Читать книгу: «La música de la soledad», страница 4

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—¿Y qué dicen las autoridades?

—Las autoridades, en su mayoría, bailan al ritmo del dinero —dijo Becerra mientras observaba hacia el camino—. Pero ya hablaremos más extensamente de eso, amigo. Ahora estamos entrando al pueblo.

Miré por la ventanilla y observé una plazoleta con flores que tenía en el medio una gran mole de concreto, en cuyo centro se leía: ¡Bienvenido a Cuenca! Después, el bus se internó por una calle asfaltada que desembocó en lo que debía ser la plaza principal del pueblo. Las calles lucían limpias y las casas que rodeaban a la plaza estaban pintadas de colores llamativos y relucientes.

—No parece un pueblo con problemas ni en vías de extinción —dije.

—Parques, plazas, calles asfaltadas, casas recién pintadas. No se deje engañar por las apariencias. Eso se hace con dinero, y la minera lo tiene a raudales y se da el lujo de suplementar el presupuesto municipal, apoyar a los vecinos en la mantención de sus casas y hacer otras inversiones que le ayudan a ganar el aprecio de la gente.

—Hay mucho paño que cortar.

—¡Muchísimo! —exclamó Becerra y comenzó a caminar hacia la salida del bus.

Una vez en la vereda, dejó su bolso en el suelo y miró detenidamente a su alrededor.

—¿Qué le preocupa? —le pregunté.

—Usted es un extraño y llamará la atención en el pueblo. Apenas se ponga a hacer preguntas sabrán que usted no está en el pueblo por casualidad.

—¿Qué propone?

—Que se presente como un amigo y se aloje en mi casa.

—Gracias, pero prefiero una pensión. A mi edad tengo mis mañas y además, apenas me ponga a hacer preguntas sabrán que no ando de turista por la zona. Además, no estoy de acuerdo con lo que dice. Cuanto más se demoren en asociarme con usted, mejor será para mi trabajo.

—La decisión es suya, Heredia —dijo Becerra—. Camine dos cuadras por esta misma calle y encontrará la pensión Adelita. Diego, su dueño, es primo mío y seguro que le hace un precio especial. Al mediodía lo paso a buscar para ir a mi casa. Mi mujer es muy buena cocinera.

—Deme las señas de su casa y ahórrese el viaje.

7

Más intrigas de las esperadas, me dije mientras caminaba en dirección a la pensión. Había demasiada paz en las calles y muchas vecinas curiosas, pensé al darme cuenta que a mi paso se descorrieron las cortinas de varias casas.

La pensión indicada por Becerra estaba en una casa azul, de dos pisos, ubicada junto a un bar de aspecto dudoso y una carnicería que lucía en su frontis el dibujo de una enorme cabeza de cerdo. Al frente, junto a un taller mecánico, una casa sin terminar mostraba su esqueleto de madera reseco por el sol.

Diego Quinet, según me enteré más tarde, era hijo de un francés que fue a dar con sus huesos a Cuenca, donde después de intentar varios negocios, terminó inaugurando la pensión que años más tarde su hijo logró mejorar de categoría, ampliando sus piezas y ofreciendo nuevos servicios.

Quinet era alto, delgado y lucía una cabellera larga y canosa. Al principio me pareció un tipo simpático, pero algo en su mirada me advirtió que podía pasar rápidamente de la amabilidad a la ira. Me escuchó con atención, asintió con la cabeza cuando mencioné que conocía a su primo, dijo que las cuentas las haríamos al final de mi estancia y me pasó una llave unida a un rústico llavero de madera. Luego me indicó un pasillo por el que anduve un buen trecho hasta encontrar la puerta de mi habitación. Una vez en su interior me tendí en la cama y traté de recapitular lo sucedido desde el inicio del viaje.

Una repentina sensación de orfandad me hizo pensar en lo que sucedería si no regresaba a mi departamento en Santiago. ¿Qué haría Simenon? ¿Saldría a la calle o esperaría inútilmente junto a mi escritorio? ¿Y mis libros? ¿Y mis discos? ¿Se convertirían en un depósito de polvo, hasta que al segundo o tercer mes la dueña del departamento abriera finalmente la puerta?

Tomé una ducha helada y conseguí espantar el cansancio. Después fui a la recepción con la intención de pasear por el pueblo antes de concurrir a la cita con Becerra.

Quinet estaba sacando cuentas, pero dejó de lado su trabajo apenas me vio aparecer. Intuí que me esperaba.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo en el pueblo? —preguntó.

—No más de una semana. Lo justo y necesario para finiquitar el negocio que me interesa.

—¿Negocio? ¿A qué negocios se dedica usted?

—Eso es un asunto privado, amigo.

—¿Desde cuándo conoce a mi primo? ¿Usted no formará parte de los agitadores con los que se reúne?

—¿Qué agitadores? —pregunté, mientras pensaba que me había precipitado al creer la historia de Becerra.

—Los que protestan contra la minera.

—¿Usted no cree que el trabajo de la minera afecta al pueblo?

—En esta pensión alojan empleados de la minera y ellos dicen que se encuentra controlada toda posible contaminación. Han construido una represa de enormes proporciones, antisísmica, y el riesgo de un desastre es prácticamente nulo. Los que protestan quieren ganar dinero y desconocen que, sin la minera, el pueblo habría desaparecido. Más de la mitad de la gente de Cuenca vive de ella ya sea porque la empresa les da trabajo o porque tienen pequeños negocios que sobreviven gracias a las compras de los operarios.

—Y a usted le da lo mismo que un día se rompa la represa y el pueblo quede sepultado bajo una capa de mierda.

—No tengo por qué dudar de lo que dicen los responsables de la minera, y además trato de ser pragmático. Gracias a ella he convertido esta pensión en la mejor del pueblo.

—A la gente que vive de las siembras no les va tan bien.

—La minera les dio la oportunidad de trasladarse a otras tierras.

—Probablemente existan personas a la que no les gusta que las echen del lugar donde nacieron y donde quieren vivir hasta el fin de sus días.

—Usted dice las mismas cosas que mi primo. ¿De qué se trata el negocio que vino a hacer al pueblo?

—Soy periodista y escribo un reportaje sobre la construcción de la represa —mentí.

—No necesitará investigar mucho para saber que la represa es una obra especial. Mide doscientos cuarenta metros de alto y casi dos kilómetros de largo. Los que han tenido la oportunidad de sobrevolar la zona dicen que sus dimensiones son impactantes.

—La represa no es mi único tema de interés. Escribo sobre un abogado que ayudaba a la gente que se opone a la represa —me atreví a decir.

—¿Al que pillaron merodeando dentro de los terrenos de la minera?

—De eso no sabía.

—Lo atraparon los guardias de la minera y lo entregaron a carabineros. Después, otro abogado intercedió por él y consiguió que lo liberaran sin cargos.

—¿Y usted está al tanto de lo que sucedió al abogado en Santiago?

—¿Por qué tendría que saberlo? Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba.

—Alfredo Razetti. Lo asesinaron de un balazo en la cabeza.

—No es la mejor manera de morir —dijo Quinet y acompañó sus palabras con un gesto para indicar que prefería cambiar de conversación.

—¿Cómo se llama el abogado que ayudó a Razetti?

—En estos momentos no lo recuerdo.

—No embrome, en este pueblo todos se deben conocer.

—No pensará meterse en líos mientras aloja en mi pensión.

—¿Cómo se llama el abogado?

—Vicente Benavides. Tiene su oficina a media cuadra de la plaza —dijo Quinet y luego de observarme un instante, agregó—: Es todo lo que le diré. No quiero problemas con la administración de la minera.

—Descuide, me quedó claro que usted solo está interesado en el progreso de su negocio. Pero no se preocupe. Voy a la pieza a buscar mis pertenencias y veré donde depositar mis huesos durante el tiempo que permanezca en el pueblo. Mientras tanto, hágame la cuenta por ocupar la pieza durante una siesta de dos horas.

—Con tal de que se vaya, le regalo esas horas —dijo Quinet, molesto—. Tendré que hablar con Julián y cantarle un par de verdades.

***

Era lógico pensar que Becerra sabía que Razetti había sido detenido al intentar acercarse a la represa. Y si era así, ¿por qué había omitido ese antecedente en su relato? No me había agradado el diálogo con Quinet, pero más me incomodaba descubrir que Becerra había ocultado información.

Caminé sin rumbo fijo por las calles del pueblo, y luego de veinte minutos di con una casa que lucía un papel pegado en unas de sus ventanas que ofrecía alojamiento y comida. Toqué el timbre y salió a recibirme una mujer morena, de unos cuarenta años, alta y delgada, que vestía pantalones vaqueros ceñidos a sus caderas y una blusa escotada que permitía apreciar las abundantes pecas que tenía en el nacimiento de sus pechos.

—Estoy interesado en el aviso de la ventana —dije, sin apartar la mirada de los llamativos ojos negros de la mujer.

—¿Está interesado en el aviso o en la pieza que arriendo?

—precisó la mujer con la severidad de una quisquillosa profesora de castellano.

—Por el aviso, la pieza y todo lo que usted desee ofrecerme

—dije, y al ver el súbito tono sonrosado que coloreó las mejillas de la mujer, supe que había logrado un avance en mi intención de obtener alojamiento.

—¿Trabaja para Memphis? —preguntó.

—Trabajo por mi cuenta y me pagan por hacer preguntas

—respondí.

—¿Le paga la minera?

—No. ¿Cuál es su problema con Memphis?

—Sería largo de explicar y ahora no tengo tiempo. ¿Quiere ver la pieza?

Seguí a la mujer hacia el interior de la casa. Llegamos a un cuarto limpio, ordenado y luminoso. En su interior había una cama de dos plazas, un par de veladores y una silla de respaldo metálico. Una puerta estrecha comunicaba con un pequeño baño. La ventana de la pieza daba a un patio donde crecían dos árboles y varios cardenales plantados en macetas de greda.

—Me quedo con la pieza —dije mientras dejaba mi bolso sobre la cama.

—¿Sin saber las condiciones?

—Solo quisiera saber su nombre.

—Adriana Mercado para servirle en lo que pueda o se me antoje.

—Perfecto, ya puede sacar el aviso pegado en la ventana.

—No he dicho que quiera arrendarle la pieza.

—He pasado buena parte de mi vida alquilando piezas y puedo reconocer cuando no me van a dar un portazo en las narices. Me llamo Heredia, y le aseguro que me gusta lo que he visto después de presionar el timbre de su casa —respondí.

La mujer volvió a sonrojarse.

—De acuerdo, usted gana en esta ocasión —dijo Adriana Mercado—. El desayuno se sirve de siete a nueve de la mañana, y en el caso de los hombres, no se admite que ingresen mujeres a sus cuartos.

—¿Y las mujeres pueden ingresar hombres a sus piezas?

—Cuantos quieran —dijo Adriana Mercado y acompañó sus palabras con una sonrisa que se prolongó hasta que abandonó la pieza.

A solas, contemplé la reproducción de un cuadro de Monet que colgaba en unas de las paredes, y luego hice lo mismo con los árboles del patio. Llegaría el momento en que me aburriría de Santiago y partiría con camas y petacas a un pueblo pequeño del sur, donde pudiera convivir con el silencio y descifrar el lenguaje de los pájaros o del viento meciendo el follaje de los árboles. Un lugar apropiado para llevar una vida sencilla, dormir sin inquietudes y despertar en el invierno con el sonido de la lluvia.

Me tendí sobre la cama y encendí un cigarrillo. Me gustaba estar en cuartos extraños, acostumbrarme a sus dimensiones e imaginar qué personas habían ocupado antes ese lugar donde hasta el aire era fugaz, como el de las estaciones de trenes o los aeropuertos.

Un rato más tarde, y con algo de esfuerzo, me encaminé a la casa de Julián Becerra, quien me esperaba en la puerta de su casa, observando a derecha e izquierda. Una vez dentro de su casa, me presentó a Berta, su esposa, una mujer baja y menuda, a la que evidentemente la vida había quitado muchos de sus atractivos. Sus cabellos negros lucían lacios y unas arrugas prematuras rodeaban sus ojos. Me saludó a la distancia y luego de estudiar mi aspecto por unos segundos, se dirigió a la cocina.

—Tuve que cambiar de alojamiento —le dije a Becerra a modo de excusa por el atraso—. No hice buenas migas con su primo. Desde que le dije que había conocido a Razetti demostró no estar muy interesado en darme su hospitalidad.

—No me extraña, siempre ha sido temeroso y miserable —dijo la esposa de Becerra en el momento que volvía al comedor con unos platos que contenían puré de papas y unas presas de pollo asado—. Se lo he dicho muchas veces a Julián, pero él insiste en defenderlo porque es parte de su familia.

—No seas tan severa con mi primo —le contestó Becerra—. Recuerda que ayudó con víveres a los compañeros que están en huelga de hambre.

—¿De qué huelga habla, Becerra? —pregunté.

—Dado que las autoridades del pueblo no escuchan nuestras demandas, un grupo de once compañeros iniciaron una huelga en el club deportivo. La idea es llamar la atención de la prensa y de las autoridades regionales, pero hasta ahora no se ha obtenido mucho. El diario del pueblo, que sobrevive gracias a los avisos de la minera, nos ignora; al igual que los de Santiago. Y las autoridades siguen indiferentes, esperando que se resienta la salud de los huelguistas. Los compañeros enviaron una carta al Presidente de la República, y este, a través de uno de sus ministros, respondió que el litigio con la minera era un asunto entre particulares; que debía ser resuelto legalmente y sin la intervención del gobierno.

—¿Y usted sabía que Alfredo estuvo detenido cuando vino al pueblo?

—Por supuesto. Lo fui a ver a la comisaría y acompañé al abogado que gestionó su libertad.

—¿Y por qué no me lo dijo? —pregunté alzando el tono de mi voz.

—Temí que se arrepintiera de viajar.

—Espero que sea la última vez que me oculte información. Me gusta confiar en la gente que tengo a mi lado.

—Disculpe —balbuceó Becerra, y luego me contó su versión de lo sucedido con Razetti, la que no difería sustancialmente de la de su primo.

—Casi todos en el pueblo se han vendido a la minera —dijo la esposa de Becerra cuando este terminó su relato—. Los carabineros persiguen a los vecinos organizados y hasta el cura de la parroquia predica sobre el supuesto bienestar que nos ha traído la minera.

—Hay mucho dinero en juego y la minera intenta ganarse la voluntad de la gente. Para algunos pavimenta calles o arregla escuelas, y para otros, los que tienen algún tipo de poder, dispone de recursos que van directamente a sus bolsillos —agregó Becerra, interrumpiendo a su mujer—. La explotación del cobre está proyectada a treinta años, y después la minera se irá con sus utilidades y nos dejará los desechos tóxicos.

—El dinero les sobra —dijo Berta—. Por eso los vecinos ven que el proyecto avanza sin contrapeso y se aburren de protestar. Otros carecen de la información adecuada. Ignoran que la represa está diseñada para contener más de cuatro millones de metros cúbicos de materiales desechables. Materiales que cualquier día pueden caer sobre nuestras casas y que hoy nos están afectando a través de los elementos químicos que van a dar a las aguas subterráneas que alimentan el río.

—Berta sabe de lo que habla. Estudió ingeniería en minas hasta que tuvo que dejar su carrera universitaria por falta de dinero. Pero sigue informándose y formó un grupo de apoyo a Cuenca con algunos de sus antiguos compañeros. Realizan estudios sobre la materia y han elaborado el marco técnico que sustenta nuestra demanda —aclaró Becerra.

—No logramos impedir la construcción de la represa, pero tenemos la esperanza de conseguir que no se siga utilizando o que se adopten mejores medidas de resguardo —dijo Berta—. Pedimos que procesen las aguas contaminadas y que construyan un muro de contención entre la represa y el pueblo. Sería una manera de evitar que los desechos caigan sobre nosotros en caso de filtraciones o de fisuras ocasionadas por un terremoto. Y lo que digo no son fantasías. El año 1985 en el pueblo italiano de Val di Stava se rompió la presa construida por la minera que operaba en el lugar. La rotura provocó una avalancha de fango tóxico que cubrió buena parte del pueblo y mató a centenares de sus habitantes. Y está el caso del relave minero que contaminó el río Opamayo, en Huancavelica, una de las zonas más pobres del Perú. Veinte mil metros cúbicos de desechos fueron a dar al río por el colapso de la represa. Y estos son dos ejemplos en el ámbito minero, porque también están los desastres provocados por fallas de seguridad en plantas nucleares y empresas hidroeléctricas.

—¿Qué contiene ese relave? —pregunté a Berta.

—El agua, el barro y los minerales tóxicos que sobran una vez que ha sido procesado el cobre.

—No me gustaría que eso cayera sobre mi cabeza.

—Ni a nosotros —dijo Berta—. Tampoco nos gusta que nuestra gente pierda sus siembras por falta de agua o que padezcan enfermedades que eran desconocidas en el pueblo.

—Tengo una idea general de lo que hacía Alfredo, pero no sé lo que yo puedo hacer por ustedes —dije.

—Nos puede ayudar a concretar una gestión que el abogado dejó pendiente —agregó Berta.

—¿Qué gestión? —pregunté a la esposa de Becerra.

—Necesitamos que una entidad autorizada, chilena o extranjera, certifique la contaminación del agua —respondió Berta—. Parece fácil de conseguir, pero en la práctica no lo ha sido. Hasta ahora no hemos conseguido que se emita un informe sobre la calidad del agua. Nuestras peticiones a distintos organismos públicos y privados han sido desoídas o tramitadas hasta el olvido.

—Don Alfredo estableció contacto con un laboratorio francés que podía realizar el estudio —agregó Becerra—. En una próxima reunión nos iba a informar sobre el avance de la gestión. Incluso empezamos a recolectar dinero con la finalidad de enviar a Francia a los dos compañeros que llevarían las muestras para el estudio químico y bacteriológico de las aguas.

—No logro entender qué me están pidiendo que haga —dije.

—Queremos información sobre el contacto que hizo don Alfredo —agregó Becerra.

8

Vicente Benavides ocupaba una oficina cochambrosa, apenas alumbrada por las dos ampolletas que pendían del cielo raso como murciélagos entumidos. Dentro del largo y oscuro despacho se acumulaban varios muebles y escritorios, lo que me hizo pensar que Benavides había tenido un pasado esplendoroso o que se dedicaba al remate de muebles usados. El aspecto de su rostro hacía juego con el deterioro de su oficina. Debía tener más de setenta años. Era de baja estatura y su tez lucía pálida, enfermiza. Sus ojos, de un color indefinido, estaban cubiertos por unas cejas grandes e intimidantes. Su escasa cabellera lucía peinada a la gomina y en general, nada de su aspecto hacía pensar que estuviera al tanto de lo que sucedía en el nuevo siglo que vivíamos.

Cuando entré a su despacho, el abogado se puso de pie y estrechó blandamente la mano que le ofrecí a modo de saludo. Le dije mi nombre y me indicó una silla que segundos antes había estado ocupada por un quiltro pequeño y patichueco.

—Ulpiano no se opondrá a que usted haga uso de su silla favorita —dijo el abogado, acompañando sus palabras con una sonrisa que humanizó su aspecto sombrío.

—¿Ulpiano?

—Ulpiano y Papiniano, así se llaman mis perros, en honor a dos de los más grandes jurisconsultos romanos. Emilio Papiniano, asesinado por orden del emperador Caracalla, fue maestro de Domicio Ulpiano, famoso por sus preceptos sobre el orden que impone la justicia entre los ciudadanos.

—En mi fugaz paso por la Escuela de Derecho solía quedarme dormido en las clases de Derecho Romano. Las impartía una abogada robusta y parlanchina que parecía contemporánea de Séneca.

—En Roma está la fuente de nuestra legislatura —dijo Benavides con tono severo.

—Esa es una de las pocas cosas que aprendí en mi paso por la universidad —dije, y antes de que el abogado iniciara una improvisada clase de Derecho Romano, le pregunté si recordaba a Alfredo Razetti.

—Por cierto, cómo olvidar a mi colega. Hicimos buenas migas cuando estuvo en el pueblo.

—¿Sabe que murió?

—¿Razetti? —preguntó con auténtica sorpresa—. No es posible, era un hombre joven y saludable. ¿Qué le pasó? ¿Un accidente?

—Recibió una bala en la cabeza. Lo asesinaron.

—No es posible —dijo el abogado—. ¿Se conoce al responsable?

—Todavía no.

—De lo que deduzco que no vino solo a darme la mala noticia.

—Necesito saber que hizo mientras estuvo en el pueblo y la razón por la que se contactó con usted.

—La respuesta a su inquietud es simple. Mi colega supo que yo había presentado tres demandas contra la empresa Memphis y vino a consultarme por los resultados de esas diligencias. De eso hablamos durante nuestra primera reunión.

—¿Qué finalidad tenían las demandas que usted interpuso?

—Detener la construcción de la represa. Las presenté a nombre de un grupo de vecinos.

—Y no tuvo ningún éxito. La represa igual se construyó.

—No solo fueron desechadas por el tribunal. Además, me significaron perder a varios clientes que mantenían negocios con la minera —dijo Benavides y efectuó una pausa para meterse a la boca una pastilla de menta que tomó desde un frasco ubicado a un extremo de su escritorio.

—Usted debió saber que las demandas le traerían problemas.

—Por supuesto que lo sabía. Probablemente yo sea un viejo romántico y fuera de onda, pero me pareció que la causa de los pobladores era justa.

—Habló de una primera reunión con Razetti. ¿Hubo otras?

—Tres o cuatro, si mal no recuerdo. Unas por asuntos legales y otras por el placer de conversar y comer alguna cosa, aunque a mi edad hasta el quesillo me hace daño. La segunda vez que nos reunimos, me solicitó que hiciera gestiones para proteger a los pobladores que estaban en huelga de hambre. Me pidió interceder ante las autoridades de la empresa. Intenté hacerlo, pero nunca conseguí entrevistarme con ningún ejecutivo importante. Lo único que obtuve fue que unos desconocidos asaltaran mi despacho. Por suerte, aparte de unos vidrios quebrados, no hubo más daños que lamentar. Hice la correspondiente denuncia a los carabineros, pero hasta la fecha no he tenido ninguna respuesta y dudo que hayan investigado nada. Los pacos deben estar en el podio de los tipos inútiles de nuestro país. Nunca están cuando se les necesita y cuando se les encuentra, no saben qué hacer.

Benavides guardó silencio por unos segundos, como esperando el comienzo de un nuevo asalto a su oficina. Luego tomó otra pastilla de menta y volvió a sus recuerdos.

—La tercera vez que vi a Razetti fue cuando me invitó al restaurante que se encuentra frente a la plaza. Me dijo que necesitaba un informe sobre la calidad de las aguas del río que cruza el pueblo, y que pensaba mandar unas muestras a Francia. Al parecer tenía un amigo periodista o cineasta que le prestaría apoyo.

—¿Le dio el nombre de esa persona? —pregunté.

—No, pero días después me contó que él mismo había intentado sacar las muestras, pero que a la salida del pueblo fue detenido por carabineros con el pretexto de revisar los artículos de seguridad que deben portar los vehículos. Le hicieron abrir el portamaletas, y mientras uno de los carabineros revisaba su licencia de conducir, otro se encargó de inspeccionar la maletera. Lo dejaron seguir sin problema, pero al llegar al pueblo vecino, donde pasaría las muestras a una persona que las llevaría a Santiago, descubrió que las botellas con las muestras estaban rotas.

—¿Qué hizo Razetti?

—Nada, que yo sepa. Tiendo a pensar que ideó otra manera de sacar las muestras del pueblo o que quiso encontrar evidencias más concretas de la contaminación.

—Fue entonces cuando entró a los terrenos de la minera.

—Exactamente. La última vez que vi a mi colega fue cuando intervine para que saliera de la cárcel. Querían acusarlo de robo frustrado. Nos despedimos a la salida del juzgado y ya no nos vimos. Al día siguiente regresó a Santiago y no supe de él hasta hoy.

—Me parece increíble que nunca consiguiera que un laboratorio competente hiciera un estudio de calidad de las aguas.

—¿De qué se sorprende? ¿O quiere una explicación acerca de los alcances del poder? Sin ir más lejos, en las últimas semanas se conoció el caso del hijo de un senador que dio muerte con su auto a un hombre. Lo procesaron, pero enseguida salió a relucir el dinero, y el senador logró que la viuda del atropellado retirara la querella a cambio de diez o veinte millones de pesos. Toda persona tiene un precio o un punto débil.

—¿Usted cree que su asesinato pueda relacionarse con sus actividades en Cuenca?

—Saque sus propias conclusiones, Heredia. Se ve grande y con experiencias en el cuerpo —respondió Benavides.

—Tiene miedo y no se lo reprocho. Ya vivió el incidente del asalto y ahora la muerte de Razetti da para pensar en cualquier cosa.

—Por supuesto que tengo miedo, pero a mi edad no puedo salir corriendo, ni tengo mucha vida que arriesgar —dijo Benavides, y luego de una pausa, añadió—: En el pueblo había dos colegas jóvenes que me ayudaron a presentar la primera demanda. Parecían interesados en el trasfondo social del problema que estábamos enfrentando, pero decidieron irse después de las amenazas anónimas que llegaron a sus casas. Hoy, uno de ellos vive en Ovalle, y el otro se fue a Valdivia. Ambos tienen buenos trabajos en empresas relacionadas con el consorcio al que pertenece Memphis.

—Un precio o una debilidad.

—Si quiere saber más de precios y amenazas, converse con Gastón Zamora, uno de los locutores de la radio Primavera. Un día vino a pedirme consejo. Traía un anónimo en el que le sugerían no continuar con sus comentarios acerca de la contaminación en el pueblo. El hombre estaba muy asustado —dijo Benavides en voz baja.

—¿Qué pasó con él?

—Prefiero que él le cuente su experiencia. Vaya a la radio y mientras tanto, llamaré a Zamora y le daré alguna referencia sobre usted.

—¿No tiene nada más que decirme?

—Ya le hablé detalladamente de mi relación con Razetti. Lo demás sería entrar en redundancias.

***

Pueblo chico, infierno grande. Nunca el dicho pareció tan pertinente, pensé mientras caminaba en dirección a la plaza, con la sensación de que a cada rato eran más las cortinas que se descorrían para seguir mis pasos. Seguramente ya había dejado de ser un extraño y era un sujeto con nombre y actividad conocida, del que se comentaría su abrupta salida desde el hostal de Quinet y el arriendo de una pieza en la pensión de Adriana Mercado. Más de alguien me habría visto entrar a la oficina de Benavides y corrido a comentarlo al almacén de la esquina o a la farmacia. Y me daba lo mismo, porque al final el rumor iría de boca en boca hasta convertirse en una verdad a medias, distorsionada, recreada según la imaginación o maledicencia del alcahuete de turno.

Por un momento tuve la intención de dirigirme al terminal y abordar el primer bus que me llevara de regreso a Santiago, lejos de las garras del dinero que estrangulaban al pueblo; y cuya historia, a simple vista, era silenciada igual que tantas otras, personales o colectivas, que existían en el país. Cuenca era un lugar insignificante que un día podría ser borrado de los mapas y de la realidad.

Me detuve frente a un muro en el que se leía la leyenda: «No permitamos que la minera contamine nuestra agua. Defendamos los derechos de nuestra comunidad». Leí la consigna y seguí mi camino. Pasé frente al hostal del próspero Diego Quinet y entré a uno de los bares que había visto al llegar al pueblo. Ocupé una mesa desde la que podía observar la calle y pedí una copa de vino blanco. Como uno más de los tantos vecinos chismosos del pueblo, miré a la gente que pasaba frente al bar y cuando al cabo de media hora la escena dejó de interesarme, pedí una segunda copa al mozo joven y gordo que no había dejado de vigilarme desde mi ingreso al bar.

—Así que usted es el antiguo novio de la señorita Mercado

—dijo el gordinflón una vez que me sirvió la copa—: Me alegro que finalmente se case con ella. Es guapa y buena persona.

—¿Casarme? —pregunté al tiempo que pensaba en la respuesta que le debía a Doris.

—Eso dijo la señora que nos trae el pan de los completos. Una boda pospuesta por muchos años. Nada mejor que una historia romántica para animar la vida social del pueblo. ¿En qué fecha será la boda?

—Para responder a eso, primero tengo que declararme a la novia —respondí con la malsana intención de aumentar la curiosidad del mozo—. Después de eso pensaremos en el carruaje, los monaguillos y los quinientos invitados.

—Seguro que ella se arroja en sus brazos y acepta la propuesta.

—Con las mujeres nunca se sabe —respondí utilizando el título de una novela de James Hadley Chase que había leído cinco o seis años atrás, durante un viaje a Puerto Montt—. En una de esas no le seduce vivir en la selva amazónica, que es donde tengo mi finca con plantaciones de cacao y café.

—¡Cacao y café! —exclamó el mozo, mientras hacia un esfuerzo por mantener su boca cerrada.

—El paisaje es hermoso, pero hay mosquitos, arañas del tamaño de un puño y serpientes de quince metros.

—¡Quince metros! ¿Y si la señorita Mercado no quiere ir a ese lugar?

—Traigo las serpientes a Cuenca.

—¿Qué haríamos en Cuenca con serpientes de quince metros?

—Un buen tema a ventilar en la próxima elección de alcalde.

—¡Serpientes! —volvió a exclamar el mozo mientras se dirigía al mesón del bar con una expresión de preocupación en su rostro.

***

La radio comunal operaba en el segundo piso de una casona de madera, tosca y desconchada. Subí por una escalera de peldaños estrechos y llegué hasta la puerta principal. Una secretaria somnolienta me informó que Zamora leía el noticiero en esos momentos. Preguntó si deseaba esperarlo y me indicó la banca ubicada en un pasillo, desde el que se veía un cuarto de no más de seis metros cuadrados que era el estudio de grabación de la radio. Sus paredes estaban forradas con cajas de las que se usan en el traslado de huevos, más una ventanilla que comunicaba con la caseta del radiocontrolador.

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9789560013248
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