Читать книгу: «El día que murió Kapuscinski», страница 2

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Sentada detrás de él, Bris sostenía la cámara pegada a la mejilla, el dedo en el disparador mientras su ojo rastreaba imágenes en el visor. Era una cazadora en espera de la décima de segundo que explica una historia extraordinaria, o una guerra. Así sucede en la foto del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, o en la del soldado que sujeta a un compañero muerto en Vietnam tomada por Catherine Leroy, o en las de Dorothea Lange durante la Gran Depresión. Aunque le atraía la fuerza narrativa de Capa, su descaro y el hecho de ser húngaro como sus padres, ella prefería a su compañera Gerda Taro, la impulsora del mito que murió aplastada en julio de 1937 por un carro de combate en el frente de Brunete, a las afueras de Madrid. Tenía veintisiete años, cinco más que ella, y una vida por vivir. También le gustaba Martha Gellhorn, pese a no ser fotógrafa. Fue quien puso en su sitio a Ernest Hemingway.

Observó a Mayo, una mano en el volante, la otra aferrada al cambio y con un bolígrafo entre los dedos. No se parecía al autor de Por quién doblan las campanas —«es más bajo, grueso y moreno», se dijo, «y más humano»—, pero había algo en él que lo emparentaba con el escritor. «Quizá sea un seductor profesional o un misógino. Sabe que tiene una mirada que desarma. Habrá que estar alerta, es de los peligrosos. Soy demasiado joven como para que la vida me vuelva a dañar.» Fue pensar en la palabra prohibida y empezar a desbordarse la emoción. Alzó la cámara simulando una foto, en espera de que las lágrimas emprendieran la retirada.

El convoy dejó atrás Dobrinja y a una chiquillería que agitaba las manos. Pasó delante del edificio de la televisión y de los restos calcinados de un tranvía. No había nadie en la avenida de los Francotiradores.

Amanda Bris pensó en la muerte: «Entramos en una ciudad asediada por el odio tribal convencidos de que somos indestructibles. Nos creemos portadores de un derecho de pernada. Llegamos, preguntamos, fotografiamos, filmamos y escribimos, y días después regresamos a nuestro mundo feliz como si nada hubiera pasado. Sigo conmovida por la muerte de Jimmy Dixon. Solo han transcurrido dos meses, y parece que me ha dado tiempo a vivir una vida entera sin él. La metralla de la granada que lo mató me dejó viva. Él detuvo todos los fragmentos con su cuerpo, sin dejar pasar una sola esquirla que pudiera dañarme. Al caer se giró, no por el dolor o la sorpresa de la muerte, sino para comprobar que yo estaba bien. Lo sé porque me sonrió». Nunca hablaba de él delante de los demás. La excepción era Julian Fox, delegado de Associated Press en Bosnia, que aquel día caminaba unos metros delante de ellos protegido por un chaleco antibalas de última generación, y por la suerte.

«Él sostiene que ese recuerdo no es real, que Dixon estaba muerto antes de caer desplomado al suelo. Me resulta difícil compartir las cosas que siento con quienes jamás podrán entenderlas; ni siquiera Fox, que es un buenazo. Dixon era maravilloso, un excelente fotógrafo que apenas tuvo tiempo de demostrarlo. Fue él quien me regaló esta cámara y los objetivos, quien me arrastró a mi primer Sarajevo en marzo. “Tienes que venir conmigo, se va a montar una buena”, dijo. “Si pretendes ser fotógrafa de guerra tienes que estar en ella antes de que estalle.” Recuerdo su cuerpo desnudo sobre una camilla verde y sucia en la morgue. Tenía agujeros en el pecho, en el vientre y en las piernas. Acerqué mis labios a su oído y susurré: “Gracias por salvarme la vida, Jimmy Dixon. Te querré siempre”. No sé si los muertos escuchan las palabras de los vivos. Se las decía y me las decía: “Gracias por salvarme la vida, gracias por quererme tanto, gracias por cuidarme y amarme”. Estaba junto a los cuerpos de unos jóvenes bosniacos a quienes sería exagerado llamar soldados. Había sangre en el suelo y en los pomos de las puertas. Los dos únicos forenses que quedaban en la ciudad apenas tenían tiempo de lavarse las manos entre cadáver y cadáver. Al entrar en esa sala del hospital, y verlo tan pálido e inerte, recordé la frase de Capa. Las lágrimas no podían impedirme tomar la foto. Enfoqué y disparé: clic, clic, clic. Hasta treinta y seis veces, el carrete entero. Fue Fox quien me ayudó a bajar la cámara. Tomó mis manos entre las suyas y me abrazó. Lloré sin voz como no he llorado desde la muerte de mi padre en accidente de tráfico. Yo tenía ocho años; mi madre, treinta y seis. Ante Jimmy Dixon tomé la decisión de no volver a enamorarme de un periodista de guerra, y no voy a permitir que ningún Hemingway de pacotilla venga a arruinarme la vida.»

