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TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —El que ha visto una cosa, ¿no adquirió desde aquel momento la ciencia de lo que vio, según el sistema del que estamos hablando?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Entonces, ¿no admites lo que se llama memoria?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?

TEETETO. —Lo tiene sin duda.

SÓCRATES. —Ciertamente son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.

TEETETO. —Las mismas.

SÓCRATES. —Más aún; ¿no se acuerda uno algunas veces de lo que ha visto?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien se olvida la cosa desde el momento en que se cierran?

TEETETO. —Sería un absurdo decir eso, Sócrates.

SÓCRATES. —Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión; de otro modo desaparece.

TEETETO. —Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad. Explícamelo.

SÓCRATES. —De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve, porque hemos convenido en que la visión, la sensación y la ciencia son una misma cosa.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que él veía, si cierra los ojos, se acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que saber.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en el acto mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos calificado de prodigio, si llegara a verificarse.

TEETETO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —Resulta, por consiguiente, que el sistema, que confunde la ciencia y la sensación, conduce a una cosa imposible.

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Así es preciso decir que la una no es la otra.

TEETETO. —Lo pienso así.

SÓCRATES. —He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición de la ciencia. Sin embargo, Teeteto, ¿qué deberemos hacer?

TEETETO. —¿Sobre qué?

SÓCRATES. —Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y cantamos antes de haber conseguido la victoria.

TEETETO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Hasta ahora no hemos hecho más que disputar y convenir por una y otra parte acerca de las palabras, y, después de haber maltratado a nuestro adversario con tales armas, creemos que no queda nada por hacer. Nos damos por sabios y no por sofistas, sin tener presente que incurrimos o nos ponemos en el caso de estos disputadores de profesión.

TEETETO. —No comprendo lo que quieres decir.

SÓCRATES. —Voy a hacer un ensayo, para explicarte mi pensamiento. Hemos preguntado si el que ha aprendido una cosa y conserva su recuerdo, no la sabe; y después de haber demostrado que cuando se ha visto una cosa y se han cerrado en seguida los ojos, se acuerda de ella aunque no la vea, hemos inferido de aquí que el mismo hombre no sabe aquello mismo de que se acuerda, lo cual es imposible. He aquí cómo hemos rebatido la opinión de Protágoras, que es al mismo tiempo la tuya, y que hace de la sensación y de la ciencia una misma cosa.

TEETETO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —No sería así, mi querido amigo, si el padre del primer sistema viviese aún, porque lo sostendría con energía. Hoy, que está este sistema huérfano, lo insultamos tanto más cuanto que los tutores que Protágoras le ha dejado, uno de los cuales es Teodoro, rehúsan patrocinarlo, y veo claramente que, por interés de la justicia, estamos obligados a salir a su defensa.

TEODORO. —No soy yo, Sócrates, el tutor de las opiniones de Protágoras, sino más bien Calias hijo de Hipónico. Con respecto a mí dejé muy pronto estas materias abstractas por el estudio de la geometría. Te agradeceré, sin embargo, que quieras defenderlo.

SÓCRATES. —Has dicho bien, Teodoro. Ten presente de qué manera me explico. Si no estás con una atención extremada a las palabras, de las que tenemos costumbre de servirnos, ya para conceder, ya para negar, te verás obligado a confesar absurdos mayores aún que los que acabamos de ver. ¿Me dirigiré a ti o a Teeteto, para explicaros cómo?

TEODORO. —Dirígete a ambos, pero el más joven será el que responda. Si da algún paso en falso, será menos vergonzoso para él.

SÓCRATES. —Entro desde luego en una cuestión más extraña, a mi parecer, y es la siguiente: ¿es posible que la persona misma, que sabe una cosa, no sepa lo que sabe?

TEODORO. —¿Qué responderemos, Teeteto?

TEETETO. —Tengo por imposible la proposición.

SÓCRATES. —Sin embargo, no lo es tanto, si supones que ver es saber. ¿Cómo saldrás de esta cuestión inevitable, o, como suele decirse, cómo te librarás de caer en la trampa, cuando un adversario intrépido, tapando con la mano uno de tus ojos, te pregunte si ves su vestido con el ojo cerrado?

