, creo que es hora de irnos a dormir —me dice mi viejo amigo con los ojos llorosos mientras me da un abrazo.

—Antonio, ¿quieres que pase la noche aquí contigo? Puede que el alférez haya pensado en volver —le ofrezco antes de levantarme.

—No te preocupes, Vicente, vete a casa a descansar. No creo que ese indeseable vuelva, al menos esta noche —me dice tras acompañarme a la salida y cerrar la puerta con llave.

Tumbado en mi cama, no puedo dejar de pensar en todo lo que mi amigo me acaba de contar. Mil preguntas sin respuesta invaden mi cabeza. ¿Sufrieron mis padres antes de morir o fue una muerte rápida e indolora? Una extraña mezcla de sensaciones me ha bloqueado por completo. Incertidumbre, soledad, desamparo e impotencia al mismo tiempo hacen que no me pueda ni mover. Mi mente no deja de crear mil hipótesis sobre qué les sucedió realmente a mis padres y cómo fue su último aliento. Aunque lo lógico sería asumir la pérdida, tal y como me ha aconsejado mi amigo, hay una parte de mí que no es capaz de hacerse a la idea de que nunca más podré volver a verlos. A lo largo de los años he aprendido a gestionar ese dolor, esa pena que no desaparece ni se supera, por mucho que algunos piensen que sí. Simplemente aprendes a vivir con ella en el día a día, como una compañera de viaje. Ni la vida, ni las personas que te rodean te piden permiso para continuar. Tampoco puedes pedir tiempo muerto y que todo se detenga hasta estar recuperado. Todo avanza hacia delante como un tren de alta velocidad del que no te puedes bajar por mucho que a veces lo desees.

Capítulo 3

Paralizado, sin saber cómo empezar el día, hoy la pena me pesa más que nunca y no me deja levantarme. No dejo de mirar fijamente la última foto que nos hicimos los tres juntos antes de que mis padres desaparecieran, cuando yo aún no tenía ni uso de razón. Son más de las siete y pronto amanecerá. El despertador debe de estar a punto de sonar. Llevo horas dando vueltas en la cama y no he podido apenas pegar ojo, intentando asimilar todo lo que Antonio me contó ayer noche. Aún tengo las manos frías como el hielo y la boca amarga como la hiel.

Alguien llama a mi puerta o, mejor dicho, lo que queda de ella después de la paliza que le di ayer. Llevo toda la noche despierto y no tengo ánimos ni para ponerme en pie.

—¡Vicente! ¿Estás despierto? Venga, arriba, que tenemos que ir a la plaza —grita Antonio desde la calle.

—Dame unos minutos. Aún estoy en la cama. Hoy no me encuentro muy bien.

—No me seas remolón. Levanta, que te vendrá bien que te dé un poco el sol.

La verdad es que no me acordaba de que hoy iríamos a comprar a la plaza. Con las pocas ganas que tengo, había pensado quedarme todo el día en casa, pero, bueno, sé que Antonio lo hace con buena intención, así que haré el esfuerzo y le acompañaré. Tal vez no me venga mal tomar un poco el aire. Pasear por la plaza y hablar con gente siempre me distrae y me ayuda a desconectar la mente. Además, hace ya días que no hay nada de comer en casa y estaría bien comprar algunas cosas para tener en la despensa. Creo que ya va siendo hora de dejar de abusar de la hospitalidad de mi buen amigo. Con la excusa de que la despensa está bajo mínimos, hace semanas que tengo pensión completa en su casa. Me aseo y me preparo lo más rápido que puedo para no hacerle esperar.

—Buenos días, Vicente, veo que tú tampoco has podido dormir —me dice al comprobar la cara que llevo.

Bostezo y asiento con la cabeza, dándole la razón sin mediar palabra. Mis ojeras ya se han encargado de confirmar que no he podido pegar ojo.

La verdad es que hace muy buen día y, aunque mi alma esté hecha jirones, se agradece sentir la caricia de los cálidos rayos de sol después de tantos días de lluvia. Nada más acercarnos a la plaza, nos llegan agradables aromas que nos deleitan a través del sentido del olfato. Pan recién hecho, embutidos y quesos...