En el aparcamiento del hotel Holiday Inn, Puta Esperanza bajó del vehículo de un brinco, besó el suelo como si fuera Karol Wojtyla y dijo algo incomprensible que parecía polaco. Al menos arrancó una carcajada al grupo.

«Necesito una habitación lejos de este tío. Quizá estoy siendo injusta anticipando lo que no ha intentado. Tal vez pertenezca a esa minoría de hombres capaces de no pensar con la polla.» Se hizo la distraída hasta que escuchó los números asignados a Mayo y Hope en el cuarto piso. Antes de que pudiera pedir su habitación, oyó gritar su nombre. Era Fox, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Le pareció percibir en el boliviano una mueca de decepción. «Vaya, otro capullo que solo piensa en tetas y culos», se dijo.

—¡Qué alegría verte otra vez en Sarajevo! ¡Me encanta que hayas vuelto! Hemos alquilado una casa detrás de la calle Džidžikovac. Estamos solo los de la agencia. Ahí trabajamos, dormimos y comemos. Te ofrezco una habitación doble y aseo compartido con Anja Konnen, nuestra productora. Te caerá bien. Seguro que os hacéis amigas. Este hotel está en manos de la mafia de Yuka. No nos fiamos del director. Solo uso el parking, y porque no tengo otro remedio. Aún no he podido sacar el Golf rojo. ¿Lo recuerdas?

Fox era guapo, inteligente e inofensivo, solo pensaba en trabajar. Encontró otras dos ventajas en la propuesta: esquivar a Mayo y ahorrarse el hotel. Y un inconveniente. Estar entre los mejores fotógrafos de una de las mejores agencias de prensa no le iba a ayudar a hacerse un nombre.

—Te contrato como local: cien dólares diarios durante diez días. Comida y cama gratis. Si me das tres fotos de las buenas, te amplío a un mes.

—Eres generoso, querido Julian. Acepto una semana, pero nada de prórrogas. Necesito volar.

Agosto de 1992 fue uno de los peores meses del cerco de Sarajevo. El bombardeo era constante desde Kovačići y Debelo Brdo, en el monte Trebević, y desde Nedarici, Lukavica y Vraca, en el sur. Los sitiadores disponían de trescientas piezas de artillería, sesenta carros de combate y diez mil hombres. Estaban furiosos por haber fracasado en su objetivo de partir Sarajevo y confinar a la población bosniaca, los «turcos», en la zona vieja. Los peores días de uno de los peores meses fueron el 25 y el 26. Cayeron más de setecientas bombas. Algunas impactaron en la Biblioteca Nacional. Las imágenes de su incendio se convirtieron en un símbolo de la barbarie. Decenas de sarajevitas se jugaron la vida en un intento desesperado por rescatar su memoria escrita.