TEETETO. —Le responderé que no; pero que lo veo con el otro.

SÓCRATES. —¿Luego ves y no ves al mismo tiempo la misma cosa?

TEETETO. —En cierto modo, sí.

SÓCRATES. —No se trata de esto, te replicará; ni te pregunto el cómo, sino si lo que sabes no lo sabes. Porque en este momento ves lo que no ves, y como, por otra parte, estás conforme en que ver es saber, y no ver es no saber, deduce tú mismo la consecuencia.

TEETETO. —La consecuencia que saco, es que se deduce lo contrario de lo que yo he supuesto.

SÓCRATES. —Quizá, querido mío, te verías en otros muchos conflictos si te hubiera preguntado: ¿se puede saber la misma cosa aguda o torpemente, de cerca o de lejos, fuerte o débilmente? Otras mil cuestiones semejantes te podría proponer un campeón ejercitado en la disputa, que viviera de este oficio y anduviera a caza de iguales sutilezas, cuando te hubiera oído decir que la ciencia y la sensación son una misma cosa. Y si después, estrechándote en todo lo relativo al oído, al olfato y a los demás sentidos, y ciñéndose a ti sin soltarte, te hubiese hecho caer en los lazos de su admirable saber, se hubiera hecho dueño de tu persona, y, teniéndote encadenado, te habría obligado a pagar el rescate en que hubierais convenido ambos. Y bien, me dirás quizá, ¿qué razones alegará Protágoras en su defensa? ¿Quieres que las exponga?

TEETETO. —Con mucho gusto.

SÓCRATES. —Por lo pronto hará valer todo lo que hemos dicho en su favor; y en seguida, estrechando el terreno, creo yo que nos dirá en tono desdeñoso:

«El buen Sócrates me ha puesto en ridículo en sus discursos, porque un joven, aterrado con la pregunta que le hizo, de si es posible que un hombre se acuerde de una cosa y que al mismo tiempo tenga conocimiento de ella, le respondió temblando, que no, por no alcanzársele más. Pero, cobarde Sócrates, escucha lo que hay en esta materia. Cuando examinas por medio de preguntas algunas de mis opiniones, si confundes al que interrogas, respondiendo él lo que yo mismo respondería, yo soy el vencido; pero si dice una cosa distinta de la que yo diría, lo será él y no yo. Y entrando ya en materia, ¿crees tú que se te haya de conceder que se conserva la memoria de las cosas que se han sentido cuando la impresión no subsiste, y que esta memoria sea de la misma naturaleza que la sensación que experimentaba y que ya no se experimenta? De ninguna manera. ¿Crees que hay inconveniente en confesar que el mismo hombre puede saber y no saber la misma cosa? Si se teme semejante confesión, ¿crees tú que se te conceda que el que se ha hecho diferente, sea el mismo que era antes de este cambio; o más bien, que este hombre sea uno y no muchos, y que estos muchos no se multipliquen al infinito, puesto que los cambios se producen sin cesar, si se han de descartar de una y otra parte los lazos que se pueden tender con las palabras? Pero, querido mío, proseguirá, ataca mi sistema de una manera más noble y pruébame, si puedes, que cada uno de nosotros no tiene sensaciones que le son propias, o si lo son, que no se sigue de aquí que aquello, que parece a cada uno, deviene, o si es preciso valerse de la palabra ser, es tal por sí solo. Además, cuando hablas de cerdos y de cinocéfalos, no solo demuestras, respecto a mis escritos, la estupidez de un cerdo, sino que comprometes a los que te escuchan a hacer otro tanto, y esto no es decoroso. Con respecto a mí, sostengo que la verdad es tal como la he descrito, y que cada uno de nosotros es la medida de lo que es y de lo que no es; que hay, sin embargo, una diferencia infinita entre un hombre y otro hombre, en cuanto las cosas son y parecen unas a este y otras a aquel, y lejos de no reconocer la sabiduría, ni los hombres sabios, digo, por el contrarío, que uno es sabio, cuando mudando la faz de los objetos, los hace parecer y ser buenos a aquel para quien parecían y eran malos antes. Por lo demás, no es una novedad que se me ataque solo sobre palabras, pero penetrarás más claramente mi pensamiento con lo que voy a decir.