Nos dirigimos al puesto de la señora Catalina, donde solemos comprar la que, para nosotros, es la mejor sobrasada de toda la isla. Todo lo que suele vender en su puesto es tan bueno que siempre hay una enorme cola de clientes. Vengas a la hora que vengas, lo tiene a reventar de gente. Como de costumbre, pido la vez y me pongo a esperar mi turno, pero, de repente, justo cuando me toca a mí, de forma involuntaria pierdo por completo la percepción de la realidad. Inconscientemente, dejo de percibir cualquier sonido o imagen que no esté relacionado con una chica que, a pocos metros de mí, acabo de ver por primera vez. A escasos cinco metros, en el puesto de al lado, compra una cesta de las que hacen Matilde y su marido, me mira y me sonríe, y, como si se tratase de la mismísima Medusa, me deja petrificado y sin poder dejar de observarla. Nunca me había sucedido algo así. No puedo apartar la mirada, y lo peor de todo es que he tardado casi un minuto en darme cuenta de que he perdido la noción de todo lo que me rodea. Su pelo castaño y ondulado no deja de brillar cada vez que lo roza el sol, sus ojos color miel son profundos y desprenden una luz que me ha atrapado por completo. Por unos segundos, todo a nuestro alrededor ha desaparecido, como si de repente ambos estuviéramos dentro de una burbuja, solos, sin nadie más, sin sonidos, sin imágenes. Es algo totalmente incontrolable. Al verme embobado, sin mediar palabra, me vuelve a regalar otra sonrisa con la que me ha dejado más alelado aún si cabe. Me he sentido tan hechizado que todo lo demás ha pasado a ser un lienzo en blanco.

—¡Vicente, te toca! ¿Qué vas a querer? —me dice la señora Catalina, haciendo que la burbuja que nos une a esa chica y a mí explote como un globo al chocar contra el fuego.

—Creo que hay algo en el puesto de al lado que lo ha dejado encandilado —dice Antonio, haciendo un gesto con la cabeza hacia donde está la chica.

—¿Quieres comprar una cesta, Vicente? —me pregunta la señora Catalina con tono sarcástico, a la vez que suelta una carcajada—. Esa chica tan guapa es María y tiene tu edad. Es la hija del nuevo maestro de francés. Llegaron hace un par de semanas y viven en la casita de enfrente del Monte Sol, la que tiene esa gran buganvilla magenta que cubre casi toda la fachada —nos informa la señora Catalina, a quien no hay información que se le escape.

Mientras volvemos a casa, no puedo dejar de pensar en María y en su sonrisa. De repente, siento un nerviosismo en mi estómago muy parecido a cuando abrimos un nuevo hipogeo en la necrópolis. Estoy deseando volver a coincidir con ella para verla de nuevo, no sé qué hacer para que nos volvamos a encontrar. ¿Se habrá fijado en mí también? Al menos me ha sonreído.

Bueno, ahora esto ya parece otra cosa. He colocado todo lo que he comprado en la despensa y, debido a que ayer llovió a cántaros, hoy no tenemos que ir a trabajar a la necrópolis, así que para aprovechar este día tan soleado me daré un paseo por la zona del puerto y la Marina. Creo que iré al astillero para ver si ya han acabado ese enorme llaut y por fin puedo ver cómo lo botan. Por supuesto, voy a hacer uso de la valiosa información que me ha facilitado la señora Catalina y, de camino al puerto, pasaré por delante de la casa donde, según mis fuentes, vive María. A ver si tengo suerte y me la vuelvo a encontrar.

Las calles están llenas de gente; todo el mundo tiene ganas de salir tras varios días de lluvia. El buen tiempo acompaña y se percibe en la cara y en la actitud de los vecinos con tan solo mirarlos a los ojos y escuchar sus conversaciones. Disimuladamente, paso por delante de la casa de María y, en ese mismo instante, observo cómo una mujer sale por la puerta principal. Con el mismo color de pelo y la misma belleza natural, pero con algunos años más; debe tratarse de su madre. Mientras sigo caminando, oigo una canción de los Beatles procedente del interior de la casa. Creo que es I’ve Got a Feeling. De repente, alguien abre una de las persianas, haciendo que tenga que frenar en seco si no quiero darme de bruces. Conforme consigo esquivar la contraventana, advierto que ahí está ella de nuevo, recordándole a su madre que debe comprar dos carretes para la cámara de fotos. Acto seguido, me mira con esa sonrisa que me deja flojo como un muñeco de trapo, y me saluda haciendo un gesto con la mano.

