Читать книгу: «Obras Completas de Platón», страница 12

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ALCIBÍADES. —Todo eso es también muy verdadero.

SÓCRATES. —Por lo tanto, si es sabiduría conocerse a sí mismo, ninguno de estos artistas es sabio por su arte.

ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen.

SÓCRATES. —Y he aquí por qué todas estas artes parecen viles, y por consiguiente indignas de una persona decente.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Volviendo, pues, a nuestro principio, todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo, tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo.

ALCIBÍADES. —Estoy de acuerdo.

SÓCRATES. —Todo hombre que ama las riquezas no se ama a sí mismo, ni lo que está en él; sino que ama una cosa aún más lejana de él y de lo que está en él.

ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —El que solo se ocupa en amontonar riquezas, ¿maneja mal sus negocios?

ALCIBÍADES. —Es muy cierto.

SÓCRATES. —Si alguno se ha enamorado del cuerpo de Alcibíades, no es Alcibíades el objeto de su cariño, sino una de las cosas que pertenecen a Alcibíades.

ALCIBÍADES. —Estoy convencido de ello.

SÓCRATES. —El que ha de amar a Alcibíades ha de amar su alma.

ALCIBÍADES. —Consecuencia necesaria.

SÓCRATES. —He aquí por qué el que solo ama tu cuerpo se retira desde que esta flor de belleza comienza a marchitarse.

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero el que ama tu alma, no se retira jamás, en tanto que puede ella aspirar a mayor perfección.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Aquí tienes la razón de por qué he sido yo el único que no te ha abandonado y que permanece constante, después que aparece marchita la flor de tu belleza y que todos tus amantes se han retirado.

ALCIBÍADES. —Gran placer me das, y te suplico que no me abandones.

SÓCRATES. —Trabaja sin descanso con todas tus fuerzas para hacerte mejor.

ALCIBÍADES. —Trabajaré.

SÓCRATES. —Al ver lo que sucede, es fácil juzgar que Alcibíades, hijo de Clinias, jamás ha tenido, y aun ahora mismo no tiene, más que un único y verdadero amante; y este amante fiel, digno de ser amado, es Sócrates, hijo de Sofronisco y Fenarete.

ALCIBÍADES. —Nada más verdadero.

SÓCRATES. —¿No me dijiste, cuando me avisté contigo y antes de que yo te hiciera prevención alguna, que tenías intención de hablarme para saber por qué era el único que no me había retirado?

ALCIBÍADES. —Así te lo dije, y es muy cierto.

SÓCRATES. —Ahora ya sabes la razón, y es que yo te he amado a ti mismo, mientras que los demás solo han amado lo que está en ti.

La belleza de lo que está en ti comienza a disiparse cuando tu belleza propia comienza a florecer; y si no te dejas malear y corromper por el pueblo, yo no te abandonaré en toda mi vida. Pero temo que infatuado con el favor del pueblo te pierdas, como ha sucedido[11] a un gran número de nuestros mejores ciudadanos; porque el pueblo de la magnánima Erectea[12] tiene una preciosa máscara; pero es preciso verle con la cara descubierta. Créeme, pues, Alcibíades, y toma las precauciones que te digo.

ALCIBÍADES. —¿Qué precauciones?

SÓCRATES. —La de ejercitarte y aprender bien lo que es preciso saber antes de mezclarte en los negocios de la república, a fin de que, robustecido con un buen preservativo, puedas sin temor exponerte a los peligros.

ALCIBÍADES. —Todo eso está muy bien dicho, Sócrates; pero trata de explicarme cómo podemos tener cuidado de nosotros mismos.

SÓCRATES. —Ése es negocio ya ventilado; porque ante todas cosas hemos sentado lo que es el hombre, y con razón, porque temeríamos, no siendo este punto bien conocido, dirigir nuestro cuidado a otras cosas que no fueran nosotros mismos, sin apercibirnos de ello.

ALCIBÍADES. —Así es.

SÓCRATES. —Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo ser este el único fin que nos propongamos.

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al cuerpo, como las riquezas.

ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?

SÓCRATES. —¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? Porque si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?

ALCIBÍADES. —¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?

SÓCRATES. —Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértelo comprender por otra comparación que por esta que se toma de la vista.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?

ALCIBÍADES. —Eso es evidente.

SÓCRATES. —Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y nosotros mismos.

ALCIBÍADES. —Puede verse en los espejos y en otros cuerpos semejantes.

SÓCRATES. —Hablas muy bien. ¿No hay también en el ojo algún pequeño punto que hace el mismo efecto que el espejo?

ALCIBÍADES. —Hay uno ciertamente.

SÓCRATES. —¿Has observado que siempre que miras en tu ojo ves, como en un espejo, tu semblante en esta parte que se llama pupila, donde se refleja la imagen de aquel que en ella se ve?

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Un ojo, para verse, ¿debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver?

ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —Porque si fijase sus miradas sobre cualquier otra parte del cuerpo del hombre, o sobre cualquier otro objeto, a menos que no fuese semejante a esta parte del ojo que ve, de ninguna manera se vería a sí mismo.

ALCIBÍADES. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Un ojo, que quiere verse a sí mismo, debe mirarse en otro ojo, y en esta parte de ojo, donde reside toda su virtud, es decir, la vista.

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, ¿no sucede lo mismo con el alma? Para verse ¿no debe mirarse en el alma, y en esta parte del alma donde reside toda su virtud, que es la sabiduría, o en cualquier otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera?

ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma, que sea más divina que aquella en que residen la esencia y la sabiduría?

ALCIBÍADES. —No ciertamente.

SÓCRATES. —En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la sabiduría, para conocerse a sí mismo perfectamente.

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Conocerse a sí mismo es la sabiduría, según hemos convenido.

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —No conociéndonos a nosotros mismos, y no siendo sabios, ¿podemos conocer ni nuestros bienes, ni nuestros males?

ALCIBÍADES. —¡Ah!, ¿cómo los conoceríamos, Sócrates?

SÓCRATES. —Porque no es posible que el que no conoce a Alcibíades conozca lo que pertenece a Alcibíades, como perteneciendo a Alcibíades.

ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, eso no es posible.

SÓCRATES. —Sólo conociéndonos a nosotros mismos, es como podemos conocer, que lo que está en nosotros nos pertenece.

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Y si no conociésemos lo que está en nosotros, no conoceríamos tampoco lo que se refiere a las cosas que están en nosotros.

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —Hemos hecho mal, cuando hemos convenido en que hay gentes, que no conociéndose a sí mismos, conocen sin embargo lo que está en ellos, porque ni aun las cosas que pertenecen a lo que está en ellos conocen. Estos tres conocimientos: conocerse a sí mismo, conocer lo que está en nosotros, y conocer las cosas que pertenecen a lo que está en nosotros, están ligados entre sí; son efecto de un solo y mismo arte.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Todo hombre que no conoce las cosas que están en él, no conocerá tampoco las que pertenecen a otros.

ALCIBÍADES. —Eso es verdad.

SÓCRATES. —No conociendo las cosas pertenecientes a los demás, no puede conocer las del Estado.

ALCIBÍADES. —Es una consecuencia necesaria.

SÓCRATES. —¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Ni puede ser tampoco un buen administrador para gobernar una casa?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Ni sabe lo que hace?

ALCIBÍADES. —Nada sabe.

SÓCRATES. —No sabiendo lo que hace, ¿es posible que no cometa faltas?

ALCIBÍADES. —Imposible, ciertamente.

SÓCRATES. —Cometiendo faltas, ¿no causa mal en particular y en público?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Haciendo mal, ¿no es desgraciado?

ALCIBÍADES. —Sí, muy desgraciado.

SÓCRATES. —¿Y aquellos a cuyo servicio se consagra?

ALCIBÍADES. —Desgraciados también.

SÓCRATES. —¿Luego no es posible que el que no es ni bueno, ni sabio, sea dichoso?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¿Todos los hombres viciosos son entonces desgraciados?

ALCIBÍADES. —Muy desgraciados.

SÓCRATES. —¿Luego no son las riquezas, sino la sabiduría la que libra al hombre de ser desgraciado?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Por lo tanto, mi querido Alcibíades, los Estados para ser dichosos no tienen necesidad de murallas, ni de buques, ni de arsenales, ni de tropas, ni de gran aparato; la única cosa de que tienen necesidad para su felicidad es la virtud.

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Y si quieres manejar bien los negocios de la república, es preciso que imbuyas a tus conciudadanos en la virtud.

ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.

SÓCRATES. —¿Pero puede darse lo que no se tiene?

ALCIBÍADES. —¿Cómo puede darse?

SÓCRATES. —Ante todas cosas es preciso, pues, que pienses en ser virtuoso, como debe de hacer todo hombre, que no solo quiera tener cuidado de sí mismo y de las cosas que son suyas, sino también del Estado y de las cosas que pertenecen al Estado.

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —No debes, por consiguiente, pensar en adquirir para ti y para el Estado un gran imperio y el poder absoluto de hacer todo lo que te agrade, sino únicamente lo que dicten la sabiduría y la justicia.

ALCIBÍADES. —Eso me parece muy cierto.

SÓCRATES. —Porque si tú y el Estado gobernáis sabia y justamente, obtendréis el favor de los dioses.

ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de ello.

SÓCRATES. —Y gobernaréis justa y sabiamente, si como te dije antes, no perdéis de vista esa luz divina que brilla en vosotros.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Porque mirándoos en esta luz, os veréis vosotros mismos, y conoceréis vuestros verdaderos bienes.

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y obrando así, ¿no haréis siempre el bien?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Si hacéis siempre el bien, me atrevo a salir garante de que seréis siempre dichosos.

ALCIBÍADES. —En esta materia eres tú una buena garantía, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero si gobernáis injustamente, y en lugar de suspirar por la verdadera luz, os fijáis en lo que está sin Dios y lleno de tinieblas, no haréis, sin que pueda ser de otra manera, sino obras de tinieblas, porque no os conoceréis a vosotros mismos.

ALCIBÍADES. —Así lo creo.

SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, represéntate un hombre que tenga el poder de hacerlo todo, y que no tenga juicio; ¿qué debe esperarse y cuál será el resultado para él y para el Estado? Por ejemplo, que un enfermo tenga el poder de hacer todo lo que le venga a la cabeza, que no conozca la medicina, y que nadie se atreva a decirle nada ni a contenerle, ¿qué le sucederá? Destruirá sin duda su cuerpo.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a todos los que a él se entreguen.

ALCIBÍADES. —No podrán menos de perecer todos.

SÓCRATES. —Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están privados de la virtud, su ruina es infalible.

ALCIBÍADES. —Imposible de otra manera.

SÓCRATES. —Por consiguiente, mi querido Alcibíades, si quieres ser dichoso tú y que lo sea la república, no es preciso un gran imperio, sino la virtud.

ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —Y antes de adquirir esta virtud, lejos de mandar, es mejor obedecer, no digo a un niño, sino a un hombre, siempre que sea más virtuoso que él.

ALCIBÍADES. —Eso me parece cierto.

SÓCRATES. —Y lo que es mejor, ¿no es lo más precioso?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y lo que es más precioso, ¿no es lo más conveniente?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Es conveniente al hombre vicioso ser esclavo, porque esto le cuadra mejor?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿El vicio, pues, es una cosa servil?

ALCIBÍADES. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —¿Y la virtud una cosa liberal?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y no es preciso evitar este servilismo?

ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —Pues bien, mi querido Alcibíades, conoces tu propia situación; ¿eres digno de ser libre o esclavo?

ALCIBÍADES. —¡Ah!, Sócrates, conozco bien mi situación.

SÓCRATES. —¿Pero sabes cómo puedes salir de ese estado, que no me atreveré a calificar, hablando de un hombre como tú?

ALCIBÍADES. —Sí, lo sé.

SÓCRATES. —¿Cómo?

ALCIBÍADES. —Si Sócrates quiere.

SÓCRATES. —Dices muy mal, Alcibíades.

ALCIBÍADES. —¿Pues cómo tengo que decir?

SÓCRATES. —Si Dios quiere.

ALCIBÍADES. —Pues bien, digo si Dios quiere; y añado, que para lo sucesivo vamos a mudar de papeles, tú harás el mío y yo el tuyo, es decir, que yo voy a mi vez a ser tu amante, como tú has sido el mío hasta aquí.

SÓCRATES. —En este caso, mi querido Alcibíades, lo que se dice de la cigüeña se podrá decir de mi amor para contigo, si después de haber hecho nacer en tu seno un nuevo amor alado, éste le nutre y le cuida a su vez.

ALCIBÍADES. —Así será; y desde este día voy a aplicarme a la justicia.

SÓCRATES. —Deseo que perseveres en ese pensamiento; pero te confieso, que sin desconfiar de tu buen natural, temo que la fuerza de los ejemplos que dominan en esta ciudad, nos arrollen al fin a ti y a mí.

CÁRMIDES

Argumento del Cármides[1] por Patricio de Azcárate

Nada menos complicado que este diálogo. Marcha muy llanamente a un objeto muy sencillo. Un análisis rápido va a demostrarlo.

Habiendo llegado la víspera, de Potidea, Sócrates entra en la palestra de Taureas, y encuentra allí a sus amigos Querefón, Critias y otros; les da nuevas del ejército y pregunta a qué altura se halla la filosofía. Se le presenta Cármides, niño cuando su partida, y que era ya un joven formado y admirablemente hermoso; y se empeña la conversación primero con Cármides y después con Critias. Cármides es hermoso; se dice que también es sabio, y él no está lejos de creerlo. Pero si es sabio, tiene el convencimiento de serlo, y si tiene el convencimiento, se halla en estado de definir la sabiduría. ¿Qué es por lo tanto la sabiduría?

—La mesura, responde Cármides. —No, dice Sócrates, porque la sabiduría es inseparable de la belleza, y no es bello andar, leer, aprender, tocar la lira, luchar, deliberar y hacer cualquier otra cosa con mesura, es decir, con lentitud. —Es el pudor. —Tampoco, porque la sabiduría es siempre buena, y el pudor es algunas veces malo, testigo el verso de Homero: el pudor no cuadra al indigente.

—En tal caso, la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio.

—Tampoco, y antes por lo contrario sería una verdadera locura exigir que cada uno escriba solo su nombre y no el de otros, que teja él mismo su vestido, que arregle su calzado, que lave su camisa, y que no haga nada por nadie, ni reciba nada de nadie. En este momento, Critias, impaciente al ver tratar tan ligeramente una definición que pudo sugerir al joven Cármides, entra en lid y acaba por verse batido a su vez.

Por lo pronto se propone escapar de las sutilezas de Sócrates, valiéndose de una sutil distinción entre hacer una cosa y trabajar en una cosa, y se ve bien presto conducido, casi sin advertirlo, a sustituir la fórmula: hacer el bien, a la otra fórmula: hacer lo que nos es propio. Hacer el bien, he aquí la sabiduría.

¿Es eso cierto?, pregunta Sócrates. ¿El que obra ciegamente, haga lo que quiera, es sabio? ¿Ser sabio no es por lo contrario saber lo que se hace, lo que se quiere, lo que se piensa, lo que uno es, en una palabra, saberse a sí mismo? Critias, siempre dispuesto a pronunciarse decidido sostenedor de la verdad, y también a abandonar una opinión por otra, exclama en este sentido: «Sí, la sabiduría es verdaderamente la ciencia de sí mismo, y no hay duda que así lo ha entendido el dios de Delfos».

Aquí comienza una larga y sofística discusión, que llena la segunda mitad del diálogo. Sócrates establece: primero, que la ciencia de sí mismo es imposible; segundo, que es inútil; de donde se sigue, que tal ciencia de sí mismo no es la sabiduría.

¿Qué es la ciencia de sí mismo? Una ciencia, en la que aquello que sabe (el sujeto) se confunde con aquello que es sabido (el objeto); por consiguiente, la ciencia de la ciencia; por consiguiente, la ciencia de la ciencia y de la ignorancia.

—¿Y no comprendéis que esta concepción de una ciencia de la ciencia y de la ignorancia es esencialmente contradictoria? Esto equivale a decir que existe una vista de la vista y de lo que no es visto, la cual no ve nada de lo que es colorado;[2] un oído del oído y de lo que no es oído, el cual no oye nada de lo que es sonoro; un sentido de los sentidos y de lo que no son sentidos, el cual no siente nada de lo que es sensible; un deseo que no es el deseo del placer; una voluntad, que no quiere ningún bien, pero se quiere a sí misma y aun a lo que no es voluntad; un amor que no ama ningún género de belleza, pero se ama a sí mismo y ama a lo que no es amor; un temor, que sin temer ningún peligro, se teme a sí mismo y a lo que no es temor; una opinión, que sin ser la opinión de nada, es opinión de sí misma y de lo que no es opinión. Por otra parte, fijaros bien en lo que voy a decir. Lo propio de una ciencia de la ciencia sería referirse exclusivamente a sí misma como sujeto, y universalmente a todas las cosas como objeto; sería por lo tanto más que ella misma, y menos que ella misma, doble absurdo. En fin, esta relación de una cosa a sí, que nosotros no observamos en ninguna parte, ¿qué hombre se atrevería a afirmar que la concibe claramente?

La ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es decir, la ciencia de sí mismo, no parece posible; y si la suponemos posible, tampoco es útil. En efecto, esta ciencia nos enseña que nosotros sabemos o que no sabemos, que los demás saben o que no saben; pero no nos enseña lo que nosotros sabemos y lo que no sabemos; lo que los demás saben y lo que no saben. Este último conocimiento nos sería sin duda muy ventajoso, puesto que nos permitiría hacer precisamente lo que estamos en estado de hacer, confiando lo demás a los hombres entendidos; en cuanto al primero, es de hecho vana[3] y estéril y de ningún uso en el gobierno de los negocios privados, como en el de los públicos. Pero hay más. En el acto mismo en que la ciencia de la ciencia y de la ignorancia nos enseñase lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que los demás saben y no saben, no se seguiría, como con demasiada ligereza hemos concedido, que pueda verdaderamente contribuir a nuestra felicidad. Esto es más bien un privilegio de la ciencia del bien y del mal. He aquí la ciencia útil; y como la ciencia de la ciencia y de la ignorancia no es esta ciencia, es claro que no es útil.

En resumen, la sabiduría no es la mesura, ni el pudor, ni la atención para hacer lo que nos es propio, ni la práctica del bien, ni la ciencia de sí mismo: he aquí lo que nos dice el Cármides. Pues entonces ¿qué es?; esto es lo que no nos dice. La razón es, porque el verdadero objeto de este diálogo no es definir la sabiduría, sino convencer a Cármides (es decir a los jóvenes en general) que no es tan instruido como cree serlo, para que de este modo nazca en su alma, con una justa desconfianza, el saludable deseo de indagar y buscar la verdad. Conclusión, toda práctica, de un interés superior, y que Platón ha puesto en acción, si puede decirse así, al final de este diálogo, presentándonos a Cármides modesto y resuelto a someterse a los encantos de Sócrates.

En nuestra opinión, si se quiere formar una idea exacta del Cármides y del objeto que Platón se propuso, es preciso tener en cuenta el método de Sócrates, y presentarlo en toda su verdad. Su método comprende la ironía, de la que se sirve Sócrates como de un arma para herir a los sofistas, y el arte de amamantar el espíritu de los jóvenes. En lo que no se han fijado bastantees que en este arte hay dos partes muy distintas; en la primera conduce a la duda por la refutación; en la segunda conduce al conocimiento por la inducción. Por lo pronto es preciso dudar; porque ¿cómo podrán tenerse nociones exactas si no se las busca? Y ¿cómo se las busca, si se cree saberlo todo? Éste es en general el error de la juventud: contentarse con semiverdades y creer conocer lo que no conoce; sobre todo, éste era el de la juventud ateniense en la época de Sócrates y de Platón, viciada como estaba por los sofistas. Cuando Sócrates se dirigía a un joven, su primer cuidado era probarle su ignorancia, interrogándole hábilmente y arrancándole esta confesión: yo no sé nada. Saber que no se sabe; he aquí la disposición intelectual, sin la que no es posible aprender verdaderamente; y el primer esfuerzo de dicho arte era crear esta convicción.

Y ahora bien ¿No es éste el objeto del Cármides? ¿No representa muy fielmente el primer momento de este arte? ¿No es esto lo que le da sentido y seriedad, y lo que constituye su interés y su mérito?

Pero por haberlo traducido, no es cosa de que nos alucinemos sobre su verdadero valor. Su defecto no consiste en no haber concluido, porque bastante conclusión es el despertar en el alma de los lectores jóvenes la desconfianza de sí mismos, condición de todo examen e indagación, sin los cuales no hay conocimiento sólido, ni ciencia digna de este nombre; de lo que le acusaremos es de abusar del doble sentido de las palabras; de refutar cosas que no merecen ser refutadas y otras que no deben serlo; de refutar sin refutar, superficialmente y en apariencia; en fin, de no ir al fondo de cosa alguna. Sobre todo, le echaremos en cara el haber amontonado una nube de sutilezas, haciéndolas recaer sobre la ciencia de nuestra alma, que es la ciencia por excelencia. Esto no es más que un juego, como lo ha visto y lo ha dicho muy oportunamente el señor Cousin; y ninguna necesidad había de esto, ni de correr el riesgo de comprometer sin motivos una verdad capital, querida de la escuela socrática y de todos los verdaderos filósofos, cualquiera que sea su escuela.

¿Quiere decir esto que el Cármides sea indigno de Platón, o no sea de Platón? De ninguna manera. El águila no se cierne siempre sobre las nubes, algunas veces descansa en las cimas de una roca, o desciende al llano. Todas las obras de un maestro no son necesariamente obras magistrales; y no vemos por qué Platón no ha podido escribir un día, como por desahogo, un diálogo de menos mérito.[4]

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9782380373530
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