Días después, extinguido el fuego, en medio de la desolación, la ceniza y la rabia, el celista Vedran Smailović interpretó el Adagio de Albinoni entre las ruinas de la biblioteca. Había empezado a tocar tres meses antes, como homenaje a los veintidós asesinados que aguardaban turno ante una panadería. Aquella matanza fue la primera de otras masacres: la de la cola del agua, la de la cola del tabaco, la de los niños que juegan. Mayo y Hope pasaron varias noches en el sótano del número 25 de Vase Miskina. El edificio era un Sarajevo vertical en el que vivían ocho familias: dos serbias, dos croatas, tres bosniacas y una octava que se declaraba yugoslava. Fue un buen reportaje.

Amanda Bris logró tres fotografías extraordinarias: gente a la carrera cerca de la calle Obala Kulina Bana, cuyos edificios eran de los más expuestos; mujeres cruzando un puente sobre el río Miljacka, del que solo quedaba su estructura de hierro; y niños que jugaban a ser niños en unos columpios herrumbrosos. Captó sus expresiones en el instante de una explosión cercana. La imagen estaba movida, un efecto que añadía dramatismo.

Tras cumplir lo pactado, y ganarse setecientos dólares, empezó a pensar en un trabajo que fuera más allá de una foto. Entró en el bar Ragusa, situado en un recoveco de la avenida Marsala Tita, un lugar a salvo de las explosiones, pidió una cerveza, saludó al equipo de ABC News y se acomodó en una mesa apartada. A los pocos minutos se acercó una mujer enjuta, de rostro curtido y ojos pequeños. Amanda tuvo tres certezas: es periodista, es estadounidense y se va a sentar en mi mesa.

—¿Te importa?

—En absoluto.

—Supongo que eres fotógrafa. Lo digo por la cámara.

—Trabajo para serlo.

—¿Tu primer viaje a Sarajevo?

—El tercero.

—Quizá he empezado mal. Lo vuelvo a intentar: me llamo Barbara Donadio y trabajo en The Philadelphia Inquirer. Me gustaría saber qué haces. Pareces muy joven, pero eso, en un sitio como este, es una virtud. Significa que tienes coraje.

Amanda le contó sus dos viajes, dónde había publicado, su trabajo en Associated Press, y que una de sus fotos, la de los niños del columpio, había sido portada de The New York Times. También le dijo que estaba en fase de aprendizaje. Prefirió no hablar de la muerte de Jimmy Dixon.

—No llevo ni un año como fotógrafa profesional. Mi aspiración es cambiar el mundo.

—Es un objetivo ambicioso, sin duda.

—Al menos que nadie pueda decir que no lo sabía.

—Eso se acerca más a nuestro trabajo, Amanda. Cambiar el mundo es un asunto que le corresponde a la sociedad.

A Donadio le gustaron sus ojos. «Una mujer así tiene que saber mirar», se dijo. Conocía la foto de los columpios. Estaba informada de quién era Amanda Bris. Fox se la había recomendado: «Perdió a su pareja en junio, y aquí está de vuelta. Tiene ovarios y sensibilidad. Es lo que necesitas».

—Me gustaría narrar la vida de los habitantes de una calle, su día a día dentro y fuera de sus casas. Saber cómo funcionan las tiendas que siguen abiertas, cómo son los trabajos de aquellos que los conservan, u otros nuevos relacionados con la guerra. Quiero narrar sus temores y esperanzas. Son seis manzanas, unas doscientas cuarenta personas. Saber si en ese microcosmos las parejas se casan, si follan, si nacen niños. La calle se llama Logavina. El plan es publicar una serie a doble página en siete días consecutivos. Tendrías que aportar ocho fotografías por capítulo, de las que se publicarían tres o cuatro. Es mejor enviar de más, así los jefes sienten que mandan. En el primer día seremos portada. Por esa foto pagarán el doble. Calcula unos siete mil dólares, quizá más.

—Me gusta, parece un buen plan. Necesitaría un par de días para ganarme a las personas, que me vean sin la cámara levantada, que se acostumbren a mi presencia. Alguien cercano me enseñó que es importante que perciban el respeto. Las personas que se sienten respetadas se abren más.