—Hola. Tú estabas esta mañana en la plaza, ¿verdad? ¿Cómo te llamas? —me pregunta.

Esta vez me he puesto tan nervioso que solo he sabido decirle mi nombre y que tenía mucha prisa, sin ni siquiera dejar de caminar. Aún no he dejado de oler las flores de su casa y ya estoy arrepentido de no haber sabido darle conversación y, para colmo, en mi apresurada huida, al mirar hacia atrás, he tropezado con una jardinera y he podido oír cómo María se reía de mí al ver que casi salgo rodando. Si tenía alguna duda de si soy tonto, se lo acabo de confirmar.

Qué le vamos a hacer, creo que conquistar a las chicas no es lo mío. Voy a ver cómo hacen los barcos y así me distraigo un poco para dejar de pensar en el fatídico relato que Antonio me contó anoche.

Camino por el borde del puerto para ir viendo cómo las lisas y las salpas se apelotonan dando saltos alrededor de un trozo de pan que alguien les debe haber echado. Cuando estoy llegando a la zona donde los pescadores extienden sus redes para repararlas, oigo que una bicicleta se me acerca a toda velocidad por la espalda. Cuando está a mi altura, frena a escasos centímetros de mí, haciendo que la rueda derrape. Una voz con tono risueño me pregunta:

—Vicente, ¿a dónde vas?, ¿puedo ir contigo?

Es María. El destino me da una segunda oportunidad. Esta vez espero saber controlar los nervios y no desaprovecharla. Me cierra el paso con la bici y, sin tener escapatoria, solo he podido decir que sí a su propuesta de acompañarme. Se baja de la bici y, mientras la empuja a mi lado, le voy explicando todo lo que vamos viendo por el camino. Poco a poco, voy cogiendo confianza y me siento más cómodo, aunque sigo tan intimidado que aún no puedo mantener la mirada fija en sus ojos más de un segundo. En lugar de ir al astillero, ahora que ella se ha unido a mi paseo, decido que vayamos por la zona de la Marina, donde seguramente se sentirá más a gusto. Creo que la llevaré al faro.

De camino, ella va contándome todas las cosas que yo quería saber sin ni siquiera tener que preguntarle. Me gusta su forma de expresarse. Es muy extrovertida y no siente vergüenza de mostrarse tal y como es. Entre muchas otras cosas, me cuenta que su padre es el nuevo profesor de francés del colegio Blat y que su madre es profesora de filosofía en el mismo centro. Tal y como la señora Catalina nos ha contado hace unas horas, no han pasado ni dos semanas desde que vinieron de Valencia. Me está relatando infinidad de anécdotas. Cuanto más la conozco, más me gusta. Cuando la miro, su sonrisa me embelesa y hace que todo se detenga a nuestro alrededor. Estaría todo el día escuchado su voz y viendo cómo sus labios se mueven al hablar y al sonreír.

Poco antes de llegar al faro, un olor a pasteles recién hechos hace que, de golpe, ambos nos miremos y digamos al mismo tiempo: «¡Qué bien huele!».

—Viene de la pastelería de Juanita. ¿Has desayunado? Ven conmigo, vas a probar el mejor pastel que has probado nunca —le digo mientras la cojo de la mano.

Nada más entrar en el establecimiento, María se queda asombrada al ver la vitrina repleta de todo tipo de pasteles, cocas y panes. El olor hace que la tripa me suene como si no hubiera comido hace días. María me sonríe al oírlo mientras se toca la barriga haciéndome entender que ella también está hambrienta.

—Hola, Vicente. ¿Qué quieres que te ponga? —me pregunta la dependienta.

—Dos ensaimadas de nata, por favor.

Salimos de la pastelería y seguimos caminando hasta llegar al final del espigón, donde nos sentamos junto al faro; mientras vemos pasar los barcos, nos acabamos las ensaimadas. Charlamos largo y tendido para seguir conociéndonos el uno al otro.

