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PROTARCO. —Así parece.

SÓCRATES. —Pero los bueyes, los caballos y las demás bestias, sin excepción, ¿no dirán lo contrario, puesto que son arrastradas a la prosecución del placer? La mayor parte de los hombres, refiriéndose a ellas, como los adivinos a los pájaros, juzgan que los placeres son el resorte principal de la felicidad de la vida, y creen que el instinto de las bestias es una garantía más segura de la verdad que los discursos inspirados por una musa filosófica.

PROTARCO. —Todos convenimos, Sócrates, en que lo que has dicho es perfectamente verdadero.

SÓCRATES. —Entonces me permitiréis que me vaya.

PROTARCO. —Hay todavía, Sócrates, un pequeño punto que aclarar, y así como así no marcharás de aquí antes que nosotros, te recordaré lo que falta aún por decir.

CLITOFÓN

Argumento del Clitofón[1] por Patricio de Azcárate

Clitofón, acusado por Sócrates de haber censurado sus conversaciones filosóficas y alabado las lecciones del sofista Trasímaco, se defiende, exponiendo al mismo Sócrates lo que de él piensa en un discurso de algunas páginas, que se resumen en pocas palabras. Sócrates es un hombre maravilloso para exhortar a la virtud, y desempeña mejor que nadie tan noble tarea. Pero incurre en el gran error de no pasar de aquí. No basta inspirarnos el deseo de ser virtuoso; es preciso además enseñarnos a serlo prácticamente. Es preciso que se nos muestre el camino, se nos señalen las dificultades y los obstáculos, y si es necesario, se nos guíe hasta llegar al término. No es mi ánimo indagar aquí si esta censura es justa, pero aun cuando lo fuese, el Clitofón será siempre una composición de escaso valor.

Clitofón

SÓCRATES — CLITOFÓN

SÓCRATES. —Clitofón, hijo de Aristonimo, me han dicho hace un instante, que en una conversación que has tenido con Licias, has criticado las discusiones filosóficas de Sócrates, y puesto en las nubes las lecciones de Trasímaco[1].

CLITOFÓN. —Te han referido exactamente, Sócrates, lo que he dicho de ti a Licias; si en unas cosas te he censurado, también te he alabado en otras, y como veo en claro, que a pesar de tu aire de indiferencia estás incomodado conmigo, sería conveniente, ya que estamos solos, repetirte lo mismo que he dicho, y te desengañarás de que no soy injusto para contigo. Indudablemente te han informado mal, y esta es la causa de tu irritación. Pero si me permites decirte todo lo que pienso, estoy pronto a hacerlo, y no te ocultaré nada.

SÓCRATES. —No tendría razón para oponerme a tu deseo, cuando éste redunda en mi provecho, porque evidentemente desde el momento que me hagas ver el bien y el mal que residen en mí, procuraré seguir el uno y huir del otro con todas mis fuerzas.

CLITOFÓN. —En este caso, escúchame. Me ha sucedido muchas veces, Sócrates, que encontrándome contigo, me he dejado llevar de la más viva admiración al oír tus discursos, y me ha parecido que hablabas mejor que nadie, cuando reprendiendo a los hombres, como un dios que aparece en lo alto de una máquina de teatro,[2] exclamabas:

«¿A dónde vais a parar, mortales? ¿No veis que no hacéis nada de lo que deberíais practicar? El objeto de todos vuestros cuidados es amontonar riquezas y trasmitirlas a vuestros hijos, sin inquietaros para nada del uso que puedan hacer de ellas. Tampoco procuráis darles maestros que les enseñen la justicia, si puede ser enseñada, o que se ejerciten en ella, si es que sólo en el ejercicio puede adquirirse. Tampoco tratáis de gobernaros a vosotros mismos, educándoos en la virtud. Cuando vosotros y vuestros hijos, después de conocer las letras, la música y la gimnástica, lo cual creéis que constituye la educación más perfecta, veis que no sois menos ignorantes por lo que hace al uso que hacéis de vuestras riquezas, ¿cómo no os escandalizáis de esta educación, y no buscáis maestros que hagan desaparecer esta ignorancia y esta disonancia? A causa de este desorden y de esta inconveniencia, y no porque un pie deje de guardar compás con la lira, tiene lugar la falta de acuerdo y armonía entre hermanos y hermanos, entre Estados y Estados, y en sus divisiones y en sus guerras sufren el cúmulo de males que mutuamente se causan. Pretendéis que la injusticia es voluntaria, y que no procede de la falta de ilustración y de la ignorancia, y, sin embargo, sostenéis que la injusticia es vergonzosa y aborrecible a los dioses. ¿Qué hombre sería capaz de escoger voluntariamente un mal semejante? Respondéis que es aquel que no sabe resistir a los placeres. Pero si la victoria depende de la voluntad, ¿la derrota no es siempre involuntaria? La razón nos precisa a convenir en que de todas maneras la injusticia es involuntaria, y que es un deber para los individuos en particular y para los Estados en general, manifestarse más atentos y más vigilantes que lo están hoy».