La serie fue un éxito, lanzó a Amanda Bris como fotógrafa de guerra. El mayor elogio llegó de James Nachtwey, su gran referente junto con Sebastião Salgado: «Bris tiene alma, reconocería sus fotos entre una pila de imágenes». La tarde anterior de su regreso a Londres, Amanda vio a Roberto Mayo en el Ragusa, donde desgranaba batallitas ante un público embelesado. Al verla, enmudeció. Tras darle dos besos y apretarla contra su pecho dijo:

—Me tenías preocupado. ¿Dónde te has metido?

—He estado trabajando. Supongo que como vosotros.

Salieron de la ciudad por carretera en un blindado de la BBC, desandando el camino de ida: Ilidža, Kiseljak, Konjic, Jablanica, Mostar, Split. Cenaron en Boban, el restaurante de un amigo de Tobias que se declaraba austrohúngaro. Servían un pescado tan fresco que el cliente elegía la pieza viva antes de que la cocinaran. A Bris le pareció un detalle de mal gusto. Durmieron en habitaciones separadas en el hotel Split. Antes del amanecer estaban en la carretera. Había que devolver el coche en Trieste.

Amanda iba sola en el asiento trasero. Se situó a la izquierda para ver las islas y el mar. Bajó unos centímetros el cristal; necesitaba oler y sentir la brisa. Mayo puso música. Parecía árabe, un desafío en la zona croata y católica por la que transitaban. Hope parecía dirigir una orquesta. Nadie habló en casi siete horas de viaje, más allá de las palabras urgentes, «necesito mear», «¿comemos algo?» o «quiero un puto café».