Hablando y hablando se nos ha hecho tarde y decidimos volver a casa. Me despido de María y, mientras se sube a la bicicleta, me hace prometerle que un día iremos juntos a una de esas calas tan bonitas de las que le he contado maravillas.

—Vicente, ¿qué hora crees que es? Mis padres me van a matar. Está oscureciendo y ni siquiera he ido a casa a comer —me dice María, asustada antes de salir a toda velocidad.

—No tengo ni idea, hoy no llevo reloj, pero, por la poca luz que hay, ya deben de ser cerca de las seis.

—¡Nos vemos otro día!, ¡gracias por la ensaimada! —me grita a lo lejos.

Antes de irme a casa, voy a hacerle una visita a Antonio. Después del desagradable episodio de ayer, prefiero que no pase mucho tiempo solo. Nada más llegar, lo veo en el taller de alfarería, trabajando en el último encargo que le hicieron hace unos días.

—Buenas tardes, Antonio, ¿has podido adelantar mucho trabajo?

—¡Hombre!, buenas tardes, desaparecido. Me ha comentado un vecino que has estado por el puerto y que ibas muy bien acompañado —me dice con una sonrisa.

En ese mismo instante, cuando iba a contarle que la chica con la que he paseado por el puerto es la misma que hemos visto hoy en la plaza, llaman a la puerta. Abro y me encuentro con nuestro compañero Jordi, uno de los guardas de la necrópolis. Viene a informar de algo muy importante a Antonio.

Reunidos los tres, nos cuenta que hace un par de días que, debido al mal tiempo, los arqueólogos no han podido trabajar en la necrópolis. Nos dice que ayer por la tarde, al cesar las lluvias y volver los arqueólogos, se dieron cuenta de que, por culpa de la gran tromba de agua, se habían producido algunos corrimientos de tierra que han dejado al descubierto nuevos hipogeos.

—Antonio, ¿recuerdas que, al poco tiempo de estar trabajando en la necrópolis, me contaste una historia sobre una gran piedra de mármol rojo?

—Claro que lo recuerdo, ¿qué me quieres decir, Jordi?

—Ayer por la tarde, después de que los arqueólogos se marchasen, cuando me disponía a hacer mi última ronda antes de volver a casa, vi sobresalir del suelo una gran placa de piedra roja en la zona este del yacimiento. A primera vista me pareció una gran viga de madera, como las que se suelen poner en el techo de los túneles para evitar derrumbamientos, pero, cuando la enfoqué con la linterna y le pasé la mano por encima para quitarle los restos de barro, supe que era de mármol, y por eso he venido hasta aquí en cuanto he podido —nos explica Jordi.

—Por favor, Jordi, hasta que no sepamos seguro si se trata de la gran puerta de mármol rojo de la que te hablé, te pido que no cuentes nada ni al supervisor ni a los arqueólogos —le pide Antonio.

Capítulo 4

Esta mañana nos hemos despertado muy temprano; antes de ir a la necrópolis, Antonio ha pasado por casa para que desayunásemos juntos. Quiere enseñarme algo que, según él, necesitaremos para seguir adelante con el descubrimiento de la placa de mármol rojo. Con una sonrisa de oreja a oreja, viene con una vieja carpeta de cuero bajo el brazo. De ella saca varios documentos antiguos y casi descompuestos. El olor característico del papel envejecido y la pátina acumulada después de décadas revela que son de hace mucho tiempo. Son varios escritos y seis piedras rojas con diferentes formas que en principio no entiendo muy bien para qué sirven. Uno de los documentos se ve claramente que es una transcripción; y el otro, no estoy seguro, pero a simple vista parece un mapa.

—Por favor, hazme sitio en la mesa, Vicente. Voy a enseñarte algo que hace muchos años que guardo y que, hasta ayer, al recibir la visita de Jordi, pensé que nunca volvería a necesitar.