»Recuerda lo que ya se dijo antes: que los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que son y parecen agradables al hombre sano. No debe concluirse de aquí que el uno es más sabio que el otro, porque esto no puede ser; ni tampoco intentar probar que el enfermo es un ignorante, porque tiene esta opinión, y que el hombre sano es sabio, porque tiene una opinión contraria, sino que es preciso hacer pasar al enfermo al otro estado, que es preferible al suyo. Lo mismo sucede respecto a la educación; debe hacerse que los hombres pasen del estado malo a otro bueno. El médico emplea para esto los remedios, y el sofista los discursos. Nunca ha obligado nadie a tener opiniones verdaderas al que antes las tenía falsas, puesto que no es posible tener una opinión sobre lo que no existe, ni sobre otros objetos que aquellos que nos afectan, objetos que son siempre verdaderos; pero se hacen las cosas en este punto de tal manera, a mi parecer, que el que con un alma mal dispuesta tenía opiniones en relación con su disposición, pase a un estado mejor y a opiniones conformes con este nuevo estado. Algunos por ignorancia llaman a estas opiniones imágenes verdaderas; en cuanto a mí, convengo en que las unas son mejores que las otras, pero no más verdaderas. Disto de llamar ranas a los sabios, mi querido Sócrates; por el contrario, tengo a los médicos por sabios en lo que concierne al cuerpo, y a los labradores en lo que toca a las plantas. Porque en mi opinión los labradores, cuando las plantas están enfermas, en lugar de sensaciones malas, las procuran buenas, saludables y verdaderas; y los oradores sabios y virtuosos hacen, respecto de los estados, que las cosas buenas sean justas y no las malas. En efecto, lo que parece bueno y justo a cada ciudad es tal para ella mientras forma este juicio; y el sabio hace que el bien, y no el mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón el sofista, capaz de formar de este modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos le den un gran salario. Así es como los unos son más sabios que los otros, sin tener por esto nadie opiniones falsas; y quieras o no, es preciso que reconozcas que tú eres la medida de todas las cosas, porque todo cuanto llevamos dicho supone este principio. Si tienes algo que oponerle, hazlo refutando mi discurso con otro y si te gusta más interrogar, hazlo en buena hora, porque no digo que haya de desecharse este método; por el contrario, el hombre de buen sentido debe preferirlo a cualquier otro, pero usa de él de manera que no parezca que intentas engañar interrogando. Habría una gran contradicción, si teniéndote por amante de la virtud, te condujeras siempre injustamente en la discusión. Es conducirse injustamente en la conversación el no hacer ninguna diferencia entre la disputa y la discusión; el no reservar para la disputa los chistes y travesuras, y en la discusión no tratar las materias seriamente, dirigiéndose a aquel con quien se conversa, y haciéndole únicamente percibir las faltas que él mismo hubiese reconocido, como resultado de las conversaciones anteriores. Si obras de esta manera, los que conversen contigo achacarán a sí mismos y no a ti su turbación y su embarazo; te volverán a buscar y te amarán; se pondrán en pugna entre sí y, esquivándose unos a otros, se arrojarán en el seno de la filosofía, para que los renueve y los convierta en otros hombres. Pero si haces lo contrario, como sucede con muchos, lo contrario también sucederá, y en lugar de hacer filósofos a los que traten contigo, harás que aborrezcan la filosofía cuando se hallen avanzados en edad. Si me crees, examinarás verdaderamente, sin espíritu de hostilidad ni de disputa, como ya te he dicho, sino con una disposición benévola, lo que hemos querido decir al afirmar que todo está en movimiento, y que las cosas son para los particulares y para los estados tales como ellas les parecen. Y partirás de aquí para examinar si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes, en lugar de partir, como antes, del uso ordinario de las palabras, cuyo sentido tuercen a capricho la mayor parte de los hombres, creándose mutuamente toda clase de dificultades».