4. Beirut, 1983-1985

La explosión fue tan fuerte que durante unos segundos no supo si estaba vivo o muerto, si la nube de yeso y polvo que lo envolvía era parte del paraíso o del infierno. Puta Esperanza tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si se le hubiera congelado el grito de Munch. Vio a Mayo en el suelo, tapado por las tablas de una estantería. A la derecha distinguió un cuerpo doblado contra la pared. A la izquierda le pareció reconocer a dos de los más reputados periodistas británicos que pisaban Beirut en aquellos años. Se sentía aturdido, incapaz de recordar sus nombres. Una mujer movía los brazos detrás de la nevera reventada por la metralla; a sus pies crecía un charco de leche y agua. «Estamos muertos —pensó—. ¡Mierda! Si aún no he cumplido treinta años». Se miró las manos e intentó acercárselas a la cara. Buscó sus piernas, trató de moverlas. Había perdido el control de sí mismo, nada le obedecía. Sacó la punta de la lengua y recorrió sus labios en busca de algo salado, fuera sangre o sudor. Miró a través del agujero de la pared, donde antes había una ventana, cristales, cortinas y un retrato de Ernesto Che Guevara. Ni siquiera era capaz de escuchar el ruido de la guerra. Sintió la brisa del Mediterráneo, o tal vez se la imaginó. Siempre le había gustado el mar, una querencia infantil. Lo conectaba a Saint-Malo y a la abuela materna. Empezó a fluir la película de su vida. Le pareció confusa, sin lógica narrativa. «¡Pero qué basura es esta! —se dijo enfadado—. ¿Cómo es posible que lo sucedido en 1982 me llegue antes que mi infancia?». Vio las expresiones de los asesinados en Sabra y Chatila antes que las de los muertos de Vietnam. Le desconcertó la falta de cronología. «¡Qué idiota! No vendí una puta foto. Fue un viaje ruinoso», se dijo. «Quería ir a una guerra, saber qué se sentía. Buscaba respuestas, descubrir si iba a ser mejor persona que el cabrón de mi padre. Ese ha sido mi camino: huir de la posibilidad de ser como él. No he sabido regresar a tiempo para ser yo mismo y alcanzar la paz. Soy un yonqui de la desgracia ajena, un puto mirón. Y ahora estoy aquí, sentado en el suelo de una oficina de prensa, en el séptimo piso de un edificio de Beirut, hablando solo sobre una película de mi vida que se mueve a saltos y en la que no entiendo un puto carajo. Quizá esto sea el resumen de mi existencia, y todo haya sido así de incoherente y superficial. ¡Pobre madre! No le agradecí lo suficiente lo que hizo por mí durante su vida. Ahora que no sé si estoy vivo o muerto no me apetece pensar en el hijo de puta que nos pegaba al llegar borracho a casa. Así fue siempre, sin que importara la edad. Hice bien en enfrentarle a los diecisiete, harto de humillaciones. Lo recuerdo bien. Fue en el vestíbulo. No hubo saludos ni amenazas. Lo miré a los ojos como si fuera un duelo. En los suyos brillaba el odio. Tenía los brazos caídos, sueltos, como si estuvieran preparados para lanzarse sobre las cartucheras y desenvainar las pistolas. Al percibir el movimiento de un músculo en su cara me adelanté a su golpe. Fue un directo de derecha en la nariz. Antes de que pudiera reaccionar le crucé un croché de izquierda a la sien, y otro más con la derecha en la boca. Siempre me gustó el boxeo. Era mi forma de sentirme capaz. Disfrutaba del descaro de Mohamed Ali, imitaba su dribling. Al caer se golpeó en el baúl en el que guardábamos las botas y los zapatos. Un líquido tan oscuro como su alma empezó a brotar detrás de sus orejas. Intentó incorporarse. Parecía un sonado, emitió un gemido y se desplomó. Mi madre me abrazó. Así permanecimos hasta que estuvimos seguros de que seguía vivo. Llamó a la policía primero y a una ambulancia después. Les dijimos la verdad callada durante tantos años. Pero ¿qué hago pensando en estas cosas? ¿Será que ya estoy en el puto Juicio Final? Me declararon inocente en el juicio terrenal que siguió. El juez dictaminó que había actuado en defensa propia. A él le impusieron una orden de alejamiento de ocho años, pero no fue a la cárcel. Me pareció una puta burla. Al salir del tribunal le dije: “Te cortaré los putos huevos si te acercas a mi madre”. No sé de dónde saqué la idea, supongo que de alguna película. Días antes de cumplir la mayoría de edad viajé a Vietnam. Necesitaba probarme. Mi madre me animó. “Ve, hijo, yo estaré bien, tengo familia en París.” Me cambié el apellido en Saigón. Sentía repugnancia de ser hijo de un maltratador. Fue una ruptura categórica. Tenía que desinfectarme de su genética. Elegí Hope, como si fuera un lema y un objetivo. Mi madre murió tres días después de mi regreso. Parecía que me estaba esperando para despedirse. Después de mi partida, ella tuvo dolores en el abdomen. Pensó que era debido a las emociones de los últimos meses. Los médicos le diagnosticaron un cáncer de estómago y metástasis en el hígado y en el páncreas. Le dieron tres meses de vida. No quiso estropearme el viaje. El nombre de la enfermedad podía ser cáncer, pero lo que la alimentaba eran el dolor y las humillaciones. Me acerqué a los bares que él frecuentaba. “Mi madre ha muerto. Decidle al hijo de puta de mi padre que la orden de alejamiento sigue vigente. No quiero verlo en el cementerio.” No apareció. Ni siquiera sé si vive.»

A Tobias le invadió una tristeza profunda. Nunca creyó en los cuentos de la religión, pero ahora que estaba a punto de partir, si es que no lo había hecho ya, sintió pánico de acabar junto a su padre. «¿Me condenarán por esto al puto fuego eterno? ¡Es injusto! He sido un monógamo consecutivo, no fumo, no tomo drogas, apenas bebo, y si lo hago es por culpa de Mayo», pensó como proyecto de defensa celestial. Dejó escapar una carcajada seguida de toses que le parecieron parte del sueño. Vio acercarse una botella de agua, y detrás de ella, los dedos, las manos, los brazos y el cuerpo de Delphine Thitges, productora de la agencia France-Presse.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

Le miró los pechos. Si estaba muerto, nadie le reprocharía robar aquella imagen para el final de su vida. Si estaba vivo, podría aducir que había sido consecuencia de la conmoción. Delphine le acarició el pelo. Estaba lleno de virutas de escayola y polvo, y más despeinado que nunca.

—Debes de estar bien, porque llevas un buen rato hablando de tus padres y del viaje a Vietnam.

Tobias se fijó en unas figuras desenfocadas que merodeaban por la habitación. Unas iban enfundadas en chalecos blancos, otras eran milicianos armados. Vio a varios periodistas conocidos. Apenas quedaban restos en suspensión. El mar seguía en su sitio, exudando aromas de la infancia. Le dolían los oídos y la cabeza. Esta vez consiguió mover las manos y llevárselas a los ojos. Las giró sobre las muñecas e inspeccionó la palma y el dorsal, contó los dedos. Después las depositó en el suelo y volvió a mirar el pecho de Delphine. Alzó la vista en busca de unos ojos verdes que sonreían. Respondió arrugando los párpados. Ella tomó una de sus manos y se la llevó al busto. Sus dedos parecían ordeñar.

—Veo que estás bastante vivo, Puta Esperanza. Bienvenido de nuevo a Beirut.

—¿Mayo? —preguntó él.

—Está bien. Todos estáis bien. Os van a llevar al hospital para averiguar cuántas vidas os quedan.

—¿Qué día es hoy?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Es la fecha de mi segundo nacimiento.

—1 de marzo de 1985. Ahora eres piscis.

—¿Crees en esas cosas, Delphine?

—Tanto como tú en los segundos nacimientos.

Tobias se incorporó auxiliado por un voluntario de la Media Luna Roja. Le temblaban las piernas. Delphine le pasó un brazo por la cintura. Vio a su amigo hacer el signo de la victoria recostado en una camilla. Le habían colocado un vendaje que duplicaba el tamaño de su cráneo. Tuvo ganas de reírse, pero le dolían las costuras. Al llegar al hospital Fouad Khoury los introdujeron en dos salas diferentes. A Tobias le dieron el alta a media tarde; a Mayo le obligaron a pasar tres días en observación. En la puerta esperaban los fieles Hazim y Ali, sus ojos y oídos en Beirut, que hacían de intérprete y conductor. La explosión no había dañado órganos ni huesos. Tenía una contusión en la pierna derecha y varios moratones en la espalda. Le recomendaron reposo.

En la recepción del hotel Cavalier lo recibieron como a un héroe que retorna herido del campo de batalla. Sin consultar a Delphine, pidió que le cambiaran a una suite durante dos noches para que su enfermera pudiera estar cerca en el periodo de observación. El conserje asintió:

—Hacen bien en no correr riesgos. Las primeras cuarenta y ocho horas son decisivas, señor Hope.

En la habitación intentó besarla y quitarle la camisa, pero se atrancó en los botones. Ella le dejó hacer, convencida de que no llegaría lejos. Después le ayudó a desnudarse. Giró a su alrededor, «buen culo en un fotógrafo tan esquelético y buenos moratones en el hombro». Fue un acto sexual fugaz: él se corrió en cuanto Delphine colocó el miembro entre sus pechos. Tobias cayó como un fardo en la cama. Ella lo tapó y apagó la luz. Después se dio un baño. Pese a tener los ojos verdes más hermosos del mundo, en palabras recién pronunciadas por Tobias, no tenía éxito entre los hombres. Le fallaba la nariz, demasiado grande para su gusto, la confianza y un carácter retraído que parecía hosco. Vestía ropa ancha. Sentirse no deseada le daba seguridad.

«Le gusto, es evidente desde hace tiempo», se dijo acariciándose el sexo escudada en la necesidad de la limpieza. «Ha estado bien que se corriera. Evita dar explicaciones de mis problemas. Se lo debo a los tres hijos de puta que me violaron a los dieciséis años. Se turnaban y reían. Uno me metió la polla en la boca y empezó a moverse. Yo estaba aterrorizada. Conocía a dos porque habíamos ido juntos al colegio. Me dejaron tirada en el campo. Tenía sangre en las piernas. Antes de largarse me advirtieron: “Si nos denuncias, te mataremos”. Aquel acto repugnante me dejó mutilada. Acabo de cumplir veintitrés años y he tenido tres novios. Les daba largas, les decía que quería llegar virgen al matrimonio y esas cosas de los pueblos. Solo cedí ante el último, ya en París, que no dejaba de suplicar. En cuanto me penetró lo eché de mi vida. Beirut me ha ayudado a relativizar. Pienso en las historias de Sabra y Chatila que he oído contar a Tobias Hope en la oficina, de cómo los falangistas se divertían con los palestinos, de cómo obligaron a una abuela a arrojarse desde un balcón si quería salvar a su nieto de siete años. La mujer se tiró, y antes de rematarla en el suelo le dispararon al nieto en la cabeza. De cómo metían las bocachas de sus fusiles en las vaginas de las más jóvenes. ¿Dónde sitúo mi desgracia en medio de esta barbarie? Hice bien en dejar el pueblo e instalarme en la capital. Fue otra manera de contextualizar. Mi mente ordenó olvido, pero mi cuerpo se resiste a perdonar. Tobias Hope no es guapo, tampoco feo, y es tímido y dulce pese a esa máscara de tipo duro que lo protege. Parece escapado de un cuadro de El Greco. Al menos sé que le gusto. Y me gusta. Me ronda en silencio en sus visitas a la oficina. La explosión le ha ayudado a romper el hielo.»

—Buenos días, señor dormilón —dijo Delphine tras besarlo en la frente—. Aquí tiene su majestad el desayuno.

Él se incorporó entre quejidos:

—Tengo excusa, acabo de sobrevivir a un ataque. Creo que he pasado la noche boxeando con George Foreman. Estoy peor que ayer.

—Son las agujetas. Se te pasarán en unos días.

—No sé si lo he soñado, pero creo que anoche hice el ridículo. No dio tiempo a nada.

—Lo soñaste, Puta Esperanza.

—Parecía tan real... Soñé que me corría en tus tetas.

—Tetas, Foreman... No está mal para tu primera noche de tu segundo nacimiento.

Beirut fue la primera guerra de Roberto Mayo tras vivir la caída del sha en Teherán y el inicio de la guerra del Chat el Arab entre Irán e Irak. Su idilio no empezó bien. Llegó dos días después del atentado contra la embajada de Estados Unidos ocurrido en abril de 1983. Murieron sesenta y tres personas. Lo reivindicó la Yihad Islamiya, germen de lo que sería Hezbolá. Tobias Hope le confesó que él también acababa de aterrizar. Su primer vínculo fue la sinceridad. Se hicieron amigos. Era fotógrafo, divertido y tenía contactos. Había pasado cuatro meses en Líbano en el verano de 1982 y entrado el primero en los campamentos palestinos masacrados. De madre judía, se sentía desconectado del Israel posterior a 1967, y conmovido hasta los tuétanos por un Holocausto que le robó a un abuelo y dos tíos, sentimientos que consideraba compatibles. A Mayo le gustaron sus dotes de imitador. Podía expresarse en un árabe apócrifo, deformar el francés y el inglés en diversos acentos, reales o de dibujos animados, y reproducir el habla de personajes famosos. Tenía talento.

Al intensificarse los secuestros de franceses, británicos y estadounidenses, Tobias Hope decidió cambiar su identidad por segunda vez. Ser francés y tener origen judío podía costarle la vida. Un falsificador de Beirut Este, de quien fue amigo toda la vida, le fabricó tarjetas, pases de prensa, credenciales de todos los bandos y un pasaporte que podría haber pasado por auténtico en el resto del mundo si no hubiese sido por la nacionalidad elegida. Su nuevo nombre era Puta Esperanza, escrito en castellano. Fue la elección más lógica, debido a su manera de hablar. Sentado en el taller de El Falsificador, en el barrio de Tarik al Jadid, cerca de la Línea Verde, descartó ciudadanías estimulado por su vis cómica. «¿Ruso? ¡Jamás! Demasiado vodka, y además odio al puto Stalin.» Al final se decantó por la ficción: ser ciudadano de Blefuscu, enemigo de Lilliput, que en la obra de Jonathan Swift correspondía a Francia enfrentada a Inglaterra. El motivo de la antipatía entre Blefuscu y Lilliput ayudaba a cruzar controles. A los milicianos, ya fueran chiíes o suníes, libaneses, sirios, iraníes, iraquíes o libios, les parecía razonable el motor de la pelea entre ambos estados, pero nunca consiguieron averiguar si favorecían el cascado del huevo por los polos o por el ecuador. En los países arruinados por dictaduras y guerras, la indefinición salva vidas.