»Afortunadamente, estos documentos los escribí más de diez veces, ya que, como te comenté, al principio el resultado de la transcripción me parecía tan extraño que la hice una y otra vez hasta que al final decidí hacer caso a lo que esa piedra decía, por raro que pareciese. Por suerte, guardé la mayoría de los documentos que utilicé para descifrar ese grabado. Cuando fui en busca de esa cueva, solo me llevé una copia y, después del derrumbamiento provocado por el alférez, pensé que jamás los volvería a necesitar. Sobre todo, lo fundamental es que tenemos las llaves de piedra roja que me devolvieron cuando salí de la cárcel. Son lo más importante porque no se pueden reemplazar. Estas seis piedras estaban junto a la plancha grabada de donde transcribí el texto para encontrar la entrada de la cueva. En la litografía se referían a ellas como «llaves de piedra». Durante muchos años, he guardado copias de todos estos documentos en un escondite en el falso techo del salón de casa. Mi mayor miedo era que me los volviesen a quitar de la misma forma que hizo el alférez Moreno con los que llevaba el día que me encontró en la cueva. Estoy seguro de que, en su día, el alférez pensó que las llaves eran simples trozos de piedra sin ningún valor ni ninguna utilidad. No las relacionó con los escritos y, sin prestarles atención, las dejó con el resto de mis pertenencias para, años más tarde, entregármelas tras acabar mi condena. El alférez nunca llegó a pensar que estas piedras eran las llaves a las que se referían los escritos. Según el grabado original, sabemos que solo hay una forma de pasar al otro lado de esa gran puerta de mármol y es usando estas seis llaves de piedra. Cuando supe que todo se había derrumbado, perdí por completo la esperanza de volver a encontrar algún otro acceso, pero ahora, después de tantos años, gracias a los corrimientos de tierra que ha producido la lluvia, hemos vuelto a localizar la cueva y al fin podremos ver qué hay al otro lado.

»He solicitado que en la excavación estemos tú y yo solos, nadie excepto Jordi sabe nada de lo excepcional que es esa piedra, así que nadie sospecha que hayamos encontrado nada fuera de lo normal, y por eso no me han puesto pega alguna a lo que les he pedido. Con la excusa de que estos días puede volver a llover, usaremos una tienda de lona, ocultando así todo el socavón que haremos para poder llegar hasta nuestro objetivo. Lo haremos a la antigua usanza, con pico y pala. No necesitaremos ayuda de más operarios. Así no llamaremos la atención de los arqueólogos. Ya sabes que, si se enteran de lo que nos traemos entre manos, nos apartarán de la excavación para seguir ellos mismos con el descubrimiento.

Tras llevar varias jornadas de trabajo metidos dentro de lo que ha acabado siendo un enorme agujero, las ranuras donde han de introducirse las llaves de piedra han ido apareciendo. Después de tres días, la mayor parte de esa preciosa plancha de mármol rojo con vetas blancas y doradas está ya al descubierto, pero seguimos sin encontrar todas las ranuras para poder introducir las llaves que nos darían acceso al otro lado de la puerta de piedra. Antonio no hace más que decir que debemos seguir excavando hasta que todas estén al descubierto. En el mármol ya se pueden ver cinco de los agujeros, todos ellos con el mismo tamaño, pero con una forma distinta. Yo únicamente me limito a sacar carretillas y carretillas de tierra desde el interior del socavón para que él pueda trabajar con la mayor comodidad posible. Solo es cuestión de tiempo que aparezca la última ranura. Los arqueólogos no dejan de hacernos bromas sobre la cantidad de tierra que estamos sacando de aquí abajo. «Vais a salir por el otro lado de la isla», nos comentan a diario. «Se pensarán que van a encontrar algo nuevo», dicen algunos al vernos allí dentro tantos días.

Observando la distancia que hay entre una ranura y otra, sabemos que no falta mucho para desenterrar la última cerradura. Al cuarto día de estar sacando tierra, cuando más desmotivados estamos, en uno de esos viajes de vuelta con la carretilla vacía, entro en el agujero y por fin distingo desenterrada la última ranura. Ahí están todas: las seis cerraduras. Sin mediar palabra y, pidiéndome guardar silencio colocando su dedo índice sobre los labios, Antonio presenta cada una de las piedras en su agujero correspondiente y, en voz baja, me dice al oído:

—Esta noche vendremos cuando el resto de operarios no estén y pasaremos al otro lado de la puerta. Hasta que no sepamos exactamente qué hemos descubierto, es mejor que nadie lo sepa. Ahora nos iremos como si ya hubiéramos acabado nuestro trabajo por hoy y, al caer la noche, nos encontraremos en la parte de atrás del yacimiento para que no nos vean juntos hasta que no estemos allí. Si no hay nadie por los alrededores, saltamos la valla de la necrópolis. Por cierto, será mejor que te traigas algo de comida y agua porque no sabemos cuánto tiempo estaremos ahí dentro.