Cuando oigo de tus labios tales discursos, Sócrates, te cobro cariño, y te elogio lleno de admiración. Y lo mismo me sucede cuando añades, que los que ejercitan el cuerpo y desprecian el alma no hacen nada menos que despreciar lo que tiene el mando y tributar obsequios a lo que debe obediencia. Así como cuando expones que el que no sabe servirse de un instrumento, obra mejor absteniéndose de usarlo, y que el que no sepa servirse de los ojos, ni de los oídos, ni del cuerpo en general, obraría más cuerdamente no mirando, no escuchando, y no sacando ningún partido de su cuerpo, antes que servirse de él a la aventura. Todo esto no es menos cierto con respecto a las artes. El que no sabe servirse de su lira, evidentemente no sabrá servirse mejor de la del vecino, y recíprocamente, el que no sabe servirse de la lira del vecino, tampoco sabrá servirse de la suya, y otro tanto puede decirse de todos los instrumentos y de todas las cosas. De estos razonamientos deducías esta preciosa conclusión: el que no sabe servirse de su alma, debe dejarla inactiva, y no vivir antes que vivir abandonándose a las sugestiones de la fantasía; y si necesita vivir, obrará más cuerdamente sometiéndose a otro más bien que conservando la libertad para tal uso, y al modo de un buen navegante confiar conducción de su barco al que es hábil en la ciencia de gobernar a los hombres, ciencia que llamas tú muchas veces la política, Sócrates, y que, en tu opinión, es la misma que la de juzgar y administrar justicia.

En todos estos discursos y otros muchos semejantes, todos verdaderamente bellos, en que sostienes que la virtud puede por su naturaleza ser enseñada y que es preciso ante todo tener cuidado de sí mismo, jamás he censurado nada, y me atrevo a decir, que nunca lo haré. Tales razonamientos son, a mi parecer, muy útiles, porque son muy eficaces para excitarnos, sacudirnos y despertarnos de nuestro entorpecimiento. Pero quise aplicar mi espíritu a saber más, y para ello me propuse interrogar, no a ti directamente, Sócrates, sino a tus compañeros de edad y de gustos, a tus discípulos, a tus amigos o como quiera que se llamen tus relaciones. En primer término me dirigí a los que tú más estimas, preguntándoles qué objeto debería tratarse después de tales razonamientos e interpelándoles de este modo según tu método:

«¡Oh mis excelentes amigos!, decidme: ¿qué deberemos pensar de las exhortaciones a la virtud que Sócrates nos dirige? ¿No deberemos pasar de ahí? ¿No deberemos caminar a la práctica de la misma y marchar hacia un fin? ¿O es cosa que se nos ha dado la vida únicamente, para dirigir exhortaciones a los que aún no han sido exhortados, para que éstos a su vez exhorten a otros? ¿O bien deberemos preguntar a Sócrates, o preguntarnos unos a otros, admitiendo la utilidad de estas exhortaciones, qué es lo que a ellas debe seguirse? ¿Cómo y por dónde comenzaremos el estudio de la justicia? Si alguno nos exhortara a cuidar de nuestro cuerpo, viéndonos extraños como niños a estas artes que se llaman gimnástica y medicina, y que nos echara en cara que nos entregábamos con exceso a cuidar nuestro trigo, nuestra cebada, nuestras viñas y las demás cosas que cultivamos y destinamos a las necesidades de nuestro cuerpo, sin cuidarnos ni remotamente de un arte ni de un ejercicio para fortificar nuestro cuerpo, no obstante existir este arte; si a este hombre le preguntáramos de qué artes quería hablar, sin duda respondería que de la gimnástica y de la medicina. ¿Pero cuál es el arte para educar el alma en la virtud? Responded». «Este arte», me dijo el que parecía más decidido, «es el que Sócrates ha llamado muchas veces delante de ti la justicia». «Pero», repliqué yo, «no basta que me digas el nombre. La medicina es un arte, pero tiene un doble fin; primero, formar nuevos médicos mediante los cuidados de los que ya lo son; y después, curar. Una de estas dos cosas no es el arte mismo, sino el producto del arte enseñado o aprendido, a saber, la salud. En igual forma en la arquitectura es preciso distinguir el producto y el arte, pues de una parte está la arquitectura que enseña, y de otra la obra, es decir, la casa. Con respecto a la justicia, de una parte forma hombres justos, como las artes de que acabamos de hablar forman sus artistas, pero de otra, ¿cuál es esa obra?, ¿cuál es la obra del hombre justo?, ¿cómo la llamaremos? Responde». Uno me dijo: «yo creo, que es lo ventajoso»; otro, «lo conveniente»; otro, «lo útil»; otro, «lo provechoso».