El atentado contra la embajada de Estados Unidos había puesto a Líbano en el mapa informativo. Charles Langer, jefe de la oficina de Associated Press en Beirut Este, contrató a Hope como fotógrafo y a Mayo como ayudante local. No pagaba mucho, pero les permitió quedarse seis meses. Firmaron buenos trabajos sobre la retirada en julio de los israelíes, a quienes acompañaron hasta el río Awali, al norte de Sidón. El 21 de octubre decidieron pasar el fin de semana en Damasco. Necesitaban desconectar. El domingo se produjo el doble ataque suicida contra las tropas de Estados Unidos y Francia. Murieron 241 estadounidenses y 58 paracaidistas franceses, la mayor matanza de marines en un solo día desde la Segunda Guerra Mundial. Regresaron esa misma mañana a Beirut. Nadie se había dado cuenta de su ausencia, ni siquiera Langer:

—¿Venís de la calle? —preguntó al verlos.

—Sí, claro, pero tenemos que volver a salir. Hope se ha quedado sin película —respondió Mayo.

—Bien. Tú quédate y escribe una nota. Tú, coge todos los carretes que puedas. Quiero las mejores fotos.

Mayo dudó si debía confesar la verdad y jugarse el trabajo o darle al jefe lo que pedía. Tobias le musitó al oído:

—A la mierda los principios, tío. Esto es un puto agujero moral. Considéralo una excepción.

Escribió una crónica garciamarqueziana, rica en descripciones y datos. Tuvo suerte de que los aparatos de televisión que había en la oficina estuvieran emitiendo imágenes de lo ocurrido. Un par de cables que pudo leer a hurtadillas, los controles militares que vieron al regresar por la carretera y las conversaciones de Langer con la sede de Nueva York le permitieron armar un texto de dos mil quinientas palabras que recibió numerosos elogios. Las siguientes crónicas, ya en la calle, resultaron estremecedoras. Se publicaron en cientos de periódicos suscritos al servicio de la agencia. Gracias a ese trabajo, empezó a colaborar en el 60 Minutes de Don Hewitt. Meses después recibió una llamada de Jon Barnard interesándose por su situación.

—Me ha dicho Sal Lefrak, un viejo amigo, que estás lo suficientemente cuerdo como para confiar en ti, y lo suficientemente loco como para esperar un material de primera. Me gusta lo que haces en CBS. Hewitt me da permiso. Te compartiremos, al menos durante un tiempo. Puedo ofrecerte cien dólares diarios, el pago de un alquiler razonable y algunos gastos que no incluyan bebidas alcohólicas. A cambio quiero tres crónicas cojonudas a la semana y un gran reportaje cada dos meses. Si estás de acuerdo, firmaremos un contrato que te haré llegar.

Cuando colgó, Mayo lanzó un aullido, las piernas flexionadas y los brazos en alto como si acabara de marcar el gol de la victoria en la final de un Mundial.

—De puta madre, tío —dijo Tobias tras escuchar la noticia—. Necesitarás un fotógrafo.

—¿Se te ocurre alguien?

—Hay uno por aquí a quien todos llaman Puta Esperanza. Además, habla cualquier idioma. Es un chollo, te ahorrarías el traductor.

—Pero si no hablas árabe, solo te lo inventas.

—Por cierto, ¿quién es ese Sal Lefrak? Le debes el trabajo.

Mayo se quedó mirando el whisky que se acababa de servir, maldijo la tacañería de los minibares y respondió:

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9788412123791
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