Llego a casa y me doy una ducha para quitarme todo el polvo que llevo encima. Estoy deseando entrar en la necrópolis por la noche. Ya tengo todo preparado y solo me queda esperar a que sea la hora acordada para ponerme en camino.

Pronto serán las once, así que me dirijo al yacimiento. En esta época del año no hay gente por la calle a estas horas y la ciudad parece un pueblo fantasma. Las luces en el interior de las casas confirman que la gran mayoría de los vecinos están cenando al calor de las chimeneas. Un agradable olor a madera quemada hace que mi paseo sea más placentero. Noto que estoy algo más nervioso de lo habitual. Me estoy inquietando por segundos y no sé bien por qué. Tengo una extraña sensación. Hace ya un buen rato que me siento observado y me estoy empezando a sentir incómodo. Por más que miro en todas direcciones, no veo a nadie. Por un momento, me lo tomo con humor y pienso que mi desasosiego puede deberse a la ilusión de hacer mi primera excursión nocturna. Intento tranquilizarme, pero después de caminar varias calles con esta especie de manía persecutoria, la brisa me trae un desagradable olor, algo que ya he olido antes en algún momento, demostrándome que mi paranoia no es producto de mi imaginación. Una mezcla de tabaco negro y sudor rancio de varios días me abofetea la cara, poniendo en guardia todos mis sentidos. En menos de un segundo, todos ellos se coordinan para que en mi mente solo aparezca un nombre. Automáticamente, la adrenalina invade todo mi cuerpo. En lo primero que pienso es en echar a correr para ver si mi amigo está bien, pero decido no huir sin antes descubrir la posición de quien me observa a hurtadillas. Me paro en seco, doy un giro de trescientos sesenta grados y observo minuciosamente todo lo que mi vista alcanza, intentando localizar desde dónde me está espiando tan indeseable individuo. Al mirar en la dirección del viento, cuando intento convencerme de que todo es fruto de mi imaginación, consigo localizarlo. Me observa sobre la muralla, alejado del alcance de las farolas y dejando que únicamente se vea su silueta y la luz procedente de su cigarrillo. Va ataviado con el mismo chubasquero negro que llevaba la última vez que nos encontramos. Cada vez que da una calada, la ceniza incandescente aumenta la intensidad, iluminando parte de su rostro. Con cada exhalación, una nube de humo sale de su boca y se disipa con el suave viento. En un primer momento, pienso en disimular y hacer como que no lo he visto para poder aproximarme, subir por las escaleras que hay donde su visión no alcanza y sorprenderlo, pero, como si me hubiera leído el pensamiento, al volver a mirar hacia su posición, se desvanece, dejando únicamente pinceladas de humo dispersas en el aire. Inmediatamente, me apresuro a donde he quedado con Antonio para comprobar si el alférez Moreno lo ha atacado. Al llegar, lo veo sentado en una piedra, otra vez con la mirada perdida. Como si ya supiera lo que le vengo a contar. Antes de que mediase palabra, cuando faltaban aún algunos metros para llegar a su lado, con la misma expresión de espanto que hace unos días, me dice:

—¿A ti también te ha seguido?

—Sí, Antonio, también lo he visto. ¿Tú estás bien?

—Sí, estoy bien, pero debemos ser prudentes. Si, por lo que sea, se entera de que tenemos todo lo necesario para abrir la puerta, se encargará de hacer todo lo posible por borrarnos del mapa. No podemos permitirle que, una vez más, se interponga en nuestro camino. Por hoy abortaremos la misión, nos volvemos a casa y trazaremos un nuevo plan que nos permita seguir adelante sin que nadie sospeche nada, pero sobre todo sin que el alférez Moreno pueda inmiscuirse lo más mínimo.