He aquí, Teodoro, todo lo que he podido hacer en defensa de tu amigo, defensa flaca en relación con mi debilidad; pero si él viviese aún, vendría en auxilio de su propio sistema con más energía.

TEODORO. —Te equivocas, Sócrates; lo has defendido vigorosamente.

SÓCRATES. —Me adulas, mi querido amigo. ¿Pero tienes presente lo que Protágoras decía antes y la acusación que nos dirigió de que disputábamos con un tierno joven, aprovechándonos de su timidez como un arma, para combatir su sistema, y recomendándonos que, huyendo de todo estilo burlesco, examináramos sus opiniones de una manera más seria?

TEODORO. —¿Cómo podía dejar de tenerlo presente, Sócrates?

SÓCRATES. —Pues bien; ¿quieres que le obedezcamos?

TEODORO. —Con todo mi corazón.

SÓCRATES. —Ya ves que todos los que están aquí, excepto tú, son jóvenes. Si queremos, pues, obedecer a Protágoras, es preciso que interrogándonos y respondiéndonos a la vez tú y yo, hagamos un examen serio de su sistema, para que no vuelva a echarnos en cara que lo discutimos con niños.

TEODORO. —¿Cómo? ¿Es que Teeteto no está en mejor disposición para discutir que muchos hombres barbudos?

SÓCRATES. —Sí, pero no sostendrá la discusión mejor que tú. No te figures que he debido yo tomar a todo trance la defensa de tu amigo después de su muerte, y te creas con derecho a abandonarla. Adelante, querido mío, sígueme un momento hasta que hayamos visto si hemos de tomarte a ti por medida en lo relativo a figuras geométricas, o si todos los hombres son tan sabios como tú en astronomía y las demás ciencias, en que has adquirido una reputación sobresaliente.

TEODORO. —No es fácil, Sócrates, cuando está uno sentado cerca de ti, poder evitar el responderte, y me equivoqué antes cuando dije que me permitirías no despojarme de mis vestidos, y que no me obligarías en este concepto a luchar como hacen los lacedemonios. Se me figura, por el contrario, que te pareces más a Escirrón,[9] porque los lacedemonios solo dicen: ¡Qué se retire o qué se despoje de sus vestidos! Pero tú haces lo que Anteo;[10] no dejas en paz a los que se te aproximan hasta forzarlos a que se despojen y luchen de palabra contigo.

SÓCRATES. —Has pintado bien mi enfermedad, Teodoro. Sin embargo, yo soy más fuerte que esos que citas, porque ya he encontrado una multitud de Heracles y de Teseo, temibles en la disputa, que me han batido en regla, pero no por eso me abstengo de disputar; tan violento y tan arraigado está en mí el amor a esta clase de luchas. No me rehúses el placer de medirme contigo; será ventajoso a uno y otro.

TEODORO. —Ya no me opongo más, y toma el camino que te acomode. Es preciso sufrir el destino que me preparas, y consentir de buena voluntad en verme refutado. Te advierto, sin embargo, que no podré pasar más allá de lo que me has propuesto.

SÓCRATES. —Basta que me sigas hasta ese punto. Te suplico que estés atento, no nos suceda que, sin darnos cuenta, conversemos de una manera frívola, lo cual sería causa de una nueva acusación.

TEODORO. —En cuanto pueda, yo estaré con cuidado.

SÓCRATES. —Comencemos tomando por base un punto del que ya hemos hablado, y veamos, si hemos atacado y desechado este sistema con razón o sin ella, en cuanto se pretende que cada uno se basta a sí mismo en lo referente a la sabiduría, y si Protágoras nos ha concedido que unos superan a otros para discernir lo mejor y lo peor, que son los que él llama sabios. ¿No es así?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —Si él mismo hubiera hecho en persona esta confesión, y no nosotros en su nombre, al defender su causa, no sería necesario reproducirla para fortificarla más. Pero quizá se nos podría objetar que no estamos autorizados para hacer por él semejantes confesiones. Ésta es la razón por la que es preferible que convengamos en la verdad de este punto, tanto más, cuanto que importa poco que la cosa sea así o de otra manera.

TEODORO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Deduzcamos, pues, lo más brevemente que podamos, esta confesión de los propios discursos de Protágoras y no de ningún otro.

TEODORO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —De la manera siguiente. ¿No dice Protágoras que lo que parece a cada uno es para él tal como le parece?

TEODORO. —Lo dice en efecto.

SÓCRATES. —De este modo se explica Protágoras. Mas también nosotros enunciamos las opiniones de un hombre, más bien de todos los hombres, cuando decimos que no hay nadie que bajo cierto punto de vista no se crea más sabio que los demás, y otros igualmente más sabios que él; que en los mayores peligros, en la guerra, en las enfermedades, en el mar, se tienen por dioses los que mandan en estos conflictos, y se espera de ellos la salud; y sin embargo, estos no tienen otra ventaja sobre los otros que la de la ciencia; en todos los negocios humanos se buscan maestros y jefes para sí mismos, para dirigir a los demás y para todas las obras que se emprenden; y que hay igualmente hombres que tienen la convicción de que están en posición de enseñar y de mandar. Y en vista de esto, ¿qué otra cosa podemos decir sino que los hombres piensan que acerca de todas estas cosas hay, entre sus semejantes, sabios e ignorantes?

TEODORO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —¿No tienen la sabiduría por una opinión verdadera, y la ignorancia por una opinión falsa?

TEODORO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Qué partido tomaremos, Protágoras? ¿Diremos que los hombres tienen siempre opiniones verdaderas, o tan pronto verdaderas como falsas? A cualquier lado que nos inclinemos, resulta de todos modos que las opiniones humanas no son siempre verdaderas, sino que son verdaderas o falsas. En efecto, Teodoro, mira si alguno de los partidarios de Protágoras querría, o si tú mismo querrías sostener que no puede uno pensar que otro es un ignorante, y que tiene opiniones falsas.

TEODORO. —Esta aserción no encontraría defensor, Sócrates.

SÓCRATES. —He aquí a qué extremo se ven reducidos los que quieren que el hombre sea la medida de todas las cosas.

TEODORO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Si formas algún juicio sobre un objeto cualquiera y me participas tu opinión, esta opinión, según Protágoras, será verdadera para ti. ¿Pero no nos será permitido a los demás ser jueces de tu juicio? ¿Juzgaremos siempre que tus opiniones son verdaderas? ¿O, más bien, muchas personas que tienen opiniones contrarias a las tuyas, no te contradicen todos los días, imaginándose que tú juzgas mal?

TEODORO. —Sí, ¡por Zeus!, Sócrates; hay, como dice Homero, mil personas que me ocasionan muchas dificultades bajo este punto de vista.

SÓCRATES. —Bien, ¿quieres entonces que digamos que tienes una opinión verdadera para ti y falsa para todos los demás?

TEODORO. —Parece que es un resultado necesario de la opinión de Protágoras.

SÓCRATES. —Con respecto a Protágoras mismo, si no hubiera creído que el hombre es la medida de todas las cosas, y si el pueblo no lo creyese tampoco, como de hecho no lo cree, ¿no sería una consecuencia necesaria que la verdad, tal como la ha definido, no existe para nadie? Y si ha sido de esta opinión, y la multitud cree lo contrario, ¿no observas, en primer lugar, que tanto como el número de los que son de la opinión del pueblo supere al de sus partidarios, otro tanto la verdad, tal como él la entiende, debe no existir más bien que existir?

TEODORO. —Eso es incontestable, y existe o no existe según la opinión de cada cual.

SÓCRATES. —En segundo lugar, he aquí lo mas gracioso. Protágoras, reconociendo que lo que parece a cada uno es verdadero, concede que la opinión de los que contradicen la suya, y a causa de la que creen ellos que él se engaña, es verdadera.

TEODORO. —Efectivamente.

SÓCRATES. —Luego conviene en que su opinión es falsa, puesto que reconoce y tiene por verdadera la opinión de los que creen que él está en el error.

TEODORO. —Necesariamente.

SÓCRATES. —Los otros a su vez no convienen, ni confiesan que se engañan.

TEODORO. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Está, pues, obligado a tener también esta misma opinión por verdadera, conforme a su sistema.

TEODORO. —Así parece.

SÓCRATES. —Por consiguiente, es una cosa puesta en duda por todos, comenzando por Protágoras mismo; o más bien Protágoras, al admitir que el que es de un dictamen contrario al suyo está en lo verdadero, confiesa que ni un perro, ni el primero que llega, son la medida de las cosas que no han estudiado. ¿No es así?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —Así, puesto que es combatida por todo el mundo la verdad de Protágoras, no es verdadera para nadie, ni para él mismo.

TEODORO. —Sócrates, tratamos muy mal a mi amigo.

SÓCRATES. —Sí, querido mío; pero no sé si traspasamos la línea de lo verdadero. Lo que parece es que, siendo de más edad que nosotros, es igualmente más hábil, y si en este momento saliese del sepulcro, asomando solo la cabeza, probablemente nos convencería, a mí de no saber lo que digo, y a ti de haber concedido muchas cosas indebidamente, dicho lo cual, desaparecería y se sumiría bajo tierra. Pero yo creo que es en nosotros una necesidad usar de nuestras facultades, tales como son, y hablar siempre conforme a nuestras ideas. ¿Y no diremos, que todo el mundo conviene en que hay hombres más sabios que otros, e igualmente más ignorantes?

TEODORO. —Por lo menos, así me lo parece.

SÓCRATES. —¿Te parece igualmente que la opinión de Protágoras puede sostenerse en otro punto que hemos indicado al tomar su defensa, es decir, que en lo que concierne a lo caliente, lo seco, lo dulce y demás cualidades de este género, las cosas son comúnmente tales para cada uno como le parecen; que si reconoce que hay hombres que superan a otros en ciertos conceptos, es con relación a lo que es saludable o dañoso al cuerpo, y que no tendrá ninguna dificultad en decir que no está una mujer cualquiera, o un niño o un animal en estado de curarse a sí mismo, ni conoce lo que le conviene a la salud; pero que si hay cosas en que unos tienen ventaja sobre otros, es sobre todo en estas?

TEODORO. —Lo creo así.

SÓCRATES. —En materias políticas, ¿no convendrá igualmente en que lo honesto y lo inhonesto, lo justo y lo injusto, lo santo y lo impío son para cada ciudad tales como aparecen en sus instituciones y en sus leyes, y que en todo esto no es un particular más sabio que otro particular, ni una ciudad más que otra ciudad; pero que en el discernimiento de las leyes útiles o dañosas es donde principalmente un consejero supera a otro consejero, y la opinión de una ciudad a la de otra ciudad? No se atrevería a decir que las leyes que un estado se da, creyendo que son útiles, lo sean infaliblemente. Pero ahora, con respecto a lo justo y lo injusto, a lo santo y lo impío, sus partidarios aseguran, que nada de todo esto tiene por su naturaleza una esencia que le sea propia, y que la opinión, que toda una ciudad se forme, se hace verdadera por este solo hecho y solo por el tiempo que dure. Aquellos mismos, que no participan en lo demás de la opinión de Protágoras, siguen en este punto su filosofía. Pero, Teodoro, un discurso sucede a otro discurso, y uno más importante a otro que lo es menos.

TEODORO. —¿No estamos por despacio, Sócrates?

SÓCRATES. —Así parece; en varias ocasiones, y en especial hoy, he reflexionado, querido mío, cuán natural es que los que han pasado mucho tiempo en el estudio de la filosofía, parezcan oradores ridículos cuando se presentan ante los tribunales.

TEODORO. —¿Cómo entiendes eso?

SÓCRATES. —Me parece que los hombres, educados desde su juventud en el foro y en los negocios, comparados con las personas consagradas a la filosofía y a estudios de esta naturaleza, son como esclavos frente a frente de hombres libres.

TEODORO. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Porque, como acabas de decir, los unos siempre tienen tiempo, y conversan juntos en paz y con desahogo. Y lo mismo que ahora mudamos de conversación por la tercera vez, ellos hacen otro tanto, cuando la cuestión que se suscita les agrada más que la que se estaba tratando, como nos ha sucedido a nosotros, y les es indiferente tratar una materia con extensión o en pocas palabras, con tal de que descubran la verdad. Los otros, por el contrario, no quieren perder el tiempo cuando hablan; el agua que corre en la clepsidra les obliga a apresurarse[11] y no les es permitido hablar de lo que sería más de su gusto. Allí está presente la parte contraria que les da la ley con la fórmula de la acusación, que ellos llaman antomosía[12] (juramentos opuestos), que se lee, y de cuyo contenido está prohibido separarse. Sus alegaciones son en pro o en contra de un esclavo como ellos, y se dirigen a un señor sentado, que tiene en su mano la justicia. Sus disputas no quedan sin resultado; siempre media algún interés para ellos, y muchas veces va en ello la vida, si bien todo esto les hace ardientes, ásperos y hábiles para adular al juez con palabras y complacerle en sus acciones. Por lo demás tienen el alma pequeña sin rectitud, porque la servidumbre, a la que está sujeta desde la juventud, le ha impedido elevarse, y la ha despojado de su nobleza, obligándola a obrar por caminos torcidos y exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes peligros y grandes temores. Como no tienen bastante fuerza para arrostrarlos, tomando el partido de la justicia y de la verdad, se ejercitan en seguida en la mentira y en el arte de dañarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de mil maneras, de suerte que pasan de la adolescencia a la edad madura con un espíritu enteramente corrompido, imaginándose con esto haber adquirido mucha habilidad y sabiduría. Tal es, Teodoro, el retrato de estos hombres. ¿Quieres que te haga el de los que componen nuestro círculo o que, dejándolo, volvamos al asunto, para no abusar demasiado de esta libertad de abandonar el tema de que hace un momento hablábamos?

TEODORO. —Nada de eso, Sócrates; veamos antes el carácter de estos últimos. Has dicho con mucha razón, que los que formamos parte de este círculo no somos esclavos de los discursos, sino por el contrario, los discursos están a nuestras órdenes, como otros tantos servidores, aguardando el momento en que queramos terminarlos. En efecto, nosotros no tenemos juez, ni espectador, como los poetas, que presidan a nuestras conversaciones, las corrijan y nos den la ley.

SÓCRATES. —Hablemos, puesto que lo deseas, pero solo de los corifeos, porque ¿para qué mencionar a aquellos que sin genio se dedican a la filosofía? Los verdaderos filósofos ignoran desde su juventud el camino que conduce a la plaza pública. Los tribunales, donde se administra justicia, el paraje donde se reúne el senado, y los sitios donde se reúnen las asambleas populares, les son desconocidos. No tienen ojos ni oídos para ver y oír las leyes y decretos que se publican de viva voz o por escrito; y respecto a las facciones e intrigas para llegar a los cargos públicos, a las reuniones secretas, a las comidas y diversiones con los tocadores de flauta, no les vienen al pensamiento concurrir a ellas, ni aun por sueños. Nace uno de alto o bajo nacimiento en la ciudad, sucede a alguno una desgracia por la mala conducta de sus antepasados, varones o hembras, y el filósofo no da más razón de estos hechos que del número de gotas de agua que hay en el mar. Ni sabe él mismo que ignora todo esto, porque si se abstiene de enterarse de ello, no es por vanidad, sino que, a decir verdad, es porque está presente en la ciudad solo con el cuerpo. En cuanto a su alma, mirando todos estos objetos como indignos, y no haciendo de ellos ningún caso, se pasea por todos los lugares, midiendo, según la expresión de Píndaro, lo que está por debajo y lo que está por encima de la tierra, se eleva hasta los cielos, para contemplar allí el curso de los astros, y dirigiendo su mirada escrutadora a todos los seres del universo, no se baja a objetos que están inmediatos a aquella.

TEODORO. —¿Cómo entiendes eso, Sócrates?

SÓCRATES. —Se cuenta, Teodoro, que ocupado Tales en la astronomía, y mirando a lo alto, cayó un día en un pozo, y que una sirvienta de Tracia de espíritu alegre y burlón se rió, diciendo que quería saber lo que pasaba en el cielo, y que se olvidaba de lo que tenía delante de sí y a sus pies. Este chiste puede aplicarse a todos los que hacen profesión de filósofos. En efecto, no solo ignoran lo que hace su vecino, y si es hombre o cualquier otro animal, sino que ponen todo su estudio en indagar y descubrir lo que es el hombre, y lo que conviene a su naturaleza hacer o padecer, a diferencia de los demás seres. ¿Comprendes, Teodoro, adónde se dirige mi pensamiento?

TEODORO. —Sí; y dices verdad.

SÓCRATES. —Ésta es la razón, por la que, mi querido amigo, en las relaciones ya particulares, ya públicas, que un hombre de este carácter tiene con sus semejantes, así como cuando se ve precisado a hablar delante de los tribunales o en otra parte de las cosas que están a sus pies y a su vista, como dije al principio, da lugar a que se rían de él, no solo las sirvientas de Tracia, sino todo el pueblo, cayendo a cada instante por su falta de experiencia en pozos y en toda suerte de perplejidades, y en conflictos tales que le hacen pasar por un imbécil. Si se le injuria, como ignora los defectos de los demás, porque nunca ha querido informarse, no puede echar en cara al ofensor nada personal, de manera que, al no ocurrírsele qué decir, aparece como un personaje ridículo. Cuando oye a los demás dirigirse alabanzas o alabarse a sí mismos, se ríe, no por darse tono, sino con sana intención, y se le toma por un extravagante. Si en su presencia se alaba a un tirano o a un rey, se figura oír exaltar la felicidad de algún pastor, porquero o guarda de ganados lanares y vacunos, porque de ellos saca mucha leche, y cree que los reyes están encargados de apacentar y ordeñar una especie de animales, más difíciles de gobernar y más traidores, sin que por otra parte los mismos tiranos o reyes sean menos groseros e ignorantes que los pastores, a causa del poco tiempo que tienen para instruirse, permaneciendo encerrados dentro de murallas, como en un aprisco situado sobre una montaña. Se dice en su presencia que un hombre tiene inmensas riquezas, porque posee en fincas diez mil acres o más, y esto le parece poca cosa, acostumbrado como está a dirigir sus miradas sobre el mundo entero. En cuanto a los que alaban la nobleza, y dicen que es de buena casa, porque puede contar siete abuelos ricos, cree que semejantes elogios proceden de gentes que tienen la vista baja y corta, a quienes la ignorancia impide fijar sus miradas sobre el género humano todo entero, y que no ven con el pensamiento que cada uno de nosotros tenemos millares de abuelos y antepasados, entre quienes se encuentran muchas veces una infinidad de ricos y pobres, de reyes y esclavos, de griegos y bárbaros; y mira como una pequeñez de espíritu el gloriarse de una procedencia de veinticinco antepasados, hasta remontar a Heracles, hijo de Anfitrión. Se ríe porque ve que no se reflexiona, que el vigésimo quinto antepasado de Anfitrión y el quincuagésimo con relación a sí mismo, ha sido como lo ha querido la fortuna, y se ríe al pensar que no puede verse libre de ideas tan disparatadas. En todas estas ocasiones el vulgo se burla del filósofo, a quien en cierto concepto supone lleno de orgullo e ignorante por otra parte de las cosas más comunes, y además inútil para todo.

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3355 стр. 10 иллюстраций
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9782378079154
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