Pero, repliqué yo, no basta que me digas el nombre. La medicina es un arte, pero tiene un doble fin; primero, formar nuevos médicos mediante los cuidados de los que ya lo son; y después, curar. Una de estas dos cosas no es el arte mismo, sino el producto del arte enseñado o aprendido, a saber, la salud. En igual forma en la arquitectura es preciso distinguir el producto y el arte, pues de una parte está la arquitectura que enseña, y de otra la obra, es decir, la casa. Con respecto a la justicia, de una parte forma hombres justos, como las artes de que acabamos de hablar forman sus artistas, pero de otra, ¿cuál es esa obra?, ¿cuál es la obra del hombre justo?, ¿cómo la llamaremos? Responde.

Uno me dijo: yo creo, que es lo ventajoso; otro, lo conveniente; otro, lo útil; otro, lo provechoso.

Pero, les respondí, «esas palabras se encuentran en todas las artes en general, y en todo lo que tiene un buen resultado se dice que es provechoso, que es útil y todo lo demás. Pero, además de esto, todo arte tiene un objeto particular, al que se aplican todos estos términos. Y así, en el arte del carpintero, el bien, lo bello, lo conveniente se refieren a la construcción de muebles, y no se trata del arte puro y simple.[3] Explicadme en la misma forma la obra de la justicia».

Al fin, uno de tus amigos, Sócrates, que a mi parecer habla con maravillosa elegancia, me respondió, que la obra propia de la justicia, que nada tiene que ver con ninguna de las otras artes, es el establecer la amistad entre los Estados. Interrogado sobre la naturaleza de la amistad, declaró, que es un bien, nunca un mal. En cuanto a la amistad entre los niños y los animales, no quiso darle este nombre cuando le pregunté sobre este punto, porque convino en que estas amistades eran casi siempre más dañosas que buenas; y para evitar esta consecuencia, no quiso llamarlas amistades; reservando este nombre para la mancomunidad de pensamientos. Como se le preguntara, si esta mancomunidad de pensamientos se refería lo mismo a la opinión que a la ciencia, rechazó la opinión; porque no puede negarse, que entre los hombres hay muchas veces lamentables acuerdos de opiniones, y había afirmado que la amistad es siempre un bien y la obra de la justicia; de suerte que debió decir que la conformidad de pensamientos, en este caso, está fundada en la ciencia y de ningún modo en la opinión.

Cuando llegamos a este punto embarazoso de la discusión, todos los que estaban presentes se levantaron contra él, exclamando, que esta definición no valía más que las precedentes, y le echaron en cara que la medicina también es cierto acuerdo de pensamientos y lo mismo las demás artes; y que todas están en el caso de decir cuál es su objeto; que, por el contrario, en cuanto a esa justicia, que él llama un acuerdo de pensamientos, no se sabe ni el objeto que se propone, ni la obra que realiza.

Por último, Sócrates, te pregunté a ti mismo. Me has dicho que la justicia consiste en hacer mal a sus enemigos y bien a sus amigos. Posteriormente te ha parecido, que el hombre justo jamás podrá hacer mal a otro, cualquiera que él sea, y que debe procurar más bien ser de todas maneras útil a todo el mundo.

Por consiguiente, después de haberte preguntado, no una ni dos, sino mil veces, he renunciado a hacer vanas súplicas, persuadido de que eres el hombre del mundo más capaz para exhortar a los demás a la virtud; pero que, una de dos cosas, o bien tu poder no pasa de aquí y no se extiende más lejos (lo cual puede suceder en todas las artes; por ejemplo, sin ser piloto, puede hacerse un elogio de este arte que pruebe cuán digno es de la actividad humana, y hacerse lo mismo con las demás artes; de suerte que tú mismo podrías acusarte de no conocer la justicia, ensalzándola al mismo tiempo hasta las nubes, por más que no sea esta mi opinión). Pero una de dos cosas, digo, o no sabes lo que es la justicia, o no quieres comunicarnos el conocimiento que de ella tienes. He aquí por qué iré yo indudablemente en busca de Trasímaco o de cualquiera otro con la esperanza de que me enseñe, a menos que tú consientas poner término a todas esas exhortaciones. Por ejemplo, si me hicieses el elogio de la gimnasia y me animases a tener cuidado de mi cuerpo, después de tan preciosa exhortación, ¿no me dirías cuál es mi temperamento y cuáles los cuidados de que necesito? Pues obra ahora de la misma manera. Supón que Clitofón te concede que es ridículo ocuparse de todo lo demás y despreciar el alma, objeto verdadero de todos sus cuidados; supón, que yo te he referido todo lo que de esto se sigue y todo lo que acabamos de decir. Ahora, responde a mi pregunta, para que no me vea forzado, como acabo de hacerlo y como lo hice con Lisias, a alabarte en unas cosas y criticarte en otras; porque, lo repito, para el que no ha sido aún exhortado a la virtud eres tú el más precioso de los hombres; pero para el que lo ha sido ya, tú serías quizá un obstáculo que le impidiera llegar al verdadero objeto de la virtud, que es la felicidad.

TEETETO

Argumento del Teeteto[1] por Patricio de Azcárate

Platón parece presentar a Teeteto, cuyo nombre lleva el diálogo, como modelo completo de aquellos jóvenes, flor y esperanza de Atenas, que, dotados de una inteligente vivacidad, morigerados en sus costumbres y ansiosos de saber, se adhirieron desde muy temprano a la persona de Sócrates, y que formaban en las plazas públicas, en las palestras y en los pórticos su más atento y distinguido cortejo. En medio de ellos, Sócrates, dirigiéndose familiarmente tan pronto a unos como a otros, a fin de ejercitar y juzgar a todos, entablaba con cada cual, bajo apariencias de una libre confianza, conversaciones vivas y estudiadas sobre objetos determinados, que sin cesar traía a discusión a través de digresiones y rodeos; argumentación disimulada, pero sostenida, de la que se desprendía siempre alguna verdad, y que él mismo llamaba con delicadeza el arte de alumbrar los espíritus. En el Teeteto se puede estudiar este gran arte, mejor quizá que en ninguno de los diálogos precedentes, porque desde las primeras palabras de la conversación, Sócrates explica a su discípulo su secreto y ventajas con complacencia y energía, de lo cual todo este diálogo ofrece los ejemplos más interesantes, tanto por la abundancia y variedad de los detalles, como por la importancia del fondo.

Nada más grato que seguir a Platón en la indagación de este problema capital: ¿cuál es la naturaleza de la ciencia?, y saber de su boca cómo había sido resuelta por los padres de la filosofía sensualista, Heráclito y Protágoras, y seguir paso a paso la más vigorosa refutación de esta estrecha doctrina, que, desde los primeros tiempos de la filosofía griega, confundía la inteligencia con la sensibilidad, y reducía a la sola sensación toda la esfera de actividad del espíritu humano. Esta refutación forma en cierta manera la primera parte del Teeteto. En la segunda, solo separada de la primera por una transición rápida de un punto de la discusión a otro, Platón expone y desecha dos soluciones nuevas: la una, que la ciencia reside en el juicio; la otra, que está toda en el razonamiento. Ambas las lleva sucesivamente a sus consecuencias extremas, para demostrar que son igualmente insuficientes para dar una idea verdadera de la ciencia, puesto que no explican ciertas nociones fundamentales del entendimiento, es decir, las ideas primeras, que por su naturaleza son anteriores a todo juicio y a todo razonamiento. Tal es el conjunto de esta larga discusión, cuyo resultado es probar en definitiva que sentir, juzgar y razonar no son la misma cosa que saber.

Es imposible dar aquí el resumen minucioso de esta doble argumentación, que imprime a la forma de las conversaciones socráticas gran variedad de tono, una riqueza increíble de ejemplos y de comparaciones, con rasgos de ironía y algunas veces de una sutileza verdaderamente ática. Debemos limitarnos en cierta manera a sentar hitos que de trecho en trecho indiquen el camino.

A esta pregunta: ¿qué es el saber o la ciencia? Teeteto responde desde luego que la ciencia le parece ser todo aquello que se puede aprender, la geometría, por ejemplo, y toda clase de artes. Esto es confundir la enumeración de las ciencias con la definición de la ciencia misma; y mediante la observación que le hace Sócrates, Teeteto propone esta primera solución general: saber es sentir, o en otros términos, la ciencia consiste en la sensación. Ésta era la doctrina de Protágoras, cuando decía atrevidamente en su libro de la Verdad: el hombre es la medida de todas las cosas. Sócrates tiene cuidado de aclarar el sentido de esta proposición; primero, reduciéndola a esta otra: que las cosas no son más que lo que parecen; y después, ligando la opinión de Protágoras al sistema general de Heráclito sobre el origen y la constitución del universo. Hace entender a Teeteto, que en este sistema el movimiento es a la vez el principio y la condición de existencia de todas las cosas, de suerte que, hablando con toda propiedad, nada existe, nada es permanente, todo deviene, todo nace de una perpetua generación, que es la ley de este mundo. Las relaciones que tienen las cosas entre sí están sometidas necesariamente a la misma condición, porque si ninguna cosa subsiste idéntica a sí misma, con más razón las relaciones de las mismas están en incesante movimiento. El mundo no es más que una inagotable sucesión de apariencias. Arrastrado, como todo lo demás, en este torrente de fenómenos, el hombre tiene el privilegio de conocer. Pero ¿qué puede conocer?, ¿cómo puede conocer? Su ciencia, so pena de faltar a la ley de sistema, no puede participar de la inestabilidad y de la inanidad universales; se resuelve en estas impresiones fugitivas, que las apariencias de las cosas producen en nuestros sentidos, es decir, en sensaciones, cuya intensidad aprecia cada uno; y es la medida de la que habla Protágoras, conforme a la cual todos decidimos con igual derecho de lo blanco y de lo negro, de lo amargo y de lo dulce, de lo bueno y de lo malo; en una palabra, de todos los mudables fenómenos de este fluido universal. Ciencia y sensación son aquí sinónimos, porque nada conocemos que no sea por la sensación, y el único medio para instruirnos es sentir.

He aquí las objeciones más fuertes que se desprenden de la impugnación de Platón, impugnación sutil y complicada, cuyo objeto es conducir lógicamente el sistema al absurdo y a lo imposible. Por lo pronto, cuando se sostiene que la sensación es la ciencia, es preciso, para ser consecuente, afirmar de todo ser capaz de sentir lo mismo que del hombre, que es la medida de todas las cosas. Y en este concepto, los animales, hasta los más ínfimos, solo en el hecho de sentir saben tanto como el hombre. Primer absurdo. En segundo lugar, si la sensación es la única medida del saber, todas las sensaciones tienen el mismo valor; porque como se contradicen las de un individuo con las de otro, y lo mismo sucede dentro de cada uno, se sigue de aquí, que la contradicción y la negación surgen por todos lados. ¿Dónde está lo verdadero y lo falso, dónde lo blanco y lo negro, lo caliente y lo frío, lo bueno y lo malo? En todas partes. El escepticismo es irremediable, y la ciencia tiene que ser precisamente la ausencia de la ciencia. Segundo absurdo, que destruye las más caras pretensiones del dialéctico Protágoras, que no tiene derecho a creerse más sabio que los contradictores. El papel de la memoria no es posible en esta reducción sistemática de la ciencia a la sensación. Si sentir es saber, nada sabemos desde el momento que ha pasado la sensación. Resulta de aquí, como lo observa irónicamente Sócrates, el prodigio increíble de que lo que se ha sabido ya no se sabe, aun cuando se pueda acordar de ello, por la sencilla razón de que no se siente. Además, la ciencia está condenada a sufrir a cada momento las vicisitudes, los grados, los estados diversos de la sensación; puede y hasta debe ganar o perder en cada individuo, según la intensidad, el número y la duración de las sensaciones. Más aún; la ciencia puede al mismo tiempo existir o no existir con relación a las sensaciones, que son percibidas por un doble órgano, como los de la vista, del oído y del olor. Supongamos, cosa muy probable, que vemos con un ojo lo que no vemos con el otro; es claro que somos a la vez sabios e ignorantes, puesto que en este estado sentimos y no sentimos; dificultad no fácil de resolver. En fin, la objeción más fuerte consiste en que la teoría de Protágoras destruye toda moral. En efecto, ¿qué es lo justo con respecto a la sensación? Lo que parece tal a cada uno. La conducta privada, los negocios públicos, escapan a toda ley primordial del derecho, y quedan sometidos a la ley de los hechos. Las costumbres y las leyes, sean las que quieran, serán justas allí donde estén establecidas, puesto que la opinión y el hecho serán el único derecho privado, civil y político. ¿Y podrá decirse, exclama Sócrates, que sean estas las ideas que los hombres se forman de las cosas en general? Por el contrario, ¿no es su creencia que no son todos igualmente sabios, y que entre ellos los hay más instruidos y mejores consejeros que la generalidad? ¿No tienen verdaderamente la idea de la ciencia y de la ignorancia, de la verdad y de la mentira, de la justicia y de la injusticia, de la circunspección y de la locura? Y si estas creencias existen, ¿cómo se las pone de acuerdo con la opinión de que cada uno es árbitro de todas las cosas? Es preciso escoger entre un solo hombre y el género humano todo; o creer con Protágoras que la sensación encierra toda la ciencia en sus estrechos límites, o protestar con su conciencia y el asentimiento de todos los hombres, de que hay algo que conocer que está muy por encima y más allá de la sensación.

Es esto tan cierto que Platón, armándose contra Protágoras del principio mismo de Heráclito, prueba en seguida que, gracias al movimiento que sin cesar disloca y altera todas las cosas, es imposible a la sensación fijarse, reconocerse, determinar nada; imposible, en fin, a la inteligencia dar un nombre a las cosas, porque las cosas mismas se le escapan. Nada y de ninguna manera son los únicos términos, que pueden sobrenadar en este naufragio universal de los conocimientos que debe suministrar la sensación. En efecto, desde el momento en que se parte del principio de que en el mundo todo es aparente y fenoménico, si los fenómenos mismos se ven sin cesar arrastrados, renovados y remplazados por otros nuevos, la sensación no puede fijarse en nada, ni enseñarnos nada. De aquí esta consecuencia: la ciencia es la sensación, lo que equivale a decir: no hay ciencia posible.

Si el alma sacara de la sensibilidad todo el esfuerzo de su actividad, se vería condenada a la ignorancia por la impotencia misma de la sensación para arribar a la esencia de las cosas. Pero el alma tiene otras facultades que la de sentir, reflexiona sobre sus sensaciones, las compara, las distingue, y a las primeras reflexiones añade otras nuevas; en una palabra, juzga, razona. La cuestión es saber si por medio de estas dos operaciones intelectuales es capaz de conocer la naturaleza íntima de las cosas, su esencia inmaterial e invisible, de la que los fenómenos no son más que signos; y si en definitiva el juicio y el razonamiento, bajo todas las formas que pueden tomar, constituyen o no la ciencia.

Sócrates sienta desde luego en principio que solo puede formarse juicio sobre lo que se conoce o sobre lo que no se conoce, y obliga a Teeteto a reconocer que no hay más que dos especies de juicio; el verdadero, que será el de la ciencia misma, siendo como es el juicio de lo que se conoce, y el juicio falso. Juzgar falsamente es colocarse fuera de la esfera de la ciencia, y el que pudiera decir en qué consiste, daría un paso hacia la cuestión: ¿qué es la ciencia?, puesto que por lo menos sabría lo que no es, y donde no está. Éste es el procedimiento que sigue Teeteto; pero ve combatidas y desechadas sucesivamente las cuatro formas que presenta del juicio falso; de suerte que, en lugar de descubrir lo que es la ciencia, no puede ni siquiera encontrar lo que no es, y de esta manera ve alejarse más y más la solución apetecida. ¿Juzgar falsamente, pregunta Sócrates, es tomar una cosa que se conoce por otra que también se conoce? No, porque tratándose de dos objetos, el que conoce uno y otro no los confunde. ¿Es tomar lo que no se conoce por lo que tampoco se conoce? No, porque en lo que se ignora absolutamente no es posible pensar. Juzgar falsamente, tampoco es tomar lo que no se conoce por lo que se conoce, ni lo que se conoce por lo que no se conoce, porque nadie puede tomar nunca lo conocido por lo desconocido.

Batido en este punto, Teeteto supone que el juicio se ejercita, no precisamente sobre el conocimiento que se tiene o no de las cosas, sino sobre el ser y el no ser, y que el juicio falso consiste en el error de tomar el ser por el no ser, es decir, un objeto que existe por otro que no existe. Pero esta tesis tampoco es sostenible. El que juzga, juzga de alguna cosa, de un objeto que ve, que toca, o que oye, es decir, un objeto que existe. Juzgar, por consiguiente, es juzgar siempre sobre el ser, y no es posible juzgar sobre el no ser, sobre lo que no existe para los sentidos ni para el pensamiento.

Pero juzgar falsamente, repone Teeteto, ¿no es tomar en general una cosa por otra? No, si por el juicio debe entenderse una especie de discurso interior, que el alma se dirige a sí misma, para saber lo que piensa sobre tal o cual objeto. ¿Quién se ha dicho nunca a sí mismo que un hombre sea un buey, y que lo feo sea lo bello? Nadie ciertamente, porque, una de dos cosas, o el que juzga conoce uno y otro objeto, y entonces no se engaña, o los ignora, y entonces no piensa en ellos.

Parecía que no era ya posible saber lo que es un juicio falso, cuando Sócrates a su vez presenta una nueva idea, diciendo, que consiste en la confusión que tiene lugar en nuestra inteligencia, ya por precipitación, ya por ligereza, ya por turbación, entre las ideas que tenemos de las cosas en el espíritu, y el juicio que formamos cuando se presentan a nosotros. Sin duda; pero de aquí se sigue, que sabríamos mejor lo que es juzgar falsamente, si pudiéramos decir lo que es saber. En seguida se presentan, según el juicio verdadero, tres tentativas de explicación de la ciencia, que son sucesivamente rechazadas.

La ciencia no consiste en este juicio, porque el juicio verdadero de las cosas no es muchas veces más que un resultado de la persuasión que producen, por ejemplo, los oradores en el espíritu del pueblo o de los jueces, cuando abogan por la verdad. Este juicio, por ser verdadero, no da la ciencia, puesto que los que lo forman, no saben por qué, sino que están solamente persuadidos. La ciencia tampoco está en el juicio verdadero acompañado de su razón (σὺν λόγῳ), es decir, de la definición; porque solo se sabe lo que puede definirse. Lo que no se sabe, no se puede definir. Precisamente el objeto principal de la ciencia, esto es, los elementos de las cosas, no admite definición, porque todo lo que es simple se resiste a una determinación distinta del nombre que se le da. Sócrates llega a decir que la definición de los compuestos está lejos de ser la ciencia de los compuestos, porque no siendo estos más que una reunión de elementos, el que ignore estos, está condenado a ignorar los compuestos mismos. Para hacer entender este razonamiento sutilísimo, Sócrates se vale de una comparación tomada de las letras y de las sílabas de que se componen las palabras. Por último, la ciencia no es el juicio verdadero con la idea de la diferencia. En efecto, es cosa clara que no se puede distinguir un objeto de otro sino a condición de conocer ambos; sin esto, ¿cómo puede saberse en qué se diferencian? De aquí se sigue que el conocimiento de las diferencias supone la ciencia y no la constituye. La cuestión parece irresoluble, y los interlocutores se separan, sin establecer nada nuevo.

La conclusión que debe sacarse de este diálogo es que el Teeteto no conduce a ningún resultado positivo. En efecto, si nos atenemos solo a las formas del discurso, Platón no ha hecho otra cosa que sentar y probar esta proposición: la ciencia no consiste en la sensación, ni en el juicio. Pero además de la importancia de este doble resultado, es muy claro que, cuando al fin de cada una de estas dos discusiones sobre el juicio y la sensación, presenta Platón los elementos de las cosas, los seres simples, como los primeros principios de la ciencia, deja claramente entrever su pensamiento, y remite indirectamente a los otros diálogos, en los que ha expuesto su teoría de la reminiscencia y su teoría de las ideas. Si se quiere buscar el complemento del Teeteto, es preciso buscarlo en el libro sexto de la República y en el Fedón.

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