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué se ha dejado ver, pero sin llegar a atacarnos a ninguno de los dos? —pregunto intrigado.

—Creo que lo de hoy solo ha sido una advertencia. Una forma de demostrarnos que tiene controlados todos nuestros movimientos.

De vuelta a casa, mi amigo no deja de mirar a un lado y a otro cada vez que pasamos por algún cruce, con miedo de volver a encontrarse con el alférez. No es necesario que me diga nada; con su forma de actuar, su respiración entrecortada y su voz temblorosa, sé que está asustado. Para no transmitirme ese miedo, intenta darme conversación, normalizando la situación como si estuviéramos dando un paseo de vuelta a casa, pero lo conozco a la perfección y esos gestos delatan que está aterrorizado.

Una vez en mi salón, más tranquilos, establecemos un modus operandi para poder seguir adelante con nuestro descubrimiento. Mañana puede ser un buen día para intentarlo. Iremos a echar una mano al yacimiento de la necrópolis como normalmente hacemos, pero, cuando sea la hora del descanso y todos los compañeros se vayan a almorzar, aprovecharemos para colocar cada llave de piedra en su ranura correspondiente e intentaremos abrir la puerta para pasar al otro lado. De una vez por todas, y después de tantos años de espera, podremos ver qué es lo que esa puerta esconde. Tenemos la incertidumbre de no saber qué sucederá cuando coloquemos las llaves, por eso es mejor ser precavidos. Tal vez el mecanismo que activa la puerta no funcione después de tanto tiempo, o puede que, al activarse, haga tanto ruido que nos acaben descubriendo.

Abrir la puerta a esas horas puede ser más arriesgado a la hora de ser descubiertos por los arqueólogos, pero, por otro lado, nos proporciona cierta seguridad, ya que es bastante improbable que el alférez sea capaz de aparecer a plena luz del día. A pesar de que hubo una época en la que fue una persona muy poderosa y sin miedo a nadie, ahora que está jubilado y que, además, tiene varias deudas pendientes con la justicia, prefiere actuar bajo el anonimato y con la oscuridad de la noche como aliada.

Tras mi encuentro con el alférez, una gran duda me vuelve a asaltar. No entiendo por qué mi amigo no informa a las autoridades de todo lo que está sucediendo con este impresentable individuo para que nos deje de molestar de una vez por todas. Para mí, y hasta que no se demuestre lo contrario y según me ha contado Antonio, él es el causante de la muerte de mis padres. Por otro lado, no quiero hacerle más preguntas incómodas a mi amigo para no abrir antiguas heridas. En el fondo, quiero pensar que prefiere no denunciar por miedo. Entiendo que, después de tantos años cumpliendo condena sin razón alguna, no se acabe de fiar de los agentes de la Benemérita, aunque las cosas hayan cambiado.

Hemos quedado en que mañana a las siete de la mañana, tal y como solemos hacer cada día, iremos a la necrópolis. Me recogerá en casa para ir juntos. Dado que llevaremos más documentos y herramientas de lo habitual, iremos en su coche, un Renault 4L color amarillo que siempre ha sido nuestro fiel compañero en todas las excursiones arqueológicas que hemos hecho por toda la isla.

Capítulo 5

Hace más de veinte minutos que Antonio debería haber pasado a recogerme con el coche. Creo que iré hasta su casa para asegurarme de que no se haya quedado dormido.

Qué extraño, llamo a la puerta, pero tras insistir varias veces no me contesta y reparo en que, además, la llave no está echada. Me resulta muy extraño que después del incidente de la otra noche no cierre la puerta. Le insistí varias veces en que debía tener la puerta cerrada con llave, tanto si estaba en casa como si no. Entro hasta el almacén para asegurarme de que no está recogiendo herramientas para el trabajo de hoy, pero nada, tampoco está aquí. Después de recorrer toda la casa y seguir sin encontrarlo, decido ir a donde guarda el coche. Echaré un vistazo en la cochera donde siempre lo guarece como oro en paño para ver si ha tenido algún problema mecánico. Está a dos calles de aquí.

399
608,66 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
360 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788411141